Operación Índigo - Eduardo Carlos Malerba - E-Book

Operación Índigo E-Book

Eduardo Carlos Malerba

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Un clan político en el poder. Un país sometido. Una solución tan prometedora como siniestra.   En un futuro distópico, la República Argentina es una democracia, aunque solo en apariencias; la rige un régimen populista y autoritario, que se mantiene en la política mediante comicios fraudulentos y reprimiendo impiadosamente a cualquier forma de disidencia.  El primer mandatario aspira a que la organización partidaria que fundó se perpetúe en el poder. A tal fin, y con la complicidad de un dignatario eclesiástico —tan eminente como perverso—, urde un complot para impulsar la candidatura de Eva Perón a la beatificación, como paso obligado a su eventual canonización. Un suceso que, de concretarse, podría unir —al menos en la fe— a un pueblo dividido, y lograr así la sumisión total de simpatizantes y detractores por igual. Pero el presidente no solo tiene una resistencia opositora que no está tan de acuerdo con sus políticas ni sus decisiones, tiene también enemigos silenciosos que esperan pacientemente la oportunidad de ajustar cuentas con sus opresores. Operación Índigo es una ficción en donde la corrupción, las persecuciones religiosas y los crímenes de Estado servirán de marco para un escenario en el que estará en juego el destino de toda una nación.

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Malerba, Eduardo Carlos

Operación Índigo / Eduardo Carlos Malerba. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Bärenhaus, 2023.

(Biblioteca de autor)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8449-50-0

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

© 2023, Eduardo Carlos Malerba

Diseño de cubierta e interior: Departamento de arte de Editorial Bärenhaus S.R.L.

Todos los derechos reservados

© 2023, Editorial Bärenhaus S.R.L.

Publicado bajo el sello El guardián literario

Quevedo 4014 (C1419BZL) C.A.B.A.

www.editorialbarenhaus.com

ISBN 978-987-8449-50-0

1º edición: abril de 2023

1º edición digital: marzo de 2023

Conversión a formato digital: Libresque

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.

Sobre este libro

Un clan político en el poder. Un país sometido. Una solución tan prometedora como siniestra.

 

En un futuro distópico, la República Argentina es una democracia, aunque solo en apariencias; la rige un régimen populista y autoritario, que se mantiene en la política mediante comicios fraudulentos y reprimiendo impiadosamente cualquier forma de disidencia.

El primer mandatario aspira a que la organización partidaria que fundó se perpetúe en el poder. A tal fin, y con la complicidad de un dignatario eclesiástico —tan eminente como perverso—, urde un complot para impulsar la candidatura de Eva Perón a la beatificación, como paso obligado a su eventual canonización. Un suceso que, de concretarse, podría unir —al menos en la fe— a un pueblo dividido, y lograr así la sumisión total de simpatizantes y detractores por igual. Pero el presidente no solo tiene una resistencia opositora que no está tan de acuerdo con sus políticas ni sus decisiones, tiene también enemigos silenciosos que esperan pacientemente la oportunidad de ajustar cuentas con sus opresores.

Operación Índigo es una ficción en donde la corrupción, las persecuciones religiosas y los crímenes de Estado servirán de marco para un escenario en el que estará en juego el destino de toda una nación.

Sobre Eduardo Carlos Malerba

Eduardo Carlos Malerba nació el 28 de julio de 1958 en el seno de una familia porteña de clase media. Educado en un colegio católico de Buenos Aires, la literatura lo cautivó en su adolescencia. Se recibió de Perito Mercantil en 1975, pero su actividad profesional iba a transcurrir lejos de las ciencias económicas y de las letras, y por más de tres décadas dedicó su vida a las leyes, desempeñándose como auxiliar de la justicia nacional. En 1995 la Universidad de Cambridge le otorgó el “First Certificate in English” y al año siguiente cursó en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa el traductorado literario, técnico y científico de esa lengua. Es un apasionado investigador del diferendo por la soberanía de las Islas Malvinas, y lleva dos años reuniendo material para una obra.

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre este libroSobre Eduardo Carlos MalerbaDedicatoriaPrefacioCapítulo I. La travesíaCapítulo II. Un faro en la nocheCapítulo III. Ella elegirá su caminoCapítulo IV. El paraísoCapítulo V. DevociónCapítulo VI. La doncella y el caballeroCapítulo VII. La santa de los humildesCapítulo VIII. Sos más lista de lo que pretendésCapítulo IX. SecretosCapítulo X. Merienda en MonserratCapítulo XI. Un pedido especialCapítulo XII. La condiciónCapítulo XIII. CazadoresCapítulo XIV. DeslealtadCapítulo XV. ReencuentrosCapítulo XVI. Cita en AvellanedaCapítulo XVII. EscarmientoCapítulo XVIII. Si siembras enemigasCapítulo XIX. Invitaciones que no suelen rechazarseCapítulo XX. MilagrosCapítulo XXI. Un toque personalCapítulo XXII. Algo que no debería estar allíCapítulo XXIII. No tenía a quien recurrirCapítulo XXIV. Un tanto paranoicaCapítulo XXV. Es mejor que lo creasCapítulo XXVI. La revelaciónCapítulo XXVII. ÉxtasisCapítulo XXVIII. El apocalipsisCapítulo XXIX. Operación ÍndigoCapítulo XXX. El lugar más remotoAgradecimientos

A mi esposa Alejandra,

y a nuestros hijos Pablo y Leonardo.

Prefacio

Supe desde niño y por boca de mis padres que en 1955 una revolución nos había privado de las supuestas bondades del Peronismo. Fallecida María Eva Duarte tres años antes, mi viejo, un modesto empleado de comercio y peronista de la primera hora, quiso despedir su cadáver. Bajo una lluvia persistente, formó fila durante dos días con la esperanza de acceder a la capilla ardiente.

Cuando Juan Domingo Perón murió, vi a mi vieja llorar. Se lamentaba ¡Ay! ¡Qué será de mi Argentina!, como si para ella el mundo hubiese acabado ese día. Había omitido contarme que el líder, cuando era coronel, también había participado de otro golpe de estado, que en 1943 lo situó en la política, y no en el cuartel. Mi madre era una mujer inteligente y educada, pero los años de adoctrinamiento en su juventud habían dejado una huella indeleble en su espíritu.

Poco antes de producirse el regreso triunfal del general de su exilio, se me ocurrió tallar con la punta de mi compás de geometría la P y la V de Perón Vuelve en el pupitre de madera del colegio. A mis quince años, aspiraba a lucir el brazalete celeste y blanco con letras negras que identificaban a la Juventud Peronista. Imagino que los chicos que integraban las Hitlerjugen experimentaron un sentimiento similar por la esvástica y su Fhürer. Afortunadamente para mí, no tenía edad como para que esa “juventud maravillosa” que seguía al líder con fanatismo pusiera en mis manos un arma para “dar la vida por Perón”, como sostenía que debía hacer todo buen argentino. Aquellos iluminados, que en nombre del “viejo” cubrirían de sangre el país, asesinarían por igual a hombres, mujeres y niños, siempre con el guiño del “gran conductor”, quien consentía desde España el eslogan Perón o muerte, al tiempo que se autodefinía como un inofensivo León Herbívoro.

Los justicialistas ocuparían el sillón de Rivadavia varias veces, siempre repitiendo hasta el hartazgo ser los auténticos peronistas, los exégetas del “primer trabajador de la Argentina”. La retórica populista se eternizaría en el país, funcional a sindicalistas y dirigentes políticos, que se llenarían los bolsillos con los aportes de los afiliados, y los fondos públicos, entre tantas otras ignominias, y al mirar atrás, no puedo evitar rememorar con profunda vergüenza el acto vandálico al que un mal día sometí a aquel pupitre.

CAPÍTULO I La travesía

Bahía Blanca - 12 de abril de 2025

 

Ese sábado a medianoche, Alide Rivkin acomodó a su hija en la sillita del asiento trasero de su destartalado Ford Fiesta, mientras su amiga Carla Rivas le ataba el cinturón de seguridad. El enterito rosa fluo de la criatura, acolchado hasta la capucha, la hacía lucir como una pequeña astronauta. Un único bolso al costado del auto contenía el alimento de la beba, pañales, unos pocos efectos personales de la madre, y ropa de abrigo acorde al clima patagónico. Sobre el bolso, un pequeño ejemplar del libro de oraciones Sidur Ha Mercaz que Alide conservaba desde el día de la muerte de su padre.

Para ella no era más que un recuerdo, Alide ya no confiaba en la misericordia de Dios. No desde que su esposo Matías Rubín le había sido arrebatado violentamente sin que un solo ángel del cielo hubiese movido un dedo para impedirlo. Aquel hombre devoto de Nuestra señora de Lourdes con quien se había casado sin seguir los ritos de ninguna religión, ni la católica de él, ni la judía de ella, embobado de amor por la “pequeña gema” que traían al mundo, había sido abandonado a su suerte por la divina providencia. Alide no podía dejar de reprocharle que Matías no hubiera podido llegar a conocer a su hijita Naomi. A las personas buenas les ocurren cosas malas, solía decir la gente. Ojalá, pensaba ella, convencida de que la muerte de su esposo arrollado por una camioneta sin patente no era fatalidad, sino obra de un miembro prominente de su propia iglesia.

Alide le devolvió a Carla las llaves del departamento que le alquilaba, tanteó en los bolsillos la documentación personal y del auto, y contó el dinero retirado del banco para los gastos del viaje.

No dejaba cosas de valor: le habían robado todo mientras convalecía en la clínica con una cesárea. Ella no creía en las coincidencias ni en la mala suerte, y quizás había actuado impulsada por una premonición cuando un día antes de su internación eliminó todo el material sensible de la notebook de Matías, el verdadero botín que buscaban los “ladrones” en su casa. Subió la investigación a la nube, y le dio acceso únicamente a Eliana Safer, su prima hermana de confianza, a quien, por vivir en Punta del Este, nadie conocía.

Alide le había explicado todo con cierta premura: Te compartí la carpeta con todo lo de Matías. Gema I, Gema II y más. Son como cien documentos. Copialos en un soporte digital por las dudas. Y no le digas a nadie, cuando abras la carpeta vas a entender.

Tomó la decisión de escapar después de la charla con Rafael Vargas, el redactor de La Voz de Bahía Blanca, que le había puesto innumerables objeciones a publicar la investigación de Matías. Ya le había resultado muy raro que el tipo la llamara para que se reunieran en su oficina:

—Me enteré que dejaste de dar clases —dijo Vargas, mientras la invitaba a tomar asiento en la sala de conferencias.

—Las noticias viajan rápido, eh —ironizó ella—. Dejame aclararte que yo no renuncié: me despidió el rector. Se ve que después de dos años creyó políticamente incorrecto que una judía enseñara inglés en una escuela católica.

Vargas acusó recibo del tiro por elevación para el rector del Instituto Nuestra Señora de la Misericordia, el Padre Edgardo Giraudi, denunciado por Matías en su investigación, quien, apadrinado por el gobierno nacional y el gobierno provincial, muy probablemente hubiera tirado de algunos hilos para que ella perdiera el empleo.

—Entre bueyes no suele haber cornadas, Alide.

—Pero cuando alguien asusta a estos cornudos puede haber una estampida capaz de aplastar a quien se cruce, ya sea un periodista o una maestra embarazada.

—Por eso te pedí que vinieras —dijo Vargas, contenedor—. Quiero ayudarte.

—¿Ayudarme? —Lo miró recelosa—. ¿Como ayudaste a Matías?

—Matías era mi amigo, Alide.

—Pero le diste la espalda cuando quiso publicar la historia de este hijo de puta.

—Intenté salvarlo de sí mismo, Alide —dijo el redactor, y se removió incómodo en su asiento.

Alide se esforzaba en contener la ira:

—¿Ah, sí? Según recuerdo, Matías te dijo que le daría el material a algún diario por fuera de la nómina del gobierno. ¿Podés decirme qué pasó? ¿Acaso se enteró el santurrón? —Agachó la cabeza, y cuando la levantó le clavó la mirada a Vargas—: ¿O alguien se lo confesó de rodillas?

El hombre hizo un elocuente gesto de asimilar la furia sarcástica de Alide:

—Sé que pensás que fui yo, pero no. Matías decía que iría al obispado si fuera necesario, y solo Dios sabe si lo hizo. O quizá fue al mismo Giraudi y le enrostró sus actos. Vos lo conocías, como hombre religioso no digería la idea de que un sacerdote se aprovechara de unos huérfanos. Yo le rogué que mantuviera la boca cerrada.

—Y cuando se la cerraron tampoco hiciste nada.

—¿Qué esperabas que hiciera? —Vargas se levantó de la silla y empezó a caminar por la sala, señalando las instalaciones como si se tratara de un guía turístico—. ¿Sabés cuántas familias comen de esto? Ellos son los dueños de la verdad, y del aire que respirás también. ¿En qué mundo vivís, Alide?

—¿Quiénes son, Rafael? Decímelo.

—Quiénes van a ser... —Volvió a sentarse y procuró serenarse—. El cura es sólo un eslabón. Y tenés que cuidarte, para ellos sos solamente un insecto molesto que zumba en sus oídos.

Alide escuchaba atenta, con las piernas cruzadas y la cabeza gacha. Vargas siguió:

—Al rector del Cristo Rey le soltaste que harías pública la verdad, que tenías pruebas. ¿Miento? En los últimos días no perdiste oportunidad de gritar a los cuatro vientos que la muerte de Matías no fue accidental.

—De hecho, me porté muy civilizadamente con él. —Se excusó Alide—. Podría haberlo tomado por la cadena del crucifijo que colgaba de su pescuezo, y haberlo apretado hasta que admitiera sus pecados.

—Si los desafiás así, sólo te queda un camino. Por eso quería hablarte personalmente. Si tenés pruebas, agarrá a tu nena y corré tan lejos y rápido como puedas.

¿Correr? ¿Adónde? No podría esconderse indefinidamente. ¿Con qué recursos? ¿Sin empleo ni dinero? El seguro de vida de Matías no duraría por siempre. Era virtualmente imposible salir del país sin que saltara su nombre, de seguro ya en una lista negra, si consultaran la base de datos de cualquier terminal; y poco les costaría plantarle alguna prueba que pudiera involucrarla en cualquier delito. Sería fácil librarse de ella.

Buscar asilo con la diplomacia no tenía sentido. Hacia fines de 2023, la expedición de visas había disminuido hasta llegar a cero. Lo llamaban “el éxodo de la nueva Venezuela”. Las vías terrestres para cruzar a países limítrofes eran controladas por Gendarmería Nacional, y quien no presentara la famosa tarjeta azul, el salvoconducto que se obtenía merced a la condescendencia hacia algún militante de primera línea, no tenía oportunidad alguna. Cruzar de Buenos Aires a Montevideo o a Colonia era cosa del pasado. Todas las embarcaciones eran requisadas por Prefectura, y las sospechosas, puestas bajo custodia.

Entonces se le ocurrió la idea: Si atravesar el Río de la Plata era cruzar un mar de dificultades, quizá debería surcar las aguas de un verdadero océano.

 

***

 

Alide y Carla cruzaron miradas por un instante, y apartaron los ojos antes de que se les llenaran de lágrimas. El abrazo fuerte y eterno sugería la posibilidad remota de que volvieran a verse.

—Dios las va a cuidar —le susurró Carla al oído.

Alide se sentó al volante, miró una vez más a su amiga, y encendió el motor. Carla dio unos golpecitos al techo del Ford Fiesta, como ordenándole que arrancara de una vez. Alide aceleró, quería alejarse de la ciudad, de la sombra siniestra que la acechaba.

 

***

 

Más allá de las obligadas paradas para ocuparse de la beba y reponer combustible, tenía por delante los 1686 kilómetros hasta el puerto Punta de la Quilla, en Santa Cruz. Allí, la esperaba Fernando Rivas, hermano de Carla y dueño del Albatros, un pequeño pesquero de arrastre con que solía navegar entre el litoral continental y la zona de protección de los británicos alrededor de las Islas Malvinas. Si todo salía “bien”, tendría que acostumbrarse a llamarlas Falklands.

Por momentos le parecía descabellado, arriesgaría la vida de su hija para —justamente— salvarla. Pero sabía que no quedaba otra: los que mataron a Matías no descansarían hasta eliminar las pruebas. Y tanto Alide como Naomi eran sus portadoras.

Para complicar más las cosas, las noticias que llegaban de Buenos Aires atestiguaban que la comunidad judía sufría una clara persecución del Régimen.

Amanecía, y después de recorrer casi mil kilómetros, el cansancio se hacía sentir. Una luz roja parpadeando en mitad de la ruta la obligó a detenerse. Eran los “centinelas de la patria” como se autoproclamaba Gendarmería. Hacía bastante tiempo ya que los límites fronterizos les habían quedado chicos en su incansable ambición de ocupar el lugar de las Policías provinciales, que siempre habían detestado a los gendarmes. Se trataba de un híbrido, decían: ni policías ni militares, aunque bien armados, había que manejarse con cuidado: encender las luces interiores del auto, y dejar las manos quietas sobre el volante donde pudieran ser vistas sin dar lugar a malinterpretaciones.

Tranquila, pensó Alide, es sólo un control rutinario.

—Buenos días, oficial —dijo con su mejor cara.

—Documentos. —Exigió el hombre, y escudriñó el interior del auto hasta encontrar los ojos de Naomi—. ¿De dónde viene? —preguntó, después de hacerle una torpe mueca a la nena.

—De Bahía Blanca.

Otro uniformado con un arma larga permanecía impasible a un par de metros, y un tercero, apoyado sobre el capot de un jeep militar, asentaba datos en una planilla.

—¿A dónde se dirige?

—A Río Gallegos —mintió ella.

—Ajá —dijo el gendarme, y se acercó al escriba para constatar que anotara su nombre.

¿Para qué carajos querían esa información? Pero claro, ese tipo de interrogante sólo era viable en un verdadero estado de derecho.

Mientras el notario constataba sus datos por radio, el jefe del operativo le devolvió los documentos a Alide.

—¿Qué lleva atrás?

—Nada... Equipaje, nomás.

—¿Puedo verlo? —preguntó imperativamente.

—Sí... —Alide forzó la sonrisa mientras por el rabillo del ojo espiaba al operador de radio.

El gendarme encontró el libro de oraciones:

—¿Es judía, señora Rivkin?

—Tan judía como Jesús —respondió, y al instante deseó morderse la lengua.

—¡Todo en orden! —sentenció satisfecho el radio operador a espaldas de su jefe, que acariciaba un rosario de plástico, apenas visible entre las solapas de su guerrera.

—¡Shalom, señora Rivkin! —sonrió el hombre, y con un gesto enérgico le ordenó continuar con su camino.

—Gracias —dijo Alide, y notó cómo le temblaban las manos al poner el cambio. Se alejó oteando el retrovisor y a discreta velocidad.

 

***

 

¿Cuándo se habían acostumbrado a esto? El mítico vigilante de la esquina, aquel de quien tanto habían hablado alguna vez en Buenos Aires, ese servidor honesto y querible, hacía setenta años que se había extinguido. Lo había reemplazado una fuerza de ocupación armada, que lucía distintos uniformes y parecía estar en todos lados. Sin que mediara infracción alguna, se arrogaban el derecho de detener a las personas a su voluntad, y en cualquier lugar; les preguntaban qué hacían y dejaban de hacer, y luego de tomarse su tiempo llenando una planilla que, vaya a saber Dios, el fin que tendría, les permitían seguir con sus vidas.

 

***

 

Al llegar a Trelew, Naomi lloriqueaba fastidiosa. Alide estacionó cerca de la terminal de micros procurando no llamar la atención. Para cuando alguien notara que el auto había sido abandonado, ella ya habría llegado a destino.

Se cruzó el bolso sobre el pecho y se lo puso de lado, cargó el asiento del bebé y entró a la estación. Se acercó a una de las ventanillas a preguntar por un servicio a Rio Gallegos, y confirmó que la próxima salida sería en dos horas. A Punta de la Quilla llegaría alrededor de las diez de la noche. Tal demora sería compensada por el hecho de que los micros de larga distancia no solían ser detenidos. Aún se sentía perseguida, y tal vez no fuera errada su percepción.

La delación de los enemigos del Régimen era un instituto no oficial pero efectivo, al que cualquier ciudadano podía recurrir para denunciar a un vecino o a quien considerara “enemigo del Estado”. Un “Doble E”, como se llamaba a los que pensaban diferente. Antes, se les decía folclóricamente oligarcas, contreras, vendepatrias o cipayos, pero se llevaba el premio el mote de “gorilas”.

A su vez, la fuerza parapolicial integrada mayormente por militancia fanática se hacía llamar Secretaría de Seguridad Federal (SSF), pero en la calle se conocía como la SS, y con toda justicia.

Carla Rivas conocía bien a esta organización, por eso cuando por la mirilla vio a los dos jóvenes de barba candado y corte militar, uno de ellos con una cicatriz sobre la ceja derecha, supo que ayudar a Alide a escapar no iba a ser gratis. Al abrir la puerta, procuró disimular el terror y mostrarse casual.

—Me llamo Javier Iriarte. —La penetró con la mirada uno de ellos—. ¿Podemos hablar sobre su inquilina, señora Rivas? —agregó, mientras sostenía un carnet verde a la altura de los ojos de Carla.

—Si quieren pasar... —Carla hizo un ademán de invitación con la mano hábil que le había dejado un ACV antes de los 45: la mala sangre pasa factura.

—Preferimos ver el lugar que le alquiló a la señora Rivkin —dijo Iriarte sin rodeos.

Cinco minutos más tarde, Carla abría con dificultad la puerta del departamento que había ocupado su amiga a dos cuadras de su casa. Los hombres recorrieron los ambientes. Después de revisar cada recoveco, el más callado negó con la cabeza. Iriarte se tomó la libertad de acomodar dos sillas frente a frente.

—Si me dicen qué buscan tal vez pueda ayudarlos —dijo Carla con un tono casual que ya le costaba sostener.

—Queremos ver a su amiga.

—No la van a encontrar en los cajones —bromeó.

—Tome asiento, señora —dijo Iriarte, señalando una de las sillas.

—Gracias, pero…

—¡Siéntese! —ladró él, y ella se sentó, asustada. Iriarte se sentó en la silla contrapuesta. El otro se paró a espaldas de Carla.

—Señora Rivas, ¿cuándo fue la última vez que vio a su inquilina?

—Ayer a la tarde, al desocupar el departamento y dejarme las llaves.

—Sabemos que eso ocurrió mucho más tarde.

—¿Para qué la buscan, acaso hizo algo malo?

—Creemos que podría amenazar la seguridad de Estado.

—¡Por favor! Es solo una desempleada, mamá reciente de una beba, viuda hace pocos meses. ¿Qué tan peligrosa podría ser?

—¿Sabe a dónde fue?

—A Buenos Aires, creo.

—Miente.

—Fue lo que me dijo.

—Mire... —Iriarte agachó la cabeza, soltó aire y empezó a mirarse las uñas, como buscando paciencia—. Salió de la ciudad en la dirección opuesta, usted lo sabe. Hay personas que la vieron, y las cámaras no mienten...

—Parece que sabe más que... —Carla no pudo terminar la frase porque una bolsa transparente le cubrió la cabeza. La primera bocanada desesperada hizo que el plástico se le pegara a la boca.

El interrogador miraba impávido cómo su compañero ejercía el apremio. Era sin duda un profesional, y sabía cuándo aflojar para no asfixiarla. Bastó una única mirada del inquisidor para que el silencioso ejecutor le sacara la bolsa de la cabeza. Mientras Carla trataba de recuperar el aliento, Iriarte prosiguió con serenidad.

—En un control de Trelew dijo que iba a Río Gallegos. Quiero que me diga dónde podemos encontrarla.

—No lo sé —sollozó Carla.

—Miente otra vez —dijo el inquisidor, visiblemente contrariado, y alzó la vista hacia su compañero, quien repitió la técnica de sofocación.

Cuando finalmente retiró la bolsa, Carla tenía una expresión desencajada.

—¿Dónde está? —preguntó Iriarte, a los ojos suplicantes de la mujer—. Mi compañero ha sido muy amable hasta hora. No sufra por una traidora.

—Por favor... —Carla gimoteaba—. Por favor... me tiene que prometer que no...

—Que no qué —quiso saber Iriarte.

Carla lloraba ahora. Parecía no atreverse a completar la frase.

—Dígalo, Carla, no somos tan malos. Si usted colabora...

—¡Que no van a lastimar a mi hermano! —gritó ella y estalló en llanto.

El inquisidor descruzó las piernas, le hizo un gesto al compañero de que ya era suficiente. Se inclinó hacia ella, le agarró dulcemente la mano atrofiada, y sonrió:

—Tiene mi palabra, Carla.

 

***

 

Alide llegó al Puerto Punta de la Quilla el 13 de abril. Caminó por los depósitos de almacenaje, junto a filas interminables de contenedores, y buscó al Albatros entre los pesqueros amarrados. Pasó frente a un puesto de Prefectura desierto, a juzgar por la lancha patrullera y el bote que flotaban solitarios. Pensó que los prefectos estarían durmiendo, y se alejó apretando el paso.

Por fin, en un extremo del atracadero, se mecía mansamente el Albatros. Una luz tenue se filtraba por los ojos de buey, y Alide pudo distinguir una silueta.

Al acercarse, la sorprendió una voz grave:

—La señora Rivkin, supongo.

Petrificada, buscó recuperarse del sobresalto, y apretó contra sí a Naomi.

—No se asuste —dijo el hombre sobre cubierta, cuyo rostro se iluminó al pitar un cigarrillo—. Soy Fernando, el hermano de Carla —sonrió y señaló al joven que emergía del interior de la nave—. Y este que viene aquí es Mariano, mi hijo y primer oficial.

Alide se alivió. El hombre siguió:

—La vamos a llevar a puerto seguro —dijo.

Se trataba de un cincuentón fornido de rostro curtido y cabello entrecano. Su hijo tendría unos veinte años, idéntica contextura y sonrisa amable. El muchacho se ofreció a ayudar a Alide con el escaso equipaje.

—No es un barco de paseo —aclaró el capitán al ver que su pasajera lo miraba de proa a popa.

—Es un pesquero —intervino el joven.

—Y le advierto: huele tan mal como se puede esperar —agregó el capitán.

—Para nosotras es un lujo.

—Bienvenidas a bordo, entonces, señora y señorita —dijo el capitán. Tiró el cigarrillo al agua, y la ayudó a acceder a cubierta desde la marina.

Alide mostró sorpresa por el movimiento del barco:

—¡Uh!, ¡cómo se mueve! —exclamó con ambos pies en cubierta, y aprovechando el contrapeso de Naomi como equilibrio.

—¡Ja! Y esto no es nada... Sólo una caricia —bromeó el capitán—. Más tarde van a conocer el océano.

Alide sonrió, pero el chiste no parecía causarle gracia.

Se sentó junto a una mesa y acomodó la sillita de bebé sobre una banca. Sacó dinero del bolsillo:

—Es todo lo que pude juntar.

—No lo hago por dinero, Alide —dijo el capitán, incómodo, aunque agarró el fajo enrollado que le extendía ella. Lo separó en dos bloques de billetes, y sopesó cada uno—. Esto me ayudará con el combustible, y esto otro lo voy a guardar por si Prefectura decide hacerme preguntas.

—Vi un destacamento en el muelle, pero parecía desierto —observó Alide.

—Lo cierran a la noche. Es raro que zarpe algún barco a esta hora, y los que quedan de guardia suelen irse a comer o a tomar una copa al Puerto Santa Cruz, aquí cerca. Tenemos que zarpar ahora, tal vez recién mañana noten que faltamos.

—Usted manda.

 

***

 

A poco de navegar ya no se distinguían las luces de la costa. Los rodeaba la negrura del Mar Argentino, se dejaba oír el chapoteo de la proa surcando las olas y el ruido monótono de las máquinas que impulsaban al Albatros a una velocidad de catorce nudos, unos veinticinco kilómetros por hora.

Mariano iba al timón y usaba un GPS náutico. Había puesto proa a las islas y tardarían un día en alcanzarlas. Timoneaba con frecuencia, incluso más que su padre. Alide, un poco más relajada, le daba la mamadera a la beba. El capitán desarrollaba tareas de rutina, y le dijo:

—Carla me adelantó algo de toda esta locura, pero me gustaría escuchar su historia.

Sin dejar de atender a la niña, Alide levantó la mirada, y pensó un par de segundos:

—Mi esposo se llamaba Matías Rubín, y era columnista del diario La Voz de Bahía Blanca. Hacía periodismo de investigación, y seguía los pasos de un cura que dirige uno de los colegios más importantes de la ciudad.

Alide tomó aire y siguió relatando:

—Este sacerdote también estuvo al frente de orfanatos en San Luis y La Pampa. Matías recogió testimonios de empleados, y si bien nunca los presentó a la justicia, recopiló lo suficiente como para que el tipo pudiese ser acusado de pedofilia, y de encabezar una red de trata que se extiende por Chaco, Formosa y Misiones.

—¿Hay nombres?

—Quizás haya votado a alguno en las elecciones —dijo ella con sorna—. Mejor que no sepa... No quisiera que virara en redondo para entregarnos a las autoridades —bromeó.

—¿Por qué haría esa locura? Tengo radio, si quisiera entregarla, sólo debería llamar al guardacostas —devolvió la chanza.

Alide sonrió.

—¿Y entonces? —Quiso saber más el capitán.

—El periódico no quiso publicar el artículo, pero el contenido sí llegó a este personaje despreciable.

—¿Y qué pasó?

—Mataron a Matías —dijo, Alide con amargura—. Una camioneta sin patente aceleró a fondo cuando bajábamos juntos el cordón de la vereda. La vio venir, me empujó, pero él…

Procuró disimular la emoción en el acto de alimentar a su hija. El capitán, discreto, agachó la cabeza. Después de unos instantes, Alide se recuperó:

—No puedo probar que fue homicidio, pero sí que el cura es un criminal. Él y sus amigos poderosos saben que tengo pruebas, y por eso quieren callarme. Lo que no saben es que las pruebas están ya en buenas manos. —Y señalando con el mentón a Naomi—: sólo me resta ponerla a ella a salvo —dijo, y besó a la pequeña.

—Tengo que ser honesto, Alide. Es incierto que podamos llegar a tierra firme. A los ingleses no les caemos muy bien, y probablemente nos abordarán en cuanto entremos a la zona de protección.

—No tengo intención de quedarme en las islas. Sólo espero que me den el tratamiento de una refugiada temporal, hasta que pueda comunicarme con mi familia en Uruguay y encuentre la forma de llegar allí. Alegaré que temo por las agresiones que viene sufriendo la comunidad judía... —Alide ostentaba una bronca contenida que canalizó en conjeturas nada improbables—: Bastante convincente, ahora que tenemos relaciones diplomáticas tan entrañables con el país que perpetró dos ataques terroristas en nuestro suelo.

—Según sé —agregó el capitán—, Irán nos provee de tecnología militar.

—Seguramente a precio inflado para que los funcionarios puedan sacar su tajada, como siempre —reflexionó Alide con resignación—. ¿Y qué hay de usted, capitán? ¿Por qué se arriesga si no es por dinero?

—Simple... Por un lado, nunca me negaría a un pedido de mi hermana. Por otro lado, entre los aportes a los sindicalistas y los impuestos de la Administración Federal para la intromisión en mis asuntos privados —dijo, haciendo una mueca aspaventosa—, de cada carga de peces que desembarco, me quedan en limpio las cabezas, las colas y las espinas.

 

***

 

Cuando Alide despertó a media mañana del lunes 14 de abril, percibió el inconfundible aroma del café. Mariano le ofreció un frugal desayuno a base de galletas y queso. Después, mientras ella le cambiaba los pañales a la beba, el joven trepó por la empinada escalera de madera hacia el puente, y reemplazó a su padre al timón. Habrían transcurrido poco más de cuarenta minutos cuando el capitán bajó a la cabina, exaltado.

—¿Qué ocurre, Fernando? —Quiso saber Alide.