Los límites de su consentimiento - Yolanda León - E-Book

Los límites de su consentimiento E-Book

Yolanda León

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Beschreibung

¿Qué serías capaz de hacer para proteger aquello que amas? ¿Hasta dónde llegarías con tal de mantener a salvo a los tuyos? Junio de 1707. Xàtiva ha pagado cara su lealtad al archiduque Carlos de Austria y arde hasta los cimientos. Cerca de allí, un escalofrío sacude a la joven Isabel de Corverán mientras contempla la inmensa columna de humo en el horizonte. Desde la muerte de su padre ha tratado de mantener sus tierras y a cuantos viven en ellas a salvo de la cruel guerra que los rodea, pero… ¿qué puede hacer una dama indefensa cuando el más temido de los oficiales borbónicos y sus hombres deciden ocupar su casa? ¿De qué le pueden servir sus modales y su esmerada educación ante un demonio tan despiadado como seductor que no solo exigirá su hospitalidad, sino su entrega total en cuerpo y alma? Durante siete largos días con sus noches Isabel deberá dejar a un lado su honor, su pudor y sus creencias. Siete noches en las que despertará su cuerpo y sus sentidos a una sensualidad y un placer prohibidos para una dama. Siete noches en las que aprenderá que, para una mujer sola en un mundo de hombres, el sexo puede convertirse en el arma más poderosa con la que derrotar al peor enemigo. Siete días que pondrán a prueba Los límites de su consentimiento y que la transformarán para siempre.

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Yolanda León

Primera edición: octubre de 2016

Copyright © 2016 Yolanda Salcedo León

© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

[email protected]

ISBN: 978-84-16331-94-9

Diseño e ilustración de cubierta: Calderón Studio

Índice de contenido
PRIMERA NOCHE
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
SEGUNDA NOCHE
11
12
13
14
TERCERA NOCHE
15
16
17
18
19
20
CUARTA NOCHE
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22
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QUINTA NOCHE
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32
SEXTA NOCHE
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34
35
36
37
38
39
SÉPTIMA NOCHE
40
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47
48
49
50
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS

A todos los que leéis historias y soñáis con ellas. Para que el

sueño nunca acabe. Gracias.

«Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo,

y saldrás triunfador en mil batallas».

Sun Tzu

Corberà, 21 de junio de 1707

―Que Dios me permitiera vivir tantos años para tener que presenciar algo así…

La voz de la anciana sonó quebrada por el dolor. Sus manos arrugadas temblaban, incapaces de sostener la escudilla de gachas que Isabel acababa de darle. La joven tuvo que sujetarla antes de que la mujer se rompiera en un llanto amargo.

Isabel se levantó despacio y, alzando la vista al cielo, se secó el sudor con el dorso de la mano. Entonces se alegró de que su querido padre estuviera muerto para no tener que contemplar el espectáculo que se dibujaba ante sus ojos.

Una gran columna de humo ascendía en el horizonte. Se extendía como un negro presagio de muerte a través de lo que debía ser un claro cielo de verano y llenaba el aire con un asfixiante aroma a quemado. Era el mismo humo negro que se veía desde hacía dos días y que teñía el horizonte con un resplandor anaranjado al caer la noche. No necesitó escuchar las noticias de los desgraciados que habían conseguido escapar: Xàtiva ardía. El francés había ordenado prenderle fuego, arrasar la ciudad hasta los cimientos para que sirviera de escarmiento para cualquier otra población que osara resistirse a su avance. El marqués D’Asfeld y sus hombres se afanaban en cumplir su orden con minuciosidad y deleite.

Isabel de Corverán se llevó la mano al pecho y trató de contener las lágrimas. Muchos de sus conocidos habrían perdido su hogar. El propio palacete que su familia tenía en la ciudad debía de haber quedado ya reducido a cenizas, y aun así eran afortunados de conservar la vida. Desde Almansa, los franceses ahorcaban a cualquier partidario del archiduque Carlos de Austria que caía en sus manos, y cualquier hombre resultaba sospechoso de serlo. Por eso la mayoría había optado por dejar atrás a sus familias, huir a la sierra y unirse a las partidas de maulets, que continuarían la lucha junto a los restos del ejército austracista.

Mujeres, niños y ancianos habían acudido a la alquería de Corberà con la esperanza de obtener asilo. Labradores de la zona, e incluso algún soldado portugués que huía de las redadas que se sucedían en el camino de Valencia, se habían detenido para obtener algo de descanso y provisiones para sus alforjas antes de continuar camino hacia la sierra. Isabel auxiliaba a todos. Era lo correcto. Sabía que su padre habría hecho lo mismo de estar vivo, y Jaume…

El eco de varias detonaciones de mosquete llegó a sus oídos. Hasta ese instante habían estado tranquilos, pero aquellos disparos sonaban demasiado cerca. Tratando de disimular su nerviosismo, recogió sus faldas y ascendió los escalones de la arcada de piedra que daba acceso a la gran casa de campo. Josefa, la vieja dueña que la había atendido desde la muerte de su madre, la miraba desde la puerta con el miedo reflejado en sus facciones marchitas.

―Franceses… ―No era una pregunta, sino una afirmación―. Vienen los franceses. Quemarán la casa, y solo Dios sabe qué más pueden hacerles esos desalmados a unas pobres mujeres solas.

Permaneció en silencio, sus ojos verdes se posaron en una de las refugiadas de Xàtiva que estaba sentada junto a las cocinas. La mujer no debía de ser mucho mayor que ella misma, pero su rostro estaba ajado por el dolor y el sufrimiento. Estaba despeinada y sus ropas, antaño de calidad, estaban gastadas y sucias; sostenía contra su pecho a un niño de alrededor de un año y otra chiquilla muy pequeña se abrazaba a ella llorosa. Recordó que alguien le había contado que una de aquellas desdichadas había sido forzada por los franceses delante de sus hijos pequeños. Que esos malditos los habían amenazado de muerte para evitar que se resistiera. Isabel supo que debía de ser ella, por la forma en que esta se aferraba a su niño, a la par que se balanceaba con la mirada perdida en la nada. Cerca, un anciano roía un mendrugo de pan con queso mientras varios chiquillos más se afanaban en rebañar el contenido de un plato de gachas. Toda esa pobre gente dependía de ella, eran su responsabilidad. Un escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en lo que podía ocurrir con aquella gente y con todos los habitantes de la pedanía si los franceses llegaban hasta allí y decidían tomar represalias sobre ellos.

―Doña Isabel… ―Don Antonio, el administrador de sus tierras, avanzó acompañado por tres hombres del pueblo. Los cuatro estaban armados con viejos arcabuces y mosquetes de caza―. Si los franceses tratan de asaltar la casa, nos defenderemos.

―Nadie va a hacer nada, don Antonio ―contestó con calma―. Vos y los hombres, regresad a vuestras casas. Soy la señora de estas tierras, y nadie que esté bajo mi protección sufrirá daño mientras yo viva.

―Señora…

―No, don Antonio ―le cortó en seco―. Obedeced. No van a quemar la casa. Además, todas las patrullas francesas han pasado siempre de largo. ¿Por qué habrían de molestarnos ahora?

Josefa la miró fijamente. A ella era difícil engañarla, había ayudado a traerla al mundo y, tras la muerte de su madre, la había criado como a una hija. Ella sí podía leer el miedo en sus ojos verdes, en la rigidez de sus movimientos, en la forma en que sus dedos se crispaban sobre la barandilla de la escalera, que daba acceso a las cámaras superiores de la alquería.

Isabel observó en silencio cómo los pocos hombres que quedaban en la pedanía marchaban a sus casas. Eran solo labradores y trabajadores de los telares de seda, gentes de bien que habían de mirar por sus familias. No se derramaría sangre si estaba en su mano evitarlo. Ocurriera lo que ocurriera, le haría frente con la cabeza alta. Y lo haría sola.

PRIMERA NOCHE

1

Fue el diablo en persona quien se presentó ante su puerta, montando un semental enorme, tan negro como la boca del infierno. Había visto muchos grabados en los libros y había escuchado los sermones del padre Miguel y los cuentos con los que su abuela y la buena de Josefa trataban de asustarla por las noches. Siempre mostraban al diablo como una bestia deforme, de piel rojiza, con cuernos de macho cabrío y cola de reptil, una criatura inhumana y grotesca que nunca inspiró en ella más que risa, y no un temor como el que pretendían infundirle. Ella sabía que esa figura no era real. En el fondo de su alma, Isabel estaba segura de que, de existir el diablo, este se vería como un hombre. Como ese hombre: una figura peligrosa e inquietante. La del despiadado jinete del Apocalipsis que había aparecido a caballo en la misma entrada de su casa.

Desde donde estaba, de pie en medio de la escalera, no podía decir si sus ojos eran azules como el hielo o de un gris tormentoso, brillando amenazadores bajo la sombra que proyectaba el ala de su sombrero negro adornado con plumas blancas. Pero sí calculó que no era mayor, quizá no más de treinta y cinco años. La luz del sol que se filtraba entre el humo del incendio parecía teñir su uniforme de rojo sangre y hacía refulgir como el fuego los adornos dorados de su casaca blanca y de la espada que llevaba sujeta al cinto, bajo el fajín de color azul cielo. Isabel no necesitó más.

Los franceses habían llegado a su puerta.

Se permitió cerrar los ojos e inspirar profundamente antes de continuar descendiendo los escalones de piedra, dispuesta a enfrentar lo que fuera que el destino le tuviera reservado con el porte y la entereza de una dama de su posición.

«No es más que un hombre. Y tú ya no eres una niña asustada, tienes veinte años. Eres una dama, Isabel, y la señora de estas tierras ―se recordó con firmeza―. ¡Actúa como tal! No dejes que huela tu miedo».

―¿Monsieur? ―preguntó, haciendo acopio de toda la calma y dignidad que fue capaz de reunir―. Si vos y los vuestros habéis llegado con la intención de quemar esta casa, os sugiero que comencéis arrojando las antorchas al interior. Como veréis, el exterior es de piedra maciza y ladrillo, muy resistente al fuego, monsieur.

En un principio casi se alegró al ver que sus palabras habían provocado un pequeño destello de sorpresa en la mirada del oficial.

―No temáis, madame. A estas alturas ya nos hemos convertido en unos expertos en provocar incendios. Llegado su turno, la casa arderá con la misma facilidad que esa condenada ciudad. ―Sus palabras, dichas en un correcto castellano con un ligero acento francés, rezumaban arrogancia y parecían hacer gala de una ácida ironía.

―¿Así que tenéis la intención de quemarla? ―preguntó, tratando de parecer indiferente mientras él desmontaba con calma―. Es solo simple curiosidad, monsieur.

Había llegado al pie de la escalera, y al darse cuenta de lo alto que era decidió quedarse en el último escalón para poder mirarle cara a cara. No. Ella era Isabel de Corverán y no iba a permitir que ese hombre la intimidara, por mucho que tuviera su vida en sus manos.

―Bueno, si insistís, madame, estaremos encantados de hacerlo. Pero lo cierto es que solo estamos inspeccionando la propiedad, evaluando la posibilidad de usarla como cuartel para mis oficiales durante esta semana.

Una tensa sonrisa se dibujó en los labios de la joven, al tiempo que una oleada de alivio cruzaba su rostro. La idea de que, al menos durante unos cuantos días más, ella y las gentes a su cargo estuvieran a salvo le había hecho bajar la guardia ante el francés. Y eso que era algo que no podía permitirse, menos ante un adversario como el que tenía delante.

―Y decidme, madame ―continuó el oficial―. ¿Sois vos la dueña de esta propiedad? ¿O tenéis acaso un padre o un marido con el que pueda tratar?

―Cualquier asunto que deseéis tratar, habréis de hacerlo conmigo, monsieur ―contestó alzando el mentón con orgullo―. Soy Isabel de Corverán, y, desde la muerte de mi padre, solo yo soy la señora de estas tierras y de la pedanía de Corberà.

De forma inesperada, el oficial se quitó el sombrero haciendo una pomposa reverencia, avanzó un paso hacia ella y tomó una de sus manos antes de inclinarse para colocar un rápido beso en su dorso. Más por sorpresa que por disgusto, Isabel apartó su mano de la del hombre como si le hubiera quemado. Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rostro del oficial. Un rostro que, aunque fuera a regañadientes, la dama debía admitir que era el más atractivo que había visto en su vida.

―Mademoiselle de Corverán, es un inmenso placer. ―Había una amenaza velada en su voz. Parecía que su reacción aterrorizada le hiciera disfrutar de alguna manera perversa―. ColonelArmand de Sillègue, Régiment du Dragons d’Autevielle au service de SaMajesté le Roi Louis XIV.

Isabel sintió como si su estómago se diera la vuelta al oírle decir su nombre. Este era el mismo coronel Armand de Sillègue a quien muchos ya apodaban El Carnicero después de sus hazañas en la batalla de Almansa y la brutalidad con la que daba caza a los partidarios del archiduque. Algunos incluso hablaban de él como si ni siquiera fuera humano. Y ahora, teniéndolo frente a ella, al ver esa ambición despiadada que ardía en unos ojos tan claros e irreales que bien podrían pertenecer a un ángel antes que a un demonio, podía entender el porqué. Este era el hombre que pretendía alojarse en su casa. Uno que la aterraba y al que despreciaba. Pero había algo más. Algo que no podía entender y que no era capaz de nombrar. Y que se negaba a tratar siquiera de hacerlo.

Por un instante se permitió evocar las palabras que su padre le había dicho muchas veces. Era un todo un caballero, sabio, bueno, muy devoto de Dios y la Virgen, que le había recordado en un sinfín de ocasiones que debía amar a sus enemigos y aceptar con resignación todo lo que el Señor decidiera enviar sobre ella, aunque fuera la peor de las desdichas. Una y otra vez le había dicho: «Todo lo que tú puedas ofrecerle a quien te quiera mal es una cosa menos que podrá tomar de ti…». Nunca había sido tan consciente de lo que aquellas palabras implicaban hasta ese momento. Por mucho que le doliera su orgullo, si quería tener una posibilidad de salir con bien de aquello, no tenía más que un camino.

―Vos y vuestros hombres son bienvenidos en mi casa, por supuesto. ¿Deseáis que os muestre la propiedad, monsieur?

Se limitó a asentir esbozando una sonrisa de complacencia. Pensó que él interpretaría su falta de resistencia como un signo de cobardía. Nada iba a cambiar eso. Sin embargo, cuando empezó a conducirlo a través de su enorme casa de campo, no pudo dejar de preguntarse qué más tendría que entregar a ese hombre antes de que él lo tomara por la fuerza.

2

De Sillègue se había dado cuenta de la presencia de una mujer madura, vestida de luto, que, supuso, debía de ser la dueña de la joven. Los seguía a cierta distancia, mientras su señora le guiaba de una estancia a otra de la gran casa. En apariencia, Isabel se mostraba tranquila, altiva, como si solo estuviera recibiendo la visita de un incómodo pariente lejano. Pero Armand podía sentir con claridad su miedo. Un miedo que se manifestaba a través de las nerviosas explicaciones que le daba mientras le mostraba los salones y la biblioteca de la planta baja, así como la bodega, la despensa y la cocina, que estaban en el edificio anexo al otro lado del patio. Ese nerviosismo se hizo mucho más evidente cuando le escoltó escaleras arriba para enseñarle las cámaras. Una a una, fue abriendo las puertas a lo largo del oscuro pasillo para que pudiera echar un vistazo al interior, y, pese a que encontraba de lo más divertido el hecho de que la joven pareciera evitar pisar el interior de cualquiera de los dormitorios en su compañía, le estaba empezando a cansar. Fue cuando ella se estaba disculpando por tercera vez por el estado de abandono de las habitaciones cuando permitió que su impaciencia aflorara a la superficie.

―Mademoiselle de Corverán ―gruñó con suavidad, interrumpiéndola a mitad de una frase. Por un momento se deleitó en el miedo que su voz podía provocar en aquellos hermosos ojos verdes―, ¿tenéis intención de salvar vuestra casa a costa de hablarme hasta la muerte?

Ella se quedó sin habla; Armand, en cambio, apenas pudo contener la risa al ver la expresión de su rostro: una mezcla de temor, vergüenza y perplejidad. Estaba descubriendo que disfrutaba burlándose de esa muchacha mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir. Además, Isabel de Corverán era, sin lugar a dudas, una criatura encantadora. El corpiño del vestido en tono lavanda que llevaba parecía hecho para realzar su esbelta figura. Su cabello era una densa masa de rizos oscuros que llevaba recogido en un moño bajo y que enmarcaba un rostro ovalado, una nariz recta y unos labios carnosos y sensuales. Los ojos verdes, ligeramente rasgados, dotados de unas pestañas densas y negras, le miraban de forma directa, con una valentía digna del mejor de los adversarios. Y aun así, era capaz de percibir las emociones, los miedos que se arremolinaban bajo una máscara de fría dignidad.

―Disculpad, mon colonel. Solo pretendía que os familiarizarais lo antes posible con la propiedad. ―Él alzó las cejas mirando con indiferencia las plumas blancas que adornaban su sombrero.

―Está bien, me parece que ya estoy lo bastante familiarizado, y creo que mis hombres lo encontrarán todo de lo más acogedor. En cambio, no he visto unas habitaciones que sean por entero de mi agrado. Soy un hombre exigente, mademoiselle, y, como podéis imaginar, de gustos… refinados. ―Su mordaz comentario fue recompensado por el tenue rubor en sus mejillas―. Decidme, mademoiselle de Corverán, ¿dónde dormís vos?

Isabel abrió los ojos sorprendida, para después mostrarse visiblemente abatida. De Sillègue suponía que ella pensaba que nunca sería capaz de pedirle algo así. Y, sin embargo, sabía que también estaba lo bastante asustada para no negarse a su solicitud, aunque eso fuera por completo indecoroso.

―Por supuesto, coronel, por favor…

Fue lo único que dijo mientras le hacía un gesto para que la siguiera por otro pasillo y después a través de una puerta que no conducía a sus habitaciones como había supuesto, sino a otro tramo de escaleras, oscuras y estrechas. En lugar de sentirse irritado, Armand disfrutó de la cercanía a la que ese corredor les forzaba. Podía olerla, un sutil aroma a jazmín que encontraba de lo más excitante. Apartó la idea con rapidez de su mente. Ya habría tiempo para eso más tarde.

―Mademoiselle de Corverán, ¿acaso habéis elegido vivir en el ático? ―preguntó intrigado―. Me parece algo más propio de criados que de la señora de la casa.

―Oh, esto no es exactamente una buhardilla. Mi padre hizo acondicionar esta parte de la casa debido a que me gusta la tranquilidad. Además, es fresca en verano y el calor de las chimeneas hace que se mantenga más caliente en invierno.

―Qué bien ―replicó sin disimular su sarcasmo. Ella le dirigió una mirada de disgusto por encima del hombro.

―Sí, coronel ―afirmó con vehemencia al llegar ante una puerta pintada de blanco―. Mi padre era más aficionado a la paz de esta propiedad que al bullicio de nuestra casa de Xàtiva; él siempre quiso que tuviera lo mejor.

Se podía apreciar una nota de tristeza en su voz al tiempo que abría la puerta con mano temblorosa. Armand se vio sorprendido por el lujo de la alcoba. Con apenas disimulado asombro, caminó a través del salón, amueblado con una riqueza y elegancia dignas de los mejores palacetes de la nobleza parisina. Recordaba haber tomado a la aburrida esposa de un conde en una cama más pequeña que la que ahora tenía ante sus ojos. Unas lujosas cortinas de terciopelo azul real envolvían la montaña de sábanas y colchas en seda azul y blanca. Sus ojos se apartaron del lecho para ir a fijarse en la chimenea de piedra, e incluso en el hermoso clavecín de madera lacada con adornos en pan de oro. La habitación era mucho más espléndida de lo que jamás habría imaginado en una villa de campo; era incluso digna de un castillo. Debía reconocer que toda la casa era magnifica, fruto, sin duda, de la considerable fortuna que aquella familia había amasado con el negocio de la seda a lo largo de generaciones.

Dejó caer su sombrero en una butaca cerca de él y se volvió hacia la pequeña biblioteca que había junto a una pared. Sus ojos azul grisáceo recorrieron los volúmenes con curiosidad. Junto a los libros en lengua valenciana y castellana, como los de María de Zayas, destacaban obras de Petrarca, Dante y Boccaccio, e incluso comedias de Molière, todas en su lengua original. Su dedo recorrió los lomos de los volúmenes, algunos tan antiguos que bien podían ser ediciones originales, para terminar posándose en unas antologías de poemas de Verónica Franco, la famosa cortesana veneciana. Aquello espoleó aún más su curiosidad.

―¿Todos estos libros son vuestros? ―La joven asintió―. Extrañas lecturas para una dama y mucho más viendo vuestra clara predilección por lo italiano.

Ella se adelantó un paso y, en un gesto que le pareció significativo, tomó el volumen de poemas entre sus manos. Por un instante, lo miró en silencio.

―Mi padre era de la opinión de que una mujer no debe tener una instrucción menor a la de un varón, y más cuando parte de nuestros negocios están en Italia, Flandes o la misma Francia ―aclaró, volviendo a colocar el libro en su lugar―. Además, mi madre era veneciana. Esto hace que sienta un mayor aprecio por lo italiano.

Armand la miró con detenimiento. Siempre había oído alabar la belleza y sensualidad de las mujeres de la ciudad de los canales. Una belleza que, de seguro, aquella joven había heredado. Verla en medio de tanta riqueza parecía algo totalmente natural para ella, como si hubiera sido hecha para la simple contemplación y el lujo. Y, pese a todo, seguía comportándose con una total sencillez, como si nada tuviera la menor importancia. Casi sin desearlo, tuvo la repentina visión de su delicado cuerpo hundiéndose entre las sábanas suaves, a él mismo levantando la pesada falda hasta sus caderas, recorriendo con sus manos la suavidad de sus medias, las cintas de las ligas, hasta rozar la piel cálida de sus muslos desnudos, colocándose sobre ella y empujando para obtener aquello que con tanto celo ocultaba. Parpadeó y apartó la imagen de su cabeza, para evitar que su erección se hiciera patente. Observó de nuevo a mademoiselle de Corverán. La joven seguía mirándolo con aquellos ojos grandes y asustados… Sí, él era un oficial del rey. Su deber se limitaba a cumplir órdenes, un deber que las más de las veces podía resultar desagradable, pero que de vez en cuando podía convertirse en un verdadero placer.

―Mademoiselle de Corverán ―comenzó esbozando una diabólica sonrisa que, sabía, era capaz de atemorizar a su más feroz adversario―, esto me servirá.

3

Isabel se estremeció por dentro ante las palabras del altivo coronel De Sillègue. Ella había visto el deseo, apenas velado, en sus ojos mientras estos recorrían sus aposentos. Nadie podía imaginar lo ultrajada que se sentía por el simple hecho de tenerle allí, en un lugar tan privado para ella. Ningún hombre, salvo su propio padre y alguna visita del doctor Mora, habían pisado su alcoba, y eso cuando todavía era una niña. Esa habitación era su refugio, su torre, su santuario, y ahora ese francés, como el diablo que era, pretendía mancillarla. Pero no tenía otra alternativa. Tenía que aceptar que la noche anterior había sido la última que había dormido en la que fuera su cama durante los últimos trece años. De Sillègue la ocuparía desde esa noche hasta que la maldita caballería borbónica se largara. Miró de nuevo hacia el lecho y, por un momento, su mente imaginó aquel cuerpo largo, bronceado y musculoso, envuelto entre sus sábanas de seda. Se apartó de él con brusquedad, horrorizada ante esa imagen tan tórrida e inoportuna.

―¿Coronel, sería posible que retirase algunos de mis objetos personales antes de que vos y vuestros hombres os instaléis en la casa?

Intentó parecer lo más indiferente posible, pero, aun así, sus palabras sonaron torpes y atropelladas. Un hombre de su rango debía ser un caballero, y como tal esperaba que no fuera tan descortés como para echarle de su casa tan solo con las ropas que llevaba puestas. En el fondo, tenía pocas esperanzas de obtener siquiera esa merced.

―Oh, mademoiselle de Corverán, aunque hayáis pensado lo contrario, yo jamás me atrevería a arrebataros vuestra habitación, o esta casa. Eso sería… ―sonrió con malicia mientras fingía buscar las palabras en su idioma― poco caballeroso. ¿No os parece?

―Me alegra saber que a pesar de todo lo que se dice de vos, sois un verdadero caballero, señor ―respondió con visible alivio, un alivio que pareció desvanecerse al verlo avanzar de forma súbita hacia ella, con el largo cabello negro arrojando sombras sobre su aristocrático rostro, sus ojos de hielo fijos en los suyos, antes de detenerse a tan solo un palmo de su cuerpo. Ni siquiera fue capaz de respirar cuando él se inclinó y sus labios estuvieron a tan solo unos centímetros de rozar su oreja.

―Ya que mi regimiento va a estar por aquí solo una semana, parece del todo innecesario pediros que os mudéis de habitación. Como vos sabréis, un caballero jamás tomaría las habitaciones de una dama. ―Hablaba con voz profunda, arrastrando las palabras con suavidad, y su aliento acariciaba su cuello―. Y yo soy, como vos comprenderéis, un caballero. Así que lo más sencillo será que la compartamos. ¿No os parece?

4

Armand no pareció para nada sorprendido cuando ella se alejó de él en silencio y visiblemente aturdida. La observaba mientras retrocedía, paso a paso, hasta dar con la espalda en la pared, el horror y la indignación dibujados en su hermoso rostro.

―No podéis estar hablando en serio ―jadeó sin aire.

―Por supuesto que hablo en serio, mademoiselle de Corverán. Ningún caballero bromearía con tales cosas. ―Pero él sí que lo hacía. No podía resistirse al placer que le provocaba burlarse de ella, jugar con ella. Y, con el tiempo, podría también disfrutar del placer de hacerla suya.

La seguía estudiando mientras trataba de mantener el equilibrio contra la pared e intentaba articular una respuesta. Aquella aparente calma, su compostura, su aplomo quedaban hechos añicos con tan solo un par de palabras. En esos momentos se sintió mucho más seguro de sí mismo. Disfrutaba de su miedo. Deseaba probarla.

―¿Acaso tenéis la intención de forzarme, coronel? ¿Ignoraréis las reglas de la guerra? ―consiguió articular con un hilo de voz.

Armand giró sobre sus talones y caminó con tranquilidad hasta la chimenea, se dio la vuelta y apoyó un codo con gesto despreocupado sobre la repisa.

―Yo hago mis propias reglas ,mademoiselle de Corverán ―afirmó tajante―. Y sabed que tengo la intención de teneros.

―No hay nada honorable en forzar a una mujer ―protestó débilmente.

―Tampoco hay nada honorable en esta guerra. Y eso no me ha detenido hasta ahora.

―Luego… ¿disfrutáis de algo tan vil?

―No tengo ninguna duda de que obtendría un gran placer de vos. ―Esbozó una sonrisa de suficiencia mientras recorría su cuerpo con la mirada―. Pero soy un caballero, y un caballero jamás forzaría a una dama en contra de su voluntad. ―Ella suspiró en un alivio momentáneo―. Por supuesto, puedo dormir solo en ese lecho esta noche, pero si fuera el caso me sentiría muy decepcionado. ―Sus ojos parecían refulgir con un brillo amenazador―. Creedme si os digo que no os gustaría saber lo mal que les sienta a mis hombres ver a su coronel disgustado. Igual que tampoco les gustaría a vuestros siervos, o a los habitantes de esta villa, o a vuestros magníficos telares de seda… Ahora ya depende de vos. ¿Será agradable mi estancia?

Se había despojado de su máscara de atenciones y buenos modales. ¿Qué diferencia había entre que él la forzara y que ella sucumbiera a esa clara amenaza?

―No tengo la intención de enfrentarme a vos, coronel. ―Isabel nunca había querido pensar en semejante posibilidad. Su mente era incapaz de imaginar algo así. En ese momento las palabras de su padre seguían resonando en sus oídos.

«Todo lo que tú puedas ofrecerle…».

―¿Ah, sí, mademoiselle? ―preguntó con visible curiosidad.

―Sí… No sería violación si consiento.

Esas habrían sido las últimas palabras que esperaba escuchar de ella. Cualquier dama en su situación trataría de pedir misericordia, de sobornarle con sus riquezas. Ninguna se habría plegado de una forma tan simple a su voluntad. Y eso era algo que le había tomado completamente por sorpresa.

―Y decidme, mademoiselle de Corverán, ¿por qué habéis decidido dar vuestro consentimiento a este acuerdo? ¿Tenéis acaso planes de engañarme en vuestra sensación de seguridad para luego tratar de asesinarme en la noche? ―No pudo evitar sonreír ante la visión de aquella criatura pequeña y delicada intentando atentar contra su vida.

―No, por supuesto que no. ―Mirando sus ojos, podía saber que la idea jamás había pasado por su mente.

Isabel pensó un instante en los sirvientes que habían estado con ella toda su vida. En los pobres desgraciados que tuvieron que buscar refugio en su casa y, por último, en las gentes que vivían en la villa de Corberà. Todos dependían de ella, del negocio de la seda que con tanto esfuerzo había levantado su familia. Y ahora sus vidas, su futuro, estaban en manos de ese coronel lascivo. Tal vez no podría evitar la brutalidad de esa bestia sobre ella, pero si al menos era capaz de mantenerlo ocupado, aplacado… Solo sería una semana. Debía resistir una semana.

―La violación es un pecado mucho más grave que la fornicación, coronel ―respondió, con la esperanza de que su voz no reflejara la debilidad de su espíritu.

―¿Así que consentís por el bien de mi alma? ―Se rio, comenzando a caminar de nuevo hacia ella―. He de reconocer que eso suena original.

―¿Es tan difícil de creer?

―No. No, en verdad. He conocido personas piadosas antes, o al menos que se vanagloriaban de serlo. He visto a hombres inocentes, de pie, afrontando su condena, dispuestos a recibir una bala que no era suya por derecho. Y, sin embargo, una vez el arma está amartillada, han perdido toda su entereza. Creedme, mademoiselle, la piedad desaparece con rapidez frente al cañón de una pistola.

―¿Os burláis de mi fe? ―Estaba horrorizada por su irreverencia.

―No. Solo de vuestra determinación.

Isabel lo miraba con recelo mientras continuaba acercándose despacio. Un jadeo escapó de sus labios cuando él cerró la distancia que los separaba con brusquedad; fue rápido al agarrar su antebrazo y retorcerlo con fuerza feroz hasta llevarlo a su espalda, haciéndola girar y presionándola más fuerte contra la pared, al tiempo que utilizaba el peso de su cuerpo para inmovilizarla. Esperaba que luchara, que presentara batalla, en cambio solo percibió la tensión de su cuerpo.

―¿Todavía estáis dispuesta a consentir, mademoiselle de Corverán? ―le preguntó rozando su oído con los labios.

―Sí. ―Ella inspiró hondo, tratando de contener las lágrimas.

Isabel sintió cómo la nariz del oficial rozaba su cuello y recorría despacio su piel hasta su nuca.

―Decidme, mademoiselle ―comentó en voz baja, presionando con sus caderas la parte baja de su espalda―, ¿seguiréis consintiendo cuando os haya despojado de vuestras ropas y os esté sujetando por las muñecas? ―La presión de su agarre se hizo aún más fuerte. Ella tragó saliva y dejó escapar apenas un susurro.

―Sí.

―¿Y tendré vuestro consentimiento cuando os tenga inclinada sobre ese bonito bargueño, con vuestras faldas alrededor de la cintura mientras os sujeto por la nuca?

―Sí, mon colonel.

―¿Y consentiríais en que os atara a vuestra cama, y que permita a mis oficiales que se turnen con vos?

Ya no pudo contenerse, había empezado a llorar sin importarle que él fuera testigo de ello. Solo el saber lo que podía ocurrirles a todas las personas que le importaban le daba fuerzas para responder.

―Sí.

De Sillègue simplemente la soltó y se apartó de ella, de una forma tan brusca e inesperada como la había agarrado. La joven se dio la vuelta frotándose la muñeca dolorida y le vio llegar hasta la butaca para recuperar su sombrero.

―¡Excelente! ―exclamó como si la cosa no tuviera la menor importancia―. Eso me ahorrará unos cuantos problemas y a vos unas cuantas incomodidades.

―¿Os marcháis? ―preguntó, asombrada por su repentino cambio de actitud. De pronto había vuelto a ser el altivo oficial francés.

―Siento mucho tener que decepcionaros así, mademoiselle, pero me temo que todo eso tendrá que esperar hasta más tarde. Mi deber ahora es regresar con mis hombres. No obstante, volveremos esta noche para disponer de la casa como ya hemos acordado.

Isabel se limitó a asentir en silencio, impaciente por que él se marchara antes de que la viera venirse abajo por completo.

―Por cierto ―se había parado en la puerta de su alcoba y fijó en ella su helada mirada―, si no estuvierais cuando vuelva a buscaros esta noche, reduciré vuestro pequeño mundo a cenizas.

Las palabras parecieron quedar suspendidas en el aire, aun después de que la hubiera dejado. Sin fuerzas, Isabel se derrumbó sollozando en el suelo. Para ella su mundo ya estaba en llamas.

5

Isabel seguía tirada en el suelo cuando Josefa se deslizó temerosa en el interior de la alcoba. Al ver lo despeinada que estaba su señora, la mujer corrió hasta ella y la rodeó con sus brazos con fuerza.

―Mi niña ―susurró―. ¿Os encontráis bien? Tuve que clavarme las uñas para no subir a buscaros. Ese hombre…

Isabel tuvo que tomar varias respiraciones profundas antes de ser capaz de responder.

―Estoy bien, Josefa. Te lo prometo.

La mujer comenzó a recorrerla con las manos, buscando nerviosa cualquier signo de maltrato o lesión. Al no encontrar ninguna herida obvia, tomó el rostro de la joven entre sus manos y la miró fijamente a los ojos.

―¿Qué os ha hecho ese demonio, mi niña?

―Nada, Josefa, lo juro. No me ha hecho daño. Solo pretendía asustarme. ―Aún tambaleándose, consiguió levantarse del suelo y comenzó a adecentar sus ropas. Tiró con disimulo del encaje de su manga para evitar que Josefa viera las marcas rojas que le había dejado la mano del oficial. La mujer suspiró aliviada.

―Por lo menos ya se ha ido.

―No. Me temo que no lo ha hecho. ―Isabel pudo ver cómo la cara de su ama de cría perdía su poco color y se descomponía de manera visible.

―¿Ese hombre va a regresar?

―Sí, todos van a hacerlo. Por lo visto, su regimiento va a permanecer un tiempo más en esta zona, así que el coronel pretende usar la casa como cuartel para sus oficiales.

Josefa se tapó la boca con la mano, horrorizada.

―Que Dios se apiade de todos nosotros ―rezó en voz baja. Volvió de nuevo la mirada hacia la joven en una angustiosa súplica―. ¿Qué va a ser de nosotros, hija?

―Trata de mantener la calma, Josefa. Es solo por una semana. He hablado con el coronel y sé que tanto tú como los demás estaréis bien.

―¿Vamos a estar bien? ¿Y vos?

Isabel cerró los ojos un segundo; había estado rezando para que no le preguntara, y lo que temía había terminando ocurriendo.

―El coronel y yo tenemos un acuerdo. Si algo me sucediera, tú y los demás seréis libres de marchar. Simplemente hacedlo y no miréis atrás.

―No podéis confiar en él, hija. Ni toda la diplomacia de vuestro difunto padre hubiera sido capaz de protegeros a vos o a nosotros. Ese hombre es el diablo.

La muchacha tragó saliva, y un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar sus tormentosos ojos sobre ella.

―Lo sé, Josefa, pero yo y solo yo voy a lidiar con él.

La mujer vio cómo se ensanchaban los ojos de su señora. Aunque podía imaginar lo que habría tenido que ofrecer con tal de mantenerlos a salvo, no quería pensarlo.

―Vamos, Josefa ―dijo recuperando la compostura y alisando de nuevo las amplias faldas de su vestido―. Tenemos mucho trabajo que hacer.

6

Isabel y sus sirvientes pasaron el resto de la tarde aireando todas las alcobas y limpiando el polvo y las telas de araña que se habían acumulado durante los últimos años. Había sido ella quien había ordenado cerrar la mayor parte de la casa tras la muerte de su padre. Como si manteniendo esas estancias inalteradas pudiera retener parte de la esencia del hombre que había sido todo para ella. Saber que aquellos desgraciados iban a mancillar ese recuerdo era doloroso, pero también era la única posibilidad de preservar un legado por el que Pedro de Corverán luchó toda su vida. Alzó el rostro y trató de serenarse ante la presencia de los criados. Por su propio bien, ellos no debían saber lo que en verdad ocurría. Todo debía ser como cuando su padre daba una de sus recepciones o recibía las visitas de algunos de sus socios o parientes. Se retiraron los lienzos que cubrían los muebles y se puso ropa limpia en las camas tal y como se había hecho docenas de veces antes. Para su desgracia, estas personas no eran allegadas. Y, desde luego, el coronel no era su amigo.

«Pero va a ser mi amante».

Había tratado de sacarlo de su mente desde que se marchara tan bruscamente como había llegado, pero era imposible. Hiciera lo que hiciese, él continuaba estando allí. Se le seguía poniendo la piel de gallina al recordar su aliento en el cuello, la solidez de su cuerpo contra el de ella. El poder que emanaba de su sola presencia, sus ojos gris acero que parecían traspasarla con la mirada… Y en unas horas volvería a estar sola con él, completamente a su merced… Una y otra vez se miraba las marcas rojizas que había dejado en su muñeca, y tembló al imaginar lo que podría hacer con el resto de su cuerpo.

―¿Mi niña? ―La voz de Josefa la sacó de sus pensamientos―. Ahora, ¿qué debemos hacer?

La mujer la miraba expectante, retorciendo el delantal blanco entre sus manos temblorosas. El servicio había terminado de adecentar las habitaciones y no quedaba más trabajo que realizar en la casa.

―Habrá que preparar también la cena para los caballeros. No puedo ejercer de anfitriona con este aspecto, tomaré un baño en mis aposentos. Y necesitaré ayuda para vestirme, por supuesto.

―¿Mi niña? ―Josefa estaba sorprendida por el tono despreocupado de su señora, por la aparente indiferencia con la que estaba manejando la invasión de su casa por parte de los franceses. La conocía demasiado bien. Se había hecho cargo de esa muchacha desde que su madre muriera en el parto y la quería como a nadie. Sabía que era fuerte y decidida, que difícilmente se echaba atrás ante las dificultades. No obstante, ¿hasta qué punto sería capaz de soportar esa prueba, de doblegar ese indómito carácter ante el mismísimo diablo?

―Sé que esto no es un acto social ―comenzó con voz tranquila―, pero he acordado darles cobijo bajo este techo y tengo la intención de mostrar toda la cortesía que corresponde.

―¿Y lo mismo con ese coronel De Sillègue? ¿Es también un invitado como cualquier otro?

Isabel se puso rígida al escuchar el tono frío de Josefa. Aunque entendía que su amada aya solo trataba de protegerla.

―Sí, Josefa. Lo es. Y vamos a mostrar la debida atención. O al menos yo lo haré.

El significado detrás de esas palabras era más que evidente para Josefa. Pero no dijo nada. No había nada que pudiera decir.