2,14 €
Los días de Birmania es una crítica mordaz al imperialismo británico, ambientada en los últimos años del dominio colonial en la Birmania de los años 20. A través de un retrato sombrío de la vida en una pequeña ciudad birmana, George Orwell expone la hipocresía, el racismo y la corrupción moral presentes en el sistema colonial. La novela examina la alienación del individuo dentro de un orden social rígido, y la lucha entre la conciencia personal y las presiones de una estructura política opresiva. El protagonista, John Flory, un comerciante británico desencantado, sirve como vehículo para explorar la tensión entre la resignación y el deseo de justicia. Su relación con una joven inglesa recién llegada y su amistad con un médico indio ilustran las dificultades de cruzar las fronteras sociales y raciales impuestas por el poder colonial. A través de estas relaciones, Orwell desarrolla temas como la soledad, la cobardía moral y el fracaso del idealismo en un mundo profundamente dividido. Desde su publicación, Los días de Birmania ha sido valorada por su mirada crítica y su estilo directo. La obra anticipa muchas de las preocupaciones éticas y políticas que Orwell desarrollaría más adelante en su carrera. Su vigencia radica en la capacidad de revelar las dinámicas de poder y exclusión, así como las contradicciones internas de quienes habitan sistemas opresivos. Al desentrañar los dilemas personales en un contexto histórico complejo, la novela invita a reflexionar sobre la responsabilidad individual frente a la injusticia estructural.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 527
Veröffentlichungsjahr: 2025
George Orwell
LOS DIAS DE BIRMANIA
Título original:
“Burmese Days”
PRESENTACIÓN
LOS DÍAS DE BIRMANIA
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
George Orwell
1903–1950
George Orwell fue un escritor, periodista y ensayista británico, ampliamente reconocido como una de las voces más agudas del siglo XX. Nacido en Motihari, India británica, Orwell se destacó por su firme crítica a los totalitarismos y su defensa apasionada de la libertad individual. Sus obras combinan una prosa clara con un agudo compromiso político, convirtiéndolo en una figura clave de la literatura moderna.
Infancia y Educación
George Orwell, cuyo nombre real era Eric Arthur Blair, nació en el seno de una familia angloindia de clase media. Se educó en Inglaterra, primero en una escuela preparatoria y luego en el prestigioso colegio de Eton. Aunque no asistió a la universidad, su formación autodidacta fue extensa. En 1922, se unió a la Policía Imperial India en Birmania, experiencia que lo marcaría profundamente y que más tarde narraría en su novela Los días de Birmania (1934), una dura crítica al colonialismo británico.
Carrera y Contribuciones
La obra de Orwell está atravesada por su oposición a la opresión en todas sus formas, ya sea colonial, capitalista o comunista. Participó en la Guerra Civil Española luchando contra el fascismo, experiencia que plasmó en Homenaje a Cataluña (1938). Su visión crítica se consolidó con dos de sus libros más influyentes: Rebelión en la granja (1945), una fábula satírica sobre la corrupción del ideal revolucionario soviético, y 1984 (1949), una distopía que describe un estado totalitario omnipresente, donde el control mental, la manipulación del lenguaje y la vigilancia constante anulan la libertad del individuo.
En 1984, Orwell crea el concepto del “Gran Hermano” y la “neolengua”, anticipando con inquietante precisión los mecanismos de control ideológico que aún hoy son objeto de debate. La obra no sólo se convirtió en un referente de la literatura política, sino también en un símbolo cultural sobre los peligros de la vigilancia estatal y la pérdida de la verdad objetiva.
Impacto y Legado
La obra de Orwell dejó una huella duradera tanto en la literatura como en el pensamiento político. Fue un pionero en denunciar los abusos del poder desde una óptica progresista pero crítica, lo que lo convirtió en una figura incómoda tanto para la derecha como para la izquierda. Su estilo directo y sin ornamentos, unido a una profunda honestidad intelectual, le permitieron explorar temas como la alienación, la censura, la propaganda y la fragilidad de la verdad.
Su pensamiento ha influido en intelectuales, escritores y activistas de todo el mundo. Conceptos como “orwelliano” se utilizan aún hoy para describir situaciones marcadas por el autoritarismo y la distorsión deliberada de la realidad. Orwell defendió siempre la claridad del lenguaje como arma contra la manipulación, algo que expresó con fuerza en su ensayo Politics and the English Language (1946).
George Orwell falleció en 1950, a los 46 años, a causa de una tuberculosis. Aunque su vida fue relativamente breve, su legado intelectual ha perdurado. Hoy es considerado uno de los escritores más importantes del siglo XX, y sus obras siguen siendo leídas y estudiadas en todo el mundo.
Orwell nos legó una literatura comprometida con la verdad y una visión crítica del poder, anticipando muchos de los dilemas contemporáneos sobre la vigilancia, la libertad de expresión y la manipulación de la información. Su escritura no solo denunció las injusticias de su tiempo, sino que también nos dejó una advertencia urgente y vigente sobre los peligros de renunciar a la verdad y a la libertad.
Sobre la obra
Los días de Birmania es una crítica mordaz al imperialismo británico, ambientada en los últimos años del dominio colonial en la Birmania de los años 20. A través de un retrato sombrío de la vida en una pequeña ciudad birmana, George Orwell expone la hipocresía, el racismo y la corrupción moral presentes en el sistema colonial. La novela examina la alienación del individuo dentro de un orden social rígido, y la lucha entre la conciencia personal y las presiones de una estructura política opresiva.
El protagonista, John Flory, un comerciante británico desencantado, sirve como vehículo para explorar la tensión entre la resignación y el deseo de justicia. Su relación con una joven inglesa recién llegada y su amistad con un médico indio ilustran las dificultades de cruzar las fronteras sociales y raciales impuestas por el poder colonial. A través de estas relaciones, Orwell desarrolla temas como la soledad, la cobardía moral y el fracaso del idealismo en un mundo profundamente dividido.
Desde su publicación, Los días de Birmania ha sido valorada por su mirada crítica y su estilo directo. La obra anticipa muchas de las preocupaciones éticas y políticas que Orwell desarrollaría más adelante en su carrera. Su vigencia radica en la capacidad de revelar las dinámicas de poder y exclusión, así como las contradicciones internas de quienes habitan sistemas opresivos. Al desentrañar los dilemas personales en un contexto histórico complejo, la novela invita a reflexionar sobre la responsabilidad individual frente a la injusticia estructural.
U Po Kyin, juez de subdivisión en Kyauktada, al norte de Birmania, estaba sentado en su terraza. Eran sólo las ocho y media, pero del mes de abril, y la pesadez en el aire ya anunciaba las largas y sofocantes horas del mediodía. Los débiles e infrecuentes soplos de aire, frescos en comparación, agitaban las recién regadas orquídeas que colgaban del alero. Más allá de las orquídeas se podía contemplar el curvo y polvoriento tronco de una palmera contra un cielo de brillante azul marino. En las alturas, tan alto que deslumbraba dirigir la vista hacia ellos, algunos buitres describían círculos en el aire sin apenas agitar sus alas.
Sin parpadear, casi como un dios de porcelana, U Po Kyin dirigió su mirada hacia la ardiente luz del exterior. Tenía unos cincuenta años y estaba tan gordo que llevaba mucho tiempo sin poder levantarse sin ayuda de una silla, no obstante resultaba bien formado e incluso bello en su grosor; pues los birmanos no se hinchan como los hombres blancos, sino que engordan de forma simétrica, como frutos madurando. Su cara era ruda, amarillenta y sin apenas arrugas, con ojos de color bronce. Sus pies — encogidos, arqueados y con todos sus dedos de igual largura — estaban desnudos al igual que su rasurada cabeza y vestía con uno de esos longyis de Arakan con cuadros en vivos verdes y rojos púrpura que los birmanos llevan en las ocasiones informales. Masticaba hojas de betel que sacaba de una caja lacada situada encima de la mesa y pensaba en su pasado.
Había sido una vida de éxito deslumbrante. El primer recuerdo de U Po Kyin, allá por los años ochenta, era el de un niño barrigón y desnudo observando la entrada victoriosa de las tropas británicas en Mandalay. Recordaba el terror que le producían aquellas columnas de imponentes hombres en uniforme rojo, con sus rostros sonrosados bien alimentados con carne de vaca; sus largos fusiles sobre los hombros, y el rítmico y pesado caminar de sus botas. Había huido tras observarles unos minutos. A su manera infantil había entendido que su propia gente nunca podría compararse con esa raza de gigantes. Ya desde niño, luchar junto a ios británicos y convertirse en un parásito entre ellos llegó a ser su principal obsesión.
A los diecisiete años había intentado sin éxito trabajar para el gobierno. Demasiado pobre y sin relaciones para conseguirlo, había tenido que colocarse durante tres años en el maloliente laberinto de los bazares de Mandalay, como empleado para los comerciantes de arroz, a los que robaba cuanto podía. A los veinte años, un golpe de suerte en forma de chantaje le consiguió cuatrocientas rupias, con las que de inmediato viajó a Rangún para comprar un puesto como funcionario administrativo. El trabajo era lucrativo pese a su reducido salario. En aquel momento un grupo de funcionarios conseguía ingresos estables apropiándose de materias de los almacenes del gobierno, y Po Kyin (aún era simplemente Po Kyin; la U honorífica le fue añadida años después) tenía una tendencia natural hacia este tipo de negocio. Sin embargo, también tenía demasiado talento como para pasarse la vida como un simple funcionario administrativo, robando tristes cantidades de anuas y pice. Un día llegó hasta él la noticia de que el gobierno, escaso de oficiales de grado inferior, iba a nombrarlos entre sus administrativos. En una semana esta decisión sería pública, pero si Po Kyin tenía una cualidad era la de estar informado al menos una semana antes que los demás. Vio su oportunidad y denunció a sus asociados antes de que pudiesen darse cuenta. La mayoría fueron enviados a la cárcel mientras Po Kyin era nombrado oficial ayudante municipal en recompensa por su honestidad. Desde entonces no había dejado de ascender. Ahora, a los cincuenta y seis años, era juez de subdivisión y probablemente pronto sería ascendido a segundo vicecomisionado, con ingleses a su mismo nivel e incluso bajo sus órdenes.
Como juez sus métodos eran simples. No se dejaba sobornar por la decisión de un caso, pues sabía que un magistrado que juzga erróneamente antes o después es atrapado. Su método, mucho más seguro, consistía en aceptar sobornos de ambas partes para luego tomar la decisión según los términos legales establecidos. Esto le consiguió una beneficiosa reputación de imparcialidad. Además de los ingresos que le proporcionaban las partes litigantes en los casos, U Po Kyin exigía implacablemente un impuesto, una especie de programa propio de tasas, a todas las aldeas bajo su jurisdicción. Si cualquiera de ellas no pagaba, U Po Kyin tomaba medidas represoras — grupos de dacoits atacaban la aldea, apresando a los líderes de la misma — de forma que siempre poco después el importe era íntegramente satisfecho. Así mismo fue partícipe en todos los robos a gran escala que tuvieron lugar en el distrito. Por supuesto, la mayor parte de esto era por todos conocido excepto por los oficiales superiores de U Po Kyin (ningún oficial británico creería nada contra sus propios hombres), sin embargo todo intento por incriminarle resultó invariablemente infructuoso. Sus seguidores, leales a cambio de compartir una parte del botín, eran demasiado numerosos. Cuando una acusación le salpicaba, U Po Kyin simplemente la desacreditaba con un buen número de testigos sobornados para posteriormente contraatacar con acusaciones que terminaban situándole en una posición más fuerte que al principio. Era prácticamente invulnerable, porque era demasiado juicioso como para utilizar cualquier instrumento erróneo, y también porgue estaba tan inmerso en las intrigas que nunca podía permitirse caer en ningún descuido o desconocimiento. Se podía decir con casi total seguridad que nunca sería descubierto, que continuaría dé éxito en éxito y finalmente moriría como un hombre honorable y con una fortuna valorada en varios lakhs de rupias.
Incluso más allá de la tumba su éxito continuaría. Según la creencia budista, aquellos que han hecho el mal en sus vidas se reencarnarán en la forma de una rata, una rana o algún otro animal inferior. U Po Kyin se consideraba un buen budista y como tal se proponía poner los medios para evitar tal peligro. Dedicaría sus últimos años a las buenas acciones, con lo que acumularía suficientes méritos para compensar el resto de su vida. Seguramente sus buenas acciones tomarían forma en la construcción de pagodas. Cuatro, cinco, seis; siete pagodas — los sacerdotes le indicarían cuantas — en piedra tallada, con tejados dorados y pequeñas campanas que repicarían al viento, cada repique una oración. De esa forma él podría volver de nuevo a la tierra en forma humana y masculina — porque una mujer está aproximadamente al mismo nivel de una rata o una rana — o en el peor de los casos en la forma de una bestia dignificada tal como un elefante.
Todos estos pensamientos fluían rápidamente por la mente de U Po Kyin, la mayor parte de ellos en forma de imágenes. Su cerebro, aunque astuto, era bastante bárbaro y nunca trabajaba de no haber un motivo definido. La meditación como tal era algo ajeno a él. Ahora había alcanzado por fin el lugar al que sus pensamientos se habían estado dirigiendo. Poniendo sus pequeñas manos triangulares sobre los brazos de la silla, se giró levemente y respirando con dificultad llamó:
— ¡Ba Taik!, ¡Oye, Ba Taik!
Ba Taik, el criado de U Po Kyin, apareció a través de la cortina de cuentas de la terraza. Era pequeño, con la cara marcada por la viruela y una expresión tímida y bastante ansiosa. U Po Kyin no le pagaba ningún salario, pues se trataba de un ladrón convicto, al que una palabra de más podría enviar de nuevo a prisión. Ba Taik avanzó tan lentamente hacia él que daba la impresión de estar retrocediendo.
— ¿Mi adorado señor? — dijo.
— ¿Hay alguien esperando para verme, Ba Taik?
Ba Taik contó con sus dedos a los visitantes.
— Está el jefe de la aldea Thitpingyi, mi señoría, que ha traído ofrendas, y dos aldeanos que también traen ofrendas y un caso de asalto para ser resuelto por su señoría. Ko Ba Sein, el jefe administrativo de la oficina del vicecomisionado, desea verle, y está Ali Shah, oficial de policía y un dacoit cuyo nombre desconozco. Creo que han discutido por unos brazaletes de oro que han robado. Y hay una muchacha joven de la aldea con un bebé.
— ¿Qué quiere? — dijo U Po Kyin.
— Dice que el bebé es vuestro, adorado señor.
— Ya. Y ¿cuánto ha traído el jefe de la aldea?
Ba Taik pensaba que eran sólo 10 rupias y una cesta de mangos.
— Dile al jefe — dijo U Po Kyin — que deben ser 20 rupias y que tendrán problemas si el dinero no está aquí mañana. Veré al resto enseguida. Pide a Ko Ba Sein que venga aquí a verme.
Ba Sein apareció rápidamente. Era un hombre estirado y estrecho de hombros, muy alto para ser birmano y con un rostro de expresión curiosamente suave que recordaba a un pudín de color café. U Po Kyin-había encontrado en él una herramienta muy útil. Poco imaginativo pero muy trabajador, era un excelente funcionario al que el vicecomisionado Mr. Macgregor confiaba casi todos sus secretos oficiales. U Po Kyin, de buen humor por sus pensamientos, saludó a Ba Sein con una sonrisa y con una señal de su mano le ofreció la caja de betel.
— Bueno Ko Ba Sein, ¿cómo progresa nuestro asunto? Espero que, como nuestro querido Mr. Macgregor diría — U Po Kyin pasó a hablar en un enfático inglés — ¿son ya perceptibles los progresos?
Ba Sein no se rió con la broma. Recostado rígidamente en la silla libre, contestó:
— Excelentemente, señor. Nuestra copia del periódico llegó esta mañana. Observe detenidamente.
Sacó una copia de un periódico bilingüe llamado Burmese Patriot. Era un periodicucho de ocho páginas defectuosamente impreso en papel que parecía secante y que contenía por una parte noticias copiadas al Rangoon Gazette y por otra un repaso de las pequeñas heroicidades nacionalistas del país. En la última página la tinta se había corrido y había dejado la hoja entera negra como el azabache, como si fuera un lamento por la reducida distribución del periódico.
El artículo al que U Po Kyin dirigió su mirada era de apariencia diferente al resto. Decía:
"En estos' tiempos felices, cuando nosotros pobres hombres de piel oscura estamos siendo elevados por la poderosa civilización-occidental con sus múltiples bendiciones tales como el cinematógrafo, la ametralladora, la sífilis;, . ¿qué tema puede ser más interesante que la vida privada de nuestros benefactores? Por ello pensamos que algunos hechos acaecidos en el norte, en el distrito de Kyauktada, pueden interesar a muchos lectores. Especialmente sobre Mr. Macgregor, honorable vicecomisionado de dicho distrito. Mr. Macgregor es de esa clase de caballeros ál viejo estilo inglés de la que hoy, en estos tiempos felices, tenemos tantos ejemplos ante nosotros. Un “hombre de familia”, como nuestros primos ingleses dirían. Un hombre de familia en todos los sentidos. Tan familiar que en el distrito de Kyauktada, donde lleva desde hace un año, ya tiene tres hijos y en su anterior distrito de Shwemyo dejó seis descendientes tras de sí. Mr. Macgregor, tal vez en un descuido por su parte, ha dejado desatendidas a estas criaturas, algunas de cuyas madres apenas tienen qué llevarse a la boca."
Había una columna entera de material de este estilo que, miserable como era, se había hecho destacar del resto de los contenidos del periódico. U Po Kyin leyó el artículo entero detenidamente, sujetando el. periódico con sus brazos extendidos — su visión se adecuaba mejor a objetos que estuvieran a una cierta distancia — y con los labios entreabiertos dejando a la vista un buen número de pequeños y perfectos dientes blancos, teñidos de rojo por el jugo de las hojas de betel.
— Al editor le van a caer seis meses de cárcel por esto — dijo finalmente.
— No le importa. Dice que sus acreedores sólo le dejan en paz cuando está en prisión.
— ¿Y dices que tu joven protegido Hla Pe lo escribió él solo? ¡Un chico listo, muy prometedor! No quiero volverte a oír decir que esos institutos del gobierno son una pérdida de tiempo. Hla Pe conseguirá sin duda su puesto en la administración.
— ¿Piensa entonces, señor, que este artículo será suficiente?
U Po Kyin no contestó inmediatamente. Un sonido similar a un resoplido parecía emerger de él. Estaba intentando levantarse de la silla. Para Ba Taik este era un sonido ya familiar. Apareció a través de la cortina de cuentas y junto a Ba Sein, cada uno una mano en las axilas de U Po Kyin, le levantaron. U Po Kyin permaneció estático unos momentos, equilibrando el peso de la barriga sobre sus piernas, como si fuera un porteador de pescado ajustando su carga. Después, con un gesto de su mano hizo salir a Ba Taik.
— No es suficiente — dijo contestando a la pregunta de Ba Sein — , no es suficiente de ninguna manera. Aún queda mucho por hacer. Pero éste es el inicio correcto. Escucha.
Se acercó a la barandilla y escupió fuera un buen trozo de betel rojo antes de comenzar a dar vueltas por la terraza, con pasos pequeños y sus manos tras la espalda. El roce entre sus enormes muslos le hacía contonearse ligeramente. Hablaba mientras andaba, en la jerga usada en las oficinas gubernamentales; una mezcla de verbos birmanos y de frases hechas inglesas:
— Comencemos por el principio. Vamos a llevar a cabo nuestro planeado ataque sobre el doctor Veraswami, cirujano y director de la cárcel. Vamos a difamarle, destruir su reputación y finalmente acabar con él para siempre. Será una operación bastante delicada.
— Sí, señor.
— No habrá riesgos pero debemos ir poco a poco. No estamos actuando contra un simple funcionario administrativo o contra un policía. Nos enfrentamos con un oficial de alto rango y por ello, pese a ser indio, no podemos hacerlo como contra un simple funcionario, ¿Cómo hundir a un simple funcionario? Fácil; una acusación, dos docenas de testigos, despido y encarcelamiento. Pero esto no nos va a servir ahora. La forma de conseguirlo en este caso es actuar despacio, con delicadeza, sin ninguna prisa. Sin escándalos y sobre todo sin una investigación oficial. No debe haber acusaciones a las que responder y sin embargo, en tres meses debo haber convencido a todo europeo en Kyauktada de la villanía del doctor. ¿De qué le acusaré? Los sobornos no servirán, como médico no los aceptaría en ningún caso. ¿Qué, entonces?
— Tal vez podríamos organizar un motín en la cárcel — dijo Ba Sein — . Siendo director de la cárcel será señalado como culpable.
— No. Demasiado peligroso. No quiero a los vigilantes de la cárcel disparando en todas direcciones. Además sería caro. Entonces, claramente debe ser deslealtad, nacionalismo, propaganda sediciosa, separatista. Debemos convencer a los europeos de que nuestro doctor comparte ideas desleales a los británicos. Esto es mucho peor que el soborno; para ellos en un oficial nativo es normal aceptar sobornos. Sin embargo, hazles sospechar por un solo momento de su deslealtad y lo habrás hundido.
— Será difícil de probar — objetó Ba Sein — . El doctor es muy leal a los europeos. Enseguida se enfada si se les ataca. Y ellos lo saben, ¿no lo cree así?
— Tonterías, tonterías — dijo U Po Kyin satisfecho — . Ningún europeo se preocupa por las pruebas. Para ellos en un hombre de piel oscura la simple sospecha es la prueba. Unas pocas cartas anónimas harán maravillas. Es cuestión de persistir. Acusar, acusar y seguir acusando, ese es el camino con los europeos. Una carta anónima tras otra. Y entonces, cuando sus sospechas estén firmemente levantadas... — U Po Kyin retiró uno de sus pequeños brazos de detrás de su espalda e hizo chasquear sus dedos. Añadió — . Comenzaremos con este artículo en el Burmese Patriot. Los europeos se enfurecerán cuando lo lean. Nuestro próximo movimiento será hacerles creer que fue el doctor quien lo escribió.
— Será difícil porque tiene bastantes amigos europeos. Todos le visitan a él cuando enferman. Este invierno fue frío y curó a Mr. Macgregor de su flatulencia. Creo que le consideran un médico brillante.
— ¡Qué poco comprendes la mentalidad europea, Ko Ba Sein! Si los europeos acuden a Veraswami es porque no hay ningún otro médico en Kyauktada. Ningún europeo confía en un hombre de piel oscura. Utilizando cartas anónimas, será simplemente cuestión de tiempo. Pronto veremos qué pocos amigos quedan a su lado.
— Está Mr. Flory, el comerciante de madera — dijo Ba Sein, pronunciando “Mr. Porley” — . Es amigo íntimo del doctor. Cada mañana le veo ir a su casa cuando está en Kyauktada. Ha invitado dos veces a cenar al doctor.
— En eso tienes razón. Si Flory fuese amigo del doctor podría perjudicarnos. No puedes atacar a un indio que tenga un amigo europeo. Le da, ¿cuál es esa palabra que tanto les gusta?, prestigio. Pero Flory abandonará rápidamente a su amigo cuando comiencen los problemas. Esta gente no posee lealtad hacia un nativo. Además, yo se que Flory es un cobarde. Puedo manejarle. Tu misión, Ko Ba Sein, será vigilar los movimientos de Mr. Macgregor. Quiero decir, ¿ha escrito últimamente al comisionado confidencialmente?
— Le escribió hace dos días, pero cuando abrimos la carta al vapor no descubrimos nada realmente importante.
— Bien, le daremos algo sobre lo que escribir. Y tan pronto como sospeche del doctor será el momento para el otro asunto del que te hablé. De esa forma, ¿cómo dice Macgregor?, ah si, "mataremos dos pájaros de un tiro". ¡Una bandada entera de pájaros, ja, ja!
La risa de U Po Kyin era un desagradable sonido gutural que parecía surgir del fondo de su estómago, como la carraspera anterior a un ataque de tos. A pesar de todo, era divertida, incluso infantil. No dijo nada más sobre el otro “asunto”, demasiado privado como para ser tratado en la terraza. Ba Sein, observando que su entrevista terminaba, se levantó inclinándose de forma reverencial.
— ¿Desea algo más su señoría? — dijo.
— Asegúrate de que Mr. Macgregor tiene su copia del Burmese Patriot. Será mejor que digas a Hla Pe que finja un ataque de disentería para poder mantenerse alejado de la oficina. Quiero que sea él quien escriba los anónimos. Es todo por el momento.
— ¿Puedo entonces retirarme, señor?
— Que Dios te acompañe — dijo U Po Kyin distraídamente, mientras llamaba de nuevo a gritos a Ba Taik.
Nunca malgastaba ni un momento del día. No le llevaría mucho tiempo ocuparse del resto de visitantes y mandar a la chica de nuevo al pueblo sin recompensa alguna tras examinar su rostro y decir que no la reconocía. Llegaba la hora del desayuno. Su estómago comenzaba a ser atormentado por violentas punzadas con las que el hambre le atacaba puntualmente a esta hora cada mañana. Gritó apremiantemente:
— ¡Ba Taik, oye Ba Taik!, ¡Kin Kin!, ¡mi desayuno, rápido, me muero de hambre!
En el cuarto de estar, detrás de las cortinas, había una mesa ya preparada con un gran cuenco de arroz y una docena de platos con curry, gambas secas y mango verde en rodajas. U Po Kyin se dirigió hacia la mesa contoneándose, se sentó con un gruñido y de inmediato se lanzó sobre la comida. Ma Kin, su mujer, le servía de pie detrás de él. Era una mujer delgada de poco más de metro sesenta con una agradable cara simiesca de un pálido tono marrón. U Po Kyin no le prestaba ninguna atención mientras comía. Situando el cuenco pegado a su nariz, casi sin respirar, engullía con sus rápidos y grasientos dedos. Todas sus comidas eran cuantiosas, apasionadas y rápidas. Más que comidas eran orgías, bacanales de arroz y curry. Cuando había terminado se recostaba en la silla, eructaba unas cuantas veces y pedía a Ma Kin que le acercara un cigarro de tabaco verde birmano. Nunca fumaba tabaco inglés, al que consideraba sin ningún sabor.
Enseguida, ayudado por Ba Taik, U Po Kyin se vistió con su ropa oficial, admirándose por un momento en el largo espejo del cuarto de estar. Era una habitación de paredes de madera con dos columnas que, aún reconocibles como troncos de teca, soportaban la viga maestra del tejado, y era oscura y algo sórdida como toda habitación birmana, pese a que U Po Kyin la había amueblado a la moda ingaelik con un aparador de chapa y sillas, alguna litografía de la familia real y un extintor para el fuego. El suelo lo cubrían esteras de bambú manchadas por salpicones de jugo de betel y lima.
Ma Kin estaba sentada en una estera en la esquina cosiendo un ingyi . U Po Kyin se giró despacio ante el espejo, intentando echar un vistazo a la parte trasera de su cuerpo. Iba vestido con un gaung-baung de seda de color rosa pálido, un ingyi de muselina almidonada y un paso de seda de Mandalay, de un magnífico rosa salmón brocado con amarillo. Con esfuerzo giró su cabeza y miró satisfecho el brillante paso apretado a sus enormes nalgas. Estaba orgulloso de su gordura, pues veía en esa carne acumulada un símbolo de su grandeza. Él, que una vez había sido un personaje oscuro y hambriento, era ahora gordo, rico y temido. Como hinchado por los cuerpos de sus enemigos; un pensamiento del que extrajo algo cercano a la poesía.
— Mi nuevo paso fue barato por 22 rupias, ¿eh, Kin Kin? — dijo.
Ma Kin agachó su cabeza concentrándose en la costura. Era una mujer sencilla, chapada a la antigua, que había adquirido incluso menos hábitos europeos que U Po Kyin. No podía sentarse en una silla sin sentirse incómoda. Cada mañana acudía al bazar con una cesta sobre su cabeza, como las mujeres de la aldea, y por las tardes se la podía ver de rodillas en el jardín, rezando en dirección al blanco tejado de la pagoda que coronaba el pueblo. Llevaba más de veinte años siendo confidente de todas las intrigas de U Po Kyin.
— Ko Po Kyin — dijo — , has hecho mucho mal en tu vida.
U Po Kyin agitó su mano.
— ¿Qué importa? Mis pagodas lo expiarán todo. Hay mucho tiempo.
Ma Kin agachó de nuevo su cabeza concentrándose en la costura obstinadamente, como siempre que desaprobaba algo que U Po Kyin estuviera haciendo.
— Pero, Ko Po Kyin, ¿son necesarios todos estos proyectos e intrigas? Te oí hablar con Ko Ba Sein en la terraza. Estáis planeando algo malo contra el doctor Veraswami. ¿Por qué queréis hacer daño a ese doctor indio? Es un buen hombre.
— ¿Qué sabes tú de esos asuntos oficiales, mujer? El doctor se interpone en mi camino. En primer lugar, no acepta sobornos, con lo que lo pone más difícil para el resto de nosotros. Y además... bueno, hay algo más pero tu inteligencia nunca llegaría a comprenderlo.
— Ko Po Kyin, te has convertido en rico y poderoso y, ¿qué bien te ha hecho? Éramos más felices cuando éramos pobres. Recuerdo perfectamente cuando eras sólo un oficial municipal, la primera vez que tuvimos una casa propia. ¡Qué orgullosos estábamos de nuestros muebles nuevos de mimbre y de tu estilográfica de clip dorado! ¡Y qué honrados nos sentimos cuando un joven oficial de policía inglés vino a nuestra casa y bebió una botella de cerveza en nuestra mejor silla! La felicidad no está en el dinero. ¿Qué deseas para querer más dinero ahora?
— ¡Tonterías, mujer, tonterías! Cuida de tu costura y tu cocina y deja los asuntos oficiales para los que los entienden.
— Bien, yo no sé. Soy tu mujer y siempre te he obedecido. Pero al menos sé que nunca es demasiado pronto para adquirir méritos. ¡Esfuérzate en conseguir méritos, Ko Po Kyin! ¿Querrías por ejemplo comprar pescado fresco y liberarlo de nuevo en el río? Se pueden adquirir muchos méritos de esa forma. También, esta mañana cuando los sacerdotes vinieron por su arroz me dijeron que hay dos nuevos entre ellos en el monasterio y están hambrientos. ¿Querrías darles algo, Ko Po Kyin? No les di nada yo misma para que tú pudieses conseguir los méritos por hacerlo.
U Po Kyin se apartó del espejo. Las palabras de la mujer le habían afectado ligeramente. Nunca dejaba escapar una oportunidad de adquirir méritos siempre y cuando hacerlo no le creara ninguna inconveniencia. A sus ojos, la acumulación de méritos era como un depósito bancario, eternamente creciente. Cada pez liberado en el río, cada ofrenda a un sacerdote lo acercaban un paso más al Nirvana. Era un pensamiento reconfortante. Ordenó que la cesta de mangos traída por el jefe de la aldea fuese enviada a! monasterio.
Enseguida abandonó la casa y comenzó a descender por el camino, con Ba Taik tras de él cargando con una carpeta llena de papeles. Andaba despacio, muy estirado para equilibrar su enorme barriga y aguantando una sombrilla de seda amarilla sobre su cabeza. Su paso rosa brillaba con el sol como praliné satinado. Se dirigía hacia los juzgados para resolver los casos del día.
Casi a la misma hora que U Po Kyin empezaba con los primeros asuntos del día, Porley, el comerciante maderero y amigo del Dr. Veraswami, abandonaba su casa camino del Club.
Flory era un hombre de unos treinta y cinco años, de complexión media, no mal formado. Tenía el cabello muy oscuro, erizado y cada vez más escaso, bigote moreno y bien recortado, y su piel, de naturaleza cetrina, estaba descolorida por el sol. Como no se había puesto gordo ni tampoco se había quedado calvo, no aparentaba más edad de la que tenía, aunque su rostro, a pesar de estar bronceado, estaba ojeroso y mustio, con las mejillas muy delgadas y una apariencia marchita, hundida, alrededor de los ojos. Era evidente que no se había afeitado esta mañana. Vestía, como era habitual, camisa blanca, pantalones cortos de color caqui y medias, aunque en lugar de un topi tenía un maltrecho sombrero de terai inclinado sobre un ojo. Llevaba un bastón de caña de bambú con una cor rea para la muñeca y un cocker spaniel negro llamado Flo andaba a paso lento detrás de él.
De todos modos, éstos eran detalles secundarios. Lo primero que uno advertía en Flory era una marca de nacimiento horrorosa que recorría en forma de media luna mellada su mejilla izquierda, desde el ojo hasta la comisura de la boca. Visto desde la izquierda, su rostro parecía magullado, maltratado, como si la marca de nacimiento fuera en realidad un moratón, pues era de color azul oscuro. Él era plenamente consciente de lo horrible que esto resultaba. Cuando no estaba solo, sus movimientos se regían en todo momento por cierta laterali-dad, como si maniobrara constantemente con la intención de preservar fuera de la vista de los demás su marca de nacimiento.
La casa de Flory se encontraba en lo alto del maidan, próximo al borde de la jungla. Desde la entrada, el maidan se precipitaba abruptamente cuesta abajo, abrasado por el sol y de color caqui, con media docena de bungaloes de un blanco deslumbrante diseminados a su alrededor. Todo crepitaba, se estremecía en ese aire caliente. Había un cementerio inglés rodeado por una tapia blanca a medio camino en dirección a la colina, y junto a él, una iglesia con tejado de estaño. Más allá, estaba el Club Europeo y cuando uno contemplaba el Club Europeo — un edificio rechoncho de una sola planta hecho de madera — contemplaba el verdadero centro de la ciudad. En cualquier.población de la India, el Club Europeo es la ciudadela espiritual, la genuina sede del poder británico, el Nirvana por el que los oficiales y millonarios nativos suspiran en vano. Con más motivo en este caso, pues el Club de Kyauktada se jactaba con orgullo de ser prácticamente el único de los Clubes de Birmania que no había aceptado jamás a un oriental como miembro. Pasado el Club, fluía el Irrawaddy inmenso y ocre, brillando como diamantes en los tramos que golpeaba el sol; y más adelante el río se extendía por los inmensos arrozales, desapareciendo en una hilera de colinas negruzcas hacia el horizonte.
La ciudad nativa, los tribunales y la cárcel, quedaban a la derecha, casi tapados entre la arboleda verde que los árboles tejían. La aguja de la pagoda se alzaba entre los árboles como una lanza esbelta coronada con oro. Kyauktada era un ejemplo bastante típico de ciudad del norte de Birmania; no había cambiado excesivamente desde los días de Marco Polo hasta la Segunda Guerra Birmana, y hubiera podido seguir otro siglo estancada en la Edad Media de no haberse revelado como un rincón estratégico para la ubicación de una terminal de ferrocarril. En 1910 el Gobierno la convirtió en sede de distrito y centro del Progreso, entendiéndose por esto un montón de tribunales de justicia, con su consiguiente ejército de gordos y sin embargo hambrientos abogados, una escuela y una de aquellas prisiones enormes y resistentes que los ingleses han construido en todas partes de Gibraltar a Hong Kong. La población era de unos cuatro mil habitantes, incluyendo un par de cientos de indios, unos cuantos chinos y siete europeos. También había dos eurasiáticos llamados Mr. Francis y Mr. Samuel, hijos respectivamente de un misionero baptista america no y un misionero católico-romano. La ciudad no tenía ningún tipo de atracciones, excepción hecha de un faquir que se había pasado veinte años en lo alto de un árbol al lado del bazar, al que le subían cada mañana la comida con una cesta.
Flory bostezó al cruzar la puerta. La noche anterior se había medio emborrachado, y la deslumbrante luz de la mañana le hizo sentirse algo resacoso.
— Maldito agujero — pensó al mirar colina abajo. Y no habiendo nadie cerca salvo el perro comenzó a cantar en voz alta "Maldito, maldito, maldito, oh, maldito agujero" con la melodía de "Santo, santo, santo, oh, santo es el Señor" mientras caminaba por la carretera de color rojo fuerte, sacudiendo con su bastón las hierbas secas. Eran casi las nueve en punto y el sol apretaba más fuerte cada minuto que pasaba. El sol pegaba en la cabeza de un modo rítmico, continuo, pesado, como golpes dados con un enorme travesano. Flory se detuve" a la entrada del Club, dudando entre pasar o continuar un poco más carretera abajo y ver al Dr. Veraswami. Entonces recordó que era "Día de correo inglés" y que los periódicos habrían llegado. Eniró, pasando junto a la valla de la cancha de tenis, que estaba cubierta por una enredadera con hojas en forma de estrella.
En los bordes del camino, el sendero estaba flanqueado por flores inglesas — flox, espuelas de caballero, malvas y petunias — que el sol no había marchitado aún, amontonadas caóticamente en gran número y variedad. Las petunias eran gigantescas, casi como árboles. No había césped; en su lugar un plantío de arbustos autóctonos, matorrales, mohures dorados como monedas en forma de sombrillas gigantes de flor roja pasión, jazmines de las Antillas con flores crema sin pétalos, buganvillas moradas, hibiscos escarlatas y el rosal chino de rosas rosa, crotones de un verde bilis, frondas plumosas de tamarindo. El choque de colores hacía daño a la vista. Un malí casi desnudo, regadera en mano, se movía entre esa jungla de flores como una especie de gran pájaro picaflor.
En los escalones del Club, un hombre rubio de afilados bigotes, ojos gris claro demasiado distantes el uno del otro, y pantorrillas inusualmente delgadas para sus piernas, permanecía de pie con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos. Era Mr. Westfield, el superintendente de policía del distrito. Con aire muy aburrido, se balanceaba sobre los talones hacia delante y hacia detrás, mientras hacía pucheros con el labio superior, de modo que su bigote le hiciera cosquillas en la nariz. Saludó a Flory con un ligero movimiento de cabeza. Hablaba de un modo entrecortado y marcial, descartando cualquier palabra de la que se pudiera prescindir. Prácticamente todo lo que decía pretendía ser chistoso, pero el tono de su voz era melancólico y hueco.
— Hola, Flory, amigo mío. Vaya mañana, ¿eh?
— Supongo que es lo normal para ésta época del año — dijo Flory. Se había girado ligeramente, de manera que su mejilla marcada no estuviera a la vista de Westfield.
— Sí, maldita sea. Aún quedan un par de meses así. El año pasado no cayó ni una gota hasta junio. Mira ese condenado cielo, ni una nube. Como una de esas malditas cacerolas azules de esmalte. Dios, cuánto darías por estar ahora en Piccadilly, ¿eh?
— ¿Ha llegado ya la prensa inglesa?
— Sí, el Punch, el Pink’un y el Vie Parisienne de toda la vida. Entra nostalgia al leerlos, ¿eh? Vamos adentro y tomemos algo de beber antes de que se acabe el hielo. Al viejo Lackersteen sólo le falta remojarse en él. Ya anda medio jumado.
Al entrar Westfield remarcó con su voz adusta:
— Tú primero, Macduff.
Por dentro el Club era un lugar que desprendía cierto olor a barro cocido, con paredes de teca, y que estaba tan sólo compuesto de cuatro habitaciones, una de las cuales contenía una biblioteca muy abandonada con quinientas novelas llenas de moho, otra una mesa de billar cubierta de mugre donde rara vez se jugaba, puesto que cuando se utilizaba hordas de escarabajos voladores acudían zumbando a la luz de Jas lámparas y quedaban esparcidos sobre el tapete. Había además un salón de estar, que también era el sitio para jugar a las cartas, que daba a una amplia veranda desde la que se podía ver el río; sin embargo, a esa hora del día las persianas de caña de bambú verde estaban echadas y la terraza cer rada. El salón de estar no era en absoluto acogedor, con esteras de coco en el suelo, sillas de mimbre y mesas ocultas bajo relucientes revistas ilustradas. Como decoración había una serie de cuadros de perros y unos cráneos de sambhur polvorientos. Un pankah1 sacudía con su batir perezoso el polvo en ese aire caliente.
En la habitación había tres hombres. Debajo del punkah, un hombre rubicundo, de buena planta, ligeramente hinchado, de unos cuarenta años, estaba despatarrado encima de una mesa con la cabeza hundida entre las manos, gimiendo de dolor. Era Mr. Lackersteen, el gerente de una empresa maderera. Había bebido mucho la noche anterior y estaba sufriendo las consecuencias. Ellis, también gerente de otra compañía maderera, estaba de pie ante el tablón dé anuncios escrutando algún aviso con un aire amargado. Era un tipo con el pelo tieso, el rostro pálido y anguloso, y de movimientos inquietos. Maxwell, oficial en funciones de la División local, estaba recostado en una de las sillas más grandes mientras leía el Field, y apenas se podían ver de él más que sus largas piernas y rechonchos antebrazos.
— Hay que ver qué viejo más malo estás hecho — dijo Westfield, tomando a Mr. Lackersteen por los hombros y sacudiéndole — . Vaya ejemplo para los jóvenes, ¿eh? Estás ahí porque Dios quiere. Te da una idea de lo que debe de ser llegar a los cuarenta.
Mr. Lackersteen gruñó algo que sonó como “brandy”.
— Mi pobre y viejo amigo — dijo Westfield — , mártir habitual de la bebida, ¿no? Mirad cómo rezuma el alcohol por sus poros. Me recuerda a aquel viejo coronel que acostumbraba a dormir sin mosquitero. Le preguntaron una vez a su criado el porqué y contestó: "De noche, señor demasiado borracho para notar mosquitos; de día, mosquitos demasiado borrachos para notar señor." Miradle, se emborrachó anoche y todavía pide más. Y eso que su sobrinita llega hoy para quedarse con él. Porque llega esta noche, ¿no es así, Lackersteen?
— Venga, deja al borrachín en paz — dijo Ellis sin darse la vuelta. Tenía una voz especialmente retorcida, a la que se sumaba su acento cockney. Mr. Lackersteen volvió a gruñir — . ¡La sobrina! ¡Dadme un poco de brandy, por Dios!
— Bonito ejemplo para la sobrina, ¿no? Ver a su tío tirado debajo de la mesa siete veces en una semana. ¡Camarero! Traer brandy para señor Lackersteen.
El camarero, un dravidiano moreno y robusto de ojos amarillos como los de un perro, trajo el brandy en una bandeja de metal. Flory y Westfield pidieron ginebra. Mr. Lackersteen pegó unos cuantos tragos de brandy y se apoyó en el respaldo de la silla, gimiendo ya más tranquilo. Tenía un rostro corpulento e ingenuo, con un bigote fino y corto, parecido al que forman las cerdas de un cepillo de dientes. Se trataba de un hombre muy sencillo, sin ninguna ambición más allá de pasar lo que él llamaba “un buen rato”. Su mujer le manejaba de la única manera posible, esto es, no perdiéndole nunca de vista por más de una hora o dos. Unicamente en una ocasión, un año después de que se hubieran casado, le había dejado solo durante una quincena, y cuando volvió, un día antes de lo previsto, se encontró a Mr. Lackersteen borracho, con una chica birmana desnuda a cada lado y una botella de whisky en la boca. Desde entonces había tenido que vigilarle, como ella solía decir, "igual que un gato una ratonera". A pesar de todo, lograba disfrutar de un par de “buenos ratos”, aunque normalmente lo tenía que hacer más bien apresuradamente.
— Dios, qué dolor de cabeza tengo esta mañana — dijo — . Llama otra vez al camarero, Westfield. Necesito tomarme otro brandy antes de que llegue la parienta. Dice que sólo me va a dejar tomar cuatro copas al día tan pronto mi sobrina llegue. Dios las castigue a las dos — añadió con un tono entre triste y resignado.
— Dejad de decir estupideces y prestad atención a esto — dijo áspero Ellis. Hablaba de un modo particularmente hiriente, rara vez. abría la boca sin insultar a alguien. Exageraba deliberadamente su acento cockney para imprimir a sus palabras un tono sardónico — . ¿Habéis visto el aviso que ha puesto el viejo Macgregor? Os va a gustar, ya veréis. Maxwell, despierta y escucha.
Maxwell bajó el Field. Era un joven rubio con buen color de piel, de no más de veinticinco o veintiséis años, muy joven para el cargo que ocupaba. Con las extremidades pesadas y las pestañas tan espesas y albinas recordaba a uno de esos potros de tiro. Ellis arrancó la nota del tablón con un movimiento elegante, medido, y comenzó a leer en voz alta. La había puesto allí Mr. Macgregor, que además de Comisario Adjunto, era el secretario del Club.
— Escuchad esto: "Se ha sugerido que puesto que no contamos con ningún miembro que sea oriental, y actualmente es norma habitual en la mayoría de Clubes Europeos admitir como socios a oficiales y personas de calidad reconocida, ya sean nativos o europeos, deberíamos contemplar la posibilidad de seguir esta práctica en Kyauktada. La cuestión será sometida a discusión en la próxima asamblea general. Por un lado se podría apuntar que...", bueno, no hace falta que me canse leyendo el resto. No puede ni tan siquiera redactar una nota sin que le entre un ataque de diarrea literaria. Es igual, lo que importa es que nos está pidiendo que rompamos todas nuestras reglas y metamos a un negrito en este Club. Al mismo Dr. Veraswami, por ejemplo. Dr. Very-slimy* le llamo yo. Estaría muy bonito, ¿a que sí? Negritos echándote en la cara su aliento con olor a ajo mientras estamos sentados jugando al bridge. ¡Dios, sólo de pensarlo! Tenemos que permanecer unidos y plantarnos de una vez. ¿Qué dices, Westfield? ¿Flory?
Westfield encogió sus delgados hombros. Se había sentado delante de la mesa y había encendido un puro birmano negro y humeante.
— Me imagino que tenemos que reaccionar ante esto — dijo — . Montones de nativos están entrando hoy en día en todos los Clubes. Me han contado que hasta en el Club de Pegu. Así es como están yendo las cosas en este país, ya sabes. Somos casi el último Club de Birmania que aún se les resiste.
— Lo somos; y es más, vamos a seguir resistiendo. Quemaré hasta el último cartucho antes de que se vea a un negro aquí dentro. — Ellis había afilado una punta rota de lápiz. Con el extraño aire de encono que algunos hombres dan a sus más nimias acciones, clavó de nuevo la nota en el tablón y escribió a lápiz un pequeño y claro black friends’ al lado de la firma de Macgregor — . Ahí tiene, eso es lo que pienso de su idea. Ya se lo diré cuando venga. ¿Qué dices tú, Flory?
Flory no había hablado en todo ese rato. Aunque era por naturaleza todo menos un hombre callado, rara vez sentía la necesidad de intervenir en las conversaciones del Club. Se había sentado en la mesa y leía el artículo de G.K. Chesterton en el London News mientras acariciaba con su mano izquierda la cabeza de Flo. Ellis, sin embargo, era una de esas personas que necesitan que los otros se hagan eco constantemente de sus opiniones. Repitió la pregunta, Flory alzó la vista y sus miradas-se encontraron. La piel que rodeaba la nariz de Ellis se puso de repente tan pálida que estaba casi gris. En él eso era señal inequívoca de cólera. Sin previo aviso, estalló en una tormenta de improperios que habría resultado desconcertante, si el resto no hubieran estado como estaban acostumbrados a oír cosas así cada mañana.
— Dios mío, había pensado que en un caso como éste, cuando se trata de mantener a esos apestosos puercos negros alejados del único sitio donde podemos estar a gusto, tendrías la decencia de respaldarme. Incluso a pesar de que ese doctor grasicnto, negro y vago sea tu mejor amigo. Me trae sin cuidado si prefieres alternar con la chusma del bazar. Si te gusta ir a la casa de Veraswami y beber whisky con todos esos negros amigos suyos, ese es tu problema. Haz lo que te plazca fuera del Club. Pero, por el amor de Dios, es muy diferente cuando de lo que se habla es de meter negros aquí dentro. Me imagino que te gustaría que Veraswami fuera miembro del Club, ¿a que sí? Metiéndose en nuestras tertulias y manoseando a todo el mundo con sus zarpas sudorosas y echándonos en la cara un apestoso aliento a ajo. Por el amor de Dios, saldría de aquí con mi bota tras él si alguna vez veo su hocico de negro cruzar esa puerta. ¡Maldito negro asqueroso grasiento...!
Continuó así durante varios minutos. Resultaba impresionante, precisamente porque era completamente sincero. Ellis odiaba realmente a los orientales; los odiaba de un modo implacable, compulsivo, con repugnancia, como si de algo diabólico o impuro se tratara. Como responsable de una compañía maderera, que vivía y trabajaba en constante contacto con los birmanos, no había acabado por acostumbrarse a la visión de una cara negra. Cualquier indicio de sentimiento de amistad hacia un oriental le parecía una aberración terrible. Era un hombre inteligente y un empleado capaz, a pesar de que también era uno de esos ingleses — muy comunes, por desgracia — a los que nunca se les debería haber permitido pisar Oriente.
Flory permanecía sentado acariciando la cabeza de Flo sobre su regazo, incapaz de cruzar su mirada con la de Ellis. En condiciones favorables, su marca de nacimiento ya le hacía duro mirar a In gente directamente a la cara. Para cuando se dispuso a hablar, podía sentir como le temblaba la voz — pues temblaba cuando debería haber sonado firme y su gesto también se descomponía sin poder controlarlo.
— Tranquilo — dijo por fin malhumorado y con tono más bien poco convincente — . Tranquilo. No hace falta exaltarse de esa manera. Nunca he propuesto que se admita a ningún nativo.
— ¿Ah no? Aún así todos sabemos perfectamente que te encantaría. ¿Por qué si no vas a la casa de ese grasiento babu6 cada mañana?
Sentándote a la mesa con él como si fuera un hombre blanco y bebiendo de vasos que han baboseado antes sus asquerosos morros de negro — sólo de pensarlo me entran ganas de vomitar.
— Siéntate, amigo mío — dijo Westfield — . Olvídalo. Tómate algo. No merece la pena discutir. Hace demasiado calor.
— Por Dios — dijo Ellis un poco más calmado, dando un paso o dos atrás y adelante — , por Dios, no os entiendo, compañeros. Sencillamente no os entiendo. Ahora el muy idiota de Macgregor quiere meter a un negro en este Club sin venir a cuento, y os quedáis ahí sentados sin decir ni una palabra. Dios mío, ¿qué se supone que estamos haciendo en este país? Si no vamos a dar las órdenes, ¿por qué demonios no recogemos nuestras cosas y nos largamos? Aquí estamos en teoría para gobernar a un montón de cochinos negros de mierda que han sido esclavos desde el principio de los tiempos, y en vez de manejarles de la única manera que entienden, vamos y les tratamos como a iguales. Y todos vosotros, estúpidos bastardos, lo veis como algo absolutamente normal. Ahí tenemos a Flory, que tiene por mejor amigo a un babu negro que se llama a sí mismo doctor sólo porque estuvo dos años en una de esas universidades indias. Y tú, Westfield, orgulloso de estar al frente de tu atajo de cobardes, patizambos y corruptos policías. Y Maxwell, que se pasa todo el día corriendo tras las faldas de putillas eurasiáticas. Sí, lo haces, Maxwell; ya he oído sobre tus andanzas en Mandalay con cierta fulana llamada Molly Pereira. Supongo que te habrías casado con ella de no haber sido trasladado aquí, ¿no? A todos os parecen gustar esas cochinas bestias negras. Dios, no sé qué nos sucede. En serio, no lo sé.
— Venga, tómate otra copa — dijo Westfield — . ¡Eh, camarero! Unas cervezas antes de que se acabe el hielo, ¿eh? ¡Cerveza, camarero!
El camarero trajo unas cuantas botellas de cerveza Munich. Ellis se sentó al poco rato en la mesa con el resto y cogió una de las botellas frías entre sus pequeñas manos. Le estaba sudando la frente. Aún seguía de malhumor, pero ya no sentía la misma rabia. Siempre era terco y resentido, aunque sus ataques de ira no duraban demasiado, y nunca se disculpaba por ellos. Las discusiones eran algo habitual en la rutina del Club. Mr. Lackersteen se sentía mejor y examinaba las ilustraciones de La Vie Parisienne. Eran las nueve pasadas y en la habitación, impregnada con el olor acre del puro de Westfield, el calor se hacía sofocante. Las camisas se pegaban a la espalda con los primeros sudores del día. El invisible chotera' que tiraba afuera de la cuerda del punkah se estaba quedando dormido con el calor.
— ¡Camarero! — gritó Ellis, mientras éste aparecía — . ¡Ve y despierta a ese maldito cholera'.
— Sí, señor.
— ¡Camarero!
— ¿Sí, señor?
— ¿Cuánto hielo queda?
— Unas veinte libras, señor. Sólo durará hasta hoy, creo. Me resulta muy difícil conservarlo helado.
— No me hables así, desgraciado. "¡Me resulta muy difícil!" ¿Te has comido un diccionario? "Por favor, señor, no poder tener hielo frío"; así es como deberías hablar. Tendremos que echar a este chico si empieza a hablar inglés demasiado bien. No puedo soportar a los criados que hablan inglés. ¿Me oyes, camarero?
— Sí, señor — dijo el camarero y se retiró.
— ¡Dios! Sin hielo hasta el lunes — dijo Westfield. ¿Vas a volver a la jungla, Flory?
— Sí, tendría que estar allí ahora. Sólo vine por aquí porque hoy llegaba la prensa de Inglaterra.
— Creo que yo también me daré una vuelta por allí. Pediré un permiso. No aguanto en mi cochina oficina durante esta época del año. Ahí sentado bajo el punkah, firmando un recibo tras otro. Papeleo. ¡Dios, ojalá volviéramos a estar en guerra!
— Yo me voy pasado mañana — dijo Ellis — . ¿No viene este domingo ese maldito padre a oficiar misa? Da igual, ya me ocuparé de no estar presente. Vaya farsa.
— Sí, es este domingo — dijo Westfield — . Me comprometí a acudir. Macgregor también. Eres un poco duro con el pobre diablo del padre, la verdad. Solamente viene una vez cada seis semanas. Y sin embargo logra convocar a un buen número de fieles cuando viene.
— ¡Oh, venga ya! No me importaría canturrear salmos para dar gusto al padre, pero lo que no puedo soportar es la manera que tienen esos malditos cristianos nativos de entrar a empujones en nuestra iglesia. Ese atajo de criados y maestros de escuela. Y luego están esos dos amarillos, Francis y Samuel; también se llaman a sí mismos cristianos. La última vez que el padre vino tuvieron la poca vergüenza de llegar y sentarse en los bancos de delante, con los blancos. Alguien debería comentárselo al padre. ¿Cómo fuimos tan idiotas de dejar a aquellos misioneros sueltos en este país? Contando a los que barren en el bazar que son tan buenos como nosotros. "Por favor, señor, yo cristiano igual que señor." ¡Tendrán cara!
— ¿Qué os parece este par de piernas? — dijo Mr. Lackersteeen haciendo circular La Vie Parisienne — . Flory, tú sabes francés; ¿qué quiere decir lo que pone ahí debajo? Ay, esto me recuerda a la vez que estuve en París, la primera que salía de casa. Jesús, ojalá estuviera allí de nuevo.
— ¿Os sabéis la de "Había una señorita de Woking"? — dijo Maxwell. Era un hombre más bien callado pero, como a otros muchos jóvenes, le encantaba una buena rima de las picantes. Completó la biografía de la señorita de Woking y se rieron. Westfield respondió con la de la señorita de Ealing, que tenía una sensación peculiar, y Flory intervino con la del joven cura de Horsham para el que toda precaución era poca. Hubo más risas. Hasta Ellis abandonó su gelidez habitual y pronunció unas cuantas rimas; las ocurrencias de Ellis . solían ser ingeniosas, aunque siempre más obscenas de lo permitido.
Todos pasaron un buen rato y estaban más simpáticos, a pesar del calor. Habían terminado sus cervezas y cuando iban a pedir más bebidas, se oyó el chirrido de unas suelas de zapato en los escalones de afuera. Una voz atronadora, que hacía temblar los tablones del suelo, decía jocosamente:
— Sí, definitivamente cómico. Lo pondré en uno de esos breves artículos que hago para Blackwood’s. Me acuerdo de una ocasión en la que andaba yo apostado en el paseo marítimo, otro incidente bastante, ejem, divertido en el que...
Estaba claro que Mr. Macgregor había llegado al Club. Mr. Lackersteen exclamó "¡Demonios, mi mujer está aquí!", y lanzó su vaso vacío tan lejos como pudo. Mr. Macgregor y Mrs. Lackersteen entraron juntos al salón de estar.
Mr. Macgregor era un hombre grande y robusto que había pasado ampliamente los cuarenta años, de cara amable y chata, y que llegaba gafas con la montura dorada. Sus hombros corpulentos y la costumbre que tenía de echar la cabeza hacia delante recordaban extrañamente a una tortuga — de hecho, era así como le apodaban los birmanos — , Vestía un traje de seda blanco al cual ya se le podían ver manchas de sudor en las axilas. Saludó a todos con buen humor y se plantó delante del tablón de anuncios, sonriendo satisfecho, jugueteando con una vara tras su espalda como un maestro de escuela. El buen humor que mostraba su rostro era auténtico, y a pesar de que ese intenso aire de estar fuera de servicio y dejar a un lado el rango que ostentaba no era una excentricidad premeditada por su parte, nadie se sentía del todo relajado en su presencia. Su discurso estaba obviamente influenciado por el de esos ingeniosos maestros y curas a los que había tratado siendo muy joven. Cualquiera de las palabras largas, las citas, las frases hechas que figuraban en su mente como graciosas, las introducía con un sonido como “ejem” o “ah”, para que quedara claro que se avecinaba una broma. Mrs. Lackersteen era una mujer de unos treinta y cinco años, hermosa a su manera, estilizada y sin curvas, como un maniquí de modas. Tenía la voz cansada, susurrante y descontenta. Todos se habían levantado cuando ella entraba, y Mrs. Lackersteen se sentó exhausta en la silla que había mejor situada bajo el punkah, abanicándose con una mano tan delgada como la de un tritón.
— ¡Dios mío, qué calor, qué calor! Mr. Macgregor vino y me trajo en su coche. Todo un detalle por su parte. Tom, el granuja que conduce el jinrikisha finge estar enfermo de nuevo. En serio;, creo que deberías darle una buena azotaina y dejarle las cosas bien-claras. Es horrible tener que caminar cada día con este sol.
Mrs. Lackersteen, a la que poco importaba que la distancia entre su casa y el Club fuera de un cuarto de milla, había hecho traer un jinri-kisha desde Rangún. A excepción de los carros de bueyes y el coche de Mr. Macgregor, era el único vehículo rodado que había en Kyauktada, pues el distrito entero no tenía ni diez millas de carretera en total. En la jungla, con tai de no dejar solo a su marido, Mrs. Lackersteen era capaz de soportar todos los horrores que representaban tiendas de campaña con goteras, mosquitos y comida de lata, pero una vez en la colonia se resarcía protestando por pequeñeces.
— En serio, la vagancia de estos criados se está volviendo escandalosa — suspiró — . ¿No está de acuerdo, Mr. Macgregor? Parece como si hoy en día no tuviéramos ninguna autoridad sobre los nativos, con todas esas espantosas reformas y la insolencia que aprenden en los periódicos. En cierto modo, están volviéndose tan horribles como la gente de las clases bajas en Inglaterra.
— Oh, eso es casi imposible, espero. Aunque me temo que no hay duda de que el espíritu democrático va ganando terreno también aquí.
— Y no hace tanto tiempo, apenas un poco antes de la guerra, eran tan amables y respetuosos. Cómo nos decían salaam cuando pasábamos por los caminos, era realmente encantador. Recuerdo que pagábamos a nuestro mayordomo nada más que doce rupias al mes, y el hombre nos quería tanto como un perro. En cambio ahora piden cuarenta y cincuenta rupias, y he descubierto que la única manera que tengo para conservar a un criado es pagándole con unos cuantos meses de retraso.
— Los criados como los de antes están desapareciendo — convino Macgregor — . En mis tiempos, cuando uno de tus criados te faltaba al respeto, le mandabas a la cárcel con una nota que dijera "Por favor, den al portador quince latigazos". Ah, bueno, ¡eheu fugaces! Me temo que aquellos días ya no volverán nunca.
— Ahí tienes razón — dijo Westfield pesimista — . No habrá quien viva aquí nunca más. El Raj británico está acabado por lo que a mí respecta. El Dominio Perdido y todo eso. Va siendo hora de que nos larguemos.
Tras decir eso, hubo un murmullo de asentimiento por parte de todos los que estaban en la habitación, incluso de Flory, a quien los demás consideraban un bolchevique por sus opiniones, y hasta de Maxwell, que apenas había pasado tres años en el país. Ningún anglo-indio ha negado ni negará jamás que la India se estaba echando a perder, pues la India, como el Punch, ya no era lo que fue.
Mientras tanto, Ellis había desclavado la polémica nota que Mr. Macgregor tenía a su espalda, y la sujetaba delante de él, diciendo con tono ácido:
— Macgregor, hemos leído este aviso y todos creemos que esa idea de admitir a un nativo como miembro del Club es completamente... — Ellis iba a decir completamente idiota, pero recordó que Mrs. Lackersteen estaba presente y se corrigió — , es completamente inadecuada. A fin de cuentas, este Club es un lugar al que venimos a pasar un buen rato, y no queremos tener nativos fisgoneando por aquí. Nos gusta creer que aún queda un lugar en el que estamos libres de ellos. Todos los demás están totalmente de acuerdo conmigo.
Volvió la vista hacia el resto.
— ¡Eso, eso! — dijo Mr. Lackersteen de repente. Sabía que su esposa se daría cuenta de que había estado bebiendo, y pensó que mostrar sonoramente su opinión le disculparía.
Mr. Macgregor cogió la nota con una sonrisa. Vio el “b.f.” escrito con lápiz junto a su nombre y pensó para sí que el comportamiento de Ellis era muy poco respetuoso, pero dio la vuelta al tema con una broma. Se tomaba muchas molestias tanto en ser un buen socio como en conservar mientras estaba de servicio la respetabilidad que su cargo suponía.
— ¿Entiendo — dijo — , que nuestro amigo Ellis no ve con buenos ojos a sus hermanos, ejem, arios?
— No, no lo hago — dijo Ellis ásperamente — . Ni tampoco a mis hermanos mongoles. No me gustan los negros, por decirlo en pecas palabras.
Mr. Macgregor pegó un respingo al oír la palabra negros, que resultaba generalmente ofensiva en la India. No tenía ningún prejuicio hacia los orientales; es más, les tenía una profunda simpatía. Siempre y cu ando no se les concedieran libertades, a él le parecían las personas más encantadoras del mundo. Le dolía siempre que presenciaba cómo se les insultaba sin ningún motivo.
— ¿No es un error — dijo con firmeza — , llamar a estas gentes negros (un calificativo que, como es natural, les ofende) cuando es evidente que no lo son en absoluto? Los birmanos son mongoles, los indios son arios o dravidianos, y todos son a su vez muy distintos...