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La vida del noble milanés Alessandro Manzoni (1785-1873) abarca las etapas fundamentales de la historia italiana del XIX. Su obra más importante, "Los novios", ilumina por sí sola toda la literatura del periodo. Esta novela histórica brota del hallazgo de un antiguo manuscrito y se expande en un entramado lingüístico cuidadosamente modelado en el que el lector de nuestros días aprecia el juego irónico y de perspectivas.
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Seitenzahl: 1514
Veröffentlichungsjahr: 2015
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ALESSANDRO MANZONI
Los novios
Edición de Mª Nieves Muñiz
Traducción de Mª Nieves Muñiz
INTRODUCCIÓN
Alessandro Manzoni: entre el silencio y el escándalo
Anticipaciones manzonianas
Continuidad y discontinuidad de Manzoni
Estética manzoniana
Historia externa de «Los novios»: génesis de la novela (I)
De «Fermo e Lucia» A «I Promessi Sposi» (II)
De la «ventisettana» a la «quarantana»: la segunda revisión de la novela (III)
Para una interpretación de «Los novios»
Itinerario crítico manzoniano
Manzoni en España
ESTA EDICIÓN
Apéndice bibliográfico
Noticia filológica sobre la edición de «Los novios»
Ediciones científicas de las obras de Manzoni
BIBLIOGRAFÍA
LOS NOVIOS
Introducción
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Créditos
Alessandro Manzoni.
NO es nuestra intención añadir nuevos renglones al «desastre biográfico» en que han desembocado los intentos de escribir vidas más o menos noveladas de Manzoni1. Si la biografía es a menudo usada inconscientemente contra la obra del autor para borrarla y ocupar su lugar; la vida contra el arte, para eliminar el residuo de inconmensurabilidad que lo artístico tiene frente a lo meramente humano, el destino de Manzoni ha sido, en este sentido, particularmente desafortunado, quizá porque la vida del escritor —reservada y silenciosa— se muestra demasiado refractaria a toda mitografía romántica: ni poeta-vate ni poeta-soldado (como Foscolo), pero tampoco poeta-víctima, espejo viviente de su propia obra (como Leopardi), por citar dos ejemplos de grandes contemporáneos suyos.
Así, faltas de material adecuado (por la parquedad de las noticias epistolares, la ausencia de confesiones autobiográficas, la vocación al anonimato y al «prosaísmo» de nuestro autor), las biografías han terminado por oscilar entre dos tipos de cliché igualmente nefastos: el que, exaltando el «silencio manzoniano» construye una imagen olímpica y doméstica de buen esposo y de pater familias heroica y cristianamente resignado a las muchas desgracias familiares, y el que, entresacando de ese silencio «tranches de vie» inconfesables (amores ilícitos de la madre, segregación en internados del hijo abandonado, crisis nerviosas, etc.), construye el retrato de un neurótico al borde de la hipocresía. Ante lo cual cabe sólo reproducir las palabras de Carlo Emilio Gadda:
Manzoni fue, sin duda, un enfermo hereditario (neurosis, psicosis) y un traumatizado de la vida, ya en su más tierna infancia... Sentía horror de la muchedumbre, de quien temía demasiado quedar apresado: horror del vacío, porque temía caer: padecía vértigo e insomnio: proveía el chocolate una vez al año para sí, para toda la familia, como el aparcero o el colono guarda el trigo de la añada o conserva patatas y castañas tras la cosecha... Bueno, ¿y qué?
Nosotros, como Gadda, amamos al Manzoni artista, y en el Manzoni artista amamos «al lúcido juez de esos aspectos de la sempiterna sinrazón humana que en el complejo relato y en la ironía siempre vigilante de Los novios tiene tan amplio, ininterrumpido, inevitable, es decir, fatal documento».
* * *
Pero hay otro motivo, más justificable, para explicar las incongruencias biográficas de la crítica; es el mismo que origina las oscilaciones (entre la exaltación y el ataque, a menudo acompañados por palinodias) que jalonan el curso de las interpretaciones manzonianas. Y es que, bajo el silencio de este incómodo clásico, termina por percibirse una reticencia en la que se esconden grandezas y conflictos a duras penas contenidos, de tal manera que, como ha escrito Ezio Raimondi: «También de la vida de Manzoni puede decirse, como de su obra, que es un tejido de litotes, iluminado aquí y allá por portentosas hipérboles y por antítesis fulminantes y perentorias».
En efecto, si lo pensamos bien, la larga trayectoria de este noble milanés (nacido, en 1785 y muerto en 1873) abarca las tres etapas fundamentales de la historia política italiana del XIX (la dominación napoleónica, la restauración y el risorgimento), historia que el propio escritor intentaría sintetizar al final de su vida en un ensayo (La Rivoluzione Francese del 1789 e la Rivoluzione Italiana del 1859) nunca concluido, y que en el terreno ideológico-literario no sólo recorrería el camino que separa el racionalismo iluminista del idealismo romántico, sino también el que enlaza la crisis romántica con los preludios del verismo verguiano. Esta trayectoria comienza marcada por un escándalo que es ya signo de contradicción: su nacimiento en el seno de un matrimonio desigual por edad y convicciones (casi treinta años separaban a Giulia Beccaria, hija del célebre autor del tratado De los delitos y las penas, del más que maduro noble provinciano y sanfedista Pietro Manzoni) que de allí a poco se rompería clamorosamente por iniciativa de la joven esposa, dando lugar a especulaciones acerca de la dudosa paternidad del marido y de la, en cambio, casi cierta de Giovanni Verri, hermano menor de los más famosos Pietro y Alessandro2.
Piedra de escándalo sería más tarde —suponemos— el joven y ya incipiente poeta Manzoni, cuando en 1805, después de trasladarse a París, donde Giulia Beccaria convivía desde hacía años con Carlo Imbonati (alumno predilecto de Giuseppe Parini), escribió y publicó un carmen en alabanza de las virtudes de este último, fallecido poco antes sin haber llegado a conocerlo. Escandalosa será su misma boda con Enrichetta Blondel, una jovencísima calvinista de origen suizo, celebrada en 1808 según el rito protestante y precedida por este poco ortodoxo elogio que el futuro marido hacía de las virtudes de la novia: «elle n’est pas noble... Elle est de plus protestante, enfin, c’est un trésor»3.
Pero quizá el escándalo mayor (en realidad, el único hecho relevante y decisivo de la biografía manzoniana) haya sido la conversión del escritor (educado en el credo católico pero ateo y «jacobino» por propia elección) al más riguroso y más intensamente vivido de los cristianismos que nunca dejaría de profesar hasta el final de su existencia.
Una conversión que, si bien fraguada lenta y subterráneamente (precedida por el bautismo de la hija primogénita y por la regularización de su matrimonio dentro de la Iglesia vaticana, e inmediatamente seguida por la abjuración del calvinismo de Enrichetta), afloró de modo vistoso y repentino hasta el punto de dar lugar a una leyenda (el llamado «milagro de San Roque»)4 cuyos puntos de falsedad y exactitud no pueden ser fácilmente establecidos, pero que parecen converger hacia una crisis de vacío angustioso (acompañada por síntomas de vértigo y agorafobia) resuelta en virtud de una consciente claudicación ante la gracia de la fe, lo cual caracterizará pascalianamente el cristianismo manzoniano, ajeno a toda manifestación sentimental e irracional de la espiritualidad5.
Ni puede considerarse tampoco perfectamente ortodoxo, y tanto menos acomodaticio e involucionista, este camino suyo emprendido en el seno de la religión católica, sino heterodoxo (en la medida en que aparece teñido de «excesos» jansenistas)6, à rebours (en la medida en que no se adapta al espíritu reaccionario de un De Maistre o al sentimentalismo coreográfico de un Chateaubriand) y manifiestamente incómodo para la propia Iglesia, la cual lo consideraría durante largo tiempo —ya desde el áspero necrologio del órgano jesuítico Civiltà Cattolica— persona inquietante y «non grata»; catolicismo a la vez rigorista y democrático que lo hacía aspirar a la igualdad evangélica de los hombres y escandalizarse de las ambiciones temporales de la Iglesia («a pesar de los esfuerzos de algunos buenos e iluminados católicos por separar la religión de los intereses y las pasiones del siglo —escribía en 1819 al canónigo Luigi Tosi— ... parecen prevalecer los esfuerzos de otros que quieren a toda costa mantenerla unida a artículos de fe política que han añadido al Símbolo») y que, sin embargo, se le haría pagar con el alto precio de improcedentes exaltaciones agiográficas o de acusaciones de beatería retrógrada, nacidas ambas del falseamiento de su religiosidad, ni conservadora ni pacificante, pero tampoco laxista.
Un escándalo (de orden menor) debió de provocar también sin duda, en 1837, la segunda boda del escritor (con Teresa Borri Stampa), ya célebre, padre de numerosa prole y superado el límite de los cincuenta, apenas cuatro años después de la muerte de Enrichetta (cuyo físico había sido destruido por una serie ininterrumpida de partos); tal casamiento no podía encajar con la imagen, cara a la multitud, del viudo inconsolable, eternamente unido a la angelical y también convertida esposa. Como tampoco encajaría con esta imagen de católico beato el voto favorable dado por Manzoni (siendo ya senador por nombramiento real) al traslado de la capital del recién unificado reino de Italia de Turín a Florencia y finalmente a Roma, voto que apoyaba implícitamente la marginación política de la Iglesia, con grave descontento de los círculos católicos italianos, y que en realidad venía a confirmar la profunda coherencia del pensamiento político (siempre favorable a la unidad italiana) y religioso (tendente a liberar a la Iglesia de su peso mundano) de un hombre lo suficientemente consecuente y poco gregario como para resultar a menudo molesto, incomprensible y extemporáneo.
* * *
En efecto, si la figura privada de Manzoni (oscilante entre la imagen del padre y marido perfecto y la del indiferente y egoísta que, aquejado de males imaginarios, sobreviviría a sus dos mujeres y a ocho de sus diez hijos, además de fracasar rotundamente en la educación de dos de ellos)7 resulta ambivalente y problemática, no lo resulta menos su figura pública. Discutible a los ojos de muchos fue su no participación directa en los sucesos más dramáticos de la lucha política de su tiempo (los fracasados levantamientos liberales del 21 contra el poder austriaco y las jornadas del 48), en los que, sin embargo, su interés profundo y su participación emotiva (reflejada en la elección de sus amistades, en el apoyo indirecto a los revolucionarios, así como en la composición de cuatro odas políticas, Aprile 1814, Il Proclama di Rimini, Marzo 1821 y el celebérrimo Il cinque maggio)8 fueron innegables y le valieron el calificativo de «espectador apasionado» de la historia italiana. Del mismo modo que su ausencia en el ágora de las batallas literarias, y en particular de la «querelle» entre clásicos y románticos (suscitada a partir de 1816 por un artículo de Madame de Staël, Sull’utilità delle traduzioni aparecido en la Biblioteca Italiana)9, se vería contradicha por su efectiva función de guía y centro magnético del grupo romántico milanés (formado por Borsieri, Di Breme, Berchet, Confalonieri, Porta, Pellico, Visconti y Grossi) que acostumbraba a reunirse en su domicilio de via Morone; y si, a pesar de ello, el reservado escritor rechazó cualquier invitación a colaborar en las páginas del Conciliatore (máximo órgano del romanticismo italiano entre 1818 y 1819, hasta su supresión por parte del gobierno austriaco), no es menos cierto y paradójico que dos escritos suyos (la carta a Cesare d’Azeglio Sul Romanticismo de 1823 y, sobre todo, la Lettre à M. Chauvet sur l’unité de lieu et de temps dans la tragédie, redactada en el 20), nacidos ambos de estímulos ocasionales, hayan terminado por constituir la defensa teórica más inteligente de la corriente romántica italiana10.
Estas y otras ambivalencias manzonianas, continuamente presentes en la actitud vital del escritor, lejos de impedirnos trazar un retrato coherente, deberían, en cambio —en virtud de su misma constancia—, aparecer como el rasgo más acusado y caracterizador de su personalidad reticente, cuajada de lítotes y de oxímoron. Imagen que, por lo demás, ya intuía el poeta adolescente en el único autorretrato que nos ha dejado y que, a pesar del modelo alfieriano en que se basa (el soneto Sublime specchio di veraci detti), corroe precisamente la univocidad perentoria de la autoafirmación individualista que Alfieri representa:
Capel bruno: alta fronte: occhio loquace:
Naso non grande e non soverchio umile:
Tonda la gota e di color vivace:
Stretto labbro e mermiglio: e bocca esile:
Lingua or apedita or tarda, e non mai vile,
Che il ver favella apertamente, o tace.
Giovin d’anni e di senno; non audace:
Duro di modi, ma di cor gentile.
La gloria amo e le selve e il biondo iddio:
Spregio, non odio mai: m’attristo spesso:
Buono al buon, buono al tristo, a me sol rio.
A l’ira presto, e più presto al perdono:
Poco noto ad altrui, poco a me stesso:
Gli uomini e gli anni mi diran chi sono11.
Autorretrato donde, aparte de los rasgos externos (frente alta, mirada expresiva, boca fina y enérgica, leve tartamudeo), corroborados por numerosos otros testimonios, emerge una hipercrítica, implacable voluntad de autoanálisis, la propensión a la melancolía, una distancia insalvable en las relaciones humanas («desprecio, no odio jamás»), la dinámica catártica de las pasiones negativas («pronto a la ira, y más pronto al perdón») que veremos reproducida en personajes de la novela como fray Cristóforo o Borromeo, dos naturalezas constantemente sometidas a la transformación alquímica del orgullo en humildad, y, por fin, la concordia discors en que coexisten la intransigencia ética rayana en el sacrificio y la carencia (confesada, pero no vergonzosa) de valor, la dureza del trato y una extraordinaria sensibilidad.
Así, visto retrospectivamente, este soneto ilumina las facetas fundamentales de la personalidad manzoniana; y, sin embargo, a esta iluminación debería añadirse —paradójicamente— la opacidad de su misma incompletez: esa pregunta («Los hombres y los años me dirán quién soy») que se confía al tiempo y a los otros, pero que en realidad podría sugerir una resistencia del ánimo (reacio a dar respuestas capaces de aquietarlo en soluciones unívocas) a la autoindagación.
Si la personalidad y la vida de Manzoni se nos aparecen, pues, como una sucesión de fulminantes iluminaciones y de zonas de oscuridad y de hermetismo, su obra literaria resulta sembrada de infracciones, anticipaciones artísticas y sorprendentes virajes, de tal modo que, como a menudo ha sido notado, en la trayectoria creativa de este autor, a cada tentativa, a cada nuevo logro, lo siguen una autocrítica, un arrepentimiento, un cambio de rumbo: es todo lo contrario que un camino llano y recto, pero es también un camino que jamás retrocede o se detiene.
En efecto, la parábola poética recorrida por Manzoni —crecido en pleno triunfo del clasicismo exterior de un Vincenzo Monti y del más complejo y ya romántico de Foscolo— desvía bruscamente su trayecto (después de haber escrito, entre 1801 y 1805, cuatro sonetos, una oda y el fragmento de otra, un grupo de sermones satíricos y dos poemas largos: IlTrionfo della libertà y el idilio Adda, además del carmen In morte di Carlo Imbonati12, todo ello bajo el influjo neoclásico, aunque filtrado a través de la instancia ética de Dante, Parini y Alfieri) cuando en 1809, apenas acabado el último verso del largo y laborioso poema mitológico Urania, declarará a su amigo Fauriel: «je suis très mécontent de ces vers, surtout pour le manque absolu d’intérêt; ce n’est pas ainsi qu’il faut en faire; j’en ferai peut-être de pires, mais je n’en ferai plus comme cela».
Tres años más tarde (rechazada con una epístola poética, A Parteneide, la invitación del poeta danés Jens Baggesen a traducirle su idilio Parthenais e interrumpido un poema sobre la vacuna, Le visioni poetiche) Manzoni superaba esta primera crisis, a la vez estética e ideológica, haciéndola desembocar casi simultáneamente en la conversión (de 1810) y en la búsqueda de nuevas formas expresivas. Inauguraba así, con sus Inni sacri (escritos entre 1812 y 1815), una nueva experiencia literaria que, a los ojos de la crítica más reciente, constituye —aun dentro de las incertidumbres y la provisionalidad del intento— el primer ejemplo de lírica romántica italiana, con una anticipación indudable sobre el año oficial del nacimiento del Romanticismo nacional, aunque marcando un rumbo diferente y, sin duda, mucho menos decisivo que el que poco más tarde emprendería Leopardi con sus Cantos.
Con el primer grupo de himnos (La Risurrezione, Il Nome di Maria, Il Natale y La Passione), al que luego añadiría (tras una lentísima elaboración que dura desde 1817 hasta 1822) el más complejo y logrado sobre la Pentecoste, la metáfora ornamental del neoclasicismo era, en efecto, sustituida por una audaz concepción gnoseológica de las imágenes (célebre será el «masso», que —como transposición metafórica de la caída del hombre— rueda en IlNatale desde la cumbre hasta el fondo del valle para yacer inmóvil en su «lenta mole»), se experimentan nuevos ritmos derivados de las estrofas populares, se sustituye la lírica del «yo» por la coralidad (evangélica) del «nosotros», se da, en fin, un golpe mortal al petrarquismo vacuo y amanerado de la tradición dieciochesca, ampliando los límites del lenguaje hasta convertirlo en vehículo de una visión analógica del mundo sensible y el metafísico (de ahí audaces sinestesias como la que en La Pentecoste asimila «la luz» a «la voz» del espíritu en su camino descendente sobre la tierra), y donde lo invisible se interioriza dinámicamente en la multiformidad fenoménica.
Sin embargo, Manzoni no detendrá aquí su trayectoria estética, a riesgo de convertir la poesía en mera celebración religiosa; el proyecto de los Inni sacri (que debían cubrir las doce festividades del calendario litúrgico) fue interrumpido y casi totalmente abandonado (sólo muchos años después, en 1835, el segundo aniversario de la muerte de Enrichetta le inspiraría algunas estrofas de un nuevo Natale, y en 1847 no lograría concluir el Ognissanti, penúltimo destello de la lírica manzoniana que se agotaría en 1868 con los hexámetros latinos de Volucres) para iniciar otra empresa innovadora y aún más arriesgada: la del drama histórico.
Fruto de ella serán dos tragedias, ambas escritas en endecasílabos libres y publicadas, respectivamente, en 1820 y 1822: Il conte di Carmagnola (donde la acción se centra en la injusta condena de un valeroso condotiero falsamente acusado de traición por parte del senado veneciano en la Italia de las señorías) y Adelchi (situada en la época de la decadencia longobarda ante el empuje de los francos, y cuyo protagonista —el príncipe Adelchi, hijo del rey longobardo— es otra víctima histórica, obligada a combatir por una causa injusta y destinada a la derrota).
Con ellas Manzoni, además de introducir una función reflexiva y distanciadora con respecto a las pasiones de los personajes mediante la inserción de coros, en su pretensión por lograr la máxima exactitud histórica, distinguía (en el Carmagnola) a los personajes inventados de los reales, e infringía abiertamente las unidades de tiempo y lugar. Lo cual ocasionaría importantes reservas y abiertas críticas de sus lectores (el mismo Goethe, que ante el Carmagnola no dudó en reconocer un genio naciente, reprocharía al autor la distinción entre personajes verídicos y ficticios y, en general, su excesivo escrúpulo historicista) e incluso le enajenó la admiración de Foscolo, quien en su artículo Della nuova scuola drammatica in Italia advertía que la verdad histórica y la ficción, yuxtapuestas, «se perjudican recíprocamente, y al mismo tiempo no se encuentra elemento alguno de ese ideal que da luz, fuego y vida a apariencias tangibles de la ilusión».
Reacciones negativas a las que quizá no merecería la pena añadir la del crítico francés Victor Chauvet, escandalizado por la desobediencia a las reglas dramáticas, si no fuera que indirectamente provocó las reflexiones de la Lettre ya antes mencionada, donde, defendiéndose de las acusaciones al Carmagnola con el ilustre ejemplo del teatro shakesperiano, Manzoni terminaba por anular la distinción aristotélica entre verdad y verosimilitud y por proclamar la historia como única materia de inspiración, los hechos realmente acaecidos como la más elevada forma de poesía. De tal modo que este escrito, nacido como meditación retrospectiva sobre una obra ya concluida y publicada, venía en realidad a abrir un nuevo horizonte estético en el que la forma dramática —demasiado limitada en sí misma para lograr una representación total y «literal» de los procesos reales— quedaba implícitamente superada.
En efecto, la composición de la segunda tragedia manzoniana, el Adelchi (y la tardía publicación de la Lettre à M. Chauvet, en 1823), forman ya parte del nuevo y más revolucionario proyecto de la novela, que, iniciada en 1821, vería la luz seis años después.
Los novios representarían —aun teniendo en cuenta la favorable disposición de críticos y lectores hacia la novela histórica impuesta por Walter Scott, y más aún la particular inclinación de los románticos italianos (no de Leopardi) por un tipo de literatura realista y popular cuyo género privilegiado no podía ser sino el novelesco13— no sólo la obra de un pionero en un país carente de tradición narrativa moderna, sino la de un renovador del propio género.
Los novios, nacida del scottismo, anticipaba en realidad —varios años antes de aparecer las obras de Pushkin, Stendhal y Balzac, antes aún de que escribieran las suyas Gógol o Tolstói— el primer modelo de novela moderna, entendida como síntesis de una realidad social y de su proceso diacrónico. Con ella, el reticente y silencioso Manzoni se convertía —y así lo ha reconocido la crítica italiana, aunque quizá deba aún hacerlo la europea— en el primer gran renovador de la tradición narrativa del XVIII.
Esta enésima anticipación manzoniana, sin embargo, conllevaría como resultado negativo una incomprensión mucho más prolongada, aunque también más compleja, por parte del público y la crítica, si pensamos que sólo muy recientemente, cuando los límites de las formas narrativas han sido superados hasta hacer peligrar la subsistencia de los géneros, el relato manzoniano comienza a ser revisitado sin prevenciones. Los contemporáneos del escritor, incluso los románticos a él más cercanos, se sintieron admirados, sí, pero también desagradablemente sorprendidos por esa revolución copernicana que al decir de muchos constituyó la elección de dos humildes y nada idealizados campesinos como protagonistas de la novela, por el empleo de la ironía distanciadora en los momentos, a veces, de mayor lirismo o dramatismo, por la «excesiva» lentitud de la narración, más analítica y reflexiva que mimética, y finalmente por la insólita amplitud de las partes históricas —casi independientes de la trama ficticia—, todo lo cual impedía una lectura fluida, lineal, ensimismada y hacía dudar de que el atípico libro manzoniano fuera lo que decía ser: una novela histórica.
Y ni siquiera aquí concluye la parábola de Alessandro Manzoni, porque si los contemporáneos del escritor se mostraban perplejos ante la atipicidad de Los novios, su autor consideraría fallido el intento de forzar los límites del modelo scottiano para lograr —atípicamente— una fusión perfecta entre la verdad y la ficción, y un año después de publicar su relato comenzaba a concebir ya una palinodia que escribiría finalmente en 1848 y publicaría dos años después bajo la forma de discurso, con el título Del romanzo storico e, in genere, de’ componimenti misti di storia e d’invenzione; donde negaría el género histórico como posibilidad lógica contradictoria: «siendo en él inevitable una confusión que repugna a la materia y una distinción que repugna a la forma».
El paso sucesivo de Manzoni sería una nueva modalidad literaria capaz de eliminar cualquier elemento ficticio de la narración; su ejemplificación se halla en esa reconstrucción de un caso judicial que es la Storia della Colonna Infame, la cual, inicialmente concebida como parte integrante de la novela, fue luego desglosada como apéndice y casi como obra autónoma. Obrita en la que ahora ha fijado su atención la crítica y en la que algunos creen ver el punto de mayor madurez artística del escritor, además de un ulterior salto cualitativo en su trayectoria innovadora. De tal modo que, en la serie de anticipaciones manzonianas, viene a añadirse también la invención de un género nuevo (el del ensayo-ficción, de novela-encuesta o de crime story) que autores como Leonardo Sciascia han logrado imponer al público sólo en nuestros días.
Pero si las anteriores empresas de Manzoni habían sido pagadas con la admiración limitada, la perplejidad o la crítica abierta, esta última y más audaz empresa recibiría el pago más amargo del silencio, no por previsto menos doloroso para el autor, que así se lamentaba en una carta a Adolphe de Circourt el 14 de febrero de 1843:
J’avais..., en travaillant au petit ouvrage que vous avez jugé avec tant d’indulgence, les intentions que vous exprimez si bien. Événement isolé, et sans rélation avec les grands faits de l’histoire; acteurs obscurs, les puissants comme les faibles; erreur sur laquelle il n’y a plus personne à détromper parmi ceux qui lisent; institutions contre lesquelles on n’a plus à se défendre; il m’avait semblé que sous tout cela il y avait pourtant encore un point, qui touchait aux dangers toujours vivants de l’humanité, à ses intérêts les plus nobles, comme aux plus matériels, à sa lutte perpétuelle sur la terre. Mais, comme on aime beaucoup à viser, on se fait facilement des buts; et la persuasion la plus vive, qui par cela même pourrait n’être qu’engouement, le témoignage même de quelques amis dont le jugement... pourrait être égaré par la sympathie, ne peuvent rassurer que faiblement contre la crainte trop raisonnable d’être trompé. C’est du public que l’on attend une assurance non pas entière, mais plus ferme; et cette épreuve m’a été complètement défavorable. Quand ma petite histoire a paru, le silence (permettez moi de ramener à un sens plus réel une expression que vous avez employée d’une manière trop bienveillante) le silence s’est fait; et la curiosité qui était assez éveillée dans l’attente, a cessé tout d’un coup, non comme satisfaite, mais comme déçue.
A esta serie de audacias estéticas manzonianas ha de añadirse una empresa lingüística no menos atrevida, porque a la tarea de renovar la tradición narrativa italiana nuestro autor hubo de sumarle la no menos ardua de crear una prosa moderna, a la vez reflexiva y conversacional, sin disponer tan siquiera del medio más elemental para ello: la existencia de un idioma común en todo el territorio nacional. A esta formidable tarea contribuyó de modo decisivo con el concreto ejemplo de la lengua de Los novios, fatigosamente conseguida tras un esfuerzo autocorrector que se prolongaría a lo largo de veinte años; pero más tarde, logrado aquel intento y aclaradas sus dudas acerca del modelo lingüístico ideal capaz de sustituir los muchos e insuficientes hablados en el país, se lanzaría a la arena política para llevar «la noticia de la buena lengua» a todos sus conciudadanos, sin escatimar esfuerzos ni rehuir polémicas.
Así, los últimos años del escritor, y en particular el bienio 1868-1869, se verían agitados por una batalla lingüística que, precedida por la redacción de un ambicioso tratado, Della lingua italiana, iniciado quizá en 1830 y nunca concluido, por la de Sentir messa, al que se dedicó entre 1835 y 1836, dejándolo igualmente inconcluso, y por la más breve pero sustanciosa carta a Giacinto Carena Sulla lingua italiana, de 1847, daría lugar primero a la Relazione —solicitada por el ministro de Educación Emilio Broglio, que había creado una comisión para la unificación lingüística del nuevo reino de Italia—, Dell’unità della lingua e dei mezzi per diffonderla, publicada en 1868, completada en el 69 por un Apéndice y seguida de una breve Lettera intorno al libro «De vulgari eloquio» di Dante Alighieri y de otra Intorno al vocabolario, aparecidas ambas, también en 1868, en el periódico La Perseveranza.
Escritos en los cuales Manzoni, fundándose en una concepción pragmática y a la vez estructuralista ante litteram del lenguaje en la medida en que, como advertía en la carta a Carena: «una lingua è un tutto, o non è», sustituía a la autoridad de los literatos que habían codificado un italiano arcaico e irreal, el arbitrio del uso vivo, y establecía la necesidad de elegir —en el ámbito de las distintas lenguas disponibles— la florentina culta y actual como la única capaz de responder a las necesidades comunicativas y expresivas de todo italiano. Con lo cual, e independientemente de lo acertado o criticable de la propuesta, Manzoni, como ha puesto de relieve Bruno Migliorini, transformaba la secular «questione della lingua» de una estéril polémica entre literatos en un problema cívico general, encaminándolo hacia su efectiva solución.
La postura heterodoxa y combativa del escritor se contraponía así a un doble frente: por un lado, el de los puristas, defensores de la tradición literaria y «cruscante»; por el otro, el del liberismo histórico de un Isaia Ascoli, que en 1873 se opondría al florentinismo manzoniano, desde las páginas de su Archivio glottologico italiano, en defensa de la riqueza dialectal.
Culminaba de este modo, entre reconocimientos oficiales (el propio rey le concedería una pensión vitalicia además de nombrarlo senador y de distinguirlo con el Gran Cordón de la Orden de San Maurizio y San Lazzaro) y disensiones críticas, la parábola vital de Alessandro Manzoni, marcando ya su destino futuro como escritor consagrado por el poder político (la inclusión del estudio de Los novios en los planes de estudio oficiales es el mayor antídoto contra el conocimiento real de la obra y de su autor) y discutido por los especialistas en un eterno debate «pro y contra», como un clásico inquietante que parece «démodé» allí donde es más original, conservador donde es más revolucionario, plácido y anodino donde se esconden mayores conflictos: un enigma para «los hombres y los años» que hubieran debido conocerlo.
Es un principio generalmente admitido por la crítica14 el de la continuidad existente entre la formación juvenil de Manzoni, educado en el iluminismo lombardo reformista y pragmático de los Verri y de Beccaria (por lo demás estrechamente ligados a su familia) o clasicista y profundamente ético de Giuseppe Parini (aún vivo siendo niño nuestro autor), por un lado, y, por el otro, el influjo, durante los cinco años pasados en París —entre 1805 y 1810— de los «idéologues» franceses15 Cabanis, Volney, Destutt de Tracy y, sobre todo, Claude Fauriel, en cuyos salones había sido introducido por su bien relacionada madre.
Trámite de este doble influjo fue probablemente su previo contacto con dos ilustres prófugos de la represión borbónica napolitana del 99: Francesco Lomonaco y Vincenzo Cuoco, de quienes el entonces adolescente aprendió, entre otras importantes cosas, a valorar la historia según el método sintético de Vico. Con lo cual, el rebelde «jacobino» que había escandalizado a sus maestros del colegio milanés de los Nobles cortándose la coleta y escribiendo «rey», «papa» y «emperador» con minúscula, pasaba de un progresismo simplificador y abstracto a una visión más ponderada y más concreta, tendente a descubrir en la multiformidad de los sucesos públicos grandes líneas de desarrollo, sin perder de vista los rasgos originales e irrepetibles de cada pueblo y cada situación.
Este aprendizaje venía a consolidarse y a enriquecerse al converger con las adquisiciones de los «idéologues», que intentaban liberar el racionalismo ilustrado de su dogmatismo abstracto y de descubrir la verdad en las manifestaciones empíricas de la realidad histórica.
Llegado a este punto de su evolución ideológica, durante el último año de permanencia en París, Manzoni se convertiría, como sabemos, al catolicismo sin renegar —he aquí el dato importante— de su amistad con los «idéologues», y en particular con Fauriel. Y es que la conversión manzoniana, lejos de representar una ruptura involutiva con respecto al pasado, constituye un salto cualitativo que viene a resolver (y no a negar), a completar (y no a cerrar) el proceso cognoscitivo de nuestro autor.
En efecto, las dificultades presentadas por la realidad para una convincente interpretación histórica racional (obsesivo será para Manzoni el problema de la injusticia) que habían llegado a hacer sentir al escritor la inutilidad de indagar en un pasado «cuyo triste testimonio lleva el hombre consigo, sin poseer por sí mismo su tradición y su secreto» (como escribirá más tarde en las Osservazioni sulla morale cattolica de 1818-1919) será lo que provoque en él esa crisis de vacío y desorientación, la renuncia a integrar la razón iluminista en la fenomenología histórica y, por fin, la decisión pascaliana de someter la razón a la fe.
La providencia divina (inescrutable pero «racional») vendrá así a recomponer el rompecabezas de las contradicciones históricas: «las cosas difíciles —dirá en la Introduccióna la Morale cattolica— se explican recíprocamente, y de muchas paradojas resulta un sistema evidente» cuando en la desordenada serie de los hechos visibles se introduce «la noticia de las cosas invisibles».
Consecuencia inmediata de tal solución sería la transformación de la ética laica en moral religiosa, es decir, la renuncia a la conexión inmediatamente causal entre virtud y fortuna y su sustitución por la esperanza de la promesa que se cumple fuera del tiempo y el espacio terrenos.
Surgía así una fusión entre el primitivo escepticismo racionalista y el nuevo providencialismo, racional y vigilante, conquistado entre 1810 y 1819 —fecha de la publicación de las citadas Osservazioni sulla morale cattolica— gracias a los coloquios con el jansenista genovés Eustachio Degola, pero sobre todo gracias a la meditadísima lectura de los grandes moralistas franceses del XVII, Nicole, Massillon, Bourdaloue y Bossuet, y a la de Pascal y de San Agustín, y no sin superar antes una crisis final que los críticos sitúan alrededor de 1817; pero surgía también el personal romanticismo manzoniano (a la vez histórico, realista y metafísico) que lo empujaría a establecer una nueva relación entre la forma y el contenido artísticos.
* * *
De la fundamental continuidad manzoniana (aunque ligada a un estado de crisis casi permanente que lo llevará a sentirse perpetuamente insatisfecho de sus obras, a dejarlas incompletas o a corregirlas una y otra vez) dan, por lo demás, buena prueba sus escritos, desde el jacobino Trionfo della libertà, compuesto en 1801 por el jovencísimo poeta, a las obras de la senectud, pasando por el epistolario, que evidencia la permanencia de actitudes, ideas e, incluso, imágenes tan concretas como la de las «biancheggianti ville» que hallamos en el idilio Adda y reencontramos en el «Addio, monti» de Los novios bajo forma de «le ville sparse e biancheggianti sul pendio», o la del pájaro que en el Trionfo della libertà «rade il suol» y reaparece como golondrina que desciende «per rasentare il terreno» del lazareto en el capítulo XXXV de la novela; pero significativa será, ante todo, la persistencia de la juvenil instancia ética, asociada al intransigente amor por la verdad, ya manifestada en el soneto autorretrato y reiterada en el Carmen a Imbonati, donde emerge, además, la imagen invertida de un mundo que cobra fundamentalmente el aspecto de una inversión lingüística, porque llama virtud al vicio, amor a la lujuria o culpable al inocente, y donde aparece también prefigurada la imagen trágica del justo solitario (encarnada más de un decenio después por un Carmagnola o un Adelchi), obligados a combatir una guerra «dura» y «desigual» contra «los perversos, coaligados y numerosos».
Con las tragedias afrontará Manzoni «di petto» el problema de la injusticia terrena, filtrado ya por la esperanza religiosa que había celebrado en los himnos sagrados, de tal modo que la derrota del justo solitario cantada en el Carmen a Imbonati, sin dejar de ser vista como inevitable y necesaria, podrá ahora convenirse en victoria moral («Sólo al vencido —dirá el coro del Carmagnola al final del segundo acto— no le alcanzan las desgracias»), transformando así el dolor humano en paz metafísica, aunque sin conciliar las exigencias terrenas de justicia y felicidad con la razón de estado, que para el escritor siempre seguirá siendo maquiavélica: «Un rey —dirá Carlomagno en el acto segundo del Adelchi— no puede / recorrer su alto camino sin que alguien / caiga bajo su pie».
Porque, en efecto, la nueva visión religiosa de Manzoni dejará intacto su primitivo pesimismo histórico, que concibe el mundo como un sistema al servicio de la iniquidad, en el cual la única postura tolerable para el hombre justo es la de la abstención total, según explica —con palabras inequívocas— Adelchi a su padre tras la derrota:
Goza, pues rey no eres; goza, pues cerrado
a la acción tienes todo camino: lugar para amables,
para inocentes obras no existe: no queda
sino hacer daño, o padecerlo. Una feroz
fuerza posee al mundo, y se hace llamar
derecho.
Así pues, a la altura de esta fase de la evolución manzoniana, la solución religiosa del conflicto terreno parece poder manifestarse sólo de modo pasivo y negativo, o bien bajo forma de muerte, que no es sino la inversión de signo del desenlace (negativo en términos mundanos, positivo en términos metafísicos) mediante un cambio radical de dimensiones; de tal modo que, en las tragedias de Manzoni cabe hablar, más que de muerte, de una salida espacio-temporal («Fuera de la vida está el término / de tu largo martirio», dirá el célebre coro de Ermengarda en el Adelchi), de un instante paradójico en que el máximo dolor cobra el aspecto de felicidad según el oxímoron de la «provida sventura», también contenido en el coro de Ermengarda («Te collocò la provida / sventura in fra gli oppressi»).
* * *
Si de un cambio cabe hablar entre la experiencia trágica y la experiencia novelesca de Manzoni, tal cambio consiste precisamente en el abandono del propio género dramático en la medida en que éste había sido concebido a la vez como manifestación del fatalismo terreno (abocado a la no solución de la tragedia) y como solución metafísica que transformaba in extremis el final trágico en final feliz, violentando así la misma idea de tragedia.
Con la novela (donde la dicotomía entre bien y mal se diversifica en una multiplicidad de personajes y situaciones que se reparten en distintas y complejas proporciones la función negativa y la positiva del conflicto trágico), Manzoni emprendía un segundo camino ya insinuado en las palabras de Carmagnola a su hija Matilde: «para los huérfanos en el cielo / hay un padre, lo sabes. Confía en él, y vive / para días tranquilos si no felices» (acto quinto), y más explícitamente expuesto en el himno LaRisurrezione, donde la alegría terrena, en vez de ser negada, es restringida («pacata in suo contegno») y vista como «signo» de la eterna y verdadera.
Vista así la trayectoria manzoniana —entre sus juveniles intentos poéticos y la gestación de la novela—, es evidente que el eje en torno al cual parece girar la búsqueda del escritor lo constituye una vez más el problema iluminista y kantiano del nexo entre virtud y felicidad. Dos exigencias humanas cuya legitimidad nunca negará el moralista convertido, empeñado, antes bien, en hallar una solución más convincente que la del frustrado eudemonismo iluminista.
La dificultad —leemos, en efecto, en el capítulo tercero de la Morale cattolica— estriba en satisfacer igualmente [ambas exigencias], en hallar un punto en el cual lo bello y lo razonable de las acciones, de los deseos, de las inclinaciones, se reúnan necesariamente en todos los casos y con plena evidencia.
De tal dificultad partirán no sólo sus reflexiones morales y filosóficas (desde las Osservazioni sulla morale cattolica y la carta a Victor Cousin —iniciada en 1829 y nunca concluida— hasta el tardío diálogo Dell’invenzione —ya bajo el influjo del filósofo Antonio Rosmini— y el Apéndice al capítulo tercero de las Osservazioni, escrito en 1850 en polémica con el utilitarismo de Bentham), o históricas (desde el Discorso sopra alcuni punti della storia longobardica in Italia, publicado como apéndice del Adelchi,hasta el ensayo sobre la Revolución Francesa de la senectud), sino la configuración misma de su pensamiento estético cuyos puntos extremos son la Lettre à M. Chauvet y el Discorso del romanzo storico, pero que, obviamente, debe ser integrado con las concretas realizaciones artísticas del escritor.
La primera indicación acerca de las ideas estéticas de Manzoni se halla en el carmen In morte di Carlo Imbonati, donde emerge ya, de modo programático, su inclinación a fundir retórica y lógica (el «sentir» y el «meditar») a fin de lograr una representación de la realidad humana filtrada éticamente por la reflexión:
Yo creo —escribía poco tiempo después al amigo Fauriel— que la meditación de lo que es, y lo que debería ser, y el acerbo sentimiento que nace de este contraste, yo creo que este meditar y este sentir son la fuente de las mejores obras, tanto en verso como en prosa, de nuestro tiempo.
De este modo, la realidad empírica (lo que es) y la verdad ideal (lo que debería ser) emergen ya como conceptos, si no excluyentes, sí desfasados, y la poesía —nacida del sentimiento doloroso de tal desajuste— como necesariamente trágica.
La historia, examinada a la luz de esta moralidad poética (perceptora de contradicciones en un mundo donde el ideal nunca es), no aparece, pues, como sede de la objetivación de la verdad eterna, sino, por el contrario, de su negación sistemática. De ahí que la afirmación manzoniana según la cual la simple observación de los hechos es educativa y moral deba ser completada con esta concepción negativa y dolorosa (por tanto, poética) de Clío en cuanto «meditar» inseparable del acerbo «sentir». Esta fusión de la belleza y la verdad, posible sólo sobre la base de una concepción negativa de la historia, emerge con claridad en el esbozado programa estético que bajo el título de «La moralidad de las obras trágicas» Manzoni escribía alrededor de 1817:
Distinción de belleza poética y de verdad moral, absurda.
Punto donde coinciden estos dos atributos de una composición artística.
La verdad, que es sumamente deleitosa y sumamente perfeccionadora.
Verdad de la representación de los hechos del ánimo. Lo que es hechos, lo que debería ser conatos, deseos.
Verdad en la excitación de los afectos. Simpatía por el bien.
Verosimilitud, único medio para llegar a estas dos. Verdad histórica, tipo de la verosimilitud.
Tres años después, en la Lettre àM. Chauvet se reafirmaría en esta misma idea, pero invirtiendo los términos del razonamiento final: si antes la verdad histórica era un tipo de la verosimilitud, ahora la verosimilitud vendrá dada automáticamente por la historia y se identificará con ella: «La vraisemblance et l’intérêt dans les caractères dramatiques, comme dans toutes les parties de la poésie, dérivent de la vérité. Or cette vérité est justement la base du système historique»; y aún más explícitamente: «Les faits, par cela même qu’ils sont conformes à la vérité pour ainsi dire matérielle, ont au plus haut dégré le caractére de vérité poétique». Con lo cual, la «fiabilidad» educativa de la mera observación historiográfica parecería haber reducido drásticamente la necesaria intervención, no ya del «sentir», sino del «meditar» poético, si no fuera que en la misma Lettre hallamos rotundo un desmentido de tal hipótesis. Se pregunta, en efecto, el autor:
Car enfin que nous donne l’histoire? Des événements qui ne sont, pour ainsi dire, connus que par leur dehors; ce que les hommes ont éxecuté: mais ce qu’ils ont pensé, les sentiments qui ont accompagné leurs délibérations et leurs projets, leurs succès et leurs infortunes; les discours par lesquels ils ont fait ou essayé de faire prévaloir leurs passions et leurs volontés sur d’autres passions et sur d’autres volontés...: tout cela, à peu de chose près, est passé sous silence par l’histoire; et tout cela est le domaine de la poésie.
Y si nos preguntamos a nuestra vez en qué consisten estos pensamientos humanos silenciados por la historiografía externa, Manzoni responderá: son «les véritables pensées par lesquelles les hommes arrivent à commetre une grande injustice»; de manera que la escisión entre ser y deber ser aparecerá también ahora como el contenido semántico atribuible al término manzoniano de verità, que es, sí, la de los hechos materiales, pero no la de los hechos materiales «desnudos», sino recubiertos (poética o historiográficamente, a condición de que demos a la palabra historiografía el sentido de un juicio moral) por la conciencia de su negatividad. De ahí la crítica contra la historiografía tradicional llevada a cabo por el autor en su Discorso sopra alcuni punti della storia longobardica in Italia, donde leemos:
Pero una serie de hechos materiales y exteriores, por así decirlo, aunque estuviera limpia de errores y dudas, no es aún la historia... [sino las] circunstancias de leyes, costumbres, opiniones, en que se han encontrado los personajes; sus fines y sus inclinaciones; la justicia o la injusticia de aquéllas y de éstas, independientemente de las convenciones humanas, según las cuales y contra las cuales han actuado.
En suma, la verdadera historia es la verdadera historiografía (un conjunto de «conjeturas razonadas») que, en la serie desnuda de los hechos materiales, observa las causas y el progreso de las acciones y descubre así «los lentos esfuerzos de la justicia por introducirse en algún resquicio de las cosas humanas».
Justicia e injusticia (la una lenta y clandestina, la otra omnipresente) son, en definitiva, las palabras clave del pensamiento estético e histórico de Alessandro Manzoni que logra fundirse sobre la base de un moderado optimismo, no tanto acerca de la justicia providencial de la historia cuanto de la justicia del historiador-poeta capaz de entresacar del caos empírico un hilo conductor, una racionalidad. En la medida en que los hechos «desnudos» se presten a esta labor, cabrá hablar de un realismo manzoniano; en caso contrario, la historia aparecerá sólo —según palabras del propio autor— como un «misterio de contradicciones en que la mente se pierde».
El salto entre la poética dramática y la novelesca implica, desde este punto de vista, el intento de subir un grado en la dificultad del poeta, haciendo intervenir, al lado de los conceptos de justicia e injusticia, el de la felicidad, «pacata» y restringida, pero virtualmente posible en esta tierra. Se trataba de demostrar que los hechos materiales no sólo concilian sus contradicciones ante la aguda mirada del historiador que en ellos descubre una cadena de males e injusticias, sino también de aquel que sabe hallar en esa cadena un finalismo ético y eudemonístico.
Vistas así las cosas, y a la luz de la posterior palinodia manzoniana, la trayectoria estética recorrida por el escritor entre la Lettre y el Discorso del romanzo storico, pasa por la encrucijada de Los novios y desemboca, por un lado, en la renuncia a conciliar historia y ficción en la medida en que lo inventado consiste en la ideal conjunción del bien y la verdad, posible (el historiador lo sabe) únicamente en las novelas; por el otro, en el retorno a una visión trágica de la poesía en la medida en que ésta, asimilada de modo más riguroso a la historia, reconoce («hegelianamente») que, si en ella el problema de la felicidad puede ser planteado, no es, en modo alguno, «el reino de la felicidad».
La concreta realización de esta nueva postura estética será la Storia della Colonna Infame, que debería ser vista como una formidable síntesis de las tragedias manzonianas (en virtud del retorno al conflicto dualista entre la iniquidad y la inocencia y su desenlace mortal para los personajes, falsamente acusados de esparcir la peste con ungüentos ponzoñosos) y la experiencia novelesca (en virtud de la eliminación, por un lado, de esquematismos formales limitadores de la exposición historiográfica y, por el otro, de cualquier heroificación idealizadora de la virtud y el mal: reducidos ambos a su esencialidad anónima en la figura de los humildes acusados, pero también en la de sus obtusos acusadores).
La historia vuelve así a ser la sede del contraste entre «lo que es» y «lo que debería ser»; sólo que Manzoni se sitúa ahora más allá (o más acá) de los «conatos» y los «deseos» humanos, acepta no sólo la existencia de las «contradicciones en que la mente se pierde», sino el mismo extravío de la mente, el mysterium iniquitatis como un punto de partida dentro del cual el hombre justo ha de fundar su libre albedrío:
Si en un conjunto de hechos atroces del hombre contra el hombre —leemos en la Introducción de la Colonna Infame— creemos ver un efecto de los tiempos y las circunstancias, junto con el horror y la compasión nos sobrecoge el desaliento, una especie de desesperación. Nos parece ver la naturaleza humana impulsada invenciblemente al mal por causas independientes de su arbitrio, y como poseída por un sueño perverso y angustioso del que no puede despertar, del que no puede tan siquiera percatarse. Nos parece insensata la indignación que nace espontáneamente en nosotros contra los autores de estos actos y, sin embargo, al mismo tiempo, nos parece noble y santa: queda entonces el horror, y desaparece la culpa; y al buscar un culpable contra quien indignarse con toda razón, el pensamiento se ve conducido con espanto a vacilar entre dos blasfemias, que son dos delirios: negar la Providencia, o acusarla. Pero cuando, al observar más atentamente estos hechos, se descubre una injusticia que podía ser vista por los mismos que la cometían, un transgredir las normas admitidas por ellos mismos..., es un alivio pensar que, si no supieron lo que hacían, fue por no querer saberlo, fue por la ignorancia que el hombre acepta o pierde a su antojo, y no es una excusa, sino una culpa.
De este modo Manzoni resolverá con una respuesta exclusivamente moral el doble problema historiográfico y estético, superando el dilema entre falseamiento novelesco del mysterium iniquitatis y claudicación histórica ante el «horror» en que la mente se extravía. El «horror», dice el Manzoni de la Colonna Infame, no lo engendra el Deus absconditus de Pascal, sino el hombre que usa la historia como álibi para abandonarse voluntariamente al sueño de la razón. Con esta iluminación final, la inescrutabilidad de la providencia se convierte en humana culpabilidad y la estética manzoniana dejará atrás la concepción de lo poético como acerbo «sentir», para correr el riesgo de ser un implacable «indagar» a contrapelo, no tanto en la serie desnuda de los hechos cuanto en la historiografía encubridora que avala el álibi de los hombres culpables, ofreciendo, precisamente, justificaciones «históricas» de los actos inicuos.
En este sentido, Los novios, precisamente en la medida en que nacen al borde de esta solución, quedan más acá de su univocidad perentoria y nos ofrecen el estadio más complejo y estratificado de la búsqueda manzoniana, a través de la historia y la poesía.
Si fuera posible hablar, dentro de una evolución, de momentos claramente circunscritos en los que algo tiene su comienzo, para la génesis de la novela manzoniana habría quizá que remontarse a los apuntes que, reunidos por el autor entre 1816 y 1817, llevan el nombre de Materiali estetici y que más tarde serían utilizados en el prefacio del Carmagnola y desarrollados en la Lettre à M. Chauvet, puente teórico, como hemos visto, entre la poética trágica y la novelesca.
No cabe, pues, sorprenderse de que el proceso de elaboración de la segunda tragedia, Adelchi, se entrelace con la concepción y la redacción inicial de Los novios, del mismo modo que la del Carmagnola (entre enero de 1816 y septiembre de 1819) había coincidido con la preparación de las Osservazioni sulla morale cattolica (considerada, por lo demás, como precedente inmediato de la prosa novelesca), cuya primera parte (publicada en 1819, mientras que la segunda quedaría inédita en estado fragmentario) había sido iniciada en 1818, a la vez que entre una y otra tragedia se extiende la laboriosa preparación del último y más grande himno sagrado, La Pentecoste, cuyas tres redacciones abarcan los años que van de 1817 a 1822.
Pero aún más complejo resulta el período de gestación de Los novios si pensamos que tras la publicación del Carmagnola en 1820, Manzoni escribe, entre junio y julio de ese año, la Lettre àM. Chauvet (aunque publicada, con alguna importante modificación, sólo en el 23), y que, ya iniciado en noviembre (también de ese mismo año) el Adelchi, interrumpe su elaboración para escribir, ante la inminente y luego frustrada entrada liberadora de las tropas piamontesas en Lombardía, las estrofas de Marzo 1821 y abrir finalmente, el 24 de abril del 21, a la altura del segundo acto de la tragedia, un breve pero intenso paréntesis de cuarenta días en los cuales redactaría los dos capítulos iniciales de la novela y su primera Introducción(rehecha más tarde, al terminar el esbozo del relato); capítulos a los que no añadiría nuevas líneas sino una vez concluido el Adelchi (en septiembre de 1822), el Discorso sopra alcuni punti della storia longobardica in Italia y la última redacción de La Pentecoste (octubre del mismo año), no sin haber intercalado antes (entre el 17 y el 19 de julio de 1821) la oda Il cinque maggio, donde la muerte de Napoleón aparece cantada como signo de la vanidad de la gloria, y la trayectoria histórica del emperador como enigmática manifestación de la inescrutable providencia divina.
* * *
Si, como hemos intentado demostrar, hay una relación de necesidad interna en el paso del teatro a la novela, no es dado, sin embargo, saber con certeza hasta qué punto tal evolución habría podido quedar en estado latente de no haber mediado la intervención de estímulos externos.
Tales estímulos partieron, en efecto, de la segunda estancia parisina de Manzoni, entre septiembre de 1819 y julio de 1820, apenas concluido el Carmagnola. Este segundo contacto con la cultura francesa le permitió conocer al filósofo Victor Cousin y a los historiadores liberales de la restauración (Guizot, Thiers y, sobre todo, Thierry), además de mantener sustanciosas conversaciones con Claude Fauriel acerca de la función de la literatura; todo lo cual encauzó el pensamiento manzoniano, por un lado, hacia esa visión invertida de la historia del «dedans» que ve en la masa anónima su verdadero protagonista, tal como teorizaría en el Discorso sobre la historia longobarda; por el otro, hacia su concreta aplicación literaria bajo la forma de novela histórica, según el modelo de Walter Scott. Modelo teorizado y elogiado por Thierry, el 29 de mayo de 1820 (es decir, poco antes del regreso de Manzoni a Italia), en un artículo del Censeur Européen donde se afirmaba la superioridad de las novelas del escocés sobre las obras tradicionalmente conocidas como históricas, superioridad demostrada en Ivanhoe, que «entrant profondément dans l’examen des faits, nous montre des masses d’hommes, des intérêts, des existences distinctes, deux peuples, un langage double, des moeurs qui se repoussent et se combattent; d’un côté la tyrannie e l’insolence, de l’autre la misère et la haine, développements réels du drame de la conquête».
Ideas que fructificarían en el Adelchi y el Discorso, pero que llegarían a su verdadera maduración cuando, aislado en su casa veraniega de Brusuglio (dejando atrás una Milán donde la represión austriaca tras el fallido levantamiento liberal había dispersado a los amigos de Il Conciliatore) llevando consigo la Storia patria de Ripamonti y el tratado de Economia e Statistica de Melchiorre Gioia, donde aparecía citado un edicto que prescribía penas contra los sacerdotes que se negasen a celebrar una boda (el mismo que leerá el protagonista de Los novios en el capítulo cuarto de la novela y que, según testimonios directos, proporcionó al autor la idea central de la trama), abandona cualquier otro proyecto (una tercera tragedia sobre Espartaco, un ensayo sobre la moralidad en las obras teatrales) y se entrega a la ardua tarea de escribir un relato; «a la manera» de Scott, sí, pero mejor y diferente.
Que la intención inicial de Manzoni tuviera ya este doble aspecto de emulación y originalidad con respecto al modelo scottiano emerge, con meridiana claridad, del epistolario. Si en una carta a Fauriel del 29 de enero de 1821 ya el escritor se muestra extraordinariamente interesado por la elaboración del poema narrativo I Lombardi alla prima crociata, que su amigo Tommaso Grossi está preparando bajo el estímulo de la lectura de Ivanhoe («son intention est de peindre une époque par le moyen d’une fable de son invention, à-peu-près comme dans Ivanhoe»), en abril de ese mismo año será Ermes Visconti quien informe a Victor Cousin de la proyectada novela de Manzoni:
La tragédie d’Adelgive ne sera pas achevée dans cette année; car Alexandre a été entramé par la lecture de Walter Scott à écrire un roman en prose. Walter Scott, dit-il, a révelé une carrière nouvelle aux romanciers; le parti qu’on peut tirer des moeurs, des habitudes domestiques, des idées, qui ont influé sur le bonheur et sur les malheurs de la vie à différentes époques de l’histoire de chaque pays. Alexandre donc a entrepris à représenter les Milanais de 1630, les passions, l’anarchie, les désordres, les folies, le ridicule de ce temps-là [...] Mais dans ce mélange de la partie historique avec la poétique, Alexandre est bien décidé à éviter la faute où est tombé Walter Scott. Walter Scott, vous savez, ne se gêne pas quand il croit trouver son compte à s’éloigner de la vérité historique. Tout en conservant les résultats généraux, il se permet de faire tant de changements aux circonstances et aux moyens qui les ont amenées, que le fond des événements n’est plus le même. Manzoni au contraire se propose de conserver dans son intégrité le positif des faits auxquels il doit faire allusion; sauf à ne les effleurer que très rapidement. Les développements et les détails seront réservés a l’exposition des fictions qui doivent figurer comme partie principale dans son ouvrage.
Y el 29 de mayo de 1822, el propio autor, ya «enfoncé» en su novela, sancionará así —en otra carta a Fauriel— la distancia que pretende establecer no sólo con respecto a Scott, sino con respecto a cualquier otro novelista: «Je crois que le meilleur moyen de ne pas faire comme les autres est de s’attacher à considérer dans la réalité la manière d’agir des hommes, et de la considérer surtout dans ce qu’elle a d’opposé à l’esprit romanesque».
A este propósito de originalidad «antiromanesque» y realista que, a la luz de otras afirmaciones manzonianas, se completa con el rechazo de cualquier subordinación artificiosa del entramado histórico al desenlace novelesco, y que un lector como Hofmannsthal premiaría con el siguiente juicio: «Hasta la sobriedad antirromántica de Stendhal parece casi afectada comparada con la sobriedad de esta narración», Manzoni hubo de añadir —como sabemos— el de crear ex novo una lengua y una prosa modernas, cuya inexistencia era presentada por el escritor ya en 1821 como el principal obstáculo para el nacimiento de la obra:
Pour les difficultés qu’oppose la langue italienne à traiter ces sujets —escribía el 3 de noviembre de ese año a Fauriel—, elles sont réelles et grandes, j’en conviens; mais je pense qu’elles dérivent d’un fait général, qui malheureusement s’applique à toute sorte de compositions. Ce fait est..., à mon avis, la pauvreté de la langue italienne... Imaginez... un italien qui écrit, s’il n’est pas toscan, dans une langue qu’il n’a presque jamais parlé, et qui (si même il est né dans le pays privilegié) écrit dans une langue qui est parlée dans un petit nombre d’habitants de l’Italie, une langue dans laquelle on ne discute pas verbalement des grandes questions, une langue dans laquelle les ouvrages relatifs aux sciences morales sont très rares...; de sorte que pour les bonnes idées modernes il n’y aurait pas un type général d’expressions dans ce qu’on a fait jusqu’à ce jour en Italie. Il manque complètement à ce pauvre écrivain ce sentiment pour ainsi dire de communion avec son lecteur, cette certitude de manier un instrument également connu de tous les deux.
No es, por tanto, de extrañar que entre el inicio de la empresa, el 24 de abril de 1821, y su coronación, en noviembre de 1842 (fecha en que se publicó el último fascículo de la edición definitiva de Los novios), hayan mediado veinte años de atormentadas revisiones y reescriruraa, lo cual hace de este libro una obra in progress cuyo proceso creativo constituye en sí mismo «una novela».
Si el 29 de mayo de 1822 Manzoni estaba «enfoncé» en su relato, el 12 de septiembre se lamentaba: «Je ne suis qu’à la moitié du deuxième volume de mon roman et j’aurais dû, selon les calculs antecédents, être à la fin du troisième». Lo cierto es que el escritor, que oponía a la inventiva novelesca de Scott su propia capacidad de ensimismamiento en la historia («J’ose me flatter du moins d’éviter le reproche d’imitateur: à cet effet je fais ce que je peux pour me pénétrer de l’esprit du temps que j’ai à décrire, pour y vivre»), iba añadiendo lecturas a las lecturas: libros sobre la peste milanesa de 1630, sobre el modo de vestir, novelas y sermones del XVII, todo lo relativo, en fin, a las costumbres de la época en que el relato se ambientaba, sin contar las novelas de Scott pedidas en préstamo, a los amigos junto con el Quijote, con ansia de colegial durante el verano del 22.
Sólo desde el mes de septiembre en adelante, el trabajo comenzará a avanzar sin interrupciones, de tal modo que el 21 de mayo de 1823 Manzoni ya podía anunciar a Fauriel: «J’en suis actuellement à la moitié du quatrième et dernier volume», y poner fin al manuscrito el 17 de septiembre de ese mismo año.
Tras unos meses de pausa, dedicados a escribir la carta a D’Azeglio sobre el Romanticismo y a elaborar un tratado sobre la lengua, que destruiría sin llegar a completarlo, el escritor afrontaría la etapa más penosa (y más importante) del trabajo: la revisión íntegra del primer esbozo de su novela, actualmente conocido con el nombre de Fermo e Lucia (sobre la base de un testimonio de Ermes Visconti, que así lo titula en una carta a Gaetano Cattaneo el 3 de abril de 1822), transformado luego, en el curso de la revisión, en el de Gli sposi promessi, y más tarde en el definitivo de I Promessi Sposi.
En este proceso de revisión intervendría primero Claude Fauriel (huésped de los Manzoni durante largos períodos entre noviembre de 1823 y octubre de 1825), que apostilló los siete primeros capítulos del relato y aconsejó la drástica reducción del episodio de la monja de Monza (casi una novela negra dentro de la novela), consejo seguido por el autor ante la instancia de Luigi Tosi, quien, en esta opinión —aunque por distintos motivos— coincidió con el ateo «idéologue». Después Ermes Visconti plagaría de minuciosas (y a menudo acertadas) observaciones todo el manuscrito y contribuiría en no pequeña medida a su posterior configuración16.
