Los crímenes del bulevar McMillan - Eduardo Carlos Malerba - E-Book

Los crímenes del bulevar McMillan E-Book

Eduardo Carlos Malerba

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  • Herausgeber: Bärenhaus
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2024
Beschreibung

Verano de 2018. En una lujosa residencia de Los Ángeles se cometen dos homicidios que conmueven a la opinión pública de California. La teniente Marian Weiss y su equipo investigan el caso, pero desde un principio surgen dudas sobre el móvil de los crímenes. Podría tratarse simplemente de un robo de objetos de valor que terminó de la peor manera, o quizás también podría ser un complot urdido en el marco de una sucesión multimillonaria. Las pesquisas llevarán a los investigadores a las ciudades de Las Vegas, Miami y Phoenix, además de solicitar la asistencia del FBI.  A medida que avanzan en lo que parece ser un entramado conspirativo, también deben enfrentarse a las presiones de la prensa, la política, y a algunos oficiales de alto rango de su misma fuerza. Todo se transforma en una carrera desesperada, no sólo para que se haga justicia, sino también para salvar la vida de los testigos, que ya están en la mira de aquellos que no quieren que la verdad salga a la luz. El sentido del deber, así como el amor incondicional, se harán presentes en esta atrapante novela que, indefectiblemente, conducirá al lector a un desenlace sorprendente.

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Malerba, Eduardo Carlos

Los crímenes del bulevar McMillan / Eduardo Carlos Malerba. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8449-58-6

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2024, Eduardo Carlos Malerba

 

 

Corrección de textos: Pablo Laborde

Diseño de cubierta e interior:

Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

 

Todos los derechos reservados

© 2024, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello Bärenhaus

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8449-58-6

1º edición: abril de 2024

1º edición digital: marzo de 2024

Conversión a formato digital: Numerikes

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

SOBRE ESTE LIBRO

Verano de 2018. En una lujosa residencia de Los Ángeles se cometen dos homicidios que conmueven a la opinión pública de California. La teniente Marian Weiss y su equipo investigan el caso, pero desde un principio surgen dudas sobre el móvil de los crímenes. Podría tratarse simplemente de un robo de objetos de valor que terminó de la peor manera, o quizás también podría ser un complot urdido en el marco de una sucesión multimillonaria. Las pesquisas llevarán a los investigadores a las ciudades de Las Vegas, Miami y Phoenix, además de solicitar la asistencia del FBI.

A medida que avanzan en lo que parece ser un entramado conspirativo, también deben enfrentarse a las presiones de la prensa, la política, y a algunos oficiales de alto rango de su misma fuerza. Todo se transforma en una carrera desesperada, no sólo para que se haga justicia, sino también para salvar la vida de los testigos, que ya están en la mira de aquellos que no quieren que la verdad salga a la luz. El sentido del deber, así como el amor incondicional, se harán presentes en esta atrapante novela que, indefectiblemente, conducirá al lector a un desenlace sorprendente.

SOBRE EDUARDO CARLOS MALERBA

Nació el 28 de julio de 1958 en el seno de una familia porteña de clase media. Educado en un colegio católico de Buenos Aires, la literatura lo cautivó en su adolescencia. Se recibió de Perito Mercantil en 1975, pero su actividad profesional iba a transcurrir lejos de las ciencias económicas y de las letras, y por más de tres décadas dedicó su vida a las leyes, desempeñándose como auxiliar de la justicia nacional. En 1995 la Universidad de Cambridge le otorgó el “First Certificate in English”, y al año siguiente cursó en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa el traductorado literario, técnico y científico de esa lengua. Es autor del thriller político Operación Índigo (2023, Bärenhaus). Los crímenes del bulevar McMillan es su segunda novela.

ÍNDICE

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Eduardo Carlos MalerbaDedicatoriaCapítulo I. ÁvalonCapítulo II. Bulevar McMillanCapítulo III. Bajo sospechaCapítulo IV. Una chica de carácterCapítulo V. La hipótesis del roboCapítulo VI. Blanco sobre negroCapítulo VII. El último adiósCapítulo VIII. Un día de esosCapítulo IX. Las VegasCapítulo X. Una visita inesperadaCapítulo XI. Caso resueltoCapítulo XII. Cabos sueltosCapítulo XIII. MiamiCapítulo XIV. El ardidCapítulo XV. Apariencias engañosasCapítulo XVI. Quince segundosCapítulo XVII. Sacudir el avisperoCapítulo XVIII. La corazonadaCapítulo XIX. PhoenixCapítulo XX. Sombras de dudasCapítulo XXI. Libres de pecadoCapítulo XXII. Una charla francaCapítulo XXIII. La trampaCapítulo XXIV. Frente a frenteCapítulo XXV. La heroínaCapítulo XXVI. ExcáliburCapítulo XXVII. Quien movía los hilosCapítulo XXVIII. Puedo verteCapítulo XXIX. Malibú

A mi hermano Fernando

y a su esposa Inés.

CAPÍTULO I ÁVALON

15 de julio de 2018

 

Las jovencitas reunidas en el campo de tiro aguardaron expectantes el último disparo. La competidora cargó el arco de poleas, tensó la cuerda, tomó puntería, y contuvo el aliento. Instantes después, la saeta daba en el blanco. Luego de cinco tandas de tres flechas, Jennifer Stapleton superaba en puntuación a su rival, y una salva de aplausos se dejó oír en Ávalon, el exclusivo colegio para señoritas de Watford, Inglaterra.

—¡Bravo, Robin! —voceó su compañera de cuarto Diana Welsh, evocando el recuerdo del mítico arquero de Sherwood.

—¡Mi dama! —respondió la homenajeada con una reverencia.

—Tuviste suerte —alegó la oponente.

—Me debes cinco libras.

—Aquí tienes —tendió el billete de mala gana—. Cámbialas cuando llegues a las colonias —sugirió, y se alejó maldiciéndola a regañadientes.

—Quizá volvamos a competir en la cacería de alguna “zorra” —Jennifer habló en voz bien alta.

—Estuvo cerca de igualarte —reconoció Diana.

—Solo apuesto cuando sé que voy a ganar.

—Volvamos al cuarto —propuso la amiga—, mamá pasa a recogerme al mediodía, y aún no hice mi maleta.

 

***

 

Comenzaban las vacaciones de verano, y el puñado de estudiantes que aún quedaba en el campus se iría ese día. Jennifer debería haberse reunido con su madre en la víspera, pero el clima en el aeropuerto Heathrow pospuso el reencuentro. Se había reprogramado el vuelo a Los Ángeles, y recién podría abordarlo a la medianoche.

Patrick, el padre de Jennifer, vivía con su segunda esposa en Glasgow. Exmiembro de los marinos reales, casi no tenía vínculo con sus viejos camaradas de armas. En cierta ocasión, uno de ellos le había propuesto sumarse a un emprendimiento militar privado, pero Patrick desechó la oferta sin pensarlo: los soldados de fortuna no eran honorables. Ahora se ocupaba de negocios inmobiliarios, y amaba la paz que había hallado en las Tierras Bajas de Escocia.

La madre de Jennifer, Katherine Evans, era una mujer fina y distinguida. También educada en Ávalon, tenía a su vez una maestría en Historia del Arte otorgada por la Universidad de Cambridge. Casada en primeras nupcias con Patrick, fue después viuda de un segundo y brevísimo matrimonio. Luego, dos años atrás, contrajo enlace con Marcus Stone, un tejano tosco y pagado de sí mismo, dueño de un hotel casino de Las Vegas.

Para Jennifer, aquel matrimonio constituía una prueba irrefutable de cómo los opuestos podían atraerse. La antipatía entre ella y su padrastro era mutua y visceral, y nunca faltaba oportunidad para un duelo verbal basado en cuestiones por demás triviales.

Durante el receso académico de Semana Santa, ella curioseaba las vitrinas de la sala donde Marcus exhibía su colección de armas antiguas. Le habían llamado la atención un arco y flechas apaches, y una espada de nombre Excálibur. Jennifer sabía que la exhibición de aquella pieza sólo apuntaba a impresionar a algún incauto, toda vez que el rey Arturo y su espada maravillosa jamás habían existido: se trataba de una leyenda celta.

 

***

 

—¿A quién pretendes engañar con esta baratija? —Se burló Jennifer por lo bajo.

—Esa espada perteneció a un rey —aseveró Marcus, ufano, ingresando al salón.

—¿Elvis? —ironizó ella.

—Arturo de Bretaña —dijo él entre dientes, y el fastidio se dibujó en su semblante.

—Parece salida de un cuento de hadas.

—Me ha dicho tu madre que eres muy buena en el tiro con arco.

—Mamá exagera.

—¿Alguna vez habías visto un arco así? —Cabeceó él hacia la pieza.

—Vi uno muy parecido en Londonderry, en una exposición sobre la cultura indígena de este país, y del Canadá.

—¿Londonderry? ¿Dónde queda eso, en los suburbios de Londres?

—En New Hampshire, Estados Unidos.

El rostro del tejano comenzó a enrojecerse por la ira. Tragó saliva.

—Tu padre es escocés, ¿no?

—Vive en Escocia, pero es inglés.

—Los escoceses son famosos por sus falditas.

—Se llaman Kilt, las usan en ocasiones especiales, y representan la hombría.

—¿Será cierto ese cuento… tú sabes... que no llevan nada debajo?

—Una antigua tradición militar. Quizás deberías ir a las Highlands y ver por ti mismo.

—¿Tu padre no usa falda en Escocia? —El texano redoblaba la apuesta. Se acercó a un mueblecito bar con ruedas y se sirvió un Johnnie Walker.

—Es más apegado a la tradición inglesa que a la escocesa.

—¡Es todo un caballero inglés! —Se burló él, mientras se acomodaba en un sofá.

Jennifer se cruzó de brazos y miró hacia el piso buscando paciencia. Luego, alzó la vista y soltó:

—Me pregunto qué pudo ver mamá en un —lo miró de arriba abajo—... vaquero.

—A tus dieciocho ya deberías haber dado con la respuesta. ¿Acaso no enseñan biología en tu colegio?

Ella calló, esperó la ocasión para contraatacar.

—Puedes poner cara de inocente, jovencita, pero sé muy bien qué pretendes.

—¿Ah sí? ¿Qué pretendo?, dime.

—Anhelas que tu madre me pida el divorcio, buscas persuadirla de que soy un perfecto imbécil.

Jennifer le dio la espalda, sonriente. Podía saborear la victoria. Dio unos pasos hasta la puerta del salón, y se volvió para mirarlo.

—¡Eso no es cierto, Marcus! —aseguró, mostrándose ofendida.

—¿Ah, no? —Él apuró la bebida.

—Ni por asomo eres perfecto.

El vaquero se atragantó con el escocés.

 

***

 

Jennifer podía llamarse dichosa. El señor Stone había viajado a Nevada por cuestiones de negocios. Cuando ella llegara a LA, su mamá estaría sola en la residencia, más allá del mayordomo Alan Weller y de Soledad Ramos, la encargada doméstica. Por ambos sentía afecto.

De regreso a su habitación, Diana Welsh acomodó sus pertenencias sobre la cama, y Jennifer comenzó a doblar algunas prendas para que las empacara. Eran las 09.30 cuando una melodía familiar sonó en su celular, e interrumpió la tarea.

—¿Mamá? —dudó atónita antes de responder. Watford estaba ocho horas adelantada a LA.

—¡Hola damita! —saludó la madre.

—¡Qué hermosa sorpresa! ¿Qué haces levantada a esta hora?

—Me entretuve viendo una película con Soledad, y como sueles estar en pie temprano, quería escuchar tu voz antes de ir a la cama. ¿Cómo está el clima allí?

—Despejado.

—¡Qué alegría!

—Espero no tener contratiempos, te extraño, quiero verte.

—¿A qué hora llega tu vuelo? —preguntó la madre.

—Alrededor de las once y veinte, mi bella.

Katherine conocía el sarcasmo de su hija. Cuando la llamaba así, aludía con malicia a su esposo: la bestia.

—Marcus regresará recién en quince días, tendremos tiempo de sobra para nosotras, como te había prometido.

—¿Me recogerás en el aeropuerto?

—Te buscará Alan.

—Mmm, me huele a fiesta sorpresa. Dile a Soledad que no puedo esperar a deleitarme con uno de sus platillos veracruzanos.

—¡Queeny! —Sonó a lo lejos la empleada por la bocina del teléfono.

—¿Qué ocurre? ¿Acaso se está portando mal mi perrita? —preguntó Jennifer.

—Dame un segundo, ¿quieres? —dijo Katherine—. Ahora sí —dijo, al cabo de unos momentos—. Cerré el ventanal de la terraza para no escucharla. Soledad ya fue a reprenderla, no deja de ladrar, debe ser el gato de los vecinos, tendré que hablar con ellos, no me haré responsable si lo lastima, ya conoces el carácter de esa niña.

—¿El mismo de su dueña?

—Bastante parecido. ¿Ya empacaste todo, hija?

—Mi maleta está lista desde el viernes, madre.

—No seas irónica conmigo, Jenny. El día que tengas hijos comprenderás que el trabajo de una mamá tiene veinticuatro horas, y que sus preocupaciones jamás terminan. Y hablando de terminar, es hora de que vayas pensando en tu futuro ahora que tus días en Ávalon llegan a su fin.

—Aplicaré para Oxford. Me gustaría graduarme en Ingeniería de Sistemas.

—¿Oxford? No era la universidad ni la carrera que tenía en mente.

—Lamento desilusionarte, Katherine, la historia del arte no me apasiona.

—Sabes más de informática que los genios de Silicon Valley, pero ya hablaremos de eso con más calma.

—¿Acaso sueno indecisa o nerviosa?

—Me despido, Jenny. Te amo —cerró la madre, nostálgica.

—Descansa bien esta noche, Kathy. Tengo reservados muchos besos y abrazos para ti.

—Guarda un poco para Queeny, que también te extraña.

Jennifer terminó la llamada.

—¡El vaquero no estará! —gritó, y comenzó a saltar sobre la cama como una niñita. Diana Welsh estalló en una carcajada.

Jennifer Stapleton no volvería a ver a su madre con vida.

CAPÍTULO II BULEVAR MCMILLAN

16 de julio

 

Marian Weiss nació en Boston 30 años atrás. De figura esbelta, y bellas facciones, su elegante vestimenta realzaba su pelo rubio y corto, despuntado. Alguna vez había considerado dedicarse al modelaje.

La despertó su celular. El reloj de la mesita de noche señalaba las 07.53. Vio el nombre que aparecía en la pantalla del teléfono, y respondió al instante.

—¿Bobby? —preguntó mecánicamente, sabiendo que nada bueno sería.

—Lamento importunarte, Marian —escuchó decir al Sargento rango II Robert Santos de la Sección Especial Homicidios, Policía de Los Ángeles.

—Estaba a punto de levantarme —respondió su teniente en voz baja, procurando no despertar a la joven desnuda a su lado.

—915 del bulevar McMillan —recitó él—. Dos víctimas, un sospechoso bajo custodia.

—Voy de inmediato.

Marian dejó el teléfono, desactivó la alarma del reloj, y fue a tomar una ducha fría. Cinco minutos después se vestía a toda prisa, enganchando en su cintura una Beretta 92 y calzándose su placa dorada. Besó la mejilla de su amada, y se marchó de puntillas.

Los crímenes se habían cometido en una zona distinguida del valle de San Fernando, plagada de mansiones de celebridades millonarias. La residencia en cuestión ocupaba tres cuartos de manzana, y la rodeaba un murallón cubierto por un aromático y falso jazmín trepador. La entrada principal daba al bulevar, la de servicio, sobre el camino Henderson del lateral este.

Marian detuvo su Volvo S60 frente al portón. Un oficial la saludó con un ligero cabeceo, moduló por radio, y el mecanismo de apertura se puso en funcionamiento. Ella continuó por una calle interna, flanqueada de árboles, hasta llegar a una rotonda decorada con macizos florales.

Frente a las puertas de la mansión había dos coches patrulla, el Chevy Caprice PPV no identificable asignado a Santos, y la VAN de la Unidad de Investigación Criminalística.

El sargento fue al encuentro de su amiga y superior. Era un treintañero jovial, de flequillo recto y tupido que recordaba al chiflado Moe.

—¡Hola, jefa! —saludó

Marian no articuló palabra. Parecía deslumbrada con aquella enorme finca victoriana, con ventanas de doble arcada, y vitrales de catedral.

—Sé lo que piensas, teniente. Nos equivocamos al escoger la profesión.

Ella sonrió.

—Soy toda oídos, Bobby.

El detective abrió una libreta.

—Las víctimas se llamaban Katherine Stone y Soledad Ramos, esta última, la criada de la primera. Su cuerpo está en planta baja, apenas traspuesta la entrada de la cocina. El de la dueña, en la alcoba principal de la planta superior. Fueron asesinadas con un arma calibre 40, a juzgar por los dos casquillos que hallaron los chicos de la UIC.

—¿Quién descubrió los cadáveres?

—Nuestro sospechoso número uno, el señor... —consultó sus apuntes una vez más—. Alan Weller, el mayordomo.

—¿Bromeas?

—Para nada. El sujeto es tan alto como Largo, y tiene sus pantalones manchados con sangre. Según dijo, se había tomado libre el fin de semana; llegó aquí a eso de las 06.30 a.m.; entró por la puerta de servicio, y ¡sorpresa!, halló muerta a la mucama.

—¿Dónde está?

—En el ala oeste.

En el compartimento de carga de la VAN se vistieron con los trajes de bioseguridad, que reducirían el riesgo de contaminar la escena de los crímenes. El equipo incluía polainas quirúrgicas, guantes de látex, barbijos, y gafas de protección.

—¿Qué tal me veo? —preguntó Marian, coqueta.

—Como alguien que manipulará material radioactivo.

—Tu sinceridad te enaltece, amigo mío. Comencemos con la señora Ramos.

Desde el vestíbulo podía accederse a las distintas estancias de la finca. Una escalera doble de madera marfil rojo conducía a la planta alta. Al este, la antesala comunicaba con un salón de paredes cubiertas de cuadros. En la sala oeste, se exhibían armas antiguas y reliquias. Inmediatamente al frente, un salón comedor junto al área de la cocina estaba restringido con una cinta perimetral amarilla.

El cuerpo de la señora Ramos yacía de cúbito supino junto al desayunador. Sus párpados estaban apenas cerrados, y el espanto se había perpetuado en sus labios. Para preservar los rastros de ADN, ambas manos estaban cubiertas con bolsas de papel. El uniforme que vestía estaba manchado de sangre a la altura del corazón, y a simple vista, no había indicios de que hubiese sufrido una agresión sexual.

—¿Qué sabemos de ella? —preguntó Marian.

—Según Weller, es una mexicana soltera de cuarenta y tantos años. No tenía familia aquí. Se encargaba de los quehaceres de la casa.

—¿Ella sola?

Santos se encogió de hombros.

A mitad del recinto, el perito balístico había dejado un marcador amarillo con la letra “A”. Indicaba el sitio donde había caído uno de los casquillos. Próximo a un ventanal que daba paso al jardín, otro marcador con una flecha negra señalaba una mancha hemática que habría dejado una pisada.

—¿Hallaste algo más? —preguntó Marian a un técnico que fotografiaba la escena. El hombre negó con un pequeño movimiento de su cabeza.

—Un disparo en el corazón, y ¡adiós mundo cruel! —ironizó Santos mientras contemplaba el cadáver.

Se oyó al médico Michael Liberman recitar el parte forense:

—La occisa presenta una herida penetrante en el hemitórax izquierdo, provocada por un proyectil de arma de fuego, sin orificio de salida. Es posible que la bala haya lesionado el músculo cardíaco, tal como afirma su subordinado, aunque también podría haber seccionado el tronco pulmonar. Es notable la ausencia de sangrado profuso externo, y recién cuando practique la autopsia, podré decir a ciencia cierta cuál fue el mecanismo de la muerte.

—¿La hora estimada? —Se interesó Marian.

—Teniendo en cuenta el hundimiento de los globos oculares, así como la mancha verde tan propia en la primera fase de putrefacción... examinando la fosa ilíaca derecha... diría que han transcurrido más de veinticuatro horas desde el deceso.

—Al menos tenemos certeza de que está muerta. —Se resignó el sargento.

—¡El oficial Santos y su retorcido sentido del humor! —bromeó el médico con evidente menosprecio.

—Soy sargento, doctor, un oficial está por debajo de mi rango; y tal vez pueda parecerle indiferente al dolor ajeno, pero el humor me permite lidiar a diario con las miserias humanas, y ser objetivo en situaciones dramáticas, como en este caso.

—¡Vaya suerte la suya, teniente! —Liberman volteó para dirigirle la palabra—. Nueve mil oficiales en la Policía de Los Ángeles y un único filósofo.

—Otro tanto podría decir yo —replicó Santos—. En Hollywood, trabaja una legista muy bonita, y bastante más joven que usted... por cierto, ¿no pensó en jubilarse, doc?

—¡Eres un…! —El médico se perfiló con aparente intención de lanzarle un puñetazo, y Marian se interpuso entre ambos.

—Se calman, señores. No es momento ni lugar; aquí estamos para investigar dos crímenes. —Cabeceó hacia el cuerpo yacente—. Y cumpliremos nuestro trabajo en un marco de respeto mutuo. ¿Soy clara?

—La veré arriba para darle mi opinión profesional sobre el otro óbito —dijo el médico, y se dirigió hacia el recibidor.

Marian censuró a su amigo con la mirada, y él, corrió un cierre imaginario sobre su boca. En el rellano de la planta superior se encontraron con el perito en Papiloscopía. Colgaba de su hombro un maletín forense. Acababa de terminar su labor.

—¿Qué tenemos? —consultó Marian.

—Encontré un celular tirado en el piso de aquella sala.

Mostró con un ademán el amplio ambiente a su derecha, que parecía destinado al esparcimiento, y daba acceso a un balcón terraza. Junto al móvil, y frente a un televisor, había otro marcador con el número uno. Y dijo:

—Logré levantar rastros del celular, y de una caja de seguridad. Ambos procedimientos fueron filmados.

—Buen trabajo.

—Me resta examinar la puerta de servicio que da al jardín.

—Quítate el traje cuando salgas a la calle, no queremos llamar la atención.

—Bien, teniente.

El dormitorio principal quedaba a mitad de un pasillo, y en la misma planta, los cuartos para huéspedes. Otra cinta policial vedaba la entrada al lugar. Se veía en desorden; el contenido de varios cajones volcados sobre la cama, y en un cuarto contiguo, la caja fuerte, abierta y vacía.

—Terminé aquí, teniente. —Se oyó decir al perito balístico, quien guardaba un proyectil deformado en un sobre plástico para evidencias. El técnico había señalado con un marcador letra C, el orificio que la bala había dejado en el somier, y con la letra B, un casquillo que había caído cerca de la entrada del cuarto.

—¿Me permite? —dijo Marian, y tomó el envoltorio para estudiarlo.

—Calibre 40 —comentó el perito.

—Igual que los casquillos —añadió Santos, que por primera vez abría la boca desde el regaño.

El doctor Liberman se hallaba junto al cuerpo de la víctima. De cabello rojizo largo, la señora Stone tendría unos cincuenta años y vestía pijama de seda. Estaba descalza. Pendía del lecho en posición grotesca. El lado izquierdo de su cabeza descansaba sobre el somier al pie de la cama; desde una herida en el cráneo, un río de sangre había corrido por la espalda hasta encharcar la alfombra; sus piernas estaban apenas flexionadas, y las rodillas en contacto con el suelo; su brazo derecho extendido junto al torso, y el restante había quedado debajo del cuerpo. Las manos también habían sido cubiertas para preservar evidencias.

—¿La hora de la muerte, doctor? —Volvió a preguntar Marian.

—Más de veinticuatro horas.

—¿Y las lesiones?

—A la exploración de la occisa, se observa una laceración en el labio superior, a raíz de un golpe, o choque, con o contra, un objeto contundente. En la región occipital, presenta una herida provocada por un proyectil de arma de fuego, que salió por la órbita izquierda, y causó el estallido del globo ocular. La piel ligeramente chamuscada en torno al orificio de entrada sugiere que el disparo se efectuó a corta distancia, a unos quince centímetros, no menos, y la posición en la que ha quedado el cuerpo permite inferir que estaba arrodillada al momento de…

—Ser ejecutada —completó Santos.

—¡Bravo Sherlock! —celebró Liberman, y Marian lo fulminó con la mirada.

—Mañana a primera hora quiero los reportes de las autopsias sobre mi escritorio —exigió ella—, y la bala que mató a la señora Ramos en el laboratorio.

—Así será —respondió el forense—. Si no necesita más de mí…

Marian negó con la cabeza, y el médico se alejó por el corredor masticando bronca.

—¿Podrías explicarme por qué tanto encono hacia ti? —demandó Marian a Santos, mientras veían desaparecer a Liberman escalera abajo.

—Sospecha que me acosté con la esposa.

—¡Ah, ya veo!, ¿acaso cierta doctora de Hollywood?

—No es mi culpa que el tipo sea más frío en la cama que quienes pasan por su mesa forense.

—Ahórrame los detalles, Valentino, ¿quieres?

De vuelta en la planta baja, la teniente autorizó a los empleados del condado la ingrata tarea de colocar a las víctimas en bolsas plásticas para trasladarlas a la morgue.

—¡Detectives, hay algo que deberían ver! —Vociferó un uniformado desde el jardín.

Cruzaron el salón comedor, y a medida que se acercaban al oficial se fueron despojando de antiparras, barbijos y guantes. Una hilera de rosales arbustivos corría al pie del murallón norte de la propiedad. Entre ellos, apenas visible debido al follaje, había otro cuerpo. Marian se acuclilló para examinarlo. Una herida de bala atravesaba el tronco de lado a lado.

—Queeny. —Leyó Marian el grabado de una medallita enganchada al collar de una Cocker Spaniel marrón y blanca.

—Pobrecilla —lamentó Santos.

—¿Qué opinas, Bob?

—Fue silenciada. De seguro enfrentó a alguien que violó su territorio.

—“Alguien” desconocido para ella, quieres decir —dijo ella haciendo el gesto de comillas.

—Weller era parte de la manada —Consideró él.

—¿Opinas que ingresó por allí?

Marian indicó la puerta de servicio.

—Creo que entró y salió. La pisada en la cocina apunta al jardín. Esa entrada es el punto más próximo a la casa. Desde la entrada principal hubiese tenido que cruzar el parque. El problema es que la puerta no fue forzada, y tiene una cerradura electromecánica que requiere introducir un código alfanumérico. Sería descabellado pensar que hubiese trepado el muro, hubiese sido descubierto, y a no ser que fuese un tipo afortunado combinando letras y números…

—Debía conocer la secuencia.

—¡Exacto!

En lo alto del paredón, y próximo a aquel acceso, podía verse el domo de una cámara de seguridad. Marian ya había reparado en la existencia de otro similar, frente al portón de entrada.

—En alguna parte de la casa debe haber una consola DVR conectada al circuito cerrado de televisión. Hay que encontrarla —urgió Marian.

—Quizá Weller sepa dónde está —aventuró Santos.

—Y muchas otras cosas que debo preguntarle. Mientras tanto, envía un par de oficiales a que averigüen si alguien vio o escuchó algo el fin de semana en el vecindario. Por último, que balística busque evidencia en el jardín, quiero saber si la misma arma mató a la perrita.

—Es un espacio bastante grande, Marian —advirtió Santos—. No será fácil dar con una bala o un casquillo.

—Somos detectives, Bob. Analizamos pruebas, sacamos conclusiones, y cuando hace falta, pateamos puertas para atrapar a los chicos malos. Sin embargo, nada de eso sería posible si no fuese por el trabajo silencioso de los verdaderos expertos en descubrir cabellos donde nadie más podría hallarlos. Diles que cuento con ellos.

—¡Bonito discurso, jefa! —voceó Santos mientras Marian se perdía en las entrañas de la mansión.

CAPÍTULO III BAJO SOSPECHA

Marian se despojó del traje de bioseguridad, y recorrió lentamente el ala oeste de la vivienda. Repasaba mentalmente los hechos, las evidencias, y analizaba la estrategia para la entrevista con el sospechoso, que permanecía en una oficina contigua bajo la atenta mirada del oficial Jackson.

—Teniente —saludó el uniformado cuando vio su placa.

—¿Podría dejarnos a solas, oficial?

—Muy bien, señora. Si me necesita, estaré en la sala.

Ella agradeció con una sonrisa. Alan Weller, de unos cincuenta años, estaba sentado en un sillón. La cabeza y torso inclinados hacia adelante, pese a lo cual se notaba su gran estatura. Apoyaba los antebrazos en los muslos de sus piernas separadas, y entre ellas, pendían sus manos tomadas entre sí. Una mancha de sangre podía verse en la rodilla izquierda del pantalón. Lucía ensimismado, y no había reparado en la presencia de Marian.

—Señor Weller —dijo ella. Él salió de su abstracción.

—Soy la teniente Weiss, de Homicidios.

El hombre se incorporó de un salto. Se estrecharon manos.

—Mucho gusto, teniente.