LOS DILETANTES - Jesus Paternina - E-Book

LOS DILETANTES E-Book

Jesus Paternina

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Beschreibung

Esta selección de relatos explora las emociones que propician las más particulares aficiones. Desde la extraña fascinación por un vórtice con matices de crucifixión, hasta la lucha ancestral contra una supersticiosa Muerte que ansía renovar su sombrero vueltiao, las historias de «LOS DILETANTES» inquietan por el contraste entre la idiosincrasia y la universalidad de la condición humana. Lo fantástico, mítico, macabro y cotidiano confluyen en este libro que, además, procura avivar las más recónditas incertidumbres. Un maravilloso conjunto de vidas marcadas por aquello que las mueve 

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©️2023 Jesús Paternina

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Febrero 2023

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-00-7

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Laura Tatiana Jiménez Rodríguez

Corrección de estilo: María Fernanda Carvajal

Corrección de planchas: Julián Herrera

Maqueta e ilustración de cubierta: David Avendaño M. @art.davidrolea

Diagramación: David Avendaño M. @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Para Betty, Connie, J.J. y J.L.

Contenido

VORTEX 7

OCTAGONES 11

MISTERIO EN LA TREINTA 17

GIVE PEACE A CHANCE 23

FILTRACIÓN 27

ENTRE ALTOS DECIBELES 35

GALERÍAS 49

EL RETRATO DE 55

MARCO DORADO 55

¡BINGO! 65

EL MANDACALLÁ 73

EL ESCARABAJO 83

DOBLE VÍA 89

DE ESO TAN BUENO 105

AMERICAN (O EL EXTINTOR) 115

BLACK THUNDER 123

NOTICIA DEL FIN DE MIS DÍAS 143

BONUS TRACKS 161

LA DESPEDIDA 163

LA ALCANTARILLA 165

EL RETÉN DE POESÍA 167

REFLEJO 169

LA ORQUESTA 171

EL REGRESO DE LA LUZ 173

LA MARIMBA DE CHONTA 175

EL PORTADOR DE NOTICIAS 181

VORTEX

En el vértice veo a un Cristo crucificado. Está arriba, encimita de las cortinas que cubren la ventana que da al patio. Imagino que, desde otra perspectiva, digamos, recostado de lado a la pared o con la espalda en la puerta, no podría decir lo mismo. Nunca lo he comprobado. Hasta ahora noto cómo las tres líneas parecen fugarse con ese punto. En realidad, las líneas son planos –cuestión de perspectiva, diría algún ortodoxo–; yo corro con ellas, y llego siempre a tiempo. Paso horas mirando ese vértice. Por entre las cortinas se cuela un poquito de luz. Me deja concentrar en él. Ahí está la mosca, enredada en la telaraña. ¿Será que el cazador se enredó en alguno de los rincones de afuera y dejó su trampa a la deriva? Parece que la presa se cansó de esperar y desistió resignada. No la veo moverse. Creo que nunca se ha movido. Se ve como una cabeza agachada. Es una cabeza que no me quiere dejar ver su rostro. Mira al piso, o a lo mejor repara en su cuerpo delgado y ensangrentado, en su cuerpo de Cristo crucificado. Si no ha muerto, ¿en qué pensará? ¿En su impostergable deceso? ¿En algún rescate justo antes de que el cazador se deslice por debajo de la puerta y esté a unas pocas patitas de saciarse? Lo mejor es pensar que ya está muerta. Me gustaría acercarme para corroborarlo. Como no puedo hacerlo, seguiré pensado que aún vive. Sí, sigamos pensándolo, y también que me mira de reojo desde ese rincón, con intriga por mi suerte. Es mejor preocuparse por uno mismo. De qué sirve imaginarme en la telaraña de los demás. ¿Se preguntará si duermo?, ¿o por qué no me muevo? Yo lo haría. Pero igual, de qué serviría. Si fuera la mosca, ¿podría ayudarme? Absurdo. Nadie puede hacerlo. Esperaré a que el cazador se deslice por debajo de la puerta y se abalance sobre su presa para terminar con esto. Pero, ¿y si no llega?, ¿alcanzará el tiempo para redimir pecados?, ¿habrá tiempo para que el padre cumpla sus designios? ¿Ahora soy yo un Cristo crucificado? Sí. Ahora soy yo quien tiene un cuerpo delgado y ensangrentado que no existe. El cazador se acerca, sigiloso, midiendo todos y cada uno de sus pasos. El olor de mi sangre etérea lo atrae. Cree que no me he percatado de su presencia. Su hedor es inconfundible. Cree que su caminar sobre el filo de una de las líneas lo llevará al vértice. Busca acechar, sorprender, pero, para qué. No tengo escapatoria. ¿Será para él un juego? ¿El eterno juego de la criatura y su creador? ¿El instinto que se despierta con los efluvios de la desesperación? ¿Así me percibe?, ¿con desesperación? Un artificio de la impaciencia. Está muy cerca. Su aliento toca mi cuello. De reojo alcanzo a distinguir sus fauces oscuras, profundas. Caigo en el abismo. La misma línea por la que llegué al vértice me sirve de guía para buscar deslizarme de nuevo debajo de la puerta. Siento inevitablemente lento mi caminar. La línea dejó de ser recta y se mueve. Lo que mucho antes pensaba que era un plano, ya no lo es. Miro hacia atrás y el vértice se acerca. No me muevo, el terror me consume. Quiero cerrar los ojos, pero el vértice me obliga a mirarlo, a esperarlo. No tiene caso luchar. Le grito que venga, que ya no quiero esperar más. No me contesta. Llega y el espacio y el tiempo se confunden en esa conflagración de planos y momentos. Me absorbe. Por unos instantes el silencio me deja respirar hondo. No hay nada alrededor. Nada que temer.

OCTAGONES

Faltando veinte minutos para la hora de salida, se levantó de su silla y descolgó de uno de los paneles que hacían de paredes un abrigo de paño gris oscuro y un sombrero de hongo del mismo color. Salió del reducido cubículo de ese octavo piso en el que trabajaba. Varios papeles quedaron desordenados en el escritorio. Mientras caminaba por un largo corredor de cubículos que parecían dos largas cintas de negativos, se puso el sombrero, que resaltaba la sobriedad en su rostro, además del abrigo, que estilizaba su alargada figura. En su camisa blanca quedó oculto un gafete en el que minutos antes se leía: «Octagón 32». Caminó hasta la salida sin mirar a ninguna de las almas que simulaban no determinarlo. La puerta no dejaba entrar un solo haz de luz.

Octagón 32 la abrió y se encontró con un día gris. Por lo general, el resplandor afectaba sus ojos acostumbrados a la oscuridad de las oficinas, pero ese día, sus pupilas no percibieron cambio alguno, por lo que pudo ver con claridad a un hombre al borde del precipicio con evidentes intenciones de saltar. El cabello lo tenía muy desordenado, la cara pálida como el marfil y el sudor le bajaba a chorros de la frente y mejillas. Los dos se miraron fijamente por un instante. Impasible, Octagón 32 desvió la mirada y siguió su camino sin mirar atrás.

Bajó las escaleras y antes de llegar al final, se escuchó un gran estruendo, como de algo que había chocado estrepitosamente contra el suelo. Varios Octagones que fumaban a algunos metros de la escalera, esperando el cambio de turno, tiraron sus cigarrillos y, atropellados en su reacción, corrieron en dirección al origen del ruido. Uno rozó a Octagón 32, mas no se percató de su indiferencia, ni de que siguió su camino sin mirar atrás.

Al otro día, Octagón 32 llegó a su cubículo y después de colgar el abrigo y el sombrero en el gancho, encontró un memorando encima de los papeles desordenados del escritorio. Octagón 4 le demandaba acudir con carácter urgente a su oficina. El empleado salió del cubículo y llegó al sitio donde lo requerían, en el mismo piso. 32 entró sin pedir permiso y se sentó en una silla al frente de un amplio escritorio. Quien solicitó su presencia revisaba unos papeles.

—Buenos días, señor. ¿Me necesitaba?

—Sí, cuénteme, ¿A qué hora salió usted el día de ayer? —dijo Octagón 4, que, aunque esperaba al subalterno, se molestó por la irrupción.

—Veinte minutos antes de la hora de salida, me sentía mal —respondió Octagón 32 con cara impasible.

—¿Y no vio nada raro?

—No, señor.

—Curioso. ¿Conoce o mejor… conocía usted al señor Octagón 48?

—De saludo, solamente.

—Ya, ¿y no lo vio usted en la escalera cuando salió ayer?

—No me acuerdo… creo que no.

—Curioso, porque hay un video de seguridad que muestra con claridad que usted se lo encontró cuando él estaba al borde de la escalera, justo antes de que saltara, porque saltó y se mató…

Octagón 4 esperó alguna reacción y al no presentarse ninguna por parte de 32, continuó:

—Y usted siguió como si nada, no tuvo la más mínima intención de persuadirlo, es como si le hubiera sido del todo indiferente.

Hubo un silencio en la oficina que duró algunos segundos. Octagón 4 subió el tono de la voz.

—¿Es que no le importaba la vida de ese pobre diablo? ¿Le parecía a usted tan insignificante? ¿Por qué no hizo nada? ¡Estoy seguro de que usted se dio cuenta de que se iba a suicidar!

Tras un breve silencio, Octagón 32 corrió la silla hacia atrás y se levantó. Dio dos pasos hacia una de las paredes de concreto de la oficina. En un cuadro, se veía la figura de un hombre sentado en una playa, contemplando el ocaso a lo lejos. El azul del mar se fundía con el del cielo. 32 empezó a tocar la pintura. Delineó la figura del hombre y sin mirar atrás dijo:

—Todo lo contrario, lo admiraba.

Octagón 4 percibió un cambio en la voz del empleado. La sintió más pausada, quizás más tranquila. 32 dejó el cuadro y bajó la cabeza. Se tocó los ojos con sus dedos pulgar e índice. Pasó su mano por la frente y el cabello en un mismo impulso. Suspiró.

—En esos instantes me di cuenta de que él era un valiente por tomar la decisión que yo no había sido capaz de tomar.

Regresó hacia su silla. No se sentó. Se apoyó en el espaldar y miró a los ojos a Octagón 4, quien movió un poco el cuello y la cabeza.

—Desde esta cobardía, su salto me hacía sentir aún más cobarde y no podía más que admirar su valor —dijo 32—. Percibí en sus ojos, detrás de su aparente angustia, una serenidad que me confirmó que yo no tenía nada que ofrecerle, nada.

La cara redonda de Octagón 4 enrojecía y su abundante bigote empezó a brillar. No quiso mover otra vez el cuello y la cabeza porque no quería demostrarle a 32 que lo hacía sentir incómodo, pero su propia fisiología lo traicionaba.

—Por eso seguí mi camino. Él decidió averiguar qué había detrás del sueño irrevocable, y yo, yo decidí continuar con mi destino cobarde. Por eso me fui.

Octagón 4 lo miró fijo. No se le ocurría replica. Sus pequeños labios intentaron moverse sin éxito.

—¿Me puedo ir? —finalizó Octagón 32.

4 alejó un poco su silla del escritorio e hizo un ademán con su mano en señal de aprobación. 32 salió de la oficina hacia su cubículo.

El superior se levantó de la silla y tomó una bocanada que casi deja a todo el cubo sin aire. Caminó unos pasos hacia la puerta de la oficina y la cerró. Con la respiración agitada, se detuvo al frente del cuadro del hombre sentado en la playa y con sus dedos tocó la figura.

Ese mismo día, faltando veinte minutos para la hora de salida, Octagón 4, visiblemente afectado, salió de la oficina. No cerró. Muchos papeles quedaron desordenados sobre el escritorio. Caminó por el largo pasillo. Llegó a la puerta de salida y la abrió. Un brillo vespertino se estrelló en sus ojos. Por instinto levantó su palma para protegerlos y cuando bajó la mano, encontró a Octagón 32 al borde de la escalera en clara posición de salto. Se miraron y, un rato después, Octagón 4 desvió su mirada y siguió su camino sin mirar atrás.

MISTERIO EN LA TREINTA

Forrado en ruanas y bufandas para tratar de mitigar el helaje, Domingo salía a diario, muy temprano, rumbo a Corabastos en su camioneta Ford modelo setenta y cinco dispuesto a conseguir los mejores abarrotes para su negocio. Solía tomar distintas rutas porque desconfiaba de sus reflejos somnolientos y prefería hacer uso del volante para mantenerse despierto. La ruta de ese día era la de la treinta. A la altura de la trece, desvió sus ojos del camino dos segundos para ajustar el radio, pero debió frenar en seco cuando alzó la mirada y vio con sorpresa lo que iluminaban las farolas.

Sus ojos desorbitados no creían lo que estaba a pocos centímetros de su capó… era un ataúd. Necesitó algunos minutos para procesar esta imagen: un féretro atravesado con precisión quirúrgica en la mitad de la treinta. Le parecía un cajón bastante fuera de lo común por su tamaño; era descomunal, pero esa era la menor de sus preocupaciones. No sabía qué hacer, si llamar a su mujer, a emergencias o al comandante de Policía de Abastos. Mientras divagaba, escuchó un chirrido de llantas igual al suyo y de inmediato se acordó de que ahora era él quien estaba atravesado. Prendió las luces estacionarias y se dispuso a bajar de la camioneta cuando lo increpó el conductor del carro que había frenado. Era un tipo de traje quien no esperó explicaciones para exigirle a gritos la razón por la que estaba parado en la mitad de la treinta a esas horas. Ante su silencio sepulcral el hombre se exasperó aún más y decidió seguirlo hasta el frente de la camioneta. Domingo se persignó mirando hacía el ataúd y el tipo, asustado después de ver el cajón, optó por retroceder con lentitud de vuelta a su carro para arrancar como alma que lleva el diablo.

Domingo empezaba a tomar conciencia de sus actos y sabía que no podía ser indiferente ante el suceso. Hubiera querido hacer lo mismo que aquel sujeto, pero ya se sentía parte del enigma y ahora solo quería entenderlo todo. Las preguntas desfilaban en su mente una tras otra, acumulándose y pesando como un pecado mortal. Sacó de su bolsillo la cajetilla de cigarros que tomaba siempre de su negocio y encendió el primero del día mucho antes de lo que acostumbraba. Una bocanada lo reconfortó; y acto seguido, decidió tomar su celular y marcar el número de emergencias.

—Policía Nacional, ¿cuál es su emergencia?

—Ehhh, bueno, es que no sé, es que…

—¿Cuál es su emergencia? —interrumpió la operadora al dubitativo Domingo.

—Pues, emergencia, mmm, cómo le digo…

—Señor, le recuerdo que ocupar la línea sin tener una emergencia es una acción que se considera punible dentro del Nuevo Código de Policía.

—Mire, es que estoy en la treinta antes del puente de la trece y —Domingo se tomó un segundo para continuar—… hay un ataúd atravesado en toda la avenida.

—Disculpe, ¿me puede repetir lo que dijo?, es que creo que le escuché ¿ataúd?

—Sí, señorita, un ataúd.

—Mmmm, ¿está seguro de que es un ataúd?, pueden ser escombros que se le cayeron a algún camión, suele pasar muy seguido.

—No, señorita, estoy seguro de que es un ataúd, y muy grande.

—Mmmm… Bueno, por favor deme su nombre.

—Mi nombre es Domingo Salcedo. Iba para Corabastos y casi me estrello con este muerto.

—¿Cómo así, hay un muerto en la escena?

—Pues por lo general un cajón afuera de la funeraria tiene un muerto adentro.

—¿Es decir que no está seguro?

—Pues, seguro, no.

—Señor, le ruego por favor que no abandone la escena. Ya estoy reportando la situación a una patrulla cercana.

Colgaron.

Domingo, como quien no quiere la cosa, sacó de su billetera la imagen del Divino Niño que tenía bendecida y se acercó al cajón murmurando un padrenuestro. La patrulla llegó y lo encontró arrodillado frente al ataúd, pero ya estaba levantándose. Del carro policial se bajaron dos agentes que compartieron la cara de asombro que tenía el tendero unos momentos antes. Uno de los agentes le preguntó acerca de los hechos y Domingo le hizo un relato pormenorizado de todo lo que hasta ese momento había sucedido, pero el agente tenía su cabeza en el cajón. Se aproximó a su compañero, hablaron durante unos minutos y se acercaron al descomunal féretro. No interactuaron con el elemento directamente porque presumían la presencia de un cadáver en la escena. Casi de inmediato decidieron delegar su responsabilidad a la Policía Judicial, sin entrar en muchos detalles, a pesar de lo detallada que había sido la declaración de Domingo. Los agentes procedieron a cerrar la escena bloqueando todo el ancho de la avenida. Se avecinaba un caos de proporciones bíblicas en la ciudad.

Los judiciales, sin tomar en cuenta a los agentes ni la declaración del tendero, establecieron que no existía certeza de que al interior del ataúd hubiera un cadáver. La única forma de cerciorarse era abrirlo, pero aquí, la hipótesis de algún artefacto explosivo al interior del cajón tomó fuerza, lo que exigía la presencia de la sección antiexplosivos.

Pasaron algunas horas y el ataúd ya era el protagonista de todos los noticiarios de la mañana, tanto televisivos como radiales, sin mencionar los de Internet. Domingo empezaba a preocuparse seriamente por la suerte de su camioneta, que ahora, según los entendidos, estaba al frente de una bomba.

Las especulaciones empezaron a llenar los espacios de comunicación. En los alrededores de la treinta, los curiosos se aglutinaban y los reporteros especiales indagaban acuciosos por las novedades cada cinco minutos, diciendo prácticamente lo mismo en cada intervención. Unos atribuían el fenómeno al señor Jesucristo, otros al Demonio. Unos a los partidos de izquierda, otros a los de derecha. Unos a los hinchas de Santa Fe, otros a los de Millonarios, pero a ciencia cierta, nadie sabía nada de nada.

Por fin, después de mucha espera, llegó un especialista en antiexplosivos. Mientras se investía su gruesa indumentaria antibombas, recibía una ligera actualización de los hechos, en la que se fueron omitiendo algunos datos de importancia, como, por ejemplo, que nadie estaba seguro de nada. Cautelosamente, el especialista se fue acercando al ataúd. Conforme avanzaba, los minutos se convertían en eternidades para todos. Domingo, a pesar de seguir con sumo interés el desarrollo de los acontecimientos desde una distancia prudente, no perdía de vista su camioneta, que no pudo mover debido a los estrictos procedimientos judiciales. El especialista conocía de antemano el mecanismo de apertura del cajón y con minuciosidad, manipuló la tapa y lo fue abriendo muy despacio. Las gentes al frente de las pantallas trataban de alargar el cuello como intentando ubicarse en el hombro del especialista. Domingo se empinaba tratando de crecer algunos centímetros para ver, por encima de las cabezas curiosas, la suerte de su camionetica. Los periodistas no encontraban palabras para acompañar las imágenes. Solo el especialista pudo precisar lo que había al interior del cajón. Después de abrirlo, dijo algo por su intercomunicador y de la nada apareció un camión en el que tres agentes de Policía subieron, no sin esfuerzo, el origen de tantas vicisitudes. La treinta se despejó y todo volvió a la normalidad.

Nunca pudo precisarse la manera en que llegó esa especie de sarcófago gigante a la mitad de una de las avenidas más concurridas de la ciudad, pero para los anales de la historia quedará el rumor de que Domingo desde el primer contacto con el cajón lo había abierto, manifestando en su primera declaración a los agentes que al interior no había nada.

GIVE PEACE A CHANCE

Apesar de la decepción, nuestro interés por John aumentó. Parecíamos hipnotizados. Durante la primera mitad de la década de los setenta, nadie sabía más de él que nosotros. Éramos tan fanáticos que armamos una banda tributo con la que balbuceábamos los temas que más nos gustaban; esos que, aunque nos vendieran que los compuso con Paul, nunca comimos cuento y se los acreditábamos solo a él. Nos poníamos la ropa que le veíamos usar y leíamos los libros que el hombre decía que había leído. Conseguíamos de donde fuera para comprar sus discos solistas. Nos la pasábamos para arriba y para abajo pendientes de nuestro ídolo. Manolo y yo fuimos inseparables hasta que salió una recocha para unos toques en Cali. Allá se nos apareció nuestra Yoko vallecaucana. Estudiaba en Bogotá y se enamoró de Manolo en un abrir y cerrar de ojos. Aunque me incomodaba el asunto, por decencia no dije nada. Con el tiempo, ellos terminaron pasándosela juntos a toda hora. Manolo la embarazó y se repitió la historia del dúo Lennon-McCartney.

La mujer se metió entre nosotros e hizo que nos alejáramos. La última vez que nos hablamos fue cuando mataron a Lennon. Nos encontramos a tomar una cerveza, los dos solos. Los recuerdos de los setenta aún estaban frescos y nos peleamos porque le empecé a increpar por su Yoko. Así le dije: «su Yoko». Insistí en que todo estuvo bien hasta el momento en que la conoció. Se enfureció y me dejó tirado. Ni siquiera se terminó la cerveza.

El resto de los ochenta y los noventa pasaron sin pena ni gloria. Yo pensaba que nadie le llegaba a los tobillos a Lennon. Aunque Paul siguió activo, se sentía que algo faltaba. Tampoco volví a saber nada de Manolo y Yoko. Debo reconocer que a veces extrañaba al hombre. Me daban ganas de llamar a mi amigo para saber de su vida, pero me acordaba de Yoko y me las aguantaba.

Un día, reestrenaron Help! con motivo de los cuarenta años de la película. Pensé que era la mejor excusa para ver, por fin, a Manolo; sin embargo, había pasado tanto tiempo que empecé a preguntarme si todavía se acordaba de mí. Encontré un viejo número fijo. Llamé con una vaga esperanza y me dijeron que no vivía ahí. Me dieron el número de un celular. Yo no cambié mi fijo y caí en cuenta de que él nunca me llamó. ¿Por qué iba a hacerlo yo? Me indigné y el papel se refundió por ahí. Decidí ir a ver la película solo.

Llegué al teatro y empezó la función. Se me aguaron los ojos al ver a John y los demás escabullirse de las fanáticas desesperadas entre los recovecos de Londres. La historia de esa película nunca me gustó, mas las partes en las que tocan las canciones me amarraban un nudo en la garganta. No pude evitar la nostalgia. Durante la función, a las afueras del teatro empezó a llover. Salí y encontré las calles mojadas todavía. Anocheció. Se me despertaron de nuevo las ganas de llamar a Manolo para recordar viejos tiempos, pero la indignación por su indiferencia de todos esos años fue más fuerte. Metí las manos en la chaqueta y encontré el papelito en el que anoté su celular. Lo volví a dejar en el bolsillo. Llegué a un puesto ambulante ubicado al frente de un local de apuestas y pedí un cigarrillo. El vendedor me ofreció un briquet con el que lo encendí. Tomé la primera bocanada y miré adentro del local. Atendía una viejita detrás de un mostrador. En la pared que daba a su espalda, un tablero rojo de números blancos anunciaba los resultados de todas las loterías. Miré al lado del tablero y me encontré con un afiche que me confirmó que era el momento de llamar a Manolo. Sentí que todo el peso de mi vejez había llegado de repente. Le pregunté por minutos al señor del cigarrillo y me dijo que se le acabaron, pero que me los vendían también en el Chance. Le pagué el cigarrillo y entré al local. Sonreí al ver otra vez el afiche. John Lennon, cruzado de brazos, usando la manga sisa con un estampado de Nueva York, me miraba desde detrás de las redondas gafas negras que tan bien le quedaban. Encima de su cabello se leía «Give peace a chance». Saqué el papelito de mi chaqueta y pedí una llamada a celular. Le dicté los números a la viejita, uno por uno.

FILTRACIÓN

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