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Descubra los mejores cuentos de Rudyard Kipling.
Rudyard Kipling, poco amigo de los premios y las alabanzas, fue el primer británico que conquistó el Premio Nobel de Literatura. En 1907, a la temprana edad de 41 años, le concedieron dicho galardón por su «capacidad de observación, original imaginación, la virilidad de sus ideas y el talento notable para la narración que caracterizan las creaciones de este autor de fama mundial».
Escritor, periodista y poeta inglés, recordaremos a Kipling como uno de los más grandes cuentistas en lengua inglesa —género del cual fue uno de sus principales innovadores— que vivió durante el triunfante imperialismo británico de la época victoriana. Es difícil no asociar a este grandísimo autor con su Bombay natal, con la India británica y con personajes tan ilustres como Mowgli… Su escritura de tono seco, rudo, directo, con un finísimo hilo de cinismo y humor sarcástico, se convierte en una narración vigorosa que ilumina a todo aquel que la lee.
Sumérjase en estos cuentos clásicos y déjese llevar por la historia.
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Seitenzahl: 198
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Cuando vayan mal las cosas / como a veces suelen ir, / cuando ofrezca tu camino / solo cuestas que subir, / cuando tengas poco haber / pero mucho que pagar, / y precises sonreír / aun teniendo que llorar, / cuando ya el dolor te agobie / y no puedas ya sufrir, / descansaracaso debes / ¡pero nunca desistir!Rudyard Kipling
Rudyard Kipling, poco amigo de los premios y las alabanzas, fue el primer británico que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. En 1907, a la temprana edad de 41 años, le concedieron dicho galardón por su «capacidad de observación, original imaginación, la virilidad de sus ideas y el talento notable para la narración que caracterizan las creaciones de este autor de fama mundial».
Escritor, periodista y poeta inglés, recordaremos a Kipling como uno de los más grandes cuentistas en lengua inglesa —género del cual fue en uno de sus principales innovadores— que vivió durante el triunfante imperialismo británico de la época victoriana. Es difícil no asociar a este grandísimo autor con su Bombay natal, con la India británica y con personajes tan ilustres como Mowgli…
Su escritura de tono seco, rudo, directo, con un finísimo hilo de cinismo y humor sarcástico, se convierte en una narración vigorosa que ilumina a todo aquel que la lee.
Seis honrados servidores me enseñaron cuanto sé. Sus nombres son cómo, cuándo, dónde, qué, quién y por qué.
Sin duda alguna, muchas de las historias de Rudyard Kipling forman parte del imaginario colectivo, pues no hay niño o adolescente que no haya disfrutado de sus aventuras. La más conocida, admirada y representada en teatro y cine es, obviamente, El libro de la selva, también conocida como El libro de las tierras vírgenes, una colección de relatos ambientados en la India que tan bien retrató. Tenía la capacidad de hacernos vivir las aventuras como propias, nos metía tan de lleno en el ambiente que uno a duras penas podía ser capaz de discernir si estaba leyendo o aventurándose por tierras nunca antes transitadas. Su imaginación desbordada era el contrapunto a la narración agria de una realidad muchas veces insufrible.
Hay dos cosas más grandes que todo lo demás. La primera es el amor y la segunda la guerra… Y como no sabemos en qué va a acabar la guerra, vida mía, hablemos de amor.
En este libro hemos recopilado los que para nosotros son los mejores de sus relatos, las narraciones cortas que han pervivido al paso del tiempo y que todavía hoy están en el imaginario colectivo, a excepción de El hombre que pudo reinar, relato que por su magnitud y maestría, vamos a editar en una obra individual, para poder hacerle justicia y publicarlo de la manera que se merece. Así que los cuentos que aquí se incluyen son:
La marca de la bestia, Reyes muertos, El mejor relato del mundo, Así fue cómo le salió la joroba al camello, Rikki-tikki-tavi, Georgie Porgie, La puerta de las cien penas, El Bisara de Poore, Transgresión y La ciudad de la noche atroz.
Esperamos que disfruten de esta obra cumbre de la literatura universal tanto como nosotros hemos disfrutado editándola.
Siempre me he inclinado a pensar bien de todo el mundo; evita muchos problemas.Rudyard Kipling
El editor
Rudyard Kipling
Sostienen algunos que al este de Suez la Providencia cesa de ejercer su control. Los hombres quedan bajo el poder de los dioses y demonios de Asia y la Iglesia anglicana se limita a la supervisión de los ingleses de una manera moderada y esporádica.
Esta teoría puede explicar una parte de los horrores más innecesarios que ocurren en la India. Por eso es mi intención ampliarla para narrar esta historia.
Mi amigo Strickland, policía y un buen conocedor de los nativos de la India, puede verificar los hechos que aquí voy a relatar. Nuestro médico, Dumoise, también pudo presenciar lo mismo que Strickland y yo presenciamos. Pero su interpretación de aquellas pruebas fue equivocada, sin duda. Ahora está muerto; murió de una manera muy curiosa y que describiré en otro momento.
Cuando Fleete llegó a la India, poseía un poco de dinero y algo de tierra en el Himalaya, cerca de una localidad denominada Dharamsala. Heredó ambas cosas de su tío y adoptó la firme decisión de conservarlas. Se trataba de un hombre grande, gordo, inofensivo y eminente. Su conocimiento sobre los nativos era limitado, como es natural, y siempre se quejaba de las barreras lingüísticas.
Bajó a caballo desde su propiedad en las montañas para pasar el Año Nuevo en el cuartel y se alojó en la casa de Strickland. La víspera de Año Nuevo en el club se celebró una gran cena y la noche transcurrió inundada por el alcohol. Cuando, llegados desde los más remotos rincones del Imperio, los hombres se reúnen, tienen el derecho de crear algún alboroto. Desde la frontera llegó un contingente de fornidos soldados que en todo aquel año no habían podido ver ni veinte rostros blancos y que debían recorrer veinticinco kilómetros diarios a caballo para poder cenar en el fuerte más próximo, arriesgándose a recibir en el Jiber un balazo en vez de una copa. Supieron aprovecharse de aquel momento seguro y organizaron un campeonato de billar con un erizo que se encontraron en el jardín, mientras uno de ellos portaba el marcador entre sus dientes por todo el salón.
Media docena de colonos llegados del sur estaban increpando al Mayor Mentiroso de toda Asia, que intentaba contarles mejores historias que las suyas. Todo el mundo se encontraba allí, cerrando filas y haciendo un balance de los muertos y los heridos que cayeron a lo largo de aquel año. Bebimos abundantemente y recuerdo que cantamos Auld Lang Syne con nuestros pies dentro del trofeo del Campeonato de Polo y que juramos que todos nos queríamos unos a otros. Después algunos nos marcharíamos de allí para anexionar Birmania, mientras que otros protagonizarían un intento de penetrar en Sudán para ser degollados por los fusíes en una batalla atroz en los alrededores de Suakim, en la que algunos ganarían estrellas y medallas y otros se casarían, algo que no era bueno; otros harían cosas peores y otros continuaríamos bajo nuestras ataduras esforzándonos por ganar dinero pese a nuestra poca experiencia.
Fleete comenzó la noche con jerez y bíter, bebió champagne hasta el postre, luego continuó con el Capri puro y tan fuerte como un whisky, tomó coñac junto al café, cuatro o cinco whiskys para mejorar sus carambolas de billar, y cerveza mezclada con brandy añejo durante la partida de dados, sobre las dos y media. Así pues, cuando a las tres y media de la madrugada salió por fin del club, con diez grados bajo cero, se enfadó mucho con su caballo porque resoplaba e intentó subirse de un salto a la silla. El caballo se alejó y se fue hasta la cuadra, por lo que Strickland y yo formamos una guardia de deshonor para poder llevar a Fleete a casa.
El camino pasaba por el bazar, junto a un templo pequeño que estaba consagrado a Hanuman, el dios-mono, una divinidad mayor digna de todo respeto. Cada dios posee sus propias virtudes, como los sacerdotes. Hanuman tiene para mí una enorme importancia y me suelo portar bien con los suyos: los grandes simios de las montañas. No se sabe nunca cuándo necesitarás un buen amigo.
El templo estaba iluminado y, cuando pasamos por delante, escuchamos voces de hombres que cantaban. En los templos hindúes, los monjes se suelen despertar a distintas horas de la noche para poder honrar a su dios. Antes de que pudiésemos impedirlo, Fleete subió corriendo por las escaleras, saludó a un par de monjes con unas palmaditas en la espalda y apagó su cigarro ceremoniosamente en la frente de la estatua de piedra roja de Hanuman. Strickland intentó llevárselo de allí, pero Fleete se sentó para anunciar solemnemente:
—¿Lo has visto? ¡La marca de la bestia! La he hecho yo, ¿verdad que es bonita?
En menos de medio minuto en el templo reinó la confusión y Strickland, que conocía bien las consecuencias de ultrajar a los dioses, aseguró que podía suceder cualquier cosa. Los monjes lo conocían bien gracias a su puesto oficial, sus largos años de estancia en el país y su debilidad por mezclarse con los nativos, así que Strickland se disgustó sobremanera. Fleete se sentó en el suelo y se negó a moverse de allí. Aseguró que «el bueno de Hanuman era una almohada bastante cómoda».
Sin aviso previo, un Hombre de Plata surgió de un agujero que había tras la imagen del dios. Iba completamente desnudo pese al frío glacial y su cuerpo brillaba cual plata escarchada, pues era lo que en la Biblia suele describirse como «un blanco leproso como la nieve». Padecía aquella enfermedad desde hacía varios años y ya carecía de rostro; la lepra iba acabando con él. Nos agachamos para intentar incorporar a Fleete mientras el templo comenzaba a llenarse de gente que parecía salir de la tierra. El Hombre de Plata pasó corriendo bajo nuestros brazos, emitiendo un sonido casi idéntico al chillido de una nutria, asió a Fleete y, antes de que pudiéramos evitarlo, hundió la cabeza en su pecho. Luego se apartó a un rincón y se sentó mientras chillaba y la multitud bloqueaba todas las puertas.
Los monjes, que parecían bastante enfadados hasta que el Hombre de Plata tocó a Fleete, se calmaron al ver cómo lo rozaba con su hocico.
Tras varios minutos en silencio, uno de aquellos monjes se acercó a Strickland y le dijo en un perfecto inglés:
—Llévate a tu amigo de aquí. Él ya ha concluido con Hanuman, pero Hanuman no ha terminado aún con él.
La multitud abandonó el recinto y nosotros llevamos a Fleete hasta la carretera.
Strickland estaba rabioso. Aseguró que podían habernos apuñalado a los tres y le dijo a Fleete que agradeciese a los astros por poder haber salido ileso.
Fleete no le dio las gracias a nadie. Aseguró que no quería dormir. Tenía una borrachera tremenda.
Continuamos andando, Strickland en silencio y con rabia, hasta que Fleete comenzó a sudar y a temblar con fuerza. Observó que los olores del bazar eran repugnantes y preguntó por qué permitían instalar mataderos tan cerca de las casas de los ingleses.
—¿No puedes notar el olor de la sangre? —dijo.
Finalmente pudimos meterlo en la cama, justo al rayar el alba, y Strickland me invitó a un nuevo whisky con soda. Mientras lo apurábamos, me recordó el incidente en el templo y me confesó que se había quedado sin palabras. Y Strickland no soportaba quedarse sin palabras ante los nativos, pues su trabajo consistía justamente en derrotarlos con sus propias armas. De momento no lo ha logrado, aunque es posible que de aquí a quince o veinte años pueda hacer algunos progresos.
—Deberían habernos dado una zurra —dijo— en vez de chillar. No entiendo qué puede significar. No me gusta nada de nada.
Señalé que lo más probable era que el consejo del templo presentase una querella criminal contra nosotros por insultos a su religión. Un artículo del Código penal indio condenaba expresamente aquel delito de Fleete. Strickland esperaba tan solo que no lo hicieran y nos aseguró que rezaría para evitarlo. Antes de irme pasé a echar un vistazo a la habitación de Fleete y lo vi tendido sobre el costado derecho, rascándose el lado izquierdo del pecho. Me acosté a las siete de la mañana, deprimido, triste y muerto de frío.
Sobre la una cabalgué a casa de Strickland para interesarme por la cabeza de Fleete. Supuse que la tendría algo más que dolorida. Strickland se encontraba desayunando y no tenía un buen aspecto. Perdió los nervios e insultó al cocinero por no saber servirle una chuleta poco hecha. Un hombre capaz de comer carne cruda tras una noche de copas en una cosa muy rara. Así se lo expresé a Fleete y él rompió a reír.
—Estos mosquitos que tenéis por aquí son bastante extraños —comentó—. Me han acribillado, pero solo en una parte del cuerpo.
—Veamos la picadura —se ofreció Strickland—. Puede haber desaparecido en el transcurso de la mañana.
Mientras le estaban cocinando las chuletas, Fleete se desabotonó la camisa y nos enseñó una marca en el lado izquierdo del pecho —cinco o seis irregulares picaduras en círculo— muy parecida a los rosetones negros de la piel de cualquier leopardo. Strickland la examinó para decir:
—Esta mañana era de color sonrosado. Se ha vuelto negra.
Fleete corrió al espejo.
—¡Demonios! Esto no tiene buen aspecto. ¿Qué es?
No pudimos dar respuesta. En aquel momento llegaron las chuletas, rojas y jugosas, y Fleete se zampó tres de ellas de una manera muy grosera. Masticaba solo con los molares del lado derecho y ladeaba la cabeza sobre el hombro correspondiente para triturar la carne. Cuando terminó, se percató de su raro comportamiento y se disculpó diciendo:
—No había tenido tanta hambre en mi vida. He comido como si fuera un avestruz.
Terminado el desayuno, Strickland me pidió:
—No te marches. Quédate a pasar la noche aquí.
Encontré su petición absurda, pues mi casa se encontraba apenas a unos cinco kilómetros de allí, pero Strickland insistió en ello y estaba a punto de decir algo cuando Fleete lo interrumpió para confesar, muy avergonzado, que volvía a tener hambre. Strickland envió a un hombre a mi casa para que recogiese lo que yo pudiese necesitar para pasar la noche y un caballo mientras los tres nos dirigíamos hacia los establos para pasar el rato hasta el momento de salir a cabalgar. Un hombre que siente debilidad por los caballos nunca se cansa de mirarlos; cuando dos hombres matan su tiempo de esta manera, comparten siempre tantos conocimientos como mentiras.
En las cuadras había cinco caballos y nunca podré olvidar la escena que allí se produjo. Los animales parecían haberse vuelto locos. Relinchaban encabritados y faltó muy poco para que lograsen romper sus estacas; sudaban, temblaban, echaban espuma por la boca y parecían atemorizados. Los caballos conocían a Strickland tan bien como los perros, por lo que la situación se antojaba de lo más insólita. Salimos de la cuadra por temor a que los animales nos atacaran presas de aquel pánico. Strickland volvió a entrar y luego me llamó. Los caballos continuaban asustados, pero en esta ocasión permitieron que los tranquilizásemos y apoyaron la cabeza en nuestro pecho.
—No es que tengan miedo de nosotros —dijo Strickland—. Daría tres meses de mi paga por que Escándalo pudiese hablar.
Escándalo era mudo, naturalmente, y solo podía recibir el abrazo de su amo resoplando por el hocico, como suele suceder con los caballos cuando intentan explicar algo. Al rato entró Fleete y, nada más verlo, los caballos volvieron a ser presa del terror. Por fortuna conseguimos salir de allí sin recibir coz alguna.
—Parece ser que no les gustas, Fleete —dijo Strickland.
—¡Bobadas! Mi yegua siempre me sigue como un perro.
Se acercó a la yegua, que estaba en un establo separado, y nada más abrir la barrera, el animal se abalanzó sobre él, lo tiró al suelo y salió en estampida por el jardín. Yo rompí a reír, pero a Strickland no le hizo nada de gracia; se agarró con los puños del mostacho y tiró hasta arrancárselo. En vez de ir en busca de la yegua, Fleete bostezó, dijo que tenía mucho sueño y entró en la casa para acostarse, lo cual era una ridícula manera de pasar el día de Año Nuevo.
Me senté en la cuadra junto a Strickland, que me preguntó si notaba algo distinto en Fleete. Le comenté que había comido como una bestia, aunque aquello podía ser consecuencia de una vida de aislamiento en las montañas, muy lejos de cualquier compañía refinada y moral, como la nuestra, por citar un ejemplo. Strickland no advirtió la broma. Creo que ni siquiera me estaba escuchando, pues a continuación aludió a la marca en el pecho de Fleete, a lo cual le respondí que podía ser la picadura de algún escarabajo o hasta una marca de nacimiento que se hacía visible por primera vez. Ambos estábamos de acuerdo en su desagradable aspecto y Strickland tuvo la ocasión de acusarme de idiota.
—No puedo decirte lo que pienso de momento porque me tomarías por loco, pero quiero que te quedes aquí unos días si puedes. Quiero que observes a Fleete, pero no me des tu opinión hasta que yo logre aclararme al respecto.
—Esta noche cenaré fuera —le anuncié.
—Yo también, y Fleete, si es que no cambia de parecer.
Paseamos por el jardín mientras fumábamos en silencio —éramos amigos y la charla estropea el buen tabaco— hasta que se consumieron nuestras pipas. Entonces subimos a despertar a Fleete. Estaba despierto, dando pequeños paseos por la habitación.
—Quiero comer algunas chuletas más. ¿Es posible?
—Ve a cambiarte —le respondimos entre risas—. Los caballos estarán preparados enseguida.
—En cuanto me zampe las chuletas… poco hechas, claro está.
Hablaba con toda seriedad. Ya eran las cuatro y habíamos desayunado a la una. Pese a ello, continuó insistiendo un buen rato en lo de las chuletas poco hechas. Al final se puso la ropa de montar y salimos al porche. Su poni —la yegua que se había escapado— no permitía que Fleete se le acercara. Los caballos estaban ingobernables —locos de terror— y Fleete acabó decidiendo que pensaba quedarse en casa para comerse unas chuletas. Strickland y yo salimos a cabalgar, muy desconcertados. Pasábamos junto al templo de Hanuman cuando el Hombre de Plata salió fuera a chillarnos.
—No es uno de los monjes habituales —dijo Strickland—. Me encantaría agarrarlo.
El paseo transcurrió sin sobresaltos. Los caballos eran mayores y parecían algo agotados.
El susto tras el desayuno fue demasiado para ellos.
Aquel fue el único comentario de Strickland durante lo que quedaba de paseo. Me parece que blasfemó un par de veces entre dientes, pero eso no cuenta.
Regresamos al anochecer, a las siete en punto, y vimos que en la casa no brillaba ni una luz.
—¡Qué holgazanes son mis criados! —exclamó Strickland.
Mi caballo se puso de manos cuando vio algo en la entrada de carruajes. Allí se encontraba Fleete, plantado ante las mismas narices del animal.
—¿Qué haces merodeando en el jardín? —le preguntó Strickland.
Los caballos entonces se encabritaron y casi nos tiran al suelo. Desmontamos ante las cuadras y volvimos con Fleete, que estaba bajo los naranjos a cuatro patas.
—¿Qué diablos te sucede? —preguntó Strickland.
—Nada, nada de nada —contestó Fleete con rapidez y voz pastosa—. Estaba practicando algo de jardinería… de botánica. El olor de esta tierra es delicioso. Creo que daré un paseo, un buen paseo… durante toda la noche.
Entonces fue cuando advertí que algo no marchaba bien y le comenté a Strickland:
—No saldré a cenar.
—¡Bendito seas! —dijo Strickland—. Escúchame, Fleete, levántate. Vas a coger fiebre. Entremos a cenar y encendamos las lámparas. Cenaremos todos juntos en casa.
Fleete se levantó enfadado y dijo:
—Nada de lámparas…, nada de lámparas. Aquí se está mucho mejor. Cenemos fuera. Quiero más chuletas…, muchas chuletas y poco hechas, sangrientas y con cartílago.
El frío es muy intenso en el norte de la India durante las noches de invierno, por lo que la sugerencia de Fleete era una locura.
—Entra —le ordenó con severidad Strickland—. ¡Entra ya de una vez!
Fleete entró en la casa y, al traernos las lámparas, observamos que estaba cubierto de barro, literalmente, de los pies a la cabeza. Sin duda había estado revolcándose en el jardín. Se apartó de la luz para retirarse a su habitación. Era terrible ver sus ojos. Tras ellos acechaba una especie de luz verde, no dentro de ellos, y tenía el labio inferior colgando.
—Creo que esta noche va a haber problemas…, graves problemas. No te quites la ropa de montar.
Esperamos un buen rato a que Fleete regresase, mientras tanto pedimos la cena. Lo escuchábamos dar vueltas por su cuarto, aunque tenía la luz apagada. De pronto, el prolongado aullido de un lobo resonó en la habitación de Fleete.
Muchas veces la gente habla y escribe a la ligera cómo se te hiela la sangre o el vello se te eriza y cosas parecidas. Ambas constituyen sensaciones demasiado horribles para jugar con ellas. Se me paró el corazón como si me estuviesen clavando un puñal y Strickland se quedó lívido como el metal.
El aullido se repitió y fue respondido en los campos por otro.
El horror alcanzó su cénit. Strickland entró en el cuarto de Fleete precipitadamente. Lo seguí y vimos al unísono que Fleete saltaba por la ventana, profiriendo sonidos animalescos desde lo más profundo de su garganta. No pudo respondernos cuando le gritamos. Escupió.
No puedo recordar claramente lo que sucedió después, aunque creo que Strickland debió atontar a Fleete con una especie de calzador, pues de lo contrario no habría podido sentarme sobre su pecho. Fleete no podía articular palabra, tan solo gruñía con los gruñidos de un lobo, no con los de un hombre. Su espíritu humano fue agonizando poco a poco a lo largo del día hasta apagarse con el crepúsculo. Nos estábamos enfrentando a una bestia que antes había sido Fleete.
Aquella situación superaba cualquier experiencia humana y racional. Intenté pronunciar «hidrofobia», pero no fui capaz de articular la palabra, pues sabía que era mentira.
Sujetamos a la bestia con unas correas de cuero, le atamos los pulgares a los dedos gordos del pie y lo amordazamos con un calzador que, debidamente colocado, es una muy eficaz mordaza. Entonces lo arrastramos al salón y enviamos a un hombre en busca de Dumoise, el médico, con orden de que fuese allí de inmediato. Cuando hubimos despachado al mensajero y mientras recuperábamos las fuerzas, Strickland dijo:
—No va a servir de nada. Este no es problema para un médico.
Yo también sabía que Strickland estaba en lo cierto.
La bestia mantenía libre la cabeza y la sacudía de un lado para otro. Cualquiera que entrase en aquella habitación se creería que estábamos desollando a un lobo. Era lo más odioso de todo.
Strickland estaba sentado con la barbilla apoyada en su puño, observando cómo la fiera se revolvía por el suelo, sin pronunciar palabra alguna. La camisa de Fleete se había rasgado durante la pelea y el rosetón negro asomaba por el lado izquierdo de su pecho. Estaba hinchado como una ampolla.
En mitad del silencio de aquella espera oímos un murmullo en el exterior, como el de una nutria. Nos erguimos de un salto, y yo —respondo tan solo de mí, no sé lo que Strickland sentiría— me sentí enfermo, real y físicamente enfermo. Uno a otro, como los hombres de Pinafore,[1] nos dijimos que había sido el gato.
Llegó Dumoise y, pese a su dilatada experiencia, nunca vi yo a un hombre tan impresionado. Nos aseguró que se trataba de un terrible caso de hidrofobia y que no se podía hacer nada. Cualquier medida paliativa únicamente valdría para prolongar la agonía del paciente. La bestia escupía espuma por la boca. Le explicamos a Dumoise que Fleete había sido mordido por un perro en un par de ocasiones. Un hombre que vive con media docena de terriers no puede escaparse de uno o dos mordiscos. Dumoise no pudo ofrecer ninguna ayuda. Lo más que podía hacer era certificar que Fleete estaba muriendo de hidrofobia. La bestia comenzó a aullar una vez que hubo conseguido librarse de la mordaza que lo atenazaba. Dumoise se ofreció a certificar la causa de la muerte y aseguró que nada evitaría el esperado desenlace. Era una buena persona y estaba dispuesto a quedarse con nosotros, pero Strickland declinó su ofrecimiento. No quería arruinarle el Año Nuevo. Tan solo se limitó a decirle que no hiciera pública la verdadera causa de la muerte de Fleete.
Dumoise se despidió, muy agitado, y en cuando el ruido de las ruedas del carruaje se perdió en la lejanía, Strickland me comunicó todas sus sospechas en susurros. Eran cosas tan improbables que no se atrevía a manifestarlas en alta voz; yo, que siempre compartía sus creencias, en aquella ocasión me sentí tan avergonzado que fingí no creerlo.
—Aunque el Hombre de Plata hubiese hechizado a Fleete por ultrajar la imagen de Hanuman, el castigo no habría podido tener un desenlace tan inmediato.
Mientras murmuraba yo estas palabras, el chillido en el exterior de la casa se escuchó de nuevo, y la bestia volvió a forcejear con tanta violencia que temimos que rompiera las correas que lo estaban sujetando.
—¡Escúchame! —dijo Strickland—. Si esto se repite media docena de veces, me tomaré la justicia por mi mano. Te ordeno que me ayudes.
