Los cuerpos partidos - Álex Chico - E-Book

Los cuerpos partidos E-Book

Álex Chico

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Beschreibung

Durante la década de los sesenta, muchos trabajadores españoles abandonaron su lugar de origen y buscaron empleo en Europa. Tiempo después, con la crisis del petróleo y el auge de los movimientos xenófobos, algunos emprendieron el camino de regreso. Sin embargo, no todos volvieron a su pueblo natal, sino a una zona intermedia que ya había servido como ciudad de acogida años atrás: Barcelona. Esta novela relata uno de esos trayectos, el que emprendió Manuel Chico Palma desde un pueblo de Granada hasta una pequeña localidad de la frontera franco-belga. La narración se va ramificando hasta convertirse en una historia coral en la que se abordan los con flictos que plantea cualquier proceso de desplazamiento y la personalidad escindida de quien los lleva a cabo. Personajes fracturados entre la nostalgia y la amnesia, el pasado y el presente o la realidad y la ficción y que, a su manera, cumplieron con aquella frase de Emmanuel Carrère: "Promete decir la verdad y miente lo mejor posible". Los cuerpos partidos es, asimismo, una aguda reflexión sobre el lenguaje, la memoria y la escritura como herramientas para reconstruir a un ser ausente, alguien a quien no conocimos y que, sin embargo, forma parte de nuestras vidas. Una narración híbrida que se desplaza por distintos géneros y que convierte ese espacio literario fronterizo en un reflejo de esos lugares de mestizaje que poco a poco van construyendo los hombres y mujeres que los habitan.

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Álex Chico

Álex Chico (Plasencia, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y DEA en Literatura Española. Ha publicado el cuaderno de notas Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (2016), el ensayo ficción Un hombre espera (2015) y los libros de poemas Habitación en W (2014), Un lugar para nadie (2013), Dimensión de la frontera (2011), La tristeza del eco (2008) y la antología Espacio en blanco 2008-2014 (2016).

Sus poemas han aparecido en diferentes antologías y en publicaciones tan prestigiosas como Turia, Suroeste, Ærea, Litoral, Estación Poesía o Librújula. Ha ejercido la crítica literaria en diversos medios, como Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos, Nayagua, El Cuaderno, Ulrika, Revista de Letras o Clarín. Fue cofundador de la revista de humanidades Kafka. En la actualidad forma parte del consejo de redacción de Quimera.

Candaya Narrativa, 61

LOS CUERPOS PARTIDOS

© Álex Chico

Primera edición impresa: noviembre de 2019

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Archivo personal de Álex Chico

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN: 978-84-18504-04-4

Depósito Legal: B 20845-2019

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte

Esta obra ha contado con el apoyo de las Becas de Escritura Montserrat Roig del programa Barcelona Ciutat de la Literatura del Ayuntamiento de Barcelona.

La presente publicación ha sido beneficiaria de una de las ayudas a la edición convocadas por la Consejería de Cultura, Turismo y Deportes de la Junta de Extremadura.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

A la memoria de mis abuelos

«“…qué es, en definitiva, un abuelo, y más un abuelo que no hemos conocido, sino un ser en el que podemos confiar plenamente y del que esperamos siempre el mejor de los relatos”.

Vicente Valero

` Índice

Portada

Autor

Créditos

Dedicatoria

Cita

Índice

LA LARGA MARCHA

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

XLVIII

XLIX

L

LI

LII

LIII

LIV

CAMINO DE VUELTA

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

DIARIO DE VIAJE

CAMINO HACIA BOUSBECQUE

VUELTA A BELICENA

NOTA FINAL

LA LARGA MARCHA

“Es inútil que los naturales de la nueva España traten de vivir en la Europa, porque siempre estarán con los ojos fijos de la memoria en su tierra”.

Sebastián de Toledo

Marqués de Mancera, Virrey de México

I

La única persona que podría acabar de explicarme lo que sucedió no tiene memoria. Se encuentra ahora en una residencia del barrio de la Bordeta, en las últimas calles del sur de Barcelona. Un poco más abajo, la ciudad cambia de nombre y todos los edificios a uno y otro lado se sitúan en puntos limítrofes, como si fueran los encargados de marcar una frontera y no supieran exactamente a qué lugar pertenecen. En cierta forma, están en tierra de nadie.

Los ancianos que se alojan en la residencia también se encuentran en un territorio intermedio, justo en la línea que separa la vida y la muerte. Prolongan su existencia a duras penas, por inercia. Aunque haya algunos que se mantengan en pie y puedan caminar por cuenta propia, la mayoría pasa el día entero sentado en las butacas de la sala o durmiendo en la habitación. Casi siempre tienen la televisión encendida, pero dudo mucho que sepan exactamente lo que sucede en la pantalla. Les alivia escuchar una voz de fondo, como un eco lejano que les hiciera pensar que aún no están solos. Dirigen sus ojos hacia el televisor, absortos, ladeando la cabeza hacia abajo, con los párpados tan pesados que siempre parecen a punto de precipitarse en un nuevo sueño.

Miran sin ver nada. A veces hablan, pero sus frases son inconexas, vagas, como si hubieran aprendido un idioma distinto al heredado. Más que un idioma, lo que les queda es el desecho de un lenguaje, los coletazos de una lengua casi extinguida. Interjecciones, monosílabos, palabras sueltas, expresiones que se apagan poco antes de articular las últimas letras, alargando las vocales para no tener que pronunciar lo que queda de frase. Quien se sienta a su lado y los escucha suele darles la razón, aunque no entienda absolutamente nada. Sí, es verdad, muy bien, claro. Lo pronuncian también en voz baja, con una mezcla de compasión y desgana. Así dialogan, o hacen que dialogan. Un breve intercambio de palabras que les sirve para recordar otro tiempo. Como si, por un instante, hubieran retrocedido hacia el pasado.

Sin embargo, ese pasado casi no existe. Algunos lo han ido borrando lentamente. Al principio con pequeños equívocos o con repeticiones innecesarias. Después, esas pequeñas lagunas se van ensanchando y los despistes inocuos se trasforman en constantes y peligrosos descuidos. Al final, les queda una inmensa cuenca sin agua, un estanque que se ha ido vaciando poco a poco.

Miro a mi abuela, sentada en una de las butacas de la sala. Le pregunto si todavía quiere volver a Granada. Me dice que sí, aunque me observa un poco perpleja. Piensa que es allí donde está, por eso no entiende que le hable del regreso a un lugar del que nunca ha salido. Le pregunto por su hijo y pronuncia su nombre, en diminutivo. O me dice el nombre de uno de sus hermanos. Incluso, si está tranquila, me recita la letra de una canción que aprendió poco después de llegar a Barcelona. Una canción alegre, festiva, como lo poco que recuerda de sus años en Cúllar Vega.

Después le hablo de quien fue su marido. Sé que me dice algo, pero lo pronuncia tan bajo que apenas lo escucho. He aprendido a no insistir demasiado, así que prefiero callarme y no seguir preguntando.

II

Nunca le pregunté nada a mi abuela y, ahora que lo intento, sé que es demasiado tarde. Pude hacerlo mientras vivía en su piso de la avenida de Madrid, o cuando pasábamos el verano en Cúllar Vega. Quizás fuera demasiado pronto para cuestionar mi pasado, o me invadiera un exceso de pudor, no lo sé. Al fin y al cabo, yo no era más que un niño. Pensaba que cualquier pregunta que pudiera formular siempre iba a estar bajo sospecha, como si me estuviera inmiscuyendo en un asunto que no era el mío. Pero sí que lo era, solo que por aquel entonces aún no lo sabía.

Desconozco qué hubiera ocurrido si me hubiese formulado las mismas cuestiones que me planteo ahora. Imagino que aquel pueblo de los veranos sería diferente. Si no del todo, sí al menos mucho más confuso de lo que recuerdo en este momento. Si hubiera preguntado qué ocurrió tiempo atrás, habría accedido a una realidad voluble, huidiza. Pero yo era un niño y no tenía pasado. Y como yo no lo tenía, todo lo que estaba a mi alrededor también carecía de memoria.

III

Un invierno sin hombres, ese es el paisaje que hubiera imaginado si me hubiese atrevido a preguntar. Un tiempo remoto en el que solo quedaban por las calles mujeres, viejos y niños. Así aparecen en casi todas las fotografías que guardo de aquella época, tomadas en una tienda que desapareció hace bastantes años. Se llamaba Foto Rápida Granada y se encontraba en Puerta Real, uno de los lugares que siempre asocio con el inicio de la ciudad, a pocos pasos de la parada del autobús que nos acercaba desde el pueblo.

Solo madre e hijos, sin ningún padre en la imagen. La instantánea era la de un pueblo partido en dos mitades: uno permanecía en el mismo sitio y el otro se ramificaba en algunos lugares del norte. De Francia, Alemania, Suiza y Bélgica, o en unas pocas ciudades españolas. Un territorio encerrado en sí mismo y, en el otro extremo del planeta, un espacio mítico que se abría a otras comarcas. La mitad que mejor podría reconstruir era la que tenía delante, la del pueblo que permanecía sin moverse y se replegaba sin parar, como si trazara círculos en la tierra. Un paisaje de niños sin padres y madres sin marido, con viejos en unos pocos bares o sentados a la puerta de sus casas. Me pregunto qué hubiera hecho yo viviendo en un lugar así, qué juegos me inventaría para suavizar una ausencia mientras tratara de recomponer pieza a pieza un espacio fraccionado. ¿Dónde quedaría exactamente mi lugar, si el único lugar que conocía era un pueblo que se había ido vaciando?

Imagino que no haría más que esto: esperar. Como todo el mundo. Trataría de convencerme de que la vida se encontraba en otra parte y que, con suerte, también a mí me tocaría disfrutarla tarde o temprano.

Esperar, sí, y especular, como hago ahora, con un juego de hipótesis que me conducen a dos conjeturas casi laberínticas: intento imaginarme lo que hubiera imaginado yo mismo, tiempo atrás. Como si, de pronto, se hubiera abierto un museo que pensaba cerrado para siempre y me dejaran visitarlo por unas pocas horas.

Por eso, cuando vuelvo a Granada y me acerco a los pueblos de la Vega, tengo la sensación de que no regresa una sola persona. Regresa también quien fui hace treinta años y regresan quienes se fueron un día y nunca volvieron. Cuando camino con esa multitud de ausentes, las casas y chalets de las afueras dejan de existir, las avenidas nuevas para institutos nuevos desaparecen, igual que las rotondas y las aceras recién construidas. El centro vuelve a un par de plazas, a una iglesia humilde y remota, a las cuatro o cinco calles con nombres de oficios artesanales. Ese es el pueblo que recuerda mi abuela. No porque me explique cómo era, sino porque me habla de algún vecino que vivió por aquella época. Reconoce el lugar porque conserva una mínima memoria de las personas que lo habitaron hace mucho tiempo.

Aunque no lo nombre, puede que entre toda esa gente que menciona, pronunciando mal sus apellidos o confundiéndolos, entre esos pocos familiares que por un extraño motivo aún recuerda, entre toda esa gente, digo, tal vez piense también en mi abuelo. Y esa evocación tan minúscula me permite retroceder hacia un pasado que desconozco, me invita a transitar por un estrecho pasillo y me asegura que después de tanto camino a oscuras alguien me estará esperando al otro lado.

IV

Nunca conocí a mi abuelo. Murió un par de años antes de que yo naciera.

Si hago memoria y rastreo en el pasado, podría identificar el momento exacto en el que alguien me dijo que mi abuelo estaba muerto. Pero debo remontarme tan atrás que cualquier intento por averiguarlo se me abre como un enorme laberinto. Un espacio inabarcable, casi infinito, con miles de callejones sin salida. Es una tarea demasiado compleja, porque estoy seguro de que, una vez dentro, me sería imposible salir ileso. Por eso prefiero reconstruir lo que sé de mi abuelo a partir de unos pocos datos: que nació en Belicena en 1927; que vivió en la calle del Horno, en Cúllar Vega, junto a su mujer y su hijo; que en la década de los sesenta emigró a un pequeño pueblo de la frontera francobelga; que pasó sus últimos once años en un piso del barrio de Sants, en Barcelona.

Esto era, aproximadamente, lo primero que supe. Unos pocos detalles que me ayudaban a comprender por qué pasábamos los veranos en Cúllar Vega o por qué Barcelona era una ciudad fundamental para mi familia. Incluso, si especulo un poco más, ese enigmático pueblo en la frontera entre Francia y Bélgica me serviría para activar cierta imaginación, a medio camino entre el mito y la memoria prestada.

Así fui reconstruyendo poco a poco a un ser ausente. Con el tiempo, he ido rellenando los huecos que quedaban en medio, sobre todo los que le empujaron a abandonar su pueblo para emigrar a Francia. En realidad, casi desde el comienzo supe que su historia era la historia de un pueblo de Granada, y la historia de un pueblo de Granada era, por extensión, la historia de un país que en un momento tuvo que emigrar hacia otra parte.

Quizás me equivoque, pero estoy casi seguro de que esa es la primera imagen que recuerdo de mi abuelo: la de un hombre cargado de maletas. La de un hombre que abandona su país y se va a trabajar a un lugar que aún quedaba a mucha distancia.

V

En el año 63, Nicolás Chico Palma dejó su pueblo de Granada para irse a vivir a una región del norte de Francia. Formaba parte de esa segunda hornada de trabajadores que habían abandonado su pueblo natal, con la esperanza de encontrar un empleo que le ayudara a mantener a su familia.

Unos años antes ya se había producido el primer trasvase de población. Desde los pueblos hasta las capitales de provincia y, desde ellas, a otras ciudades españolas. A tres, principalmente: Barcelona, Madrid y Bilbao, que triplicaron su población en un lapso bastante breve. Ese trasvase hizo que buena parte de España se urbanizara, con barrios que surgían de la nada para buscar una solución al colapso que estaban sufriendo los centros de las ciudades. Aquí comienza a nacer un país diferente, un lugar de casas baratas recién fabricadas y otro distinto que se había ido vaciando lentamente. Ese panorama no solo construía un territorio. También daba inicio a una nueva memoria, a un nuevo trauma.

Tomo de la estantería un libro de Sergio del Molino. En él encuentro unas palabras que resumen perfectamente la nueva fisonomía del país: «Hay una España vacía en la que vive un puñado de españoles, pero hay otra España vacía que vive en la mente y la memoria de millones de españoles». Ese es el país que nace durante las décadas centrales de la dictadura. Y ahí está su gran trasformación, en el éxodo rural iniciado en los años 50. Una huida que provocaba pueblos desérticos, como cementerios al aire libre en el que la soledad, siguiendo de nuevo a Sergio del Molino, era cada vez un poco más solitaria.

Este fue el primer escenario, o la antesala. El segundo se inició un poco más tarde, con las promesas que llegaban desde países del norte de Europa. Un viaje eterno, de horas y días interminables. Pienso de nuevo en mi abuelo, en su camino desde Belicena hasta Granada, y desde allí hasta Bousbecque, un minúsculo pueblo situado en Francia, a pocos pasos de la frontera con Bélgica. Entre medias, trenes a Madrid, Valladolid, Irún, Hendaya, Burdeos, París-Orsay, Lille, y después un nuevo desplazamiento en autobús, con el cansancio acumulado de tres días de viaje en vagones incómodos y masificados. Sobre todo durante la primera etapa, en los trenes que circulaban por España. Hasta Irún ese viaje los obligaba a ir de pie, sin sentarse apenas en un trayecto de horas, sorteándose quién podría ocupar los bancos de madera o dormir en los pasillos, porque se vendían los billetes por duplicado. Con la maleta al hombro en las escaleras, aunque el tren hubiera iniciado ya su marcha. Detenidos como rocas en un espacio mínimo. Por eso, cuando regresaban a su pueblo, necesitaban varios días para volver a caminar con normalidad. Al llegar a su destino, estaban obligados a ir buscando puntos de apoyo para no caerse.

A menudo me he preguntado cómo fueron esos viajes, qué escenas provocó la despedida, el trayecto plagado de conexiones y salas de espera, el trasporte de bultos pesados. He tratado de pensar en la llegada a esa nueva ciudad, el primer contacto con un territorio enigmático que los albergaría por unos años. En todas esas evocaciones, imagino un espacio denso, monótono, secuestrado por el cansancio, el abandono y la nostalgia.

Puede que no fuera así del todo y Luis Landero tenga razón cuando escribe que incidimos demasiado en el desarraigo, en las maletas de cartón piedra, en la cara de miedo de los niños o en las lágrimas que provocaba cualquier despedida, y se nos olvide algo que también sucedió: la alegría al saberte en un lugar nuevo, la esperanza de que las cosas cambiasen de rumbo. Eso significaban también aquellos viajes: una extraña y prometedora liberación de lo que eran, de lo que habían sido.

VI

No sé cuál de esos dos sentimientos guio a mi abuelo cada vez que dejaba Belicena y, días más tarde, llegaba a Bousbecque. Por mucho que lo intente sé que es imposible salir del terreno de las especulaciones, de las hipótesis, de las medias verdades. Trato de situarme en el lugar de mi abuelo, en pleno compartimento de tren, y no veo más que estancias transitorias, como ese tipo de ciudades en los que el extranjero disfruta de una cierta hospitalidad, aunque sepa que tarde o temprano tendrá que abandonarla.

La despedida. Las maletas con cuerdas bien aferradas a los hombros. Abandonar una vida y seguir otra distinta, a mucha distancia. Como una imagen que recuerda un emigrante en Nos Petites Espagnes, el documental de Ismaël Cobo y Xavier Baudoin: el paso de la frontera, el túnel que comenzaba a quedar atrás, la impresión de que ya nada volvería a ser como antes.

VII

Puedo imaginar la necesidad de la partida, pero no los motivos que nos conducen a abandonarlo todo. Sé que existen, que hay razones de peso lo suficientemente grandes como para tomar una decisión de esa importancia. Las guerras, la pobreza, la falta de trabajo, el hambre… Pienso en Extremadura, en los pueblos que vivían del campo y a los que les era imposible aguantar más de un año de sequía. Lugares sin luz ni agua, paseando candiles como exploradores que no esperan encontrar nada.

Eso sucedió poco antes de que yo naciera, no muy lejos de Plasencia. Sin embargo, a pesar de la cercanía, me resulta muy complicado pensar en ello, como si se tratara de un mundo en el que creo solo a medias, con un aire de sospecha.

En realidad, lo que no sé es qué significa perderlo todo. Y quizás por no saberlo, o por no saberlo todavía, nunca podré entender completamente qué implicaron aquellos viajes. O qué implican hoy. Cada tránsito es una reproducción de un tránsito anterior, aunque los separe el tiempo y la distancia. Al fin y al cabo, todo desplazamiento carga con una experiencia antigua, una experiencia de siglos, remota.

Cuando escuchas sus relatos, mientras tratan de ordenar en alto sus propios recuerdos, algunos te explican cómo el año de su partida quedó marcado para siempre en su memoria. Un año que coincide con otros muchos años. Sin embargo, ese tiempo se convierte en algo que los hace excepcionales, porque allí se encuentra la clausura de una vida o el inicio de una nueva historia.

Yo también puedo identificar fechas cruciales en mi propio calendario, pero nunca alcanzarán ese grado de importancia. No sé hasta qué punto la llegada a una estación significa adentrarte en un espacio irreal, fantasmagórico, con gente tumbada cerca de los andenes o sorteando perchas humanas. Hablamos de personas que jamás habían salido de su pueblo y que, de repente, se encontraban emigrando a ciudades enormes de Alemania o de Francia. Con reconocimientos médicos en Hendaya, en busca de otitis o de tuberculosis hasta en los dientes. Con la vergüenza que suponía desnudarse frente a un encargado de aduanas. O la incertidumbre al llegar a un destino extranjero que, de pronto, te recibe en tu propio idioma, amenazándote en tu propio idioma. Desde los altavoces de la estación, se informaba de que si arrojaban vasos o comida, se les descontaría del sueldo de su próximo trabajo. Más que una multa, era una advertencia, o una constatación. Igual que los carteles que les colocaban al llegar a Alemania, en la espalda y en el pecho, o las indicaciones en español que les obligaba a lavarse las manos. Todo eso los convertía en personas distintas al resto, en seres aún por urbanizar. En bárbaros recién llegados al paraíso.

Cuando pienso en los trenes, en los viajes interminables, en la llegada a estaciones remotas, en las amenazas que provenían de los altavoces, me viene a la mente algo terriblemente complejo. En el fondo sé en qué consiste la tristeza, pero me resulta muy difícil concebir toda una vida luchando contra ella.

VIII

Eran viajes tan humillantes que algunos negaban haber subido a esos trenes. No hablo solo de los trayectos desde España. Pienso también en todos esos barcos, pateras, coches, furgonetas o camiones que guardan el germen de algo inconfesable. El origen de una ofensa. Como los trenes a Estados Unidos que llegaban desde la frontera. Aunque me esfuerce, nunca llegaré a comprender del todo por qué se les llamaba La bestia o El tren de las moscas.

En ocasiones, para combatir o contrarrestar esa ofensa, recuerdo una película de Charles Chaplin, un cortometraje de 1917 titulado Charlot emigrante. Narra en pocos minutos el trayecto de un barco que llega a América. Desde el comienzo, vemos a un grupo de emigrantes hacinados en cubierta. La imagen es desgarradora. Sin embargo, unas secuencias más adelante nos encontramos con una escena bastante cómica. Varios pasajeros, entre ellos el propio Chaplin, se reúnen alrededor de una mesa. Intentan comer, pero es casi imposible, porque el vaivén del barco hace que el plato se mueva de un extremo a otro. Nadie consigue hundir la cuchara.

Cuando pienso en esa película, recupero una anécdota que llevo escuchando desde hace tiempo. Es la experiencia que más me han explicado a propósito de los viajes de mi abuelo. Ocurre en uno de los trayectos por Francia. Para evitar las aglomeraciones del tren, dos pasajeros, uno de ellos mi abuelo, deciden colarse en los vagones de primera clase. Cuando viene el revisor y le enseñan el billete, les dice en francés que su pasaje es de segunda, no de primera. Disimulan y fingen no entender nada. El revisor les señala el billete y alza dos dedos. Ellos asienten y dicen que sí, que efectivamente son dos los que viajan. Lo intenta de nuevo y los viajeros vuelven a decir «Sí, somos dos, él y yo. Uno no, dos». Cuanto más insiste el revisor, más insisten ellos, como si les estuviera ofendiendo. Al final, desiste y les deja hacer el resto del camino en el vagón de primera clase.

Así lograron continuar donde quisieron, con su aparente ignorancia. Y así te gustaría imaginarte todos esos viajes. Como los de Chaplin, porque a pesar de las infinitas trabas que iba encontrando a su paso, siempre logra seguir adelante.

Sin embargo, la realidad se impone y es imposible frenar su empuje. Cuando los pasajeros de Charlot emigrante divisan América, con la Estatua de la Libertad a lo lejos, sus caras recobran una felicidad perdida. Pero en seguida viene el funcionario de aduanas para cortarles el paso, mientras los desplaza bruscamente detrás de una cuerda a la espera de comprobar sus papeles. Como si les dijera que, por mucho que lo intenten, nunca podrán llegar a su destino.

IX

Toda clase de desplazamiento pone en marcha algún tipo de leyenda. Es difícil separar la memoria inventada, la fantasía que implica cada viaje, con lo que realmente sucedió. En ocasiones, precisamos de historias ampliadas para entender mejor algo que no comprendemos. Si no para entender, sí al menos para afrontarlo sin pudor, exentos de toda la vergüenza que arrastran ciertas experiencias que, de otra forma, resultarían inconfesables.

Nadie emigra sin que medie el reclamo de una promesa, escribió Magnus Enzensberger. Por eso, los nuevos lugares de destino trasforman su nombre y se convierten en espacios míticos. Forman parte de algo real e irreal al mismo tiempo. Algo que existe y no existe y que actúa como un fuerte reclamo que tira de nosotros. La Arcadia Feliz, el Paraíso, La Atlántida, El Dorado, la Tierra Prometida, el Nuevo Mundo. Apelativos que funcionan como imanes y nos invitan a la partida. Son espejismos en los que necesitamos reflejarnos. Tenía razón Elias Canetti: el miedo inventa nombres para distraerse.

Durante mucho tiempo, una palabra configuró parte de mi vida: Bousbecque. Apenas sabía nada de ese lugar y, sin embargo, escucharlo en boca de otras personas o pronunciarlo yo mismo provocaba una especie de augurio, de leyenda. Como si allí se encontrara algo que tenía que ver conmigo y aún no pudiera averiguar de qué modo me afectaba. Aunque no supiera situarlo en el mapa y no pudiera constatar que existía realmente, ese territorio indefinido formaba parte de la memoria de mi familia. Hablaban de él, incluso de emplazamientos concretos: rue Papeterie, fábrica, casa, iglesia, frontera. Esas eran las palabras que siempre acompañaban al discurso de Bousbecque. Cuando las mencionaban, también esos lugares aparejados a un nombre se integraban en un espacio borroso, desdibujado.

Ahora me doy cuenta de cómo ciertos términos configuran nuestra manera de percibir el mundo. Nuestra forma de abarcarlo. Palabras que en su simplicidad penetran en nosotros y nos proporcionan una composición de lugar. Una idea del universo, reducido a unas cuantas líneas para entender todo aquello a lo que nos es imposible dar alcance.

Eso es lo que significaba Bousbecque para mí. Una puerta de entrada a una realidad distante, y a la vez íntima y personal, porque tenía que ver con mi familia y, por esa razón, también tenía que ver conmigo. Aunque quedaran todavía muchos años para que me decidiera a visitar ese pueblo fronterizo, el lugar ya formaba parte de mí. Era un punto clave en mi geografía emocional. Pero esto lo he sabido con el tiempo, cuando uno se decide a hacer un recuento de lugares que le sirven como fe de vida.

X

Se me acumulan las preguntas cuando imagino la llegada de mi abuelo a Bousbecque. Por dónde viajó, qué pueblos fue dejando a un lado, quién lo recibió en la estación o en la parada del autobús, cuándo se dio cuenta de que su vida había cambiado para siempre.

Una de las cuestiones que suelo hacerme con más frecuencia es si se arrepintió de haber iniciado ese viaje. Si la promesa de prosperidad era real o se trataba de un simple espejismo. Me pregunto si mereció la pena, aunque el precio que tuviera que pagar fuera demasiado alto.

Ese precio se reduce, para mí, en un hecho muy concreto. Mientras trabajaba en Bousbecque, mi abuelo se perdió buena parte de la infancia de su hijo. O dicho de otra forma: mi padre vivió sin padre durante cuatro años.

No creo que haya algo que compense esa carencia. Sin embargo, puedo imaginar distintas razones que hagan más llevaderos ciertos traumas, como si la consecución de un objetivo fuera suficiente para justificar cualquier cosa.

Pienso en lo que sucedió y pudo suceder, en el precio que debemos pagar para conseguir algo. Pienso en la renuncia y en la obligación. Pienso en la soledad. Y me viene a la mente una imagen de Rocco y sus hermanos, la escena en la que Ciro le dice a Rocco que no pensara en la vida que hubiese llevado quedándose en el lugar de origen. Rocco le responde de una forma tan simple que resulta apabullante: «Pero hubiéramos estado todos juntos».

En el fondo, todo consiste en si somos capaces de renunciar a algo por un bien de mayor alcance. Si estamos dispuestos a declinar un poco de alegría por una felicidad más duradera. Si un breve seísmo puede dar paso a una estabilidad mucho más sólida.

Sin embargo, sé que esas son hipótesis vagas, difusas. El tipo de conjeturas que se plantea alguien que aún no se ha visto forzado a renunciar a nada. Vuelvo a las historias ajenas y me pregunto qué han dicho otros. Recupero por inercia una nueva escena, un momento cualquiera de otra película, porque sin esa ayuda no soy capaz de comprender lo que sucedió. Dudo que en algún momento logre entenderlo completamente, pero sigo esforzándome en ir construyendo un edificio inestable, como esos castillos de naipes que se desploman con una simple ráfaga de viento. Una carta que añado justo en la cima y me lleva a otra historia, a una escena de Y yo entonces me llevé un tapón, el documental que filmaron Alicia Alted, María Luisa Capella y Dolores Fernández. Cuando la madre y las hijas deben salir precipitadamente de su pueblo, les advierten de que apenas pueden llevarse nada, solo lo justo. Algo que quepa en una mano.

Con eso afrontarán una parte de su vida, sin saber exactamente por cuánto tiempo. Construirán un nuevo hogar con unas pocas pertenencias. Lo minúsculo se convierte, entonces, en algo único, porque supondrá un vestigio, una traza de lo que fueron en otro tiempo. Supondrá un mecanismo de supervivencia. Por eso había que saber elegir lo que uno deseaba cargar a su lado. Esa elección resulta la más compleja y triste, como nos explica una de las voces que interviene en Aguaviva, el documental de Ariadna Pujol: «Lo más duro es dejar tu casa para meter tu vida en tres maletas».

Echo mano de otra carta y la sitúo en un extremo de ese edificio efímero que voy construyendo. Tiene un nombre concreto y un consejo: Blaise Pascal dijo que solo debemos creer a aquellos testigos que se dejen matar. Repito la frase y me digo que no debemos confiar solo en ellos, sino también en otros testigos que sean capaces de dejarlo todo, absolutamente todo.

XI

La renuncia activó la imaginación no solo de quien partía, también de quien se quedaba.

Me lo ha contado mi padre varias veces. Salía con mi abuela de Cúllar Vega. En Granada se dirigían a la oficina de correos, en la calle Ángel Ganivet. Allí depositaban la carta que le habían escrito a mi abuelo. Entre las hojas que le enviaban había textos con caligrafía defectuosa y palabras de recuerdo. Añadían también una página con un dibujo de la mano de mi padre, siguiendo el perfil de sus dedos. El contorno de una mano que, carta a carta, iba aumentando. Esa era la forma de demostrarle que su hijo crecía. Así podía ser testigo ausente de su infancia.

Cuando regresaban nuevamente al pueblo, mi padre se preguntaba qué hacía mi abuelo dentro de una oficina de correos. Por qué no podía comunicarse con él y salía a saludarle. Para qué necesitaba una carta si estaban tan cerca el uno del otro. Cuál era el perverso motivo por el que estaba encerrado en los almacenes de un edificio de Granada. Qué le había llevado hasta allí, entre paquetes ocultos, entre otros padres que también observaban a través de una minúscula rendija cómo sus hijos volvían a remontar la calle sin decir nada.

Mi padre tenía cuatro años por aquel entonces. La misma edad en la que yo comenzaba a ser consciente de que nunca llegaría a conocer a mi abuelo.

XII

La cineasta chilena Cecilia Barriga comentó en una ocasión que, cuando se emigra, aparece la posibilidad de empezar a ser otra persona, como una oportunidad que te da la vida. A la tristeza del desarraigo se suman otros factores positivos. La expectación de lo nuevo o la alegría de comenzar una historia distinta. Algo que tiene que ver con la esperanza, con la ilusión que lleva aparejado todo cambio de rumbo.

Sin embargo, si me detengo en mi abuelo o en los miles de emigrantes forzados a trabajar en otro lugar, no sé hasta qué punto vieron en todo aquello una oportunidad para emprender una vida distinta. La posibilidad de ser una nueva persona. Seguramente iniciaron un camino diferente y el hecho de comenzar en otra parte también pudo generarles algún tipo de optimismo. No obstante, es muy difícil tratar de ser otro sabiendo que no dejarás a la persona que siempre fuiste. En ocasiones, resulta imposible liberarse del pasado. Por eso, cuando pienso en ellos los veo como seres dobles, como sujetos partidos. Una mitad está en el lugar donde se encuentran, la otra aún permanece en el territorio del que han salido. Vuelvo a unas palabras de Sergio del Molino: «Estaban en una ciudad, pero paseaban por un pueblo».

¿Qué significó Bousbecque para mi abuelo? ¿Un pueblo en un país libre? ¿Un espacio fronterizo en el que podía transitar fácilmente? ¿Un punto de fuga? Quizás fue todo eso a la vez, o quizás significó otra cosa distinta. Tengo la sensación de que el desplazamiento, por pequeño que sea, implica un exilio. Aunque no haya razones estrictamente políticas en esa huida. Y, si bien se movían por motivos económicos, es inevitable pensar que disfrutaban de una libertad que no tenían en su país de origen, sumido en una dictadura inacabable.

Esos cuerpos partidos se movían en dos extremos. Puedo imaginar lo que había a uno y otro lado, pero me es muy difícil adivinar lo que quedaba en medio.

XIII