Los errores de la muerte - Diego Fabian Gomez - E-Book

Los errores de la muerte E-Book

Diego Fabian Gómez

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Beschreibung

Una ciudad como muchas, un momento cualquiera, una persona común. Leopoldo Marino es un hombre que ha entrado desde hace un buen tiempo en la mediana edad. Está casado, tiene una hija transitando el final de la adolescencia y un hijo casi adulto con algunos problemas. Un trabajo común, algunos gustos simples. Un detalle importante: no lo sabe, pero está a punto de morir. La Muerte, en realidad un particular grupo de empleados que la encarna, cumple con su tarea y envía a Leopoldo al otro mundo. Pero, como todos nosotros, alguien de este especial equipo a veces comete algún error. Ante tal situación se decide que el hombre regrese a la vida. El problema es que desde aquel fatídico día... han pasado siete largos meses. Una vez que haya resucitado, ¿A qué desafíos se enfrentarán Leopoldo y su familia? Y ¿Qué secretos se ocultan en la labor de estos extraños empleados? Los errores de la muerte narra historias que nos harán reflexionar sobre el valor del tiempo y la importancia de los afectos.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Ilustración de Tapa: Victoria Camila Gomez (@otivlu)

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Gómez, Diego Fabián

Los errores de la muerte / Diego Fabián Gómez. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2023.

122 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-407-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Novelas de Misterio. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2023. Gómez, Diego Fabián

© 2023. Tinta Libre Ediciones

No tengo miedo de la muerte, pero no tengo prisa de morir. Tengo mucho que hacer primero.

Stephen Hawking (1942-2018), físico y astrofísico británico.

Lo único que llega con seguridad es la muerte.

Gabriel García Márquez (1927-2014), escritor y periodista colombiano.

La muerte solo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.

André Malraux (1901-1976), novelista y político francés.

Dedicatorias

He querido ser breve para que puedas empezar la lectura de esta historia sin demoras, pero no puedo dejar de mencionar a toda esta gente tan cercana a mis afectos.

A Marce, la persona importante de mi vida que me hace feliz desde hace tanto tiempo y tantos kilómetros.

A Vicky, mi piojito chiquito cuyo maravilloso arte no deja de sorprenderme.

A Caro, mi pichoncito, sentimientos fuertes y puros que el mundo debería compartir.

A mis hermanos: Zulma, cariño incondicional desde siempre; Sergio, pura bondad desinteresada; María, qué bueno que te tengamos.

A mis padres, la Cuca, a quien extrañamos tanto todos los días, y mi viejo, que llegó a disfrutar de esta historia.

A Bianca, mi ahijada preciosa. A Edu, Aure y Nati, familia a la que pertenezco.

A mis queridos amigos, destacando aquí a Laura, mi más firme y sincera correctora.

A mi familia de tinta, la que me perdona cada uno de los disparates que escribo.

A Lili, y a todas aquellas personas tan queridas a quienes la muerte se llevó demasiado pronto.

Los errores de la muerte

Diego Fabián Gómez

Un día normal

Antonio se paseaba por el salón comedor de una casa en la que no vivía —si es que a eso se le podía llamar vida— observando de forma distraída los adornos que estaban alineados en los estantes superiores del modular. Los miraba con cierta melancolía, como si recordara otra fila similar de objetos que formaban un equipo desparejo que se anteponía entre la persona que tenían en frente y los libros que había tras de sí. El muchacho, que aparentaba veintidós o veintitrés años, recuerda o le parece recordar que tal vez ya hubiera pasado, y por bastante, los veinticinco. Encontró un almanaque en la repisa y vio que estaba transcurriendo octubre, quizás, el mes de su cumpleaños. Salió de esa distracción y recordó por qué estaba en esa casa. Miró hacía la escalera y se sintió impulsado a subir por ella con algo de apuro porque tenía mucho trabajo atrasado. Emprendió la subida y cuando llegó arriba, torció hacia la derecha. En la primera puerta entreabierta de esa mano vio una cama. Sobre el acolchado rosado, decorado con dibujos infantiles, había una chica sentada. Se llamaba Yanira y tenía dieciséis años. Ella miraba, como hipnotizada, la pantalla de su teléfono celular. La habitación estaba casi a oscuras y la luz del aparato iluminaba de manera fantasmal el rostro de la adolescente. La única parte del cuerpo que se le movía era el dedo índice de la mano derecha con el que rozaba periódicamente la pantalla del aparato con un movimiento de abajo hacia arriba. Un rinoceronte adulto macho podría haber irrumpido a la carrera en su habitación en cualquier momento y ella no lo habría notaría a menos que le hubiera hecho caer el teléfono de la mano.

Antonio seguía caminando. La habitación de al lado también tenía la puerta abierta y estaba casi completamente a oscuras. Sobre la cama dormía Alberto, de veintiún años. Roncaba y resoplaba alternativamente. Antonio solo podía ver la pierna izquierda que sobresalía por fuera del colchón del que también colgaba una sábana. Gracias a la luz proveniente del pasillo por el que caminaba pudo ver que el joven estaba por completo dormido. Era seguro que tenía un jean puesto. Por lo menos en ese pie, el muchacho tenía una zapatilla blanca medio mal calzada y desacordonada.

Con sigilo, el extraño continuó andando hacía la última habitación. La puerta estaba entornada. Parece ser una familia a la que no le gusta cerrar puertas, piensa. Escuchó una voz femenina adulta adentro.

—No sé qué voy a hacer, pero en algún momento lo voy a echar de casa si no hace algo.

La mujer hizo una pausa y se sonó la nariz con un pañuelo de papel. Antonio creyó que el marido estaba pensando la respuesta.

—Sí, Coti, sí, ya sé. Es grande y tiene que crecer. Ahora Leo le está buscando trabajo. No se quiere arriesgar a llevarlo a la empresa porque si se manda alguna macana capaz el jefe de Buenos Aires le cajonea el ascenso o hasta lo pueden echar a él también. Sí, claro… Ya sé, ya sé.

»Pero bueno, tampoco es tan grande… capaz, si le damos un poco de apoyo…

Antonio asomó un ojo por el espacio entre la puerta y el marco. Recién ahí se dio cuenta de que la mujer estaba hablando por teléfono. Coti, si mal no recuerda del informe que ha leído muy por arriba, era la hermana de María. Ella, todavía, a las diez menos veinte de la mañana, está vestida con el mismo camisón anaranjado con decorados de puntillas que tenía desde hacía nueve años. Lo segundo de lo que Antonio se dio cuenta es que se le ha hecho tarde para encontrarse con Leopoldo. Maldijo el momento e hizo lo mismo con su ayudante por no haberle hecho acordar que a esa hora y en ese día Leopoldo estaría trabajando en la oficina.

«Seguro que este hombre trabaja los sábados…» —pensó con una mano en la frente.

Frustrado, se dio vuelta para emprender la salida de la casa. Cuando terminó el giro sobre sus talones se dio un susto que lo dejó congelado. Justo delante de él pudo ver que Alberto se había despertado y enfilaba hacia el baño que se encontraba en el otro extremo del pasillo. Se dio cuenta también de que no era necesario tanto secreto ni tanto cuidado. Alberto no podía verlo si es que él lo necesitaba. Todavía, después de tanto tiempo, no se había acostumbrado a esa cualidad que poseía. Finalmente bajó por las mismas escaleras por las que había subido y se fue por la puerta principal a concretar el tan importante y determinante encuentro con el dueño de casa.

***

Después de una larga caminata, Antonio llegó al edificio de la calle San Martín. Estaba cansado, molesto, había traspirado porque, aunque no lo parecía, hacía calor y se había equivocado al elegir la vestimenta antes de salir. Se estiró por completo las mangas de la remera. Si se las dejaba arremangadas le apretarían en la zona del codo y le darían aún más calor. Ingresó al edificio y eludió sin problemas al guardia que estaba prácticamente de adorno. Subió dos pisos por la escalera. Encontró la oficina 2B e ingresó sin hacer ningún esfuerzo, ni ordinario ni extraordinario. El lugar era grande y desconocido para Antonio de modo que desde ese punto trató de establecer contacto visual con la persona que tenía que ir a ver.

Recorrió el pasillo que formaban las oficinas distribuidas tanto a izquierda como a derecha. No necesitó leer los cartelitos en las puertas, ni debió asomarse para saber quiénes estaban allí porque las aberturas eran de vidrio traslúcido.

En la tercera oficina de la derecha encontró al hombre: Leopoldo Marino, cuarenta y tres años, empleado administrativo de una empresa de seguros generales. Tenía el segundo cargo administrativo más alto en la provincia y respondía al gerente zonal. Fumador ocasional si alguien le convidaba un cigarrillo, tomaba un poco de vino en las cenas, le gustaba ver básquet por televisión y estaba a punto de morir de un paro cardíaco. Un defecto congénito del que nadie tenía idea será el origen de su partida de este mundo.

Estaba solo en la oficina de seis metros por cuatro. Felipe, que trabajaba en el escritorio de al lado, ese día no había asistido. Con tiempo, había pedido una licencia que le dieron para que visite a su familia en el interior de la provincia.

Leopoldo estaba concentrado en corregir los cálculos de una planilla que visualizaba en su computadora. Debido a que probaba varias combinaciones de fórmulas para arreglar el problema no se dio por enterado de que la puerta se abrió y se cerró sin ningún ruido. En esto Antonio había aprendido a ser muy silencioso y era una de las partes del trabajo que más lo entretenía. Para cuando se dio cuenta Leopoldo, Antonio estaba parado frente a él. El empleado de la compañía de seguros notó el movimiento delante de sí y levantó la vista, sorprendido. Allí, del otro lado del escritorio, estaba parado un joven vestido con un jean aparentemente nuevo y una remera negra de mangas largas sin dibujos ni inscripciones. Esa no era una oficina de atención al público y Leopoldo desconocía al visitante, situación que le aceleró las pulsaciones.

—Buen día —balbuceó Leopoldo con cautelosa amabilidad—. ¿Te puedo ayudar?

—Eh… sí, qué tal —contestó Antonio, tomado por sorpresa—, la verdad es que no. Mire, se me hizo tarde así que voy a tener que hacer esto rápido. Esperaba encontrarlo en su casa, pero cuando llegué usted no estaba… bah, cosas de mi ayudante, voy a tener que hablar con él.

Leopoldo lo miró con aún mayor extrañeza. En su cabeza se agolpaban toda clase de pensamientos inverosímiles. El corazón empezó a latirle más rápido.

—No te puedo ayudar, pero me estuviste buscando en mi casa. Ahora viniste acá… —Leopoldo frunció el ceño—. ¿Quién sos? ¿Qué estas necesitando?

El muchacho se apoyó con las dos manos en el escritorio acercando su rostro al del empleado de la empresa. Por un momento le dio lástima lo que iba a hacer, dada la paternal forma en que Leopoldo lo había tratado. Lo miró fijo, casi hipnotizándolo.

—No se preocupe, no le va a doler nada… —anunció mientras extendía el dedo índice de su mano derecha hacia el pecho del hombre que, todavía sentado, vio pasar su vida delante de sus ojos en un instante.

Segundos después, Antonio salió silenciosamente de la oficina, con delicadeza cerrando la puerta tras él. Antes de que pudiera abandonar el pasillo escuchó un grito pidiendo ayuda, pasos atropellados y ruido de escritorios corridos a empujones.

Apuró el paso, tenía mucho trabajo atrasado. Tuvo un ligero ardor en el estómago, algo que no recordaba que le hubiera ocurrido antes o en mucho tiempo. Al salir del edificio tuvo el presentimiento de que, aunque pareciese todo lo contrario, las cosas no habían salido como debieron.

***

Antonio llegó a la oficina un día de mayo, cansado y con cierto fastidio. Camilo estaba sentado frente a la computadora, cargando y consultando datos. Frente a él, como si fuera un espejo, Lila, una chica arquetipo de la joven inteligente y estudiosa de las series de televisión, trabajaba al doble de la velocidad de su compañero. El jefe pasó entre los dos escritorios y se sentó en la silla que había contra la pared de la pequeña oficina.

—Qué día horrible, qué manera de caminar… —dijo resoplando.

Lila inclinó un poco la cabeza, para mirarlo por encima del marco de sus enormes anteojos.

—Horrible de pesado, me la pasé de acá para allá, encima no sabía que iba a hacer tanto frío —completó Antonio.

El hombre inclinó la cabeza hacia ambos costados. Cuando lo hizo hacia la izquierda, sintió un leve “cric” y pensó que estaba demasiado tenso. Todavía no se explicaba cómo eso podía ser posible. Miró a sus subordinados. Primero a Lila, a quien vio como cada día, concentrada en lo suyo, con expresión seria y un poco desabrida. Luego miró a Camilo. Le pareció notar como si algo lo estuviera incomodando, pero no se preocupó por eso. Soltó el aire que le quedaba en los pulmones y se fue a su lugar, un no muy pequeño cubículo cercado desde el piso por paneles de material duro hasta la altura del esternón de una persona de altura promedio. De ahí, hasta el techo, había paneles de vidrio que permitían una visión casi completa del lugar, una oficina de tamaño cómodo para los tres, cuya entrada se encontraba tras recorrer un largo pasillo, a veinte metros contando desde la vereda.

Cuando Antonio por fin se encerró, Lila levantó la cabeza como un conejo que sale de su cueva. Camilo la miró tímidamente y con un poco de temor.

—Tendrías que ir a decirle. Ahora.

—Mmm, no sé…yo esperaría un poco más.

—¡Esperar qué, salame! ¡Vas a hacer que las cosas se compliquen todavía más!

—Fff…bue, no me va a quedar otra…

Lila vio que su compañero no se movía. Eso la enfureció. Bajando la voz, pero sin cambiar de expresión, le dijo:

—¡Y dale! ¿Qué esperás? ¡Movete!

—Está bien, está bien, ya voy, ya voy…

Camilo se levantó con desgano bajo la atenta mirada de su compañera. Se dirigió lentamente hacia la oficina de su jefe. Respiró hondo, puso la mano sobre el picaporte que no se movió. Cuando Antonio vio sus intenciones parpadeó. Camilo entró al notar que la cerradura cedía. Detrás de él pasó Lila que se paró debajo del marco, como si fuera su intención impedir que su compañero de trabajo pudiera huir.

Antonio miró a Camilo. Llevaba un tiempo conociendo esa cara de perro abandonado al costado de la ruta y empezó a palpitar las malas noticias. La situación le produjo un leve retorcijón en el estómago, similar al que había sentido siete meses atrás. La presencia de Lila con los brazos cruzados en el fondo de la escena lo confirmaba.

—Camilo, decime que está pasando…

—Eh…

Sin dejar que su compañero arrancara con la explicación, Lila explotó:

—¡Dale, hablá de una vez, por favor!

—Antonio, hubo un error.

—¿Qué clase de error?

—Eh… uno medio grave, me parece, je —dijo Camilo agachando la cabeza.

En la vereda y en la calle la ciudad seguía viviendo al ritmo de un martes cualquiera. Los gritos de Antonio no se llegaron a escuchar tan lejos porque la gente común casi nunca los oye.

***

El hombre estaba recostado cuando abrió los ojos. De inmediato, algo le molestó mucho en el ojo izquierdo y se sentó velozmente al mismo tiempo que con los nudillos de los dedos índices se rascaba para sacar un poco de la tierra que tenía en sus cuencas. Se le revolvió el estómago. Quedó pestañeando un momento mirando hacia abajo. El inconveniente en la vista no le había permitido percatarse de que tenía frío. Recién cuando recuperó algo de la claridad de la vista pudo pensar en que tuvo que respirar hondo para llenar los pulmones. Luego sintió la necesidad de pensar en el resto de su cuerpo. Un fugaz pensamiento le atravesó el cerebro.

—Pero qué mal que me siento…

Cuando se serenó un poco cayó en la cuenta de que tenía el pelo bastante largo, lo mismo que las uñas, cosa extraña en él. Además, estaba descalzo. Era ahí, en los pies, donde más sufría por la baja temperatura y la humedad de la piedra sobre la que estaba sentado. Empezó a respirar un poco más pausadamente. La súbita catarata de sensaciones aumentaba con algo raro que había en el ambiente. Algo que todavía no alcanzaba a comprender. También tenía algo de tierra en la nariz por lo que no pudo evitar expulsar el polvo húmedo y pastoso con un fuerte soplido. Parecía el despertar de un sueño muy largo e incómodo.

No había podido recuperar el uso completo de los ojos, todo seguía nublado.

—Se despertó antes de tiempo —escuchó, todavía confundido.

—Bueno, eso no lo sabemos. ¿Cómo podríamos saberlo? Es la primera vez que usamos este procedimiento —dijo una voz femenina y casi juvenil.

—Esperemos no tener que volver a hacer esto nunca más. Con esto perdimos mucho tiempo. Vamos a trabajar en esto por toda la eternidad si seguimos así —escuchó de la voz de otro hombre que había ahí.

El hombre iba poco a poco tomando conciencia de su propio estado físico. Notó que le había crecido la barba y que estaba bastante flaco. Demasiados cambios. La vista iba mejorando. Los oídos parecían estar bien. Estaba sentado como quien descansa luego de correr mucho más de lo que podría. Para completar el cuadro tan extraño, era de noche y el viento intermitente le daba un aspecto truculento al ambiente.