Los Fascinadores - Andrew Eliopulos - E-Book

Los Fascinadores E-Book

Andrew Eliopulos

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Beschreibung

Sam, James y Delia forman un trío indisoluble de amigos en un mundo en el que la magia existe. También son los únicos miembros de Los Fascinadores, un club donde practican magia en un pueblo aburrido de Georgia en el que es mucho más común encontrarte con una iglesia o una vaca. Sin embargo, el último curso del instituto comienza con mal pie: Sam no sabe si James corresponde por fin a sus sentimientos o no, Delia está obsesionada con entrar en una de las mejores academias de magia, y James... ¿En qué lío se ha metido esta vez James robando un peligroso libro de hechizos?

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Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Agradecimientos
Notas de la traducción
Créditos

Si alguna vez has lanzado un hechizo mientras estabas solo en la oscuridad de tu habitación y has deseado estar en algún otro lugar o ser otra persona, este libro es para ti.

A veinte minutos al noroeste de Augusta, en Georgia, en una zona donde sería más probable ver a alguien rezando en público que haciendo magia, Liv Honeycutt intentaba vender su colgante con una cruz de diamantes en el Rey del Empeño de la autopista 104. Necesitaba ciento cincuenta dólares: treinta para pagar el trayecto en coche hasta Augusta y el resto para el billete de autobús a Nueva York. Los diez dólares que ya tenía en el bolso deberían bastarle para tres comidas durante el viaje de doce horas. Quizás un sándwich para comer y unos gofres de patata para cenar.

Pero el tipo que estaba trabajando aquel día no quería darle ciento cincuenta dólares. El tipo que estaba trabajando aquel día estaba convencido de que el colgante con la cruz era falso.

—Son de plástico —dijo señalando las incrustaciones de gemas con un bolígrafo—. O quizás de cristal. Como mucho, son circonitas cúbicas. Pero, desde luego, diamantes no son.

—¿Cómo lo sabe?

—Es una habilidad especial que tengo.

—¿Como… magia?

—Sí, como magia. No es magia, pero parecido, supongo.

Liv soltó un suspiro. Por un momento, se había emocionado ante la perspectiva de un poder inusual. Aunque cualquier poder de verdad era inusual en aquella parte de Georgia. La gente con poder de verdad pocas veces se quedaba allí.

—Mi madre me regaló este colgante cuando cumplí dieciséis años —dijo Liv—. ¿No hay ningún test o alguna máquina que pueda usar para comprobar que es auténtico?

La campanilla que había sobre la puerta de entrada tañó a su espalda anunciando la llegada de otro cliente. El tipo que la atendía echó un vistazo por encima del hombro de Liv, con la impaciencia por deshacerse de ella claramente reflejada en la cara.

—Mira, encanto, puedes llevar este colgante a la casa de empeños de Bob o de Mike si quieres, pero te aseguro que ninguno te dará más de veinte dólares por él. No podemos revender el valor sentimental en este negocio, ¿lo entiendes? Ahora bien, ese reloj… Eso sí que podría tener algún valor. Si tanta falta te hace el dinero, claro.

A Liv le dio un vuelco el corazón. Prácticamente se había olvidado de que llevaba puesto el reloj, ya que lo llevaba cada día; siempre se lo ponía mientras se lavaba los dientes. Y si bien no era difícil de creer que el colgante con la cruz no tenía valor alguno (como todo lo que le había dado su madre), tampoco era una sorpresa que el reloj de su abuela fuera bastante valioso.

Se puso la mano sobre el reloj, como si quisiera protegerlo de la mirada de aquel tipo. El cliente nuevo se había acercado al mostrador y estaba a su lado; por el rabillo del ojo, Liv vio que se trataba de un joven que seguramente había ido a comprar un arma o algo. El tipo que la atendía hizo amago de volverse para prestarle toda su atención.

—¿Cuánto? —preguntó Liv.

El tipo se detuvo y se quedó mirando la mano de Liv como si todavía pudiera ver el reloj. Sin duda, estaba usando su habilidad… que era como magia, solo que no.

—Cien justos.

—Pero necesito ciento cincuenta…

Estaba a punto de echarse a llorar y lo sabía; se lo notaba en la voz, y lo odiaba. Aquel tipo no parecía de los que se apiadan de la gente que necesita ayuda. La cosa habría ido mejor si Liv hubiera negociado llena de seguridad en sí misma, pero con los días que había pasado… Las peleas con sus padres, la búsqueda de amigos que al final se habían puesto de parte de sus padres, el hecho de que todo el mundo le hubiera dado la espalda después de diecisiete años… Bueno, digamos que no sentía mucha seguridad en aquel momento. Había días en los que Liv creía que, si se esforzaba, lograría tener poder de verdad. Aquel día no era uno de ellos.

—Ciento veinte. O los tomas o los dejas.

Ciento veinte dólares. Ese era el valor del único recuerdo de su abuela. La abuela Emilie, que solía leerle la mano y echarle las cartas y que le decía que la magia se reflejaba en su cara tan claramente como el agua refleja la luz del sol. Ciento veinte dólares, más los diez que ya tenía… Si iba andando hasta Augusta, podría pagar el billete de autobús y aún le quedaría algo para la comida.

—Vale —dijo, abriendo el cierre de metal.

Dejó el reloj en el mostrador mientras el tipo echaba mano al bolsillo y sacaba un enorme fajo de billetes. Fue pasándolos hasta que encontró uno de cien y otro de veinte, y se los entregó a Liv como si estuviera haciéndole un regalo.

Ella cogió el dinero y se fue corriendo; el sonido de la campanilla de la puerta puso punto y final a la humillación. Aunque aquello no era del todo cierto, ¿verdad? A medida que caminaba por el arcén de la autopista 104, con el sol azotándole en la cara, acalorada y triste, se dio cuenta de que la humillación aumentaba con cada paso que daba. Sacó su móvil con la esperanza de que al menos el tío Theo hubiera respondido ya a su mensaje en Friendivist. Si había alguien que pudiera entender el calvario por el que había pasado aquella semana, era él. Liv contaba con ello.

Pero no, no había respondido. Intentó normalizar su respiración. Todo estaba aún bajo control. Con tal de que el tío Theo respondiera antes de que ella llegara a Nueva York o antes de que sus padres se percataran de que podían dejar de pagarle el teléfono (ya que le habían dicho, literalmente, que estaba muerta para ellos), todo saldría bien. Y aunque no respondiera, encontraría alguna forma de averiguar su dirección cuando llegara a Nueva York. O, si no tenía noticias suyas cuando estuviera en el autobús, a lo mejor se ponía a enviar mensajes en Friendivist a los amigos de Nueva York de su tío.

Liv caminaba a pocos metros de la carretera y apenas prestaba atención a los coches que pasaban a toda velocidad. Cuando oyó el sonido de la grava justo delante, apenas si levantó la vista. Le daba igual el motivo por el que aquel Honda plateado se detenía frente a ella. Lo único que quería era llegar a la estación de autobuses y salir de aquel estado.

—Hola.

Era el cliente del Rey del Empeño, que se asomaba por la ventanilla del copiloto. Ahora que lo miraba con atención, Liv se dio cuenta de que era más un chico que un hombre. De hecho, no podía ser mucho mayor que ella. Llevaba un corte de pelo de estilo militar y tenía el cuello grueso, pero había algo en su sonrisa que parecía verdaderamente amistoso. A Liv, los chicos le habían soltado lindezas muchas veces, pero al menos este era lo bastante listo como para no empezar con un: «Eh, potranca».

Aun así, ella no se fio y, sin dejar de caminar, respondió:

—Hola.

—Sé que no me incumbe —dijo el chico mientras la espalda de Liv se iba alejando—, pero tengo algo que te animará.

Ya tocaba.

—Deja que lo adivine: lo tienes en los pantalones.

—¿Qué?… Oh, ¡ja! No, de hecho, lo tengo en la mano. Te indica la hora y tiene un grabado en la parte de atrás, así que imagino que es algo especial.

Eso le llamó la atención.

Liv se dio la vuelta con los ojos entrecerrados y, cuando vio que el chico sostenía el reloj de su abuela colgando por fuera de la ventanilla, su primera reacción, antes incluso que la sospecha, fue la ira:

—¿Qué haces con eso? —le increpó.

—Oye, solo quería devolvértelo. No me gustó cómo el tío ese se aprovechó de ti, y menos porque intentó engañarme igual que a ti cuando te fuiste.

—Vaya, eres todo un caballero de brillante armadura —dijo, aunque su voz había perdido algo de hostilidad. Si aquello no era ningún engaño, era la primera vez que alguien hacía algo bueno por ella desde hacía mucho tiempo.

Decidió acercarse al coche. El chico extendió el brazo para darle el reloj y ella lo aceptó agradecida. No sabía que llegaría un momento en que no sentiría su peso en la muñeca, pensó mientras se lo abrochaba.

—¿Cómo lo has conseguido?

Como respuesta, el chico entrelazó las manos y luego las separó. Una llama diminuta pareció titilar entre sus palmas, pero, en cuanto Liv entornó los ojos para verla mejor, un destello brillante le llamó la atención por el rabillo del ojo y se dio la vuelta. Cuando se dio cuenta de que no era nada y sus latidos acelerados empezaron a regresar a la normalidad, se volvió hacia el chico de nuevo.

—Así —dijo él.

—Qué caraj… Quiero decir, gracias.

—Bueno, ¿y adónde vas? ¿Quieres que te acerquemos?

Por primera vez, Liv echó un vistazo al interior del coche. Una mujer mayor, quizás su madre, iba sentada al volante. Observaba la interacción con una ligera curiosidad, pero no había abierto la boca ni tampoco habló en aquel momento. Pero sonrió, como si le pareciera bien que Liv se subiera al coche con ellos.

Y Liv realmente quería hacerlo. Tenía la camiseta empapada de sudor y se le pegaba a la espalda, y las piernas le dolían de todo lo que había caminado desde la mañana.

—¿Seguro? Voy a la estación de autobuses Greyhound, en el centro de Augusta. No me gustaría ser una molestia.

—No es ninguna molestia. Íbamos hacia allí igualmente para hacer un recado.

—Vale —dijo Liv.

La mano le dudó sobre la manija de la puerta del asiento trasero, pero solo durante un segundo.

—Por cierto, me llamo Isaac —dijo el chico cuando Liv se sentó y el coche empezó a moverse—. Y ella es Grace.

Vale, entonces probablemente no era su madre.

—Encantada —contestó Liv, y Grace simplemente asintió—. No todos los días conozco a otros magos en la vida real, y menos aún magos que se atrevan a hacer lo que has hecho. ¡O que sepan hacerlo! Toda la gente que conozco cree que la magia es cosa del diablo.

—¿No me digas? Bueno, pues ahora conoces a dos. De hecho, Grace y yo vivimos en una cooperativa con unos cuantos más. —Isaac hizo una pausa para examinarla—. Como has dicho «otros magos», asumo que también sabes hacer magia, ¿no?

—Pues sí. —Había un toque de orgullo en su voz a pesar de todo lo ocurrido—. Pero mis padres, bueno… Básicamente, son forofos de los que creen que la magia es el «dominio del diablo». Hace un par de noches, mi madre entró en mi habitación sin llamar mientras yo probaba un hechizo para tener los ojos verdes en vez de marrones. Cuando vio el lío que tenía montado con las velas y lo que me pasaba en los ojos, empezó a chillar como una loca y, ayer, mis padres me dijeron que me fuera y que no volviera nunca. Así que me largo a Nueva York a vivir con mi tío. A él también lo echaron de casa cuando se enteraron de que era gay.

Decir las palabras en voz alta le sentó muy bien. Llevar todo aquello dentro la había hecho sentir algo inestable, como si solo fuera una pesadilla horrible y no su nueva realidad.

—Qué palo, lo siento —dijo Isaac—. Donde vivimos, también hay un par de personas que no se hablan con sus padres. De hecho, uno de ellos se piró hace nada. Esperamos que sea para vivir con algún tío suyo o algo, pero no lo sabemos porque no dejó ni una nota. Por eso hemos tenido que venir a vender cosas al Rey del Empeño. De algún sitio tenemos que sacar su parte del alquiler, ¿sabes? Es lo que tiene vivir en rollo cooperativo, pero bueno, espero que esté bien.

Grace le lanzó a Isaac una mirada inescrutable. Quizás ella no se sentía tan comprensiva con el chico que los había dejado tirados con el pago del alquiler.

Liv sintió que el móvil le vibraba en el bolsillo. Era una notificación de Friendivist: el tío Theo había contestado. Con las manos temblorosas, abrió el mensaje y lo leyó tan rápido como pudo.

… y de verdad que lo entiendo, Liv, pero vivo en un estudio con mi novio, y es más suyo que mío porque ahora mismo no tengo trabajo. Además, el sofá es tan pequeño que tendrías que apañarte con un saco de dormir. Podrías quedarte unos días, quizás una semana, pero es imposible que sea algo permanente, y Nueva York es tan caro que no sé cómo…

—¿Cuánto es el alquiler? —preguntó Liv—. Me refiero a lo que pagaba por su habitación el chico que se fue.

—¿Por qué? ¿Quieres vivir allí? —Isaac se rio, pero cuando vio que Liv no lo hacía, añadió—: Son trescientos al mes.

—¿Y es aquí, en Evans?

Por mucho que estuviera lista para empezar una nueva vida lejos de sus padres, a Liv no le había entusiasmado la idea de dejar el instituto antes de graduarse. Sin embargo, si conseguía trabajo, en un Starbucks o donde fuera, podía acabar el último curso e irse de Georgia cuando ella decidiera, tal y como tenía planeado desde siempre. De hecho, mejor que como lo tenía planeado, porque pasaría el último año viviendo con otros magos en activo. Quizás pudieran enseñarle lo que sabían.

—Está bastante cerca, a dos minutos de la salida del pueblo.

—Todavía no tengo trabajo, pero puedo buscar alguno.

—Pues como ya nos habíamos apañado para pagar este mes… ¿Crees que podrías tener los trescientos para el mes que viene?

—Sin problema.

Grace le lanzó a Isaac una mirada incisiva.

—Tengo dieciocho años —aseguró Liv, que interpretó la vacilación de Grace como recelo.

Pero Isaac simplemente sonrió.

—Pues bien, Liv, olvídate de la estación de autobuses Greyhound. ¿Y si te llevamos a ver el sitio en el que vivimos? A ver qué te parecen los demás. Ya te aviso de que no todos molan tanto ni son tan agradables como Grace o como yo, pero no están mal.

—Vale —dijo Liv con una risa.

¡Una risa! Hacía días que no reía, pero aquel repentino cambio de suerte era tan increíblemente perfecto que parecía casi una intervención divina, y la ironía de aquella revelación era demasiada. La risa era la única reacción razonable.

Pocos meses más tarde, al recordar ese encuentro, Liv lo vería de forma muy distinta. No fue nada divino, sino el resultado de una magia muy humana, interesada y engañosa. Entonces sabría que describir a los demás inquilinos como «no tan agradables» era quedarse muy, pero que muy cortos. Entonces se preguntaría si quizás sus padres no tenían algo de razón al creer que la magia era cosa del diablo.

Entonces, por supuesto, ya sería demasiado tarde.

Daba igual las veces que Sam lo intentara: el hechizo no funcionaba, y eso significaba que estaba haciendo algo mal.

El encantamiento era bastante complicado: dos páginas enteras de palabras que parecían inventadas pero que resultaron estar en galés, que básicamente es como un idioma inventado y difícil de pronunciar.

Sam se había pasado el verano entero practicando aquellas palabras, transcribiéndolas fonéticamente y luego recitándolas en su cuarto, una y otra vez, hasta que casi las había memorizado. Como aun así el hechizo no le salía, asumió que se equivocaba en el primer paso: la asociación.

«Haz de tu mente un recipiente vacío. Permite que cante con el silencio y deje espacio para tus sueños».

¡Claro que sí, libro de hechizos! ¡Ahora mismo lo hago!

Pero eso era lo que solía pasar con hechizos de nivel alto: que requerían proezas con el lenguaje figurativo y el pensamiento metafórico, es decir, con las asociaciones, por usar el término técnico. James solía llamarlas las «partes cachondas», aunque Sam prefería que no hablara así. (Al ser pálido y pelirrojo, Sam tenía cierta tendencia a sonrojarse).

De algún modo, había llegado la última noche del verano y Sam, a pesar de todos sus esfuerzos, aún no había logrado dominar aquel hechizo de nivel alto. Durante los tres meses anteriores, había sido su único objetivo. Lo único que había en su lista de tareas, además de dormir y salir por ahí. Aquello no auguraba nada bueno para los objetivos que se había propuesto para el último año del instituto.

—¿Lo estás intentando otra vez? —preguntó la madre de Sam desde el umbral.

Sam estaba sentado con las piernas cruzadas en medio de su habitación. Delante de él, el libro de hechizos celta que ya tendría que haber devuelto a la biblioteca estaba abierto por la página donde se encontraba el hechizo y, al lado, su transcripción. También había una vara de incienso de sándalo consumiéndose lentamente.

—Al parecer, lo mío es autoflagelarme. A lo mejor tenía que haberme pasado el verano con algo más sencillo, como viajar en el tiempo o el control mental.

—Te encantan los retos. Lo que me recuerda… ¿Has hablado con James desde que volvimos?

Hacía tres días que Sam y sus padres habían vuelto de pasar una semana de vacaciones en Gulf Shores. Les había rogado que le dejaran quedarse en casa para poder ir con James a la fiesta de Mike, pero su madre le recalcó que seguramente fueran sus últimas vacaciones estando él en el instituto, mientras que James y él tenían muchas fiestas por delante, ese año o al siguiente, cuando fueran juntos a la universidad.

Compañeros de habitación en la Universidad de Georgia. Ese era el plan. O, al menos, lo había sido durante dos años, y Sam estaba bastante convencido de que seguía siéndolo. Simplemente, no estaba muy seguro de cómo estaban las cosas entre James y él después de… de lo que fuera aquello que ocurrió en la bolera tres semanas atrás. Y James había estado ocupado, tanto ayudando a su padre con su negocio de reparación de tejados como haciendo de voluntario en la escuela bíblica de verano de su iglesia. Al final, no habían tenido un buen rato (de hecho, ningún rato) para quedar en persona y aclarar las cosas. La fiesta de Mike habría sido el momento que necesitaban, pero no había ocurrido.

(Es posible que Sam se pasara de morros los primeros días de las vacaciones, pero la suave brisa del golfo acabó doblegándolo).

—Me parto contigo, mamá.

—Pues no lo preguntaba de broma.

—Bueno, pues la respuesta es no. No he tenido noticias de James desde que nos fuimos, y tampoco ha publicado nada en V-Clip esta semana. Igual lo han abducido unos alienígenas y no vuelvo a verlo jamás.

La madre de Sam frunció el ceño. Ella trabajaba de agente inmobiliaria y tenía unas habilidades empáticas muy desarrolladas que llamaba su arma secreta. Siempre detectaba la diferencia entre una broma y una vía de escape de la desesperación.

—Lo siento, cariño. Ya sabes que por eso creo que deberías hablar con él directamente un día de estos. Tenéis que aclarar bien lo que sentís.

—Sé que eso es lo que tú crees —contestó Sam.

Su madre hacía que sonara superfácil, como si fuera una negociación más en la que al final se llegaría a un acuerdo que satisfaría a todas las partes implicadas. Como Sam ya había intentado explicarle varias veces a lo largo de los años, no había nada que negociar: él estaba perfectamente conforme con su amistad con James tal y como era. O como había sido. Como sería de nuevo. Lo curioso era que Sam no le había contado a su madre lo que había pasado en la bolera. Simplemente, ella tenía un sentido especial para esas cosas. Lo dicho: una émpata.

Y sí, James tenía los ojos soñolientos, el pelo revuelto y la sonrisa pícara que su madre había identificado (correctamente) como el «tipo» de Sam basándose en sus películas favoritas. Y sí, a veces, Sam se había descubierto soñando despierto con cocinar algo rico con un chico que lo hiciera reír y que creyera en él incondicionalmente, igual que James lo hacía reír y creía en él. Pero no, eso no significaba que Sam estuviera tan enamoradísimo de James como para sabotear una de sus pocas amistades cercanas.

Además, si alguna vez fuera a surgir un gran romance entre ellos, todavía no era más que ascuas y, si Sam las soplaba demasiado fuerte, las apagaría antes de que tuvieran la oportunidad de arder. (Su madre siempre contraatacaba diciendo que su relación con James no era tanto como un fuego sino como el gato de Schrödinger, y que a Sam le daba demasiado miedo abrir la caja para saber si estaba vivo o muerto).

—Bueno, tú mismo —dijo su madre—. Venía a decirte que tu padre y yo tenemos que irnos a trabajar muy temprano mañana. ¿Conseguirás levantarte solo el primer día de clase?

—Mientras consiga dormir, sí.

—Ajá. Valora esas mariposas en el estómago, que es el último año que las sentirás.

—¿Por qué lo dices? ¿No crees que me vayan a aceptar en la Universidad de Georgia?

—La universidad es diferente. Allí, los días pasan sin que te des cuenta y la primera clase de la semana la tienes al mediodía… si es que te acuerdas de ir.

—Guau, ahora entiendo por qué te has esforzado tanto para que yo no vaya a fiestas. Resulta que tú has sido una fiestera profesional.

—Buenas noches, cariño.

—Buenas noches, mamá.

Su madre cerró la puerta tras ella y Sam volvió al principio del encantamiento. Estaba decidido a intentarlo una última vez antes de que empezaran las clases y todo se interpusiera.

Cuando no había pronunciado ni tres palabras, su móvil vibró sobre el escritorio. Sam gateó hacia él, pero, incluso antes de llegar, tenía la sensación de que no sería un mensaje de James. Sin embargo, era lo segundo mejor: un mensaje de Delia.

¿Aún estás despierto?

Sabes que sí —contestó él—. ¿Qué pasa?

¿Es raro que esté nerviosa por el primer día de clase?

Sam sonrió; era como si la viera, con el cabello a la altura de la barbilla cayéndole a ambos lados de la cara y la muñeca al lado de la boca, mordisqueando la pulsera de la amistad reforzada mágicamente que Sam le había hecho con catorce años. No se la había quitado desde entones.

No es raro—dijo Sam—. Hasta YO estoy nervioso, y eso que no voy a intentar entrar en la Pináculo. ;)

Gracias. Ahora estoy todavía más nerviosa.

Daba igual que Sam la conociera de toda la vida: era difícil pillar el tono de Delia en los mensajes de texto. En claro contraste con Sam, nunca usaba emojis, ni siquiera para indicar sarcasmo, porque quería que sus palabras hablaran por sí mismas. Sam sospechaba que, en aquel último mensaje, Delia estaba siendo un poco sarcástica, pero que sobre todo hablaba en serio.

Durante los últimos años, Delia se había estado esforzado un montón; estaba decidida a ir a la universidad más alejada que pudiera, y eso que sus padres le habían dejado clarísimo que, si tenía la intención de pasar de las becas que cubrían la matrícula en una de las universidades de Georgia, tendría que apañárselas sola. Pero, si había alguien capaz de conseguirlo, esa era Delia.

Fue la señora Berry, su orientadora, la que había sugerido de pasada que Delia podría incluso llegar a ser guardiana algún día y que la Academia de Magia Pináculo podía ayudarla a conseguirlo. En general, su programa de estudios estaba considerado el mejor del mundo, pues era gratuito para todos los alumnos aceptados y, a la vez, lo suficientemente riguroso como para abrir las puertas de casi cualquier profesión a los que llegaban a graduarse. Una vez, Delia les dio a James y a él un dato increíble: alrededor del setenta por ciento de los guardianes (o sea, de todos los guardianes del mundo) habían ido a la Pináculo. No era de extrañar que la competencia para conseguir una plaza allí fuera durísima.

Qué ganas tengo de que lleguen las pruebas de los Fascinadores ;)—dijo Sam cambiando de tema.

¡Ojalá las pase! —escribió Delia.

Bien, estaba bromeando de nuevo.

Delia, James y Sam eran, respectivamente, la presidenta, el vicepresidente y el tesorero/secretario del club de magia del instituto. También eran los únicos tres miembros, y así había sido desde que tenían catorce años.

Por aquel entonces, unas semanas antes de su primera Convención de Magia de Georgia (cuando empezaron a comprender que era absolutamente imposible que obtuvieran un buen puesto y más imposible aún que ganaran), James se cruzó con la palabra «fascinador» en un libro para describir a un personaje que echaba mal de ojo. A James le pareció que podía considerarse un poco un sinónimo de mago y, a pesar de las connotaciones contradictorias de la palabra (en el club ninguno quería engañar a nadie), el término acabó cuajando.

Como solo eran tres miembros en el club, era muy difícil que lograran una puntuación global lo suficientemente alta en la convención; la clasificación la dominaban los institutos pijopobres de Atlanta, que tenían clubs con montones de miembros y clases de magia de verdad, no solo extraescolares. Sin embargo, cuando los presentadores leyeron en voz alta los nombres de James y de Delia, que habían quedado entre los cinco mejores principiantes de sus categorías individuales, dijeron: «… de los… ¿Fascinadores?… del Instituto de Friedman». Y los tres, junto con su tutora (de nuevo, la señora Berry), gritaron tanto y tan alto que todos los asistentes de aquel auditorio gigantesco se quedaron mirándolos como si se hubieran vuelto locos.

Desde entonces, su club había recibido el nombre oficial de los Fascinadores.

¿Has imprimido los anuncios?—escribió Delia.

Ah, los anuncios. La tarea favorita de Sam de cada año. Sí, en serio.

¡Uno para cada vestíbulo!

Genial. Gracias, Sam.

La conversación podría haber acabado ahí. Estaba claro que recordarle lo de los anuncios era el motivo real por el que Delia le había escrito (digamos que Sam no destacaba por tener buena memoria para los detalles), pero ya que estaban charlando…

¿Has hablado con James últimamente? —le preguntó.

Desde el día de la bolera, no.

Por un momento, Sam pensó que ese comentario iba con segundas. Que, de algún modo, se había enterado de lo que había pasado fuera (quizás había hablado con Bethany o con James directamente). Aquel era otro caso en el que un emoji habría sido realmente útil: un guiño como queriendo decir que se había enterado de todo y no gracias a Sam, o una carita confusa que significara que, de verdad de la buena, no había hablado con James desde hacía tres semanas, que por qué se lo preguntaba.

Sam estuvo muy tentado de preguntarle directamente qué sabía ella del asunto, pero eso complicaría un poco fingir que no había sido nada importante. Y eso era exactamente lo que él quería hacer para que todo volviera a la normalidad. Afortunadamente, antes de que Sam se provocara un aneurisma él solo con la indecisión, Delia le hizo otra pregunta:

¿Al final te ha salido el hechizo de soñar?

No. :(

En fin, habría sido impresionante si lo hubieras conseguido. Parecía muy complicado.

¡Lo es! ¡Está en galés!

¡Galés! Bueno, me voy a dormir. Hasta mañana, Sam.

Buenas noches.

Delia no sabía nada.

Sam suspiró.

Volvió a donde estaba el libro, abierto en el suelo. Intentó vaciar su mente y recitó las palabras en galés. Después, se fue a dormir, cruzando los dedos para que el hechizo hubiera funcionado. Para que, cuando soñara aquella noche, como suponía que haría, estuviera presente y consciente y pudiera pensar y ver y recordar.

Para Sam, la última parte era la más importante.

Sam no recordaba ninguno de sus sueños. Ni uno. Nunca.

Como si un mago gay de Friedman, Georgia, necesitara otra razón para sentirse raro.

Poco importó al día siguiente que el hechizo no hubiera funcionado. Mientras entraba en el aparcamiento de los alumnos de último curso del Instituto de Friedman, Sam sintió una chispa de esperanza diminuta (pero muy real) de que aquel año fuera distinto. De que aquel fuera el año en el que todo le viniera de cara. No era más que un detalle —aquel aparcamiento estaba unos dieciocho metros más cerca del instituto que el aparcamiento general—, pero Sam tampoco necesitaba que su vida fuera radicalmente diferente. Dieciocho metros de diferencia parecían suficientes.

Había llegado temprano al instituto para poner los anuncios. Colgó uno en el tablón de cada vestíbulo, que estaban divididos por materias: Inglés, Ciencias, Matemáticas, etc. La primera clase de Sam de aquel año era Economía, así que reservó el último anuncio para el vestíbulo de Ciencias Sociales.

La mañana pasó en medio de una confusión de profesores y libros de texto nuevos, además de los compañeros de clase que Sam conocía de toda la vida. Aquel semestre no tenía ninguna clase con Delia ni James, pues él era un ser humano de notable bajo, mientras que ellos eran alumnos avanzados. Pero los tres tenían la misma hora de comer, y Sam sintió que se le aceleraba el corazón al entrar en la ruidosa cafetería de suelo de linóleo.

James y Delia ya estaban sentados en su mesa de siempre, charlando. Estaba claro que habían aprovechado aquellas tres horas de ventaja para ponerse al día.

—Hola, hola —dijo Sam alegremente, sentándose enfrente de sus amigos.

James se volvió para saludarlo y su rostro se iluminó. Sam tuvo que reconocerlo: había echado de menos aquella sonrisa.

—Aquí está mi colega —dijo James.

—Feliz primera pausa para comer del último año —contestó él.

—Sí, es el primer día del resto de nuestras vidas —dijo Delia de forma inexpresiva.

—Guau, capitana Cinismo —dijo Sam, alzando las manos a modo de rendición—, perdona que sienta emociones de verdad porque tengo un corazón de verdad.

—Gracias por ocuparte de poner los anuncios —dijo ella sin vacilar.

—¿Cómo fue la fiesta de Mike? —preguntó Sam a James.

—Oh, estuvo bien. Un poco rara, pero bien. ¿Qué tal por Gulf Shores?

—Me lo pasé muy bien.

—Mentiroso —dijo Delia—. Vi las fotos que subiste a V-Clip; parece que os llovió la mitad del tiempo que estuvisteis allí.

—Pero la otra mitad hizo sol. Además, aproveché los días de lluvia para ver la tele. ¿Visteis la final de Entre guardianes anda el juego? ¿No? Pues la tía que ganó tuvo que hacer un hechizo para levantar un coche y hacerlo pasar por encima de un foso lleno de arañas mientras su hermano y su hermana estaban dentro. Fue muy loco.

—Parece una locura, sí —coincidió Delia.

James se rio medio segundo demasiado tarde como para que su risa pasara por auténtica. Ahora que Sam se fijaba, James parecía un poco cansado, distante. O quizás Sam estaba buscando con demasiado ahínco alguna señal de incomodidad residual. A lo mejor las cosas habían vuelto a la normalidad y no hacía falta hablar de nada.

—Tenía pensado acercarme al despacho de la señora Berry antes de las pruebas para ver si piensa venir hoy o no —comentó Sam.

—Nunca viene —dijo Delia.

—El primer año sí que vino —contestó él.

—Sí, pero porque era el primero. No teníamos ni idea de qué estábamos haciendo.

—Ah, ¿y ahora sabemos lo que hacemos?

Delia se rio y, un poco más tarde, James también, como si hubiera estado esperando una señal.

—¿Va todo bien? —le preguntó Sam.

—¿Qué? Ah, sí, todo bien. Perdona, es que tengo muchas cosas en la cabeza.

—¿En el primer día de clase? —inquirió Sam con una sonrisa sutil, o eso intentó.

—Sí, supongo. —James le devolvió la sonrisa, pero sus ojos permanecieron serios.

—¿Quieres hablar de…? —empezó a decir Sam, pero no pudo acabar la frase.

Una chica se había acercado a James por la espalda y le estaba dando golpecitos en el hombro. Sam sabía que se trataba de Amber Williams; iba un curso por debajo de ellos y era una gran deportista. Amber tenía la piel marrón oscuro y siempre llevaba el cabello negro recogido en una cola de caballo, al menos desde que Sam la conocía; es decir, desde que él tenía unos siete años y ella hizo huir a unos niños que se estaban metiendo con él por llevar una mochila de color lila. Sam sabía que ella jugaba al fútbol y que solía ir con sus compañeras de equipo, además de con los miembros de la Comunidad de Deportistas Cristianos. Lo que no sabía era de qué conocía a James.

Amber sostenía una bolsa de papel arrugada, como si hubiera acabado de comer y fuera de camino a la basura.

—Hola, James —saludó.

—¡Anda, Amber! ¡Hola! Mira, estos son Sam y Delia. Sam, Delia, esta es Amber.

—Lo sé —comentó Sam.

—Hola, Amber —dijo Delia.

—Amber viene a mi iglesia —explicó James.

—Qué simpático —replicó Amber—. No sabía que era tu iglesia. Pensaba que era de todos.

Al parecer, el comentario le pareció la mar de gracioso a James. No gracioso «con efecto retardado», sino gracioso en plan «ya no hay nubes sobre mi cabeza». De pronto, James era todo alegría y buen rollo.

—Ya sabes lo que quiero decir —respondió, y a Sam y Delia les dijo—: Hace unas semanas, los dos ayudamos en la escuela bíblica de verano. Teníamos que dar de comer a unos cincuenta niños cada día. Éramos los responsables de la merienda.

—Sí, de la merienda —repitió Amber.

¿Qué leches significaba eso? Por los mensajes que James le había enviado, Sam creía que lo de la escuela bíblica de verano le había parecido un coñazo. Desde luego, no había mencionado lo bien que se lo pasó con Amber Williams. No es que Sam esperara que James le contara todo lo que hacía cuando no estaban juntos, pero aquella presentación tan efusiva y torpe le hacía pensar que «la merienda» había sido una omisión importante.

—¿Está ocupado este sitio? —preguntó Amber.

—Todo tuyo —respondió James con soltura.

Amber se sentó y dijo:

—No quería interrumpiros. Seguid con lo que estuvierais hablando.

—¿De qué estábamos hablando? —preguntó Sam a James.

—Habías dicho algo… ¿algo de las pruebas? ¿De la señora Berry?

—Ah, sí. Bueno, eso era todo —dijo Sam.

—¿Os referías a las pruebas para el club de magia que me comentaste? —inquirió Amber.

—Sí, el mismo.

—¿Estás pensando en unirte? —preguntó Delia con un tono inescrutable.

—No, qué va. Por lo que James me dijo, debe de estar muy bien, pero tengo que entrenar un montón para la temporada de fútbol y practicar magia tres días a la semana es mucho. Lo digo sin ánimo de ofender.

—Bueno, es que nos lo tomamos bastante en serio —dijo Sam.

—¿Sí? —dijo James.

—Yo sí —sentenció Delia.

—Eso es verdad —admitió James—. Tú sí.

Bueno, bueno, ¿Sam lo había entendido correctamente? ¿James había intentado convencer a alguien para que se uniera a los Fascinadores? ¿A alguien de su iglesia? Sam pensaba que James odiaba ir a la iglesia, que solo iba porque sus padres le obligaban.

Con un vistazo rápido, James pareció comprender que Sam estaba molesto. Abrió los ojos un pelín más de lo normal, unos ojos que reflejaban un rastro de culpa. Sam había catalogado un buen puñado de miradas como aquella a lo largo de los años. Solían ser la mejor indicación de que, aunque no estaban totalmente en sintonía, tampoco estaban del todo desincronizados.

—He oído que quieres ir a la Pináculo —le comentó Amber a Delia.

—Ese es el primer paso. Lo malo es que, como el nivel académico de este instituto es tan bajo, los resultados que obtengo en las convenciones de magia son lo único que puede darme la posibilidad, aunque sea remota, de que me admitan. No creo que la Pináculo acepte a muchos estudiantes que trabajan en Chili’s cuatro días a la semana. Pero no hay de qué preocuparse, ya tengo planes de contingencia.

—A la Pináculo no le importa que no tengas un currículum perfecto —dijo James. Repetía siempre aquello como consuelo ante la inseguridad también repetida de Delia—. Lo que buscan es gente que haya sacado el máximo partido a lo que tenían. Saben que no todo el mundo tiene las mismas ventajas.

—Pues ojalá piense lo mismo el encargado de las admisiones.

En ese momento sonó el timbre, como para ratificar la esperanza de Delia. Nadie notó que Sam había caído en un silencio malhumorado. Sus amigos no solían intentar sacarlo de sus baches cuando se ponía taciturno, y Sam creía que era lo mejor: si le preguntaran qué le pasaba, ni siquiera sabría qué decir.

Mientras recogían sus bandejas para tirar los restos a la basura, Amber se volvió hacia James:

—Por cierto, ¿qué pasó al final con los tíos aquellos en la fiesta de Mike?

Sam puso la antena.

—¿Eh? ¿Qué tíos? —preguntó James sin detenerse.

—Los capullos que estaban al lado de la nevera portátil con la pipa. Farah me dijo que te vio subirte al coche con ellos, así que supuse que te fuiste a la otra fiesta.

—Oh. Ah, qué va. Al final, los tíos esos no eran para tanto. Lo resolvimos cuando te fuiste.

Delia cruzó una mirada con Sam y levantó una ceja. Así estuvo seguro de que, al menos, no era el único que notaba algo raro. Pero ya habían llegado a la bifurcación que había fuera de la cafetería; Sam tenía que ir a clase de Trigonometría, a la izquierda, mientras que sus amigos tenían Cálculo, a la derecha. Lo que no sabía era en qué dirección iría Amber.

—Vale —dijo ella sin darle importancia—. Me alegro de que lo solucionarais.

—Bueno, ¿nos vemos en el gimnasio a las cuatro menos cuarto? —preguntó Sam, ignorando la conversación entre James y Amber—. Será la primera práctica del último año.

Delia le hizo un saludo militar y James le regaló su mejor sonrisa, en plan «aquí no pasa nada». Pues vale.

Sin embargo, sí que había una diferencia de dieciocho metros en la dinámica del grupo. Dieciocho metros en la dirección equivocada.

Si algo tenía practicar magia en Friedman, Georgia, es que nunca sabías quién te iba a odiar por ello.

Cuanto más cerca estabas de Atlanta (y, desde luego, cuanto más cerca del norte), más gente te encontrabas que veía las posibilidades artísticas y de progreso de la magia. Pero, en el sur profundo, era más probable oír susurros en plan «este es un brujo que invoca al diablo».

Para los compañeros de clase de Sam, no era ningún secreto que él era un mago practicante. La mayoría también había deducido que era gay, ya fuera por su pronunciación esmerada y su predilección por los vaqueros ajustados, o quizás por la pegatina que lucía en su coche (un arcoíris bien grande, por si acaso no sabían que «Q-Atl» significaba Queer Atlanta, un grupo para niños, adolescentes y padres del sur que se reunía cada mes).

Sin embargo, Sam sabía que la clave de su existencia tranquila en el instituto residía en pasar desapercibido. Era como un acuerdo tácito entre él y sus compañeros. Aparte de sus padres y de algunos profesores y amigos (James y Delia entre ellos), Sam nunca sabía si esa persona de Friedman con la que estaba hablando lo aceptaba o si solo estaba siendo cortés, esperando a que se marchara para santiguarse y rezar por su alma inmortal. A veces, ni siquiera se esperaban. Como dos años atrás, cuando unos cuantos alumnos de último curso que pertenecían a la Comunidad de Deportistas Cristianos se habían ofendido por su existencia y habían lanzado una breve pero intensa campaña para eliminar el presupuesto de los Fascinadores y disolverlos.

(Podrían haberse salido con la suya si la madre de Sam no hubiera amenazado con arrojarles a toda la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles sobre el instituto. Fue una pasada).

Por todo ello, Sam siempre valoró mucho lo que vivía al entrar en el gimnasio a las cuatro menos cuarto: era un rato especial que compartía con James y Delia. Estaban practicando magia y el estado y el instituto lo autorizaban, les daban un espacio específico para ello.

Aquel día, Sam fue el primero en llegar, pero no tuvo que esperar mucho en las gradas antes de que Delia y James aparecieran juntos, charlando amigablemente. Nada en su comportamiento indicaba que estuvieran pensando en lo rara que había sido la comida. Apenas dejaron de conversar cuando se acercaron a Sam, y Delia siguió hablando mientras se quitaba la mochila y abría el compartimento principal, del que sacó un montón de papeles sueltos:

—… y por eso le dije que, si de verdad quería salir conmigo, tendría que esforzarse un poco más —concluyó, ganándose una risotada de admiración de James y una ceja levantada de Sam—. Le estaba contando a James lo que pasó aquella noche en la bolera después de que vosotros dos os fuerais.

De nuevo, Sam se sintió invadido por el desconcierto, pero solo durante el instante que tardó en darse cuenta de que no se refería a lo que había ocurrido entre James y él, porque obviamente a James no haría falta contárselo y, además, se le veía tan pancho.

—Ah, ya, con Jamal. Algo me dijiste. —Sam respiró hondo para calmarse. La única forma de conseguir que todo volviera a la normalidad era empezar a comportarse como si todo fuera normal. Señaló los papeles que Delia tenía en la mano y preguntó—: ¿Y eso?

—Son copias del plan de estudios de C. January para primero de Magia Aplicada —explicó Delia mientras entregaba un taco de papeles a James y otro a Sam—. Y os preguntaréis, ¿quién es C. January? Pues es, ni más ni menos, que un profesor o profesora o profesore de la Academia de Magia Pináculo, no sé si te suena.

—¿Y de dónde has sacado ese plan de estudios? —preguntó Sam.

Hojeó las páginas y vio referencias a todo tipo de hechizos que, según C. January, se podían encontrar en quince libros distintos y en una docena de webs y aplicaciones diferentes. Algunos hechizos estaban escritos directamente en el plan de estudios; la mayoría estaban en inglés y todos atribuidos a C. January. Eran originales suyos, un dato que parecía confirmar todo lo que Sam sabía de la Pináculo.

—Resulta que la Pináculo tiene un grupo de Friendivist para futuros alumnos, así que estuve indagando y encontré algunos miembros a los que ya habían aceptado y que están empezando el primer semestre. Les envié un privado a un par de ellos, sin avasallar, diciéndoles que me gustaría ver el plan de estudios para saber si es demasiado difícil para una doña nadie de Georgia como yo. Ya me entendéis, apelando a lo listos y hábiles que se creen que son.

—Bien pensado —dijo James.

—Me das un poco de miedo y todo —añadió Sam.

—Pues eso no es nada —dijo Delia—. Bueno, al final resultó que están tan orgullosísimos de sí mismos que ninguno quería compartir nada conmigo. El caso es que tanto Vikram como Mark, los dos con los que hablé, mencionaron estar en la misma clase, así que me inventé una dirección de correo electrónico y le escribí a Vikram haciéndome pasar por Mark; le dije que se me había bloqueado el acceso al portal estudiantil y que si por favor podía enviarme el plan de estudios. Era poco probable que funcionara, pero mira, me salió bien. Ahora que tenemos esto, puedo asegurarme de que lo que estudian no está muy por encima de mi nivel. Si os parece bien a los dos, había pensado que, durante este semestre, podemos alternar entre practicar para la convención y repasar este plan de estudios. Después de Acción de Gracias, ya habrá pasado la convención y sabré si me han aceptado. Entonces podremos pensar qué hacer en los últimos seis meses, porque ya no tendremos que practicar para ninguna convención el año que viene.

—A mí me parece bien —dijo James.

—¿Soy el único que no está listo para pensar en nuestros últimos seis meses el primer día de clase?

—Perdona, Sam. —Delia abrazó su copia del plan de estudios contra el pecho—. Ya sabes que vivir el momento es un lujo que literalmente no me puedo permitir.

—A ver —comenzó Sam—, antes de que nos emocionemos planeando nuestra fiesta de Navidad y de graduación… James, a la hora de comer, ¿de qué iba todo ese rollo?

—¿Todo qué?

—Lo que pasó en la fiesta de Mike o yo qué sé. Parece que me he perdido un montón de cosas. Aunque, claro, como he tenido toda la tarde para rayarme, estoy seguro de que la verdad será absolutamente decepcionante.

—Bueno… —James hizo una pausa y miró alrededor, como si alguien pudiera estar escondido en el espacio abierto (y muy vacío) que era el gimnasio—. De verdad, no es nada. No merece la pena involucraros.

—¿Involucrarnos?

—Sea lo que sea, ahora nos lo tienes que contar, obviamente —dijo Delia.

James se mordió el labio inferior y soltó un suspiro:

—Está bien. Pero, de verdad, no es algo de qué preocuparse. Lo tengo todo bajo control, ¿vale? A ver, la semana pasada, cuando fui a la fiesta de Mike…

—¿Es aquí lo de las pruebas para el club de magia?

Se volvieron a la vez y observaron a un chico vestido con una camisa azul de cuadros, de al menos metro ochenta y con otros tantos centímetros de rizos rubios. Estaba agitado y jadeaba, como si hubiera llegado corriendo. Sam no lo reconoció, pero tampoco parecía que acabara de empezar el instituto.

El chico se quedó de pie a unos pasos del umbral y, después, avanzó un poco más hacia ellos, interpretando su silencio como que no le habían oído. Lo cierto era que habían dejado de esperar la llegada de miembros nuevos desde hacía tanto tiempo que les estaba costando procesar la aparición de un desconocido.

—¿Es aquí…?

—Sí, estás en el lugar correcto —dijo Sam—. Es decir, suponiendo que estés buscando el club de magia para ti y no… preguntes por alguien. —Sam notó que se ponía colorado y Delia le dedicó una mirada de vergüenza ajena.

—Guay —dijo el chico—. Sí, estoy buscando el club de magia. Para mí.