Historias de mentes perturbadas - Diego Fabian Gómez - E-Book

Historias de mentes perturbadas E-Book

Diego Fabian Gómez

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Beschreibung

Nuestras vidas y las de quienes conocemos (las de la mayoría, por lo menos) transcurren en cierta rutina que admite algunos vaivenes. Sin embargo, puede alcanzar un pequeñísimo estímulo, como una chispa, una palabra, un gesto, una decisión, para que todo cambie. La apatía, la desesperación, una situación inesperada y repentina pueden empujarnos a tomar un camino del cual no hay regreso. Una mezcla de pasado e inesperado presente desvían a los personajes de estos relatos hacia un desequilibrio de la psique del cual puede ser imposible volver. Obsesiones, odios, ambiciones o simples descuidos convierten una vida (o quizás más de una) en un camino de terror y locura.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Ilustración de tapa: Victoria Camila Gomez (@otivlu).

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Gómez, Diego Fabián

Historias de mentes perturbadas / Diego Fabián Gómez. - 1a ed - Córdoba : Tinta Libre, 2022.

172 p. ; 22 x 14 cm.

ISBN 978-987-817-032-9

1. Antología de Cuentos. 2. Cuentos de Terror. 3. Cuentos de Suspenso. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2022. Gómez, Diego Fabián

© 2022. Tinta Libre Ediciones

Se lo merecía. Sí, de eso no me quedan dudas. Por eso, no siento ni el menor remordimiento. Me volvía loco. ¿Cómo pudo esa mujer hacerme todo lo que me hizo? El maltrato diario, constante, intencional, lo justifica. Me justifica. No fue fácil, pero lo logré. Buscar el veneno. Volcarlo en su taza sin que me vieran. Esconder el frasco. Y esperar. Tenía tiempo de sobra.

Ahora es cuestión de tener paciencia hasta que todo el ruido que hacen los policías, periodistas y curiosos se apague.

Eso sí, el que me da lástima es el marido. Un tipo bueno, pero no tiene una coartada como yo. Nadie me vio entrar, nadie me vio salir. Por eso estoy tan tranquilo, ronroneando en el sillón del que ella siempre me echaba.

Pasó hace un par de años. Cancelamos el viaje. Pero les pusimos una excusa. Siempre que volvemos a hablar del tema repasamos la historia que inventamos. Si nos equivocamos en lo que decimos, vamos a quedar mal con nuestros amigos y eso es lo último que quisiéramos. Haberles mentido me duele en el alma, no sé bien por qué lo hicimos así, pero en el fondo creo tener una idea. Si les decíamos la verdad, capaz que se quedaban con la sensación de que les mentíamos. Que no queríamos contar la verdadera razón del desplante. Qué irónico, ¿no? No sé si hubiera pasado eso, pero lo decidimos después de charlarlo bastante o eso me parece a mí, porque realmente no sé cuánto lo hablamos. Lo otro cierto es que cada vez que una conversación se acerca levemente a lo que pasó aquella noche nos quedamos callados, como si súbitamente se nos viniera encima una tristeza profunda, de esas angustiantes, que hasta te cortan la respiración y te dejan como si tuvieras un asma aplastante.

Pero, entonces, ¿qué pasó?

Esto fue lo que pasó. O por lo menos lo que recuerdo.

Todos los años nos encontramos con Atilio y Analía, una pareja que conocemos desde nuestra época de novios y con quienes una vez al año nos vemos durante algún feriado de cerca de fin de año. Como vivimos lejos (nosotros nos mudamos al interior hace algunos años), tratamos de encontrar un lugar que sea lindo y a mitad de camino de nuestras casas. Como ellos tienen menos problemas de horario, en virtud de sus trabajos, suelen llegar más temprano al alojamiento y se ocupan de preparar la cena del viernes. Descarto siempre que Atilio me espera con una picada más que abundante y con mucha más bebida alcohólica de la que suelo consumir en un mes. Es un permitido, o así me lo tomo, y es además parte del ritual de reencuentro.

El que sale más tarde del trabajo soy yo, aun cuando haga los mayores esfuerzos para irme temprano de la oficina. Eso garantiza que vamos a llegar con la noche sobre la cabeza y algo cansados. Lorena me espera sentada en el auto y, cuando termino de cerrar la última carpeta, solo tengo que echar llave a las puertas y subirme al coche para que ella maneje el primer tramo, mientras es de día, porque no le gusta manejar en la oscuridad.

Voy a saltar toda la parte del viaje donde las cosas iban bien, apenas indicando que había poco tráfico, que charlamos sobre las novedades de los trabajos e hicimos comentarios trillados sobre algún imbécil en camioneta que hizo una mala maniobra en la ruta.

La cosa fue que el atardecer se terminó de apagar a nuestras espaldas y, salvo las luces con las que nos recibían los carteles de bienvenida de cada pueblo, la noche se posaba sobre el asfalto desparejo.

Llegamos casi sin darnos cuenta a la zona de las sierras. Faltaba cada vez menos. Las curvas, las subidas y bajadas del terreno me obligaron a disminuir la velocidad cada vez más. Cuestión de prudencia.

A unos doce kilómetros del último desvío de la ruta nacional y a poco más de veinte de nuestro destino, ocurrió lo que necesito contar de una vez. Nuestra soledad en el camino era absoluta. Parecía que la última vez que alguien había tomado esa vía lo había hecho en un vehículo de tracción a sangre. El roce del viento en la carrocería parecía ser música incidental de lo que vendría.

Iríamos a sesenta por hora, no más. Una curva cerrada y la banquina algo carcomida me obligaron a ir todavía más despacio. Los árboles al costado del camino parecían acechar la cinta asfáltica con movimientos lúgubres. Íbamos en silencio porque hacía poco habíamos agotado uno de los temas de conversación.

Al retomar la recta, solo tuve un segundo de cordura dirigida a mi pie derecho que posé sobre el freno con suavidad, pero también con firmeza. Lo que vi (lo que vimos) nos cambió el viaje.

La ruta se extendía recta muchos metros hacia adelante. A los costados, los arbustos y los árboles que buscaban crecer en la antesala de la primavera parecían garras a la luz de los faros del auto. En el centro exacto del camino había un hombre parado, con su vista fija en nosotros.

He escrito un hombre. Pero eso puede hacer que parezca alguien que uno pudiera conocer. No, esa sombra, la silueta allí, erguida, quieta, como si la hubiéramos congelado con nuestra visión en pleno cruce, nos miraba con la atención de un depredador. La débil luz de la luna me dejaba adivinar una cabellera descuidada. La frente, prominente, le hacía sombra sobre los ojos. Allí donde debían estar, solo había un par de círculos de oscuridad. Un vacío infernal nos escrutaba como carne para un festín demoníaco. Parecía vestir harapos provenientes de un traje de los que ya no se usan en estos años.

No sé cuánto duró ese juego de mirarse fijo sin reaccionar. En cualquier caso, yo era el perdedor, porque en ningún momento lo vi hacer una seña o un ademán y me hacía sentir un frío glacial. No había fuera del coche ni siquiera el más mínimo movimiento. Ni los árboles, que se movían sin parar en los kilómetros previos, ni las nubes. Nada. Incluso el motor del auto parecía haber contenido su ronroneo normal. En eso recordé que iba con compañía. ¿Cómo pude ser tan desconsiderado en no haberme ocupado de ella en un momento así? ¿Tan aterrorizado estaba como para ocuparme de mí mismo y nada más? Giré apenas la cabeza, y juro por lo que más quiera que el roce de mi cuello con el de la camisa sonó como si pasara una llave sobre el capot de un auto. Y acá vino lo que más miedo me dio: verla así, hipnotizada, con los ojos enormes, llenos de esa imagen de inframundo, más lejos de su humanidad que nunca.

Con mi último gramo de fuerza (sentía que la voluntad se me iba del cuerpo), puse marcha atrás, rogando que el auto se moviera. De lo contrario, iba a desear morir en ese mismo instante. Reconocí el ruido de los engranajes que se quejaron como si el vehículo también estuviera inmerso en esa escena de terror. Aceleré sin dejar de ver hacia adelante. Fue como seguir mirando dentro de un pozo del que un ave gigante me estuviera sacando.

En un momento, tomé conciencia de que la última curva que había tomado debía estar cerca. No sé a ciencia cierta qué maniobra realicé, pero logré girar y huimos de ese lugar temblando. Media hora después (en realidad, la sensación del tiempo la había perdido y me costó recuperarla), empezamos a ver las luces de un pueblo cercano. Calculé entonces que una ciudad más grande se encontraba a algunos minutos de allí. Ver otros autos circulando me devolvió algo de calor al cuerpo. Sin decir nada, me dirigí al hospital, que por suerte se veía desde la ruta. Estacionamos en frente.

—Entremos —susurré.

Las piernas se nos volvieron de piedra. Ya no recuerdo los detalles, pero creo que vimos a una médica de guardia a la que le dijimos que nos descompusimos después de comer algo en un bodegón en algún parador lejos de allí.

Para cuando reaccionamos, nos dimos cuenta de que teníamos varias llamadas perdidas en los teléfonos. A Analía y a Atilio los conocemos desde hace mucho y sabíamos que si les decíamos que estábamos cerca nos irían a buscar. Contamos lo mismo que en el hospital, pero indicando que el incidente había ocurrido en un lugar más alejado. Nos disculpamos por no avisarles con tiempo, por dejarlos preocupados y que nos volveríamos a casa después de pasar la noche en un alojamiento que nos habían recomendado en una estación de servicio.

Físicamente estaba agotado. Ella fue al baño ni bien entramos a la habitación. Yo me tiré en la cama, que ocupaba casi todo el espacio. Dejé las luces prendidas. Aun así, me quedé dormido. De inmediato, soñé con un recuerdo que había reprimido.

Tenía dieciocho. A mi amigo Héctor, que era un año mayor, le habían prestado el auto. Salimos varios. Creo que éramos seis o siete. Era la primera vez y estábamos pasados de rosca con la emoción de andar solos. Se nos hizo de noche dando vueltas por el centro y empezamos a volver. En ese momento, iba en el asiento de atrás, del lado del acompañante. Cantábamos algo, a los gritos. En una esquina oscura, Héctor giró a la izquierda sin bajar la velocidad y sentí el golpe de la carrocería con algo. Pareció que el único en darse cuenta fui yo. Los demás seguían gritando algo en un inglés que en ese tiempo no entendíamos. Me agarré del borde del respaldo del asiento y miré hacia atrás. Me pareció ver algo sobre la calle. El auto recorrió una cuadra más. Durante todo ese trayecto, me quedé mirando hacia ese punto que el alumbrado no llegaba a iluminar bien. Qué vi, no sé. Qué imaginé, muchas cosas. Pero una idea se sobreponía a las otras.

Doblamos a la derecha y me volví a sentar con normalidad. No pude engancharme con lo que los demás vociferaban. Cuando llegamos al barrio, me bajé y estuve tentado de dar la vuelta alrededor del auto. No lo hice, evité mirar la carrocería y jamás le dije a nadie lo que me pareció que había pasado. Evité por varios días acercarme a lo de Héctor, aunque a él sí me lo encontraba. Él nunca dijo que le hubieran hecho algún comentario de que el auto tenía un golpe o algo así. A fuerza de vivir medio alocado, me olvidé del asunto.

Me desperté de golpe, como en esos sueños donde vengo bajando una escalera y me caigo porque falta un escalón. Recuperé la respiración antes que Lorena saliera del baño.

Se acostó a mi lado y me abrazó. Ella, que es de llorar cuando tiene miedo, no pudo hacerlo. Solo pude sentir que apenas se podía sostener. Con un hilo de voz, empezó a hablarme al oído.

—¿Quién? ¿Quién era…?

Se me heló la sangre cuando terminó la frase en un susurro…

—Quién era esa mujer…

***

Hicimos una videollamada allá por mediados de julio, un día en el que llovía bastante. Conversamos los cuatro con mucho ánimo y quedamos en encontrarnos para el feriado de octubre. Por suerte, esos encuentros nunca se cortaron a pesar de mis temores. Aprovechamos que ellos cumplían veinte años de casados y les regalamos los pasajes en avión para que nos visitaran y, de paso, así recorrer lugares nuevos por nuestros paisajes cordilleranos. La pasamos muy bien y casi no pensamos en aquella desagradable experiencia. Pero en el fondo, cada vez que nos mirábamos con mi esposa, sabíamos que los habíamos invitado a la montaña solo para no volver a hacer el viaje por aquella ruta.

El mes que viene nos volveremos a encontrar para la reunión de este año. No pudimos negarnos en viajar a aquella bonita localidad serrana, proyecto que había quedado como una deuda.

Eso sí, ya lo decidimos. Salimos el sábado, bien temprano.

Primero, las caras de miedo. Luego los estridentes gritos que taladraban los oídos. Ante el pánico, hice lo mismo que vi hacer: corrí con desesperación.

El desorden, terrible sobre todo para los viejos y los niños que buscaban la salida de la estación. En un momento así, es difícil pensar con claridad. La mente solo tiene la misión de ponernos a salvo ante el prodigio de lo desconocido que se presenta de improviso.

Me avergüenza confesarlo, pero la adrenalina me hizo empujar a quien sea para abrirme paso y buscar la calle. La visión del enorme portal nos llevaba hacia esa luz como una guía en medio de tanto caos. Siguieron los alaridos de miedo, detrás, a los costados, delante de mí. En un brevísimo destello de pensamiento, me pregunté cómo es que había llegado a este punto, pero no pude responderme.

Por fin llegué a la vereda después de pasar por encima del cuerpo de dos hombres que no lo lograron. El horror ha llegado al punto máximo cuando los transeúntes son sorprendidos con mi aparición.

Las fuerzas del orden ya están avisadas y preparadas para el ataque. Las armas me apuntan. La gente huye aterrorizada. Miles de balas me atraviesan. Mi monstruoso cuerpo al fin cae.

Cómo es que estoy así tan ansioso si no es para tanto son apenas unas semanas sin verla nada más pero hola como estás sentate qué linda que estás pero qué linda que estás no puedo creer que siempre que te veo me vuelve loco esa mirada la forma en que apenas movés la cabeza a un lado el pelo te baila y te hace tan hermosa que tomás café se te hizo tarde claro nunca fuiste muy puntual no importa no tengo nada importante que hacer ya me lo esperaba así que me dije que no iba a llegar a horario pero así y todo el imbécil llegó más temprano por las dudas no sea cosa que justo esta vez que te demoraste por el taxi y bue si esta ciudad es un caos cuando caen dos gotas y estás navegando después de un día de trabajo así que está complicado por favor café para ella y un cortado para mí gracias y me estabas diciendo claro pero qué me importa tu trabajo aunque después de todo debería importarme aunque eso lo dejo para más adelante para cuando estemos juntos que si es rutinario sí pero vos tenés talento para hacer otras cosas deberías estar en otro puesto por tu capacidad y talento mirá de las cosas que tenemos que hablar para ver si algún día claro la cosa está complicada para estar conmigo y hacés ese gesto enarcando las cejas y hacés esa sonrisa y para complicado estoy yo que me deshago y tengo que mover la cabeza para un costado porque se me va a notar que me volvés loco y claro no te ascienden y querés ir despacio y yo tengo que ir despacio decirte que me gustás pero tengo que mantener un poco el control de todas esas cosas si no voy a parecer un nene gracias el café solo es para ella por favor no hay problema gracias en qué estábamos sí mis cosas bien pero contame lo que necesito saber para ver si te digo lo que quiero así que dejaste una materia y sí lleva mucho tiempo pero no hay que aflojar claro algún día vas a tener tu título y qué me importa el título si yo te tendría como una reina y así que Felipe Felipe era el hijo de puta yo pensé que a esta altura ya lo habrías dejado al cara de nada ese qué bien ya sé uno que tiene mucha guita y pelo largo hace ya cuatro meses pero por mérito del padre que se casó con la hija del dueño de la cadena de supermercados esa que vino de Francia o Suiza y veo que la relación avanza epa y lo que daría que me sonrieras así que estás pensando en él pero pensando en mí y en irse a vivir juntos a fin de año para cuándo será diciembre claro ya terminas de cursar y de destruirme eso no me deja mucho tiempo tengo que hacer algo pero qué buena noticia y voy a bajar la mirada un segundo porque reviento de rabia y te veo esas manos delicadas suaves y con esas manos lo tocás y seguro que va a salir todo bien no estés nerviosa claro si estás esperando a mudarte para hacer vida de casada sin casarte con ese idiota con suerte que ya tienen departamento qué bueno porque si no no es nadie y esperarlo a la noche y falta un tiempo para que se desocupe el departamento claro tenés tiempo para prepararte y para irte a dormir con él lo que seguramente ya estás soñando porque soñar no cuesta nada y no falta tanto si te ponés a pensar que tuve la oportunidad y no te dije nada qué pelotudo que fui porque seguro me decías que sí en diciembre es lindo y enseguida llegan las vacaciones y luna de miel en el Caribe qué bien la pasaríamos pero te vas con él y qué bueno hace buen tiempo en esa época y qué podría hacer si no hago nada te vas a revolcarte con él a la arena y el hotel cinco estrellas porque él trabaja en la empresa del padre claro cómo iba a ser si no es una beca ese no debe ir ni medio día a trabajar y si me lo encuentro no sé qué hago lo mataría eso lo mataría para casarse en febrero en serio qué bueno sería matarlo y que quedes libre para mí y así que estás enamorada pero no de mí qué bueno qué flor de atorranta resultaste porque te enganchaste con él por la guita que tiene ojalá te meta los cuernos y te haga sufrir para que veas lo que te pasa por no elegirme y la fiesta claro cómo no voy a perdonarte y perderme la fiesta que van a hacer y la fiesta que te regalaría sin tanta parafernalia porque no me alcanza pero lo mío sería sincero y no no deberías dejar de trabajar después claro y sí tenés que sentirte realizada aunque él prefiera que te ocupes de la casa cómo puede ser tan desgraciado de pedirte algo así no porque uno tiene sentir que tiene que tener su individualidad y yo de ninguna manera te lo impediría es así como debe ser pero qué cómoda estarías me doy cuenta de que te encantaría no tener que trabajar y que no estés cansada y que cuando llegue pueda comerte esos labios pero qué hermosos labios cuando los torcés el brazo claro te aconsejo como amigo como amigo qué pelotudo soy que no dejes de trabajar eso te hace bien a la autoestima que me quedó por el suelo a esta hora que ya tenés que irte qué pena porque estoy pensando en que si él vive donde sé lo puedo sorprender una noche y meterle un fierrazo en la cabeza qué cabeza la tuya que te olvidaste de la hora y meterlo en el baúl del auto y me lo llevo al descampado detrás del basural lo entierro ahí y no lo encuentra nadie en su puta vida con sus vueltas qué loco que ya pienses en formar tu familia que tendrías que planear conmigo y solo conmigo.

—No me dijiste nada de vos… ¿con qué planes andás?

—¿Planes? Sí, tengo planes, pero... tengo que pensar un poco en esas cosas que andan dándome vueltas por la cabeza. Ya te vas a enterar.

El único escape del trabajo que solía tener en el día era el horario del almuerzo. Acostumbraba a salir de la oficina puntualmente a la una. Nada de dar un minuto de más a la empresa, no, señor. Agarraba la mochila, donde llevaba mi vianda, algo para tomar y, a veces, un libro. De ahí me iba a la plaza. Solo, eso sí, siempre solo.

En la oficina, la gente era aburrida mayormente y ninguno de mis compañeros era capaz de ser una buena compañía para la hora de descanso. No eran esencialmente mala gente, pero tenían esos pequeños defectos que me irritaban tanto. Hablaban mucho, tendían a la depresión o eran algo brutos. No era que fueran desagradables, incluso por momentos hasta podían caerme bien. De todos, con el único que no hubiera compartido nada era con Gabriel. Era medio pedante y, como tenía cierta responsabilidad, se creía que era una especie de jefe, algo que a nadie le quedaba del todo claro. De todos, con la que sí me hubiera gustado sentarme a compartir el almuerzo era con Gladys. No tenía problemas en reconocer que me gustaba, pero nunca se lo dije a nadie. Tampoco era que me quería casar con ella, pero probar de salir alguna vez no estaba descartado.

El ambiente de la oficina era tan opresivo (mal pagado, trabajo no reconocido y esas pavadas que nos sacan de quicio) que no daba para que la invitara ni a la plaza ni a ningún otro lugar fuera del horario sin generar algún tipo de comentarios. Es cierto que mi timidez me jugaba en contra, pero las razones, las principales, eran las anteriores.