Los echamos de menos - Óscar Guillermo Solano - E-Book

Los echamos de menos E-Book

Óscar Guillermo Solano

0,0

Beschreibung

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura udg y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento. La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país. La obra ganadora de esta xiv edición es Los echamos de menos de Óscar Guillermo Solano García (Guadalajara, 1983). El jurado estuvo integrado por Karla Sandomingo, Geney Beltrán Félix y Norma Lazo. Este libro fue declarado ganador porque se trata de un libro de prosa limpia, mesurada y precisa; que logra construir personajes con profundidad e intuición, destacando el buen desarrollo de la anécdota y la imaginación".

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 126

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola

Índice

Presentación

Tengo un asuntillo en Cumando

Circuito cerrado

Limbo lingua

Los echamos de menos

Vendrán días

Lo Silencioso

Quince minutos de fama

Presentación

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Dirección de Artes Escénicas y Literatura de Cultura udg y la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento.

La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país.

La obra ganadora de esta xiv edición es Los echamos de menos de Óscar Guillermo Solano García (Guadalajara, 1983). El jurado estuvo integrado por Karla Sandomingo, Geney Beltrán Félix y Norma Lazo.

Este libro fue declarado ganador porque se trata de un libro de prosa limpia, mesurada y precisa; que logra construir personajes con profundidad e intuición, destacando el buen desarrollo de la anécdota y la imaginación”.

A Jessica

Tengo un asuntillo en Cumando

Cuando Yuri desapareció se llevó mi auto; no lo robó, yo se lo presté. Se me acercó sin hacer ruido, como espiando en los apartamentos que en ese momento trazaba sobre el restirador y me dijo que necesitaba un coche porque tenía un «asuntillo» en Cumando. Por la manera en que habló entendí que el asuntillo era importante y privado: no podía negarme, no debía hacer preguntas. Quise encontrar otra forma de ayudar, le ofrecí llevarla, pagar los taxis, pero me rechazó con cortesía, dio media vuelta y se alejó. Su silueta temblaba, en el estampado floral de su vestido comenzó el otoño; las luces del pasillo crearon un umbral, un espacio místico que amenazaba con engullirla y hacia el que ella se dirigió; así es como la recuerdo, así aparece en mi mente cada vez que alguien menciona su desaparición. La alcancé y le di las llaves. Traelo mañana, le dije. Me contestó que así lo haría, y aunque habló sin seguridad ni sonrisa me sentí satisfecho: con Yuri manejando mi auto, con un motivo para verla al día siguiente, estaba salvado por esa noche.

Fui yo quien abordó un taxi, para ir a casa, y más tarde otro para regresar al estudio. Con el tiempo comencé a utilizar la motocicleta, después tuve que comprar un auto nuevo.

El asunto se complicó porque cuando Aina me vio llegar en un coche de alquiler me preguntó qué había pasado con el mío y tuve que inventar un problema mecánico. Sostuve la mentira por 72 horas, hasta que fue oficial que Yuri había desaparecido.

Las preguntas de la policía fueron breves y fáciles de contestar. ¿A qué hora? ¿De qué hablaron? ¿Adónde fue? Las de Aina fueron mucho más complejas, ¿Por qué te pidió el coche? ¿Por qué a ti y no a otro? ¿Por qué me mentiste?

El interrogatorio tuvo lugar bajo las luces indirectas de la sala, en medio de una nube de humo que emanaba de dos tazas de chocolate espeso.

—A veces las cosas se hacen sin razón —le he dicho— No sé por qué me pidió el auto, yo se lo presté porque se lo prestaría a cualquier amigo, ¿entiendes? No te mencioné nada porque me lo devolvería al día siguiente. Ella no desaparecería.

Aina no me cree. Parte del hecho de que mentí y después indaga en todas las posibles razones por las que una persona desearía torcer la realidad; una y otra vez desemboca en la misma pregunta: ¿Por qué me mentiste? Alude a la sinceridad, a la confianza. Yo insisto en que Yuri me devolvería el auto, no te enterarías, digo, y eso incluso a mí me suena brutal.

—No es por el coche —dice.

—Una persona desapareció, una amiga... —hablo con firmeza, queriendo que note lo imprudente de sus reclamos.

Vuelve a decir que le mentí, vuelvo a contestar que fue sin querer, que a veces la gente hace cosas sin pensar, que no hay una razón detrás de cada acto ni una infamia detrás de cada mentira. Pero algo flota entre el humo del chocolate, algo que me punza la conciencia, que atiza su magín. Ninguno lo dice pero se trata de Yuri y yo, de lo que nos une, de ese hilo que ahora es más fino pero que ya no es invisible. Y debo reconocer —debería reconocerlo— que Yuri me pidió el auto porque no se lo negaría, y no le dije nada a Aina porque no puedo pronunciar el nombre de Yuri sin turbarme.

—Tú siempre te has entendido con ella.

—No. —En mi voz hay desconsuelo, así lo siento, así lo ha de notar Aina. Que a pesar de ello siga sin creerme, de una manera abstracta me consuela. Algo parecido me pasa cada vez que la policía me cita para declarar, cada vez que el interrogador busca a Yuri indagando en mi pasado. Me llena de emoción ese expediente donde su nombre y mi nombre están lado a lado, conectados por una línea firme de tinta renegrida.

—¿Ustedes tenían una relación cercana?, ya sabe a lo que me refiero.

No concibo relación más estrecha que la que se tiene con la persona que ha determinado tus pequeñas decisiones secretas; por otra parte, sé que el interrogador me está hablando de una relación carnal. Decir sí y decir no es hablar con la verdad, pero si digo que sí puedo entorpecer la investigación.

—No —contesto. El interrogador tampoco me cree. Si me creyera dejaría de llamarme para esas cada vez más largas entrevistas que siempre terminan con la misma pregunta, con la misma suposición. A veces creo que tienen una hipótesis que dejaría todo en su lugar si la confirmara con una respuesta afirmativa (ella se acostumbró al amor informal que usted le daba y aprovechó el margen de su relación extramatrimonial para liarse con otra persona, usted no lo soportó y la ha asesinado, ocultó su cadáver como hubiera querido ocultar su cuerpo, y guarda el secreto de su paradero como hubiera querido guardarla a ella en vida, en un rincón, en casa y con la pata quebrada; o tal vez se siguen viendo, se encuentran cada semana en el hotel suburbano donde ella aguarda por la muerte de la señora Aina y el correspondiente pago del seguro, por el olvido que les permita empezar de nuevo, ahí se abrazan, hacen el amor. ¿No es así?).

Yo, por mi parte, debo devanarme los sesos, el corazón y otras vísceras. ¿Dónde estás, Yuri? ¿Por qué somos tan ajenos que no tengo ni puta idea de dónde chingados estás?

Despierto a medianoche, estoy alterado y tengo una erección. Pienso en Yuri. Aina duerme a mi lado, con antifaz y tapones en los oídos. Bajo al baño y mientras orino trato de revivir el sueño. De golpe, recuerdo que ella ha desaparecido. Entonces la vuelvo ver de espaldas, avanzando hacia esa luz que cada vez me borra más detalles.

Subo al dormitorio, abro mi lado del armario, cojo la chaqueta de cuero y la ajusto a mi cuerpo mientras bajo a la cochera, ahí tomo el casco y las llaves de la motocicleta que arrastro hasta el portón del fraccionamiento. El vigilante me saluda con un gesto que garantiza servicio y confidencia. No me pregunta nada, no hace ninguna anotación en la bitácora. Monto la motocicleta, tomo con precaución la rampa de salida hacia las calles desiertas de la zona, llego a la vía periférica, me dirijo hacia la carretera a Tecuani y en la primera desviación acelero hacia Cumando, acelero y acelero, acelero y pienso.

Es una vieja costumbre que no ha perdido fuerza, un rito personal que nació cuando, a los 16 años, decidí irme de casa. Terminé regresando antes de la medianoche, pero los kilómetros que corrí en libertad colmaron mi necesidad de escape. Cuando tuve que detenerme por gasolina, en una estación fantasmagórica de tan alejada, me encontré con Jorge, el intelectual de la clase, el místico de la pandilla.

—¿Qué haces aquí a estas horas? —me dijo, ganándome la pregunta que yo también tenía derecho a hacer, obligándome a confesar una situación rara y vergonzosa o a mentir.

—Nada. Simplemente me gusta correr de noche.

—La noche es buena para correr ¿no?, no hay trafico, no hay niños saliendo de la escuela, no hay ruido... ya ves, yo correría en moto pero no tengo una, debo caminar, aun así la noche se presta para..., es ideal para...

—Para pensar —dije. Fue una frase afortunada, porque surgió espontánea y dejó todo en su lugar.

—Claro, para pensar. Toda una escuela de pensamiento se basó en que la mente funciona mejor cuando estamos en movimiento... los peripatéticos. También Kant salía a caminar...

—¿Y tú? ¿Qué haces aquí?

—Como te decía, yo no tengo moto... No eres el único con problemas —guardó silencio y en ello hubo una tregua: no me preguntaría nada más si yo tampoco lo hacía. Pagué el combustible, subí a la motocicleta y me despedí con un saludo militar. A diferencia del camino de ida, en el que me abandoné al zumbido entre mis piernas y al viento que me azotaba, en la vuelta ocupé mi mente en reflexionar acerca de qué diablos haría fuera de casa. Comprendí que alejarme de mi familia era algo estúpido y regresé al hogar sin rencor, sin vergüenza. Mis padres me esperaban con la misma actitud.

Los años que siguieron los recuerdo con una sensación de muro ciego, de terreno plano; mi marbete de «buen muchacho» está grabado con letras de plomo en la memoria de los que más me quisieron; para los demás fui una sombra de cabello corto, sin caries ni cicatrices, que de vez en cuando se divertía en una Kawasaki. Aina me ha dicho que en ese entonces era adorable, que he cambiado. Quién sabe qué contarían de mí las amistades de una noche que nacieron en las estaciones de gasolina, en el puente del río, en el camino al bosque, en los billares de la zona industrial.

A Yuri la conocí tiempo después, mientras trabajaba en mi proyecto de titulación. Mi tesis era una propuesta de reordenamiento urbano que buscaba el aprovechamiento del espacio y el repoblamiento del centro de la ciudad. Nada nuevo, apenas una variante de las muchas ideas que habían fracasado en la práctica, pero para mí era una genialidad que de tan sencilla y efectiva temía que se le ocurriera a alguien más y me ganaran la gloria de corregir la metrópoli. Uno de los problemas que consideraba era el de las calles angostas y los “obstáculos” que la gente acumulaba en ellas, contenedores de basura y autos estacionados, principalmente. Las calles habían sido trazadas cuando el medio de transporte eran las carretas, y los terrenos del centro habían sido delimitados pensando en gente pobre que no debía ocupar mucho espacio, pero que quería estar cerca de los templos y los edificios oficiales. Con el tiempo la ciudad creció y la zona se fue amontonando, se desparramó como un río de cemento o una plaga de ladrillos. A finales del siglo xx, el centro de la ciudad era un laberinto semiabandonado donde se mezclaban familias sin abolengo o sin suerte. Allí vivía Yuri, en la casa afuera de la cual un autobús estacionado ocupaba casi dos tercios de la vía pública. A esa mole azul debo el origen de mi idea: se podía ver desde la avenida que bordeaba las callejuelas, desde el paso a desnivel que descongestionaba la avenida; ¿A quién se le ocurre estacionar un autobús ahí?, pensaba cada vez que lo veía de camino a la escuela. Con los años, después de que mi estudio de campo me llevara a entrevistar al dueño del autobús y conocer a su hija, Yuri, pensé si lo que me llamaba no era otra cosa que la intuición de esa chica entre esas paredes, la premonición de que sus pasos irían delante de los míos; y ahora, a la luz de todo lo sucedido, me pregunto si acaso mi fascinación por el abigarrado centro, más que mi vocación de arquitecto, reveló mi destino de buscagujas en pajares.

La vida misma, que poco a poco pero con firmeza me ató a Aina, me acercó a Yuri en muchas ocasiones, nunca de manera directa, pero sí con más efectividad que cuantas veces traté de meterme en su ruta. Ella también estudió arquitectura, y se enteró de que su nombre estaba incluido en los agradecimientos de mi tesis mientras se documentaba para la suya; un buen día me buscó para hablar sobre sus ideas de espacios intermedios en zonas de alta densidad poblacional; en otro intercedí por ella ante mis jefes para que le dieran una plaza como becaria, a sólo tres cubículos del mío, cerca de mis ojos y mi lengua, y aun así el destino no se torció, seguimos siendo dos alfiles compañeros, cada cual por su lado. En nuestra historia hay una cita de amigos y cinco de trabajo, dos encuentros premeditados y muchísimos al azar, hay cuatro docenas de rosas, tres cartas escritas a mano, incontables llamadas telefónicas —muchas de ellas silentes—, correos electrónicos y varias acechanzas. Evidencia, dirían los policías, ellos han ido desenterrando todo el pasado y lo han anotado en una pizarra como puntos destacados de una lección incomprensible, lo han extendido sobre una mesa de disección donde lo único que falta es el cadáver desaparecido.

Cumando también padece los efectos de la mala planeación urbana. Dios la concibió como un bosque caducifolio y el César lo volvió tierras ejidales que después se llenaron de casas y a la postre fueron abandonadas. El terreno corrompido se volvió un vertedero ideal, todo lo indeseable de la metrópoli fue a parar a Cumando: casinos, fábricas, moteles, antenas de transmisión. Cumando ha sido construida sobre su propia tumba, a Cumando la habita su propio fantasma, Cumando es una paradoja, Cumando es una ciudad que no pudo ser, y aquí vino Yuri, por lo menos en esto pensó Yuri. Si mintió, si su asunto estaba en Tecuani o en Choapan, para sustituir la verdad eligió a Cumando. Diría que no hay necesariamente una razón detrás de cada acción ni una infamia detrás de cada mentira, pero no puedo intentar engañarme a mí mismo. Entre un mundo de posibilidades eligió este suburbio, algo de estas calles deambulaba en su mente; ella debió tener una coartada no muy alejada de la realidad por si tenía que aceptar que la acercara a su destino, por si insistía en preguntar de qué se trataba ese «asuntillo»: la mentira se basa en la verdad, verdad y mentira son como dos autos que no pueden evitar invadir el carril que a cada uno le corresponde; pudo haberme dicho que tomaría una copa con X, que visitaría a un familiar enfermo, que acudiría a comprar un televisor, que escucharía un recital, y de ello podría deducir alguna cosa. Sólo dijo que tenía un pendiente en Cumando, y aquí estoy, recorriendo la avenida principal, manteniendo las gomas de la motocicleta en la línea punteada, sin cargarme a la izquierda ni a la derecha, con los ojos bien abiertos, con la mente a 100 km/h. Y acelero.