Los mejores días - Magalí Etchebarne - E-Book

Los mejores días E-Book

Magalí Etchebarne

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Beschreibung

"Estos son cuentos sobre mujeres sabias. Ciertos eventos se desencadenan, de manera exquisita y poética, hasta llegar a un pasaje que es una iluminación: el momento preciso de aprender algo importante. Una chica, por ejemplo, pasa su primera luna de miel con el novio, en las sierras. Todo parece a punto de naufragar entre los dos. Una tarde ella se encuentra descalza frente a frente con un escorpión. La chica logra que su problemático novio haga un intento por capturar al animal que amenaza sus vidas pero, para hacerlo, deben dar vuelta la casa. No solo presenciamos aquí el momento en que una experiencia se fija, también leemos cómo esa experiencia se transmite y se constata: "Un hombre, me dijo una vez mi mamá, es un animal pequeño que se ve inmenso". Con la rara madurez de los treinta años, a la manera de Clarice Lispector, Lorrie Moore o Grace Paley, estos cuentos son un espacio de indagación. La vida se mira de frente pero sin urgencia. Hay un ritmo tranquilo que hacia el final se combina con el impacto de un descubrimiento. Por eso leerlos nos provoca el intenso placer de un desborde contenido y latente. Sin duda, este primer libro de Magalí Etchebarne es el mejor comienzo posible para una obra. También es el libro que todos desearíamos escribir algún día" (I Acevedo).

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COLECCIÓN PRIMEROS LIBROS

LOS MEJORES DÍAS

MAGALÍ ETCHEBARNE

Etchebarne, Magalí

Los mejores días / Magalí Etchebarne. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tenemos las Máquinas, 2018.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-3633-23-2

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

© Magalí Etchebarne, 2018

© Tenemos las Máquinas, 2018, 2021

EDICIÓN

Julieta Mortati

DISEÑO

Julián Villagra

CORRECCIÓN

Martín Vittón

RETRATO DE CUBIERTA

Ana Carucci

EDITORIAL TENEMOS LAS MÁQUINAS

Av. Independencia 2765 (1225), Ciudad de Buenos Aires, Argentina.

[email protected]

www.tenemoslasmaquinas.com.ar

Hecho el depósito que establece la Ley 11723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Conversión a formato digital: Libresque

Índice

CubiertaPortadaCréditosDedicatoriaEpígrafeComo animalesLa nuez de AdánQue no pase másBuena madreCosita preciosaJinete inexpertoTsunamiCapitánSobre este libroSobre la autoraOtros títulos de la colección Primeros Libros

«Tiene poder de síntesis, gracia y ritmo.»

HEBE UHART

 «Todo está a la vista y sin embargo el misterio persiste.»

ALAN PAULS

«Una pequeña y salvaje obra maestra.»

FABIÁN CASAS

«Etchebarne le pone el cuerpo al nuevo cuento argentino.»

GABRIELA CABEZÓN CÁMARA

«Una voz propia muy fuerte y un manejo de las atmósferas tan sutil que obliga a pensar: “¿Dónde está el truco?”.»

LEILA GUERRIERO

«Magalí Etchebarne tiene una capacidad impresionante para poner en palabras las contradicciones, las inseguridades y los deseos de sus personajes. Un primer libro de una contundencia pocas veces vista.»

FEDERICO FALCO

 «Este libro tiene frases sabias, afiladas y compasivas, como escritas con un instrumento que esculpe pedazos rústicos de mundo, con la destreza y la decisión de quien se sabe capaz de convertirlos en belleza. Podría llamarse magia —o alquimia—, pero es solo talento.»

MARGARITA GARCÍA ROBAYO

«La mejor narrativa que leí en el año. Preciso, precioso, filoso y sexy.»

MARINA MARIASCH

«Etchebarne sorprende por la observación precisa del detalle y el gesto elocuente, la sensibilidad poética para afinar el foco y la reflexión leve pero conmovedoramente honda.»

GRACIELA SPERANZA

«Este es un libro sobre la crudeza inflamable del amor, y Etchebarne se alimenta de esta fe profunda: hacer destellar las palabras es encontrar un sentido para lo que no lo tiene.»

SANTIAGO LLACH

«Uno de los mejores debuts que recuerdo en años. Aunque, en rigor, no se trata de un primer libro: son más bien enésimos textos -se escucha entre líneas- recién ahora publica.»

ANDRÉS NEUMAN

«Etchebarne maneja los resortes ortodoxos del cuento y, a la vez, consigue hacerlos insólitos. Una voz personalísima que logra que sintamos que todo está siendo nombrado por primera vez.»

MARTA SANZ

«Etchebarne parece haber llegado a un punto de encuentro con la madurez estética sin recorrer ningún paso previo.»

DANIEL GUEBEL

«Lenguaje justo, preciso. Me pareció un libro excelente y no quiero ni imaginar lo que puede seguir de acá en más en su literatura.»

MIGUEL RUSSO 

 A Marta Schiavoni

La mayor parte del tiempo los locos o los cuerdos tropezaban en la oscuridad, buscando con manos extendidas algo que ni siquiera sabían que querían.

CLAIRE KEEGAN

Como animales

Las mujeres en esta familia no engendran a sus hijos, se los traen de lugares. A nuestra prima Carolina la trajeron de una provincia del norte cuando tenía cinco años y dice mi mamá que llegó con las uñas negras de carbonero; la abuela misma no conoció a su madre, la entregaron a una prima lejana porque no tenían plata para criarla. Y a Francisco la tía Perla lo fue a buscar a una iglesia y cuando lo acostó en la cama de la abuela ya pesaba ocho kilos. Tenía el pelo duro y marrón y las piernas gordas y apretadas como un pollo al horno.

Perla había abierto la puerta con el bebé en brazos. El santito venía envuelto en una manta verde agua. Casi no me dejaban ver qué pasaba, porque todas rodearon a Perla y se la llevaron como si fueran palomas picoteando de lo mismo. La abuela dijo por acá por acá, y abrió la puerta doble de su cuarto y Perla lo acostó en la cama. Ahí me dejaron pasar, que lo conozca la nena, dijeron. Por fin podía verlo de cerca. ¡Y olerlo! Tenía la cara redonda y gorda y los ojos cerrados con tanto hermetismo que pensé que nunca antes había visto a una persona dormir.

Todas muy pavotas se sentaron en la mesa de la cocina y festejaron; la abuela Nélida preparó la mesa, mi mamá puso el té y la tía Perla sirvió los ñoquis fritos de miel y nueces, una receta a la que yo le adjudicaba orígenes ancestrales, pero que más tarde me enteré de que había sacado de la revista Para Ti. También estaban mis primas, Carolina y María, que también eran hijas del padre de Francisco pero con una mujer anterior a Perla, y también estaba mi hermana. Más tarde llegó la tía Susana. Estaban contentísimas y hablaban y hablaban a los gritos sin importar que el nene nuevo durmiera. Carolina cantó una canción que no me acuerdo, y cuando el tío y mi papá llegaron, frenaron todo para poner la cena.

Yo estaba hipnotizada, me había enamorado.

No sé si es algo que a los niños les pasa, enamorarse de bebés, porque no hablo mucho con niños y no sabría cómo hacerles esa pregunta. Pero durante mucho tiempo pensé en él y en mí, pensé en él y en mí como dos alas de una misma cosa, y de esa imagen no extraía nada; pero hoy que soy grande, una mujer adulta, me doy cuenta de que esa es la explicación: me enamoré de mi primo cuando yo tenía cinco años y él era un bebé.

Después dijeron de nosotros que éramos culo y calzón, y quea mí me gustaba cuidarlo. ¡Que lo cuidaba! Eso me da gracia, porque ¿qué podía saber yo lo que era cuidar?

Cuando creció, trajo a mi vida la gracia de estar vivos, la luz sobre la crueldad y me hizo saber cómo mueren y sufren mudos los animales. Lo veía descubrir el mundo y era abrir la cortina y ver todo lo mismo pero desde el escenario. Y trajo a mi vida el hecho de ser hombre como una forma de ser que también podía ser sofisticada: no era un rabioso como su papá ni indiferente como el mío, sabía estar en silencio contemplando sus propios planes, abollar un moquito mientras ideaba una aventura, andar descalzo por el jardín y señalar las apariciones: allá abajo arañas, aquí ojo que hay plantas venenosas, ahí sapos, allá huesos de antepasados, por ahí escondites secretos y pistas de fantasmas.

Con la carabina que enseguida aprendió a usar, matábamos palomas y después las tirábamos en los tachos altos al lado de la parrilla, donde había restos del asado del mediodía que él había masticado pero no había tragado. Caían con su peso de plumas sobre el colchón de carne cocida.

No fueron años divertidos, pero hubo grandes días. Así los recuerdo. A pesar de que después todos murieran y nos dejaran solos en el mundo y ya no supiera de él más que el dato guarango de que tiene una fiambrería.

Pero su reaparición en mi vida volvió a afectar mi personalidad de una manera salvadora. Primero, me ayudó a idear un plan para taclear a ese viejo para el que trabajo y también a su secretaria, y aunque él no lo sabe me recordó que todavía puedo construir escondites en mi propia casa, incluso estando rodeada.

 

***

 

Hay moscas en la casa porque el vecino de abajo dejó una bolsa con basura en su balcón desde hace más de una semana. Me asomo por la ventana del lavadero y la veo. Si en esta casa hubiera fantasmas podrían venir por detrás ahora y empujarme, hacerme caer ocho pisos. Siempre pienso en fantasmas cuando estoy sola. Es una bolsa grande y negra, que a esta altura abrieron los pájaros a picotazos. Sobrevuelan el pulmón de manzana y apuntan a la bolsa. Se tiran en picada, picotean, se llevan cosas.

—Es una carnicería —dijo mi novio.

La bolsa está abierta como un ano. Como las fotos de ese artista brasileño que tituló a su obra El ojo del culo. Una serie de imágenes de agujeros anales tomados de muy cerca. Un amigo gay subió el link a Facebook. Algunos pusieron comentarios diciendo que eso no era arte pero otros decían que sí, sí, sí, ¿por qué no? Una chica escribió “PARA MÍ FUE REVELADOR, SIEMPRE CREÍ QUE ERA CIEGO”.

—Parecen el centro de un moño.

—La boca llena de un volcán o un cráter en algún desierto.

—Una foto de la Tierra de hace miles de años —con mi novio perdemos el tiempo como podemos.

Y su olor sube, sube y sube, llega hasta nosotros y anuncia la putrefacción. No podemos salir al balcón porque una ráfaga podría despabilar la oloranga. Le digo a mi novio que huele como los camiones de basura cuando uno pasa cerca, cuando uno está por cruzar la calle pero se pone en verde para ellos y avanzan como elefantes indigentes, enojados, y justo cuando están a tu lado tosen los motores para confundirte. Los chicos que cuelgan atrás, los que corren por las bolsas como en un juego del grupo de Acción Católica, y vuelven hasta el camión con las bolsas en la mano, siempre sonríen cuando te ven y sos mujer. Yo recibo sus frases, a veces hasta los miro con un gesto de disculpas: perdón por no tener que hacer ese trabajo y sólo estar esperando para cruzar, pero te agradezco por estar haciendo eso, es importante para mí, para la ciudad, para el mundo todo. ¡Esperen! Se están cayendo un pañal que envuelve caca y tomates y una lata oxidada y vacía, una boca pequeña diciendo secretos ahí abajo, como un ano.

Pero pienso en esos chicos ahora y gracias Dios por este trabajo que tengo. Estoy sentada la mayor parte del día y finjo interés, lo cual no habla bien de mí, ni de mi inteligencia, ni de mi educación, pero no quiero exigirme tanto. Son más de nueve horas en las que huelo relativamente bien, aunque a veces decido no bañarme en todo el día, pero a veces sí, a veces lo hago dos veces por día. Trabajar desde mi casa es como no crecer. Me saco tierra de las uñas, me quedo todo el día en bombacha, metiendo la mano ahí hasta sacarla mojada. Puedo trabajar así, masturbándome si quiero, nadie lo vería, tengo que lavarme las manos para seguir usando el teclado porque es incómodo, pero qué, esta soy yo, “trabajo con todo el cuerpo”, voy a decir si alguien me entrevista alguna vez.

Algunos días salgo de la casa porque escribo libros para otras personas, tengo en este momento tres clientes: un anciano millonario dueño de miles y miles de hectáreas de campos de soja en Córdoba y Buenos Aires y me contrató para que yo escriba sus memorias; un ex ministro joven que quiere contar su paso por el gobierno y cómo surfear el amor y la política, y una psicóloga que dirige un grupo de autoayuda para personas con cáncer. Todos quieren su libro y yo escribo por ellos. Ellos hablan, yo grabo, luego desgrabo, más tarde garabateo sobre sus frases y las convierto en algo legible.

A veces no sé qué dicen, puedo usar el canal sonoro como huevos, leche, harina. Pero me comprometo con mi trabajo, ellos dicen que lo hago bien, todos menos el anciano que ama el maltrato y le gusta hacerme esperar. Llego puntual, porque es algo que me caracteriza, pero él me deja esperando entre quince y veinte minutos y su secretaria me deposita en una de las salas para conferencias.

Su oficina está en el piso treinta de una torre plateada, alta como una grúa. Veo, desde ahí, una parte de la ciudad que es hermosa y rodeada por un asentamiento de personas pobres y las vías del tren que salen de Retiro como un pelo y se estiran a lo lejos, bordeando el río, y los talleres de un artista plástico que junta chatarra. Por todos lados, edificios se trenzan en panales espejados. Cuando me invita a pasar a su despacho siempre está serio y tiene algo malo para decir sobre el último capítulo que le envié de su vida, algún error de tipeo, una frase que no le gusta para nada, le gusta tan poco que lo puso de muy mal humor.

Las novelas autobiográficas pueden ofender más que la foto de un culo. Podría decir que es una versión patética de un escritor complicado, un anciano rodeado de edificios iguales al suyo, miles de despachos como este multiplicando la escena al infinito, ¡pero él no puede escribir!, entonces me paga a mí, y ahí estoy: pantalón negro, mis zapatillas all star gastadas, la remera más linda que tengo con flores grandes que de lejos parecen manchas y el peinado nuevo. Un rodete alto que engancho con clips pero del que se sueltan algunos rulos. No tengo un peinado moderno, ni siquiera lo que se dice canchero. Pero me gusta pensar que mi imagen es misteriosa, con el secreto de una personalidad antigua y llena de ramas.

Me siento frente a él y, antes de decirme nada, llama a su secretaria por el teléfono fijo:

—Aurora, traé lo que te pedí que imprimas.

Aurora es alta y castaña, maciza, pero debe haber sido ágil y, seguro, una buena bailarina. Es una mujer de unos sesenta años que trabaja ahí desde hace muchos años. Lo sé porque ella aparece en un capítulo. Es uno en el que él vuelve de New York, es 1981, fueron a bautizar a sus nietos a St. Patrick y los recibió una ola polar que calaba los huesos. Afuera nevaba todo el tiempo, caía una nevada mortal en New York y él se dio cuenta de que era momento de dejarles un legado a los nuevos descendientes. Tenía una oficina pero necesitaba más, comprar algo grande, sumar secretarias, teléfonos, comprar computadoras, modernizarse. Desde la ventana de su hotel sobre la calle 59 miró el cielo gris completamente tapado, la nieve flotando tipo manchas en una ecografía, un recuerdo nebuloso que no se iría nunca más de su mente, como tampoco la sensación acolchonada de los pies sobre esa alfombra peluda, y estoy segura de que supo cómo se llamarían sus empleados, estoy segura de que pensó en Aurora, que vio cuerpos sin cara pero con nombres simples, genéricos, imposibles de olvidar, un roberto, una susana, dos patricias para empatar e ingeniarse apodos, un jorgito, gente moviéndose como un ejército sincopado vestidos con el uniforme de su industria. La nieve caía sobre el mundo entero y se sintió feliz, completo, helado y con futuro eterno. Tal vez algo de su inteligencia solidificada y resplandeciente, la parte de su inteligencia que brilla como una costra animal, le dijo que algún día sería el viejo de mierda para sus empleados, pero en ese momento estaban su ego y su voluntad dirigiendo el tránsito de la fantasía, la tiranía omnipotente de un niño al que le preguntan qué quiere ser cuando sea grande, y que, como ha sufrido, puede pedirlo todo. 

 

***

 

Mi abuelo, nuestro abuelo, y mi tío, es decir, el padre de Francisco, eran colombófilos. En el fondo de la casa de los abuelos había un palomar del tamaño de un galpón donde podrían haber entrado dos camiones. Las palomas descansaban ahí y se alimentaban. Las hembras estaban en un piso y los machos en otro para que no se juntaran y se pisaran, y atrás, en una habitación las que elegían para reproducir. Cuando una paloma nacía, le ponían un anillo en la patita para identificarla.

Una vez al día mi abuelo las vareaba. Con un palo en una mano, parado en el techo del palomar, hacía sonar un silbatito y se movía, flameaba el palo vaya a saber diciéndose qué cosas. Las palomas salían todas juntas y ese momento de levantar el vuelo colectivo era conmovedor. Después giraban en círculos, o haciendo un ocho, y las figuras ocupaban el radio de un kilómetro. Un buche, una paloma llamadora, se quedaba en el palomar y en determinado momento hacía sonidos para que volvieran. Cuando bajaban, el abuelo las arreaba con una caña larga. Él decía las palomas son chiquitas, no pesan más de cuatrocientos gramos, pero están enfocadas y, a la vez, tienen la libertad de la danza. Porque, claro, esas coreografías aéreas eran tan hermosas que parecían un baile ensayado. Pero lo mágico es que nunca nadie subió con ellas a explicarles.