Los guardianes del castillo - Paulino García Marín - E-Book

Los guardianes del castillo E-Book

Paulino García Marín

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Beschreibung

Sergio, un niño de once años, se ve compelido a trasladarse junto a su familia a un pueblo en el que están teniendo lugar sucesos inusuales. En este sitio, forjará amistades con nuevos compañeros y juntos se adentrarán en una investigación acerca de los enigmas que envuelven unas llaves enigmáticas, la presencia de un forastero intrigante y un antiguo castillo que resguarda una historia fascinante por desvelar. Acompaña a Sergio y su pandilla en esta emocionante travesía que alterará sus vidas de manera irrevocable.

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Los guardianes del castillo

Paulino García Marín

isbn: 978-84-10047-84-6

1ª edición, noviembre de 2023.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro

con fines comerciales sin el permiso de los autores

y de la Editorial Autografía.

A mis padres, por enseñarme el valor del esfuerzo y la superación, así como el amor por los orígenes y la familia.

Índice
PORTADA
PÁGINA DEL TÍTULO
CRÉDITOS
PRÓLOGO
CAPÍTULO 1 – SERGIO
CAPÍTULO 2 – ALBA
CAPÍTULO 3 – SOFÍA
CAPÍTULO 4 – SR. KING
CAPÍTULO 5 – MARCOS
CAPÍTULO 6 – ENRIQUE
CAPÍTULO 7 – EVA
CAPÍTULO 8 – LA PRUEBA DE LOS VALIENTES
CAPÍTULO 9 – ATANDO CABOS
CAPÍTULO 10 – LAS ALMENAS
CAPÍTULO 11 – LA ERMITA DE SAN JORGE
CAPÍTULO 12 – CONTRARRELOJ
CAPÍTULO 13 – ASALTO AL CASTILLO
CAPÍTULO 14 – ESPERANZA
CAPÍTULO 15 – EL TESORO

PRÓLOGO

Las aventuras de nuestra infancia se recuerdan con cariño y merecen sacarlas a la luz siempre que sea posible. Quien haya podido disfrutar de temporadas estivales en un pequeño pueblo, rodeado de amigos y con la libertad para moverse felizmente por sus calles sin el peligro de la gran ciudad, sabrá de qué estoy hablando. Quizás ahora sea algo imposible, ya que ha cambiado todo mucho, pero esos recuerdos son los que consiguen esbozar en mi cara una sonrisa.

Esta novela representa mi primer reto personal de sacar a la luz algunos de esos recuerdos y, al mismo tiempo, rendir homenaje a aquellos pequeños municipios que se llenan de vida cuando llega el verano. En mis recuerdos estarán siempre presentes aventuras trepidantes, carreras en bicicleta, amistades de verano, fiestas patronales, etc. Todo ello, mezclado entre sentimientos de nostalgia y emoción por recordar esas aventuras como un verdadero tesoro.

Quisiera dedicar esta novela a mis padres, que con paciencia nos llevaban a mis hermanas y a mí a pasar el verano al pueblo en el que nos reencontrábamos con nuestra pandilla. Unos amigos cuyo vínculo era tan estrecho que, a pesar de no vernos durante muchos meses, cada reencuentro era como si el tiempo se hubiese detenido y jamás nos hubiéramos separado para volver a la gran ciudad. Recuerdo cómo era de emocionante recibir cartas manuscritas de mis amigos durante el año. Ese gesto sencillo, pero al mismo tiempo único y personal me permitía saber si mis amigos se encontraban bien, si habían sacado buenas notas, si les gustaba alguien del colegio, etc. Las respuestas a todas aquellas preguntas no eran inmediatas. Los días de espera a la siguiente carta parecían eternos. Algo impensable en la actualidad con los móviles, Internet, etc.

Por ese motivo, los primeros días de cada reencuentro eran especiales. Nos poníamos al día de todo aquello que unas breves líneas manuscritas no habían dejado explicar. El tiempo se detenía y las preocupaciones desaparecían para dar paso a unas vacaciones donde cada día podía convertirse en una verdadera aventura.

Por suerte, en aquellos trepidantes días de verano, además de nuestros padres, siempre teníamos el cuidado y el cariño de nuestros abuelos (otros grandes pilares de mi infancia), que nos mimaban como únicamente saben hacerlo ellos y que hacían de nuestra estancia en el pueblo un momento inolvidable. Todavía hoy recuerdo cómo sentía un nudo en el estómago al recorrer los últimos kilómetros de aquellas callejuelas serpenteantes antes de llegar al pueblo y descubrir a los ancianos sentados en sus sillas de mimbre, cobijados por la sombra de los árboles de la plaza, observando el vaivén de gente por la calle mayor. Me viene a la memoria, como si fuese hoy, cómo respiraba el aire puro que se colaba entre las entreabiertas ventanas de nuestro coche y que mi padre nos hacía inspirar con los ojos cerrados para valorar ese momento de felicidad. Una mezcla de sentimientos positivos y de nervios por volver a reencontrarme con mis amigos. Todo ello, hace que la elaboración de esta novela me haga retroceder en el tiempo hacia esos momentos de felicidad.

Así que, me gustaría dedicar mi primera novela a todos los que me habéis apoyado en este camino. Mención especial a Eva, con quien, además de compartir un proyecto de vida, me ha animado y ayudado a que esta novela haya sido posible. A mi familia, de la que he aprendido mucho y de la que estaré eternamente agradecido por los valores y enseñanzas transmitidas que me han hecho ser quien soy (con mis virtudes y mis defectos). A mis abuelos, a quienes siempre recordaré con cariño toda la paciencia y amor desbordante que me transmitieron y que, de algún modo, sé que me han acompañado en todo este camino. Y, por supuesto, a mis amigos que, directa o indirectamente, formasteis parte de esos momentos de mi infancia que siempre me harán esbozar una sonrisa de felicidad al recordarlos.

CAPÍTULO 1

SERGIO

Tenía ganas de volver a ver el cielo estrellado desde aquel mirador de la sierra de Collserola, desde donde se podía contemplar la ciudad en la distancia. Era una parada obligada cuando hacía una ruta en bici con mi padre y mis hermanas. Desde aquel mirador todos los problemas se veían igual de pequeños que aquellas diminutas luces de la ciudad de Barcelona. Así que, siempre que podía aprovechaba el fin de semana para pedir a mi padre explorar nuevas rutas en la sierra de Collserola con nuestras bicis de montaña. Una excusa que servía para huir de la rutina y, por qué no admitirlo, del aburrimiento en casa. Ahora no recordaba la última vez que había podido ir. Quizás solo eran unas semanas, pero en ese momento me parecía una eternidad…

Me llamo Sergio y tengo 11 años. Me encanta ir en bici y el deporte en general, aunque es verdad que desde el accidente de papá no soy la misma persona. Antes era más alegre y me encantaba ir a la playa a jugar en la arena en verano y recoger conchas u otros objetos extraños, que guardaba como un verdadero tesoro. Pero ahora en el nuevo colegio me siento más triste, como si algo no encajara. Mamá había intentado animarme todo este tiempo, diciendo que todo iría bien y que pronto recuperaría la sonrisa. Sabía que mi adaptación no estaba siendo fácil y que mis intentos por ocultar mi tristeza eran vanos ante la mirada inquisidora de mamá. Sus palabras eran sinceras, aunque no podían eliminar el hecho de que nuestras vidas habían cambiado para siempre y que lo que nos deparaba el destino nos llenaba igualmente de incertidumbre. Y es que no era la primera vez que, a mitad de un curso, nos teníamos que mudar por motivos de trabajo. Esa circunstancia hacía cada vez más difícil establecer fuertes lazos de amistad en el colegio y, en cierto modo, lo agradecía para evitar un sufrimiento estéril si se avecinaban nuevos cambios.

Al llegar a casa, intentaba matar el tiempo jugando a la consola o viendo mis series preferidas por televisión. Había dejado mi bicicleta aparcada las últimas semanas bajo la escalera de la entrada. Intentaba no mirarla, ya que me recordaba a papá y eso me entristecía. Por suerte, en mi habitación disponía de otro gran tesoro que me ayudaba a recobrar el ánimo: mi colección de cómics. Cada vez que me adentraba en la lectura de alguno de esos libros, podía liberarme de la realidad y enfundarme en la piel de cualquiera de esos superhéroes a los que los problemas parecen no afectarles en absoluto y donde los mamporros y poderes sobrenaturales les permiten encontrar siempre una solución a sus problemas.

Por su parte, mamá pasaba poco tiempo en casa y con mis hermanas me había distanciado bastante. De este modo, mi habitación era otro de mis refugios cuando quería estar tranquilo y no discutir con nadie. Así, aquel primer día de agosto, me tumbé en la cama de mi habitación empezando a pensar en lo que me depararía el destino a la mañana siguiente.

Hacía varios meses que estaba anunciado. Vivir en Barcelona y repetir la misma rutina diaria, era algo que tenía fecha de caducidad. En las próximas horas, la mudanza se realizaría sin remedio abandonando todo lo que había conocido hasta la fecha. Por mucho que quisiera hacerme ilusiones de que aquel traslado jamás se realizara, no había vuelta atrás. Debía hacerme a la idea de dejar de nuevo el colegio, abandonar la costumbre de jugar partidos de fútbol en el parque o bañarme en la playa y buscar tesoros escondidos en la arena.

Estirado en la cama, podía ver a través de la gran ventana de mi habitación cómo un camión de mudanzas se iba llenando de enormes paquetes embalados para el transporte. Unos fuertes empleados se iban pasando, como una cadena de hormigas, los recuerdos acumulados de nuestras vidas en la gran ciudad.

Mis hermanas no estaban preocupadas como yo. Sofía era la mayor. Tenía 15 años. Era decidida y valiente, además de tener un fuerte carácter que, en ocasiones, nos hacía desesperar. Se esforzaba mucho por conseguir sus propósitos sin pedir ayuda a nadie. Un ejemplo de ello es que, a su edad, había conseguido ser la primera de su promoción en todas las materias. Mamá tenía la esperanza que de mayor alcanzara un gran puesto de trabajo que valorara esas aptitudes. Antes pasaba más tiempo con mi hermana y conmigo, pero ahora casi nunca está en casa. Desde que empezó a salir con sus amigas, llegaba siempre tarde para pasar algún rato con Alba y conmigo y jugar a las adivinanzas o a un juego de mesa, altamente adictivo, con el que podíamos pasar largas horas intentando construir un imperio de hoteles ficticio. En esos juegos nos lo pasábamos en grande, aunque también discutíamos acaloradamente cuando a alguno de nosotros se nos ocurría hacer alguna trampa maliciosa para ganar. No obstante, todo aquello había quedado atrás, ya que ahora mi hermana estaba más preocupada por cómo iba a estar en contacto con sus amigas después del traslado.

Mi hermana Alba era diferente. Con sus 13 años, era la alegría de la familia. Siempre estaba pendiente de los demás y valoraba de forma positiva y optimista cualquier problema. Me ayudaba con los deberes y pasábamos largos ratos jugando juntos hasta que venía mamá del trabajo. Desde hace meses, era consciente del cambio que se avecinaba en nuestras vidas, pero controlaba su ansiedad con una de sus pasiones: la lectura. Su habitación, llena de libros, cuadernos y lápices rezumaba a su enorme talento. Supongo que lo habría aprendido de mamá, con quien acostumbraba a pasar algunas tardes aprendiendo nuevos estilos literarios en su despacho. Su habitación era su fortaleza, su santuario, al que solo las personas con expresa invitación podían acceder.

Lo cierto es que no me importaba cuando me cerraba las puertas en mis narices impidiéndome el paso. Si no me dejaba entrar, hacía lo imposible para saber lo que estaba pasando en el interior de su habitación.

Al mirar mi habitación con las paredes desnudas de todas mis figuritas de superhéroes, de pósters de videojuegos y de mi colección de cómics, empecé a comprender que no había marcha atrás. A mis 11 años, resultaba difícil desprenderme de la habitación que tantos secretos había guardado: noches en vela leyendo cómics bajo las sábanas, llantos en la almohada después de discutir con mis hermanas, rincones secretos donde escondía mis juguetes preferidos, etc. Todos aquellos recuerdos debían quedarse atrás y encarar con valentía el futuro que me esperaba. No quería defraudar a mamá, aunque tenía el corazón en un puño y, por unos instantes, la certeza de ponerme a llorar desconsoladamente.

Lo cierto es que mudarme de la ciudad a un pequeño pueblo no resultaba de lo más emocionante. ¿Podré seguir viendo mi serie preferida? ¿Habrá buena conexión a Internet para jugar online con mis amigos? Esas eran algunas de las preguntas estúpidas que en ese momento me venían a la mente. Lo más probable era, o al menos eso pensaba yo, que mi vida se iba a convertir en un auténtico aburrimiento. Eso sin contar con la posibilidad de conocer nuevos amigos allí. ¿Cómo serán? ¿Les caeré bien? ¿Cómo se divertirán? Preguntas que me golpeaban la cabeza como un martillo y que acrecentaban cada vez más mi nerviosismo.

Mamá tenía ganas de mudarse, respirar el aire puro del campo y recuperar las fuerzas perdidas tras la muerte de papá meses atrás. Desde entonces, mamá nos había criado sola y eso, claro está, era incompatible con la enorme inversión de tiempo en su puesto de trabajo como criminóloga de la Ciudad de la Justicia. Papá también era policía y supongo que eso fue lo que les unió. Los dos tenían un gran don para adivinar nuestras intenciones o descubrir si alguno de nosotros trataba de culpar a otra persona por una trastada que hubiésemos hecho. Mamá, por su parte, también destacaba por su capacidad de reinventarse y encarar los nuevos retos con ilusión.

De este modo, decidió que era buen momento para ir a vivir a una antigua casa en el pueblo de mi abuelo, donde todavía se alzaba una enorme bodega de la que tantas veces presumía. Nosotros no habíamos ido nunca, ya que estaba muy lejos de Barcelona, aunque la verdadera razón era evitar recordar el accidente que se llevó la vida de papá. Nunca lo hablamos abiertamente en casa, pero aquella bodega albergaba más secretos de los que era capaz de entender en ese momento.

A pesar de ello, mamá siempre nos explicaba historias divertidas sobre la infancia de papá y del abuelo en el pueblo, así que pensé que, tal vez, no era tan mala idea ir a vivir a allí. Nunca conocí a mi abuelo, pero siempre escuché hablar a mis padres muy bien de él y nos explicaban que era una persona muy conocida y querida por todos.

Ahora se abría una nueva oportunidad de conocer las raíces de nuestra familia y, además, mamá podría seguir trabajando resolviendo casos sin el ajetreo de la gran ciudad.

Por otro lado, según nos explicó, hacía unas semanas que le habían pedido ayuda en la resolución de un caso que había sucedido en el pueblo y que solo lo podría resolver si se trasladaba allí.

Lo único que me inquietaba era saber cuál era el motivo de mamá para perder el miedo a ir a vivir a un lugar que le traía tan malos recuerdos. Era un gran paso que demostraba, una vez más, su carácter valiente y su fortaleza mental, imprescindibles para superar cualquier duda o temor.

En este sentido, proponerle el reto de resolver un caso difícil le motivaba muchísimo y si se ponía nerviosa lo compensaba relajándose pintando cuadros de paisajes o de castillos medievales, antes de encerrarse en su despacho para solucionar los casos que investigaba. Era su manera de relajarse, aclarar las ideas y volver a concentrarse en su objetivo.

Supongo que lo aprendió de papá, que acostumbraba a plasmar a cualquier hora del día sus bocetos e ideas en una libreta de trabajo. En los últimos meses antes de su accidente, recuerdo que su obsesión era dibujar llaves de tamaños y formas diferentes. Podía estar hablando por teléfono y, al mismo tiempo, garabatear en un papel. No sé por qué, pero siempre acababa dibujando llaves antiguas de tamaños y colores muy diversos.

Ver la ilusión de mamá por ir a vivir al pueblo hizo que mis miedos pasaran a un segundo plano.

—Escuchadme bien —dijo mamá mientras cenábamos por última vez en Barcelona—. Ya veréis cómo este cambio nos va a venir bien a todos.

Los ojos de mamá se iluminaban ilusionados cada vez que hablábamos de la mudanza y del cambio de vida y era difícil expresar nuestros miedos e incertidumbres.

—Mamá, yo no quiero cambiar de colegio y de amigos. ¡Eres muy egoísta! —gritó Sofía enfurecida y entre un mar de lágrimas.

—¿Podremos llevarnos la consola? —pregunté inocentemente.

—¿Cómo puedes pensar en eso cuando estamos a punto de abandonar todo lo que conocemos? —gritó Sofía levantándose de la mesa y corriendo hacia su habitación.

El silencio inundó el salón interrumpido únicamente por los sollozos de mi hermana. Esa discusión me quitó de golpe el apetito y únicamente alcancé a decir:

—Siento mucho haberla hecho enfadar —murmuré.

—No te preocupes. Se le pasará —respondió mamá con una leve sonrisa.

Mamá siempre veía los problemas como una oportunidad de superarse y hacerse más fuerte ante las adversidades. Pese a que sabía que ese cambio de vida no sería fácil, tenía la esperanza de que todos juntos podríamos adaptarnos a ese cambio y ser felices.

Después de tranquilizar a mi hermana, mamá la convenció para volver a la mesa, ya que quería explicarnos más detalles de la nueva vida que nos esperaba.

Mirándonos con una sonrisa permanente en su rostro, nos empezó a explicar que viviríamos en un pequeño pueblo de apenas 100 habitantes donde había vivido el abuelo. Aquella cifra, aunque anecdótica, me sobresaltó, ya que daba a entender que sería el pueblo más pequeño del mundo y que nada tendría que ver con el bullicio de una gran ciudad.

La elección del pueblo no era casual. Al parecer, un antiguo amigo de papá le había dejado a muy buen precio una casa en el pueblo donde había vivido mi abuelo y que estaba muy cerca de un castillo del siglo XV. Según nos siguió contando mamá, aquel castillo estaba hasta hace pocos meses abandonado y en muy mal estado de conservación. Aun así, es el monumento más emblemático del lugar y por la noche, en ocasiones, encienden unas luces exteriores que lo iluminan. Además, la casa estaba muy cerca de la bodega del abuelo y podríamos ir a verla siempre que quisiéramos.

—Os va a encantar —dijo mamá.

—¿Vive alguien en ese castillo? —preguntó Sofía con curiosidad.

Mi hermana había regresado minutos después de su habitación más calmada. Tenía los ojos humedecidos y ligeramente hinchados, como consecuencia de las lágrimas derramadas.

—Por lo que sé —prosiguió mamá— ese castillo llevaba mucho tiempo abandonado, pero por suerte un coleccionista inglés se ha hecho cargo de él y lo está reformando. Vuestro padre, me explicó una vez que en su juventud subía a lo alto del castillo con sus amigos y que las vistas son espectaculares.

—¿Podremos ir a verlo? —pregunté con curiosidad.

—¡Fantástico!¡Qué pasada! ¡Es el mejor plan desde que me dejaste ir sola a comprar el pan! —dijo Sofía con clara ironía mientras resoplaba con fuerza en señal de desaprobación.

—¡Ja, ja, ja! No seas exagerada. Seguro que encontrarás muchas diversiones en el pueblo que te harán cambiar de opinión —dijo Alba sin poder contener sus carcajadas.

—Lo cierto es que es posible que debamos pedir permiso, ya que al estar restaurándose no será libre el acceso a su interior. Pero no os preocupéis. ¡Lo intentaremos! —dijo mamá guiñándonos un ojo en señal de complicidad.

Era evidente que el tono jocoso e irónico de mi hermana no había hecho mella en el carácter alegre y optimista de mamá.

Después de aquella explicación, nos pidió que recogiéramos la mesa mientras ultimaba los preparativos del viaje.

Tras colocar los platos, cubiertos y vasos en el lavavajillas me senté en el sofá pensativo. Empecé a recordar algunas de las historias de papá relacionadas con un castillo. ¿Era una casualidad? Supongo que existen infinidad de castillos y torres similares a las de aquel pueblo, pero algo en mi interior me decía que pronto descubriría muchas más cosas sobre las anotaciones que papá realizaba en su libreta personal y que algún día tenía pensado darme.

Recordaba aquella conversación en uno de los trayectos que hacíamos en bici por la montaña en la que me prometió dejarme ver aquella misteriosa libreta cuando me hiciese mayor. Aunque tenía curiosidad por el contenido de aquella libreta, pronto centraba mi atención en el deporte y la naturaleza que a los dos nos apasionaba. La verdad es que nos encantaba descubrir lugares especiales donde poder disfrutar de unas vistas espectaculares de la ciudad de Barcelona, lejos del bullicio de la gente y del humo de los coches. A veces incluso, si el tiempo acompañaba nos quedábamos en el monte a ver las estrellas y las lágrimas de San Lorenzo: una incesante lluvia de meteoros que durante el mes de agosto se podía disfrutar desde aquellos miradores elevados de Collserola. Pero ese fin de semana, sería especial, ya que se convertiría en el último tiempo de ocio que pasaríamos juntos viendo las estrellas e intentando identificar las diferentes constelaciones. Por desgracia, el accidente del pueblo lo truncó todo y jamás pude conocer los detalles de las aventuras de papá en ese antiguo castillo ni del paradero de esa libreta que seguro me haría volar mi imaginación. Si hubiese sabido que conocía aquel castillo y que había estado con sus amigos en su interior, no hubiese tardado ni un segundo en preguntarle sobre los detalles de sus aventuras en un lugar tan bonito y enigmático a partes iguales. ¿Tendrían algo que ver las anotaciones que realizaba continuamente en su libreta personal? La verdad es que ya era demasiado tarde para averiguarlo o, al menos, eso pensaba yo.

Así, al comenzar a pensar en las investigaciones que podría hacer, los nervios del viaje se iban acrecentando. ¿Podría conocer por dentro el castillo donde jugaba papá con sus amigos? ¿Qué tendría de especial ese monumento abandonado durante tanto tiempo para que alguien mostrara interés en reformarlo?

Mis hermanas no estaban aparentemente tan entusiasmadas como yo y optaron por refugiarse en su habitación.

— Vete a dormir Sergio — dijo mamá saliendo de su estudio. Mañana será un día muy largo y deberás estar descansado. Yo todavía he de regresar a la oficina a recoger mis cosas y no volveré hasta bien entrada la noche.

—Vale mamá, pero... ¿me dejas ver un rato más la tele? —pregunté suplicante.

—De acuerdo. Pero cuando vuelva no te quiero ver despierto, ¿entendido? —me respondió con ojos severos.

Era mi último día en Barcelona y quería aprovechar al máximo ese tiempo extra antes de irme a dormir. Cuando mamá marchó de casa, pronto se complicaron las cosas. Mi hermana Sofía salió de su habitación y sin preguntarme cogió el mando de la tele y cambió el canal.

—¿Qué haces? —exclamé—. Mamá me ha dejado ver la tele.

—Pues ahora me toca a mí, porque soy mayor que tú —contestó Sofía.

Enseguida se prendió la mecha y nos enzarzamos en una discusión por poseer el mando a distancia. En uno de esos tira y afloja noté cómo mi mano golpeaba sin querer un objeto contundente.

—¡Noooooo! — grité. Como si de una película de acción se tratase vi caer el jarrón preferido de mamá a cámara lenta hacia el suelo. Mi último intento por alcanzarlo resultó estéril y un sinfín de trocitos de cerámica inundaron la sala de estar.

—¿Has visto lo que has hecho? —gritó alarmada mi hermana—. Cuando venga mamá te vas a enterar.

Quedé paralizado por un instante. Pero un sentimiento de rabia y culpa me invadió. Salí corriendo por el pasillo enfurecido y entre sollozos me escondí bajo la cama de mi habitación. Era mi escondite preferido para este tipo de situaciones. Realmente no sería muy difícil encontrarme, pero en ese lugar me sentía seguro y cerré los ojos con fuerza esperando que todo pasara rápido o que aquel desastre fuese simplemente una pesadilla de la que no conseguía despertar. Pronto me pareció escuchar las voces de mis hermanas discutiendo, aunque desde mi escondite era difícil entender lo que decían.

No pensaba salir. Necesitaba calmarme y analizar la situación. Miles de posibles acciones y respuestas ocurrentes se me pasaban por la cabeza para solucionar aquel estropicio. Pero a la hora de la verdad, ninguna de ellas podía resolver lo evidente: la rotura del jarrón preferido de mamá. Además, nunca quería que nos acercásemos a él, ya que al parecer era muy caro. Solo de pensar en su enfado, al verlo roto en mil pedazos, palidecí. Mis ojos hinchados y cansados por la tensión empezaron a cerrarse, quedándome totalmente dormido...

Abrí los ojos, somnoliento. No sabía el tiempo que había pasado escondido allí. Un frío que calaba hasta los huesos me había rescatado de un extraño sopor. Salí de mi escondite con la esperanza de que el incidente con el jarrón formara parte de una mala pesadilla y me dirigí al pasillo. Pronto me di cuenta de que algo extraño sucedía.

Al final del pasillo, pude ver de nuevo el jarrón colocado en su estante en perfecto estado. ¿Cómo puede ser? ¿Será otro jarrón? Una extraña fuerza me iba atrayendo hacia aquel objeto y avanzaba hacia él cada vez más rápido. De repente, cuando estaba casi a punto de tocarlo, el jarrón empezó a tambalearse y parecía que se iba a caer de nuevo. ¡No puede ser! ¡No puedo alcanzarlo! Mis pies paralizados no respondían mis órdenes y aquel jarrón cada vez tenía más posibilidades de tener un destino fatal… Empecé a gritar con todas mis fuerzas para buscar ayuda en vano. Cuando creí que todo estaba perdido, una voz familiar me rescató... “¡Sergio!, ¡Seeergio!, ¡Seeergio!..”

Hice un grito desesperado y pronto pude darme cuenta de la situación. ¡Me había quedado dormido! Frente a mí, pude ver el rostro de mamá tratando de despertarme con pequeños zarandeos con el objetivo de sacarme de mi escondite.

—Sergio, sal de ahí. Ya me han explicado tus hermanas lo que ha pasado. Recoge los trocitos de jarrón que todavía quedan en el suelo y a dormir —repuso con tono grave.

—Lo siento mucho, mamá —dije compungido—. Sofía y yo nos hemos peleado por el mando de la tele y le di un golpe al jarrón. No lo quería romper.

—No te preocupes —dijo mamá—. Cuando eras pequeño y vinimos a vivir aquí, eras un niño muy inquieto y más de una vez estuviste a punto de romperlo. Te costaba dormir y te levantabas sonámbulo en plena noche. Un día de madrugada te sorprendí subiendo por el sofá para intentar alcanzarlo y casi lo tiraste al suelo.

—¿Tendrá algo que ver lo que me estás explicando con esta pesadilla? — pregunté extrañado.

—Supongo que sí —afirmó mamá—. Pero tranquilo, es normal que los niños pequeños no paren quietos de aquí para allá o de tocar cosas brillantes. De todos modos, aquel jarrón no me gustaba nada.

Aquella afirmación de mamá, seguida de un guiño de complicidad, me tranquilizó. Parecía cansada, ya que no dedicó más esfuerzos a escuchar mis justificaciones y se fue a dormir. Al salir de mi escondite, todavía estaba algo confuso con lo que había sucedido hacía un instante. ¡Qué sueño tan extraño! ¿Qué quiso decir mamá con “cosas brillantes”? ¿Estaría buscando algo en el interior de aquel jarrón? ¿Por qué tanta fijación por tocar ese objeto? Mi mente no alcanzaba a comprender, aunque una cosa era clara, el mal rato que pasé en aquella pesadilla todavía me ponía el vello de punta.

Estaba muy cansado, pero tal y como me acababa de decir mamá, debía recogerlo todo y prepararme para el gran viaje. Así que, con el recogedor y la escoba de la cocina, empecé a arreglar el estropicio. Había multitud de fragmentos por todas partes: debajo de la mesa, el pasillo, etc. Parecía imposible poder llegar a recoger todos los trocitos minúsculos en los que se había convertido el jarrón. ¡A quién se le ocurriría pedir quedarse a ver la tele! A pesar de todo, estaba decidido a dejar el suelo impecable y me esforcé en conseguirlo. Sin saberlo, mi tenacidad pronto me haría descubrir algo que cambiaría mi destino para siempre.

Conseguí rescatar los trocitos esparcidos por el salón y al dirigirme al sofá, opté por mirar debajo por si todavía quedaba alguno. Efectivamente, mirando a izquierda y derecha, varios destellos me llamaron la atención. La gran mayoría eran trozos que habían acabado en aquel escondite poniendo a prueba mi paciencia y tenacidad.

Pronto reparé en uno de esos trocitos por tener un brillo especial. No alcanzaba con el recogedor y tuve que reptar por el suelo, alargando lo más posible el brazo para llegar hasta él. Mi sorpresa fue enorme al descubrir de qué se trataba... ¡Era una llave!

Pronto me di cuenta de que estaba solo y que nadie había podido ver mi cara de asombro. ¿Sería esta llave el objeto brillante que de pequeño trataba de encontrar en el jarrón? ¿Quién la escondió allí? Quizás mamá tampoco sabía de su existencia y aquel incidente la hizo salir de su escondite.

Arrodillado frente al sofá con aquella llave en la mano me di cuenta de que se parecía mucho a las que dibujaba papá en aquella libreta personal que llevaba a todas partes.

Era una llave no demasiado grande, ligera y un poco oxidada. Tenía las letras “GC” grabadas en un extremo y no era nada parecida a las que teníamos para abrir la puerta de casa. Parecía muy antigua y en mi mente se repetía una y otra vez la misma pregunta: ¿qué demonios hacía allí escondida?

Recuerdo que aquel jarrón siempre había estado en un lugar destacado de la casa. Se lo regalaron a mis padres unos amigos del pueblo justo cuando nací o eso creía. Lo que estaba claro es que aquella llave guardaba muchos misterios y que después de 11 años quizás era buen momento para descubrirlos. Aun así, nunca llegué a pensar que su descubrimiento sería un momento crucial para lo que pasaría más adelante.

A la mañana siguiente, emprendimos el viaje. Un trayecto que según pasaba el tiempo, estaba siendo más largo de lo esperado. Las carreteras estaban llenas de coches cargados de maletas escapando de la gran ciudad. Al verlos, me imaginaba si aquella huida masiva era normal para los meses de verano en los que nos encontrábamos: unos meses en donde muchas familias emprenden su viaje de vacaciones hacia un apartamento en la playa, una casa rural, etc. O, si por el contrario, también habría familias que, como nosotros, dejaban atrás sus recuerdos y vivencias para mudarse a un lugar desconocido.

Por su parte, mis hermanas se entretenían viendo una película en los monitores instalados en los asientos y mamá intentaba estar pendiente de la carretera y de contestar un sinfín de llamadas aburridas del trabajo.

—¿Inspectora Otero? —una voz ronca se escuchó por los altavoces del coche.

—Le escucho. Estoy conduciendo en dirección a la escena del crimen —dijo mamá algo nerviosa.

Noté cómo mamá miraba a través del retrovisor con nerviosismo y con claro deseo de ocultar algo. ¿Lo había escuchado bien? “¿Escena del crimen?” O me estaba volviendo loco o el nuevo caso en que estaba trabajando mamá tenía que ver con un crimen...

—Entiendo inspectora — continuó aquella voz—. Cuando llegue diríjase a la plaza del pueblo y le pondré al corriente de las novedades.

—Entendido —sentenció mamá—. En un par de horas nos vemos.

Interrumpiendo la llamada, volvió a mirar a través del retrovisor confirmando que mis hermanas no habían detectado nada sospechoso. En mi caso, parapetado en la parte posterior del coche, rodeado de maletas, era imposible verme. De haber sido así, supongo que la impresión sería la misma, ya que no estaba seguro en aquel momento de haber entendido la conversación.

Después de una hora por la autopista, nos adentramos en carreteras secundarias poco transitadas, pero llenas de vertiginosas curvas no aptas para los propensos a marearse. Así, escondido entre maletas en la parte trasera del coche, intentaba despejar mi mente escuchando mi música favorita con mis auriculares inalámbricos nuevos. Fue el último regalo de papá para mi undécimo cumpleaños junto a una brújula de supervivencia que, según sus palabras, “sería para no sentirme perdido nunca”. La brújula me gustaba mucho e incluso más que los auriculares. No me desprendía de ella en ningún momento y, en más de una ocasión, la había utilizado con mis amigos en excursiones, colonias y aventuras que nos inventábamos en las fiestas de pijama que montábamos de vez en cuando. Recuerdo cómo escondíamos pistas en casa y con la ayuda de la brújula y de unas pequeñas pistas debíamos encontrar objetos escondidos: “12 pasos al norte, 15 hacia el este, etc.”. Aquellos juegos me habían ayudado a ser más observador y me divertían muchísimo.

Así que, “escondido” en los minúsculos asientos abatibles del coche contemplaba cómo la aguja magnética de la brújula marcaba constantemente el O (oeste). Un balanceo constante que, junto con la música que escuchaba con los auriculares, me ayudaba a dar pequeñas cabezadas durante el viaje.

Al despertar de uno de esos sueños, pude comprobar cómo la impaciencia se apoderaba de mis hermanas.

—¿Cuánto falta? —preguntó Alba.

—No queda mucho —dijo mamá—. Pero tenía pensado parar en la siguiente área de servicio a comer algo antes de llegar al pueblo. ¿Qué os parece?

—Mamá. Yo quiero llegar cuanto antes. Tendremos cobertura, ¿no? —replicó Sofía.