Los números de la vida - Kit Yates - E-Book

Los números de la vida E-Book

Kit Yates

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Beschreibung

  ¿Y si las matemáticas fueran la única forma de comprender cómo te sientes, de entender la sociedad, de intentar articular el mundo? De encontrar el mejor asiento en el tren y la cola más rápida en la frutería, de calmarte ante un diagnóstico médico inesperado, de aprender del desastre de Chernóbil o del juicio de Amanda Knox, de detener epidemias mortales y víctimas de errores judiciales, de estudiar nuestro pasado para ahorrarnos un futuro peor, de saber cuántos caracoles hay en un jardín. Esto último, preguntado por su hijo, empujó al prestigioso matemático Kit Yates a intentar buscar cómo explicar la magia aplicada de los números que describen nuestra vida y la del planeta. Todo en este planeta se puede articular mediante las matemáticas y, sin embargo, este no es un libro para matemáticos. Tampoco es un libro de matemáticas al uso. Es un libro sobre cómo nos ayudan a entender el mundo, la sociedad, la vida. "Yates nos muestra cómo nuestra vida privada y social está empapada de matemáticas. Tan profundamente serio como tremendamente entretenido para los que no sabemos mucho de números. Un libro exquisitamente interesante." IAN McEWAN   "Un narrador deslumbrante. A través de historias y ejemplos increíbles, muestra cómo las matemáticas son el corazón palpitante de la vida moderna. Una voz excitante."   MARCUS DU SAUTOY    "Un libro sobre la confluencia de las matemáticas y las decisiones vitales. Un viaje alucinante sobre las creencias y la verdad."  THE TIMES  

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Seitenzahl: 551

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Si la perrita Blackie fuese una ecuación,

sería una muy compleja, casi irresoluble.

Y el resultado sería: infinito.

KIT YATES es profesor titular de biología matemática en la Universidad de Bath. Su trabajo consiste en seleccionar fenómenos del mundo real y descubrir las verdades matemáticas que se encuentran detrás de ellos. Extrae los patrones comunes que subyacen a estos procesos y los comunica. Trabaja en aplicaciones tan diversas como la enfermedad embrionaria, los patrones en las cáscaras de huevo y el enjambre devastador de las plagas de langostas, y va descubriendo las conexiones matemáticas en el proceso.

Título original: The Maths of Life and Death

Diseño de colección y cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la foto del autor: University of Bath

© del texto: Kit Yates, 2019

© de la traducción: Francisco J. Ramos Mena

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Newcomlab

Primera edición digital: febrero de 2020

ISBN: 978-84-18187-51-3

Todos los derechos están reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Índice

Portada

Los números de la vida

Créditos

Introducción: Casi todo

1. Pensar exponencialmente: El formidable poder y los límites aleccionadores del comportamiento expo

2. Sensibilidad, especificidad y segunda opinión: Por qué las matemáticas realzan la medicina

3. Las leyes de las matemáticas: El papel de las matemáticas en la ley

4. No te creas la verdad: Cómo desacreditar las estadísticas que nos presentan los medios

5. Lugar equivocado, momento equivocado: La evolución de nuestros sistemas numéricos y cómo nos defr

6. Optimización implacable: El ilimitado potencial de los algoritmos, desde la evolución hasta el co

7. Susceptible, infeccioso, eliminado: Contener la enfermedad está en nuestras manos

Epílogo: Emancipación matemática

Agradecimientos

Notas

A mis padres, Tim, Nancy y Mary, que me enseñaron a leer,

y a mi hermana, Lucy, que me enseñó a escribir.

Introducción

Casi todo

A mi hijo de cuatro años le encanta jugar en el jardín. Su actividad favorita es desenterrar e inspeccionar bichos, especialmente caracoles. Si tiene suficiente paciencia para esperar, tras la conmoción inicial de verse desarraigados, estos emergen con cautela de la seguridad de sus conchas y empiezan a deslizarse sobre sus manitas dejando un viscoso rastro de mucosidad tras de sí. A la larga, cuando se cansa, se deshace de ellos echándolos, no sin cierta crueldad, en el montón de compost o en la pila de leña que hay detrás del cobertizo.

A finales del mes de septiembre pasado, después de una sesión particularmente intensa en la que desenterró y desechó cinco o seis especímenes de gran tamaño, se acercó a mí mientras yo cortaba leña para el fuego y me preguntó: «Papi, ¿cuántos caracoles hay en el jardín?»; una pregunta engañosamente simple para la que yo no tenía una buena respuesta. Podía haber cien, o podía haber mil; y para ser sincero, él tampoco habría comprendido la diferencia. Sin embargo, su pregunta despertó mi curiosidad. ¿Cómo podíamos resolver juntos ese problema?

Decidimos realizar un experimento. El fin de semana siguiente, el sábado por la mañana salimos a buscar caracoles. Al cabo de diez minutos habíamos reunido un total de 23 de aquellos gasterópodos. Saqué el rotulador permanente que llevaba en el bolsillo de atrás y procedí a dibujar una crucecita en la concha de cada uno de ellos. Una vez que estuvieron todos marcados, volcamos el cubo y los soltamos de nuevo en el jardín.

Una semana después repetimos la operación. Esta vez, nuestros diez minutos de búsqueda nos reportaron solo un total de 18 caracoles. Al inspeccionarlos de cerca, descubrimos que tres de ellos tenían la cruz en la concha, mientras que los otros 15 no llevaban marca alguna. Era la única información que necesitábamos para hacer el cálculo.

La idea es la siguiente: la cantidad de caracoles que capturamos el primer día, 23, representa una determinada proporción de la población total del jardín, que es lo que queremos averiguar. Si podemos calcular esa proporción, podremos aplicarla al número de caracoles que capturamos para encontrar la población total del jardín. De modo que utilizamos una segunda muestra (la que recogimos el sábado siguiente). La proporción de individuos marcados en esta muestra, 3/18, debería ser representativa de la proporción de todo el conjunto de individuos marcados con respecto al total del jardín. Simplificando esta proporción, resulta que los caracoles marcados representan uno de cada seis individuos de la población total (puedes verlo ilustrado en la Figura 1). Por lo tanto, multiplicando por seis el número de individuos marcados capturados el primer día, 23, obtenemos una estimación del número total de caracoles que hay en el jardín: 138.

Después de terminar este cálculo mental, me volví hacia mi hijo, que había estado «cuidando» de los caracoles que habíamos recogido. ¿Y cuál fue su reacción cuando le dije que teníamos aproximadamente 138 caracoles viviendo en nuestro jardín? «Papi —me respondió, observando los fragmentos de concha que todavía tenía enganchados en los dedos—, lo he muerto.» Vale, que sean 137.

Figura 1. La proporción (3:18) entre el número de caracoles recapturados (marcados con V) y el número total de los capturados el segundo día (marcados con ) debería ser igual a la proporción (23:138) entre el número de caracoles capturados el primer día (marcados con Î) y el número total de los que hay en el jardín (marcados y sin marcar).

Este sencillo método matemático, conocido como capturarecaptura, o marcaje y recaptura, proviene de la ecología, que lo emplea para estimar el tamaño de las poblaciones de animales. Puedes probar a usar esta técnica tomando dos muestras independientes y comparando la coincidencia entre ellas. Quizá quieras calcular la cantidad de números que se vendieron para la rifa celebrada en la feria local, o hacer una estimación de la asistencia a un partido de fútbol utilizando las matrices de las entradas en lugar de tener que realizar un arduo recuento de los espectadores.

El método de captura-recaptura también se emplea en proyectos científicos serios. Por ejemplo, puede proporcionar información vital sobre las fluctuaciones del número de ejemplares de una especie en peligro de extinción. Si se utiliza para realizar una estimación del número de peces que hay en un lago,1 podría ayudar a las autoridades a determinar cuántos permisos de pesca pueden emitir. La eficacia de esta técnica es tan grande que su uso se ha extendido más allá del marco de la ecología para proporcionar estimaciones precisas sobre toda clase de cosas, desde el número de drogadictos2 en una población hasta el número de muertos en la guerra de Kosovo.3 Tal es el poder pragmático que pueden llegar a ejercer las ideas matemáticas más sencillas. Este tipo de conceptos son los que exploraremos a lo largo del presente volumen, y los que yo utilizo habitualmente en mi trabajo diario como biólogo matemático.

Cuando le digo a la gente que soy biólogo matemático, la reacción que obtengo suele ser un gesto cortés de asentimiento con la cabeza acompañado de un incómodo silencio, como si estuviera a punto de ponerles a prueba para ver si recuerdan la fórmula cuadrática o el teorema de Pitágoras. Pero, más que amedrentarse simplemente, a la gente sobre todo le cuesta entender cómo una disciplina como las matemáticas, que perciben como abstracta, pura y etérea, puede tener algo que ver con otra como la biología, que generalmente se considera práctica, sucia y pragmática. Esta dicotomía artificial a menudo ya se puede encontrar en la escuela: si te gustaba la ciencia, pero no el álgebra, hacían que te decantaras por las ciencias de la vida; si, como yo, disfrutabas de la ciencia, pero no te gustaba cortar cosas muertas (una vez me desmayé al comienzo de una clase de disección al entrar en el laboratorio y ver una cabeza de pescado sentada en mi sitio), te encaminaban hacia las ciencias físicas. Pero ambas nunca se encontraban.

Eso fue lo que me ocurrió a mí. En los últimos cursos de secundaria renuncié a la biología e hice las pruebas de acceso para cursar matemáticas, matemáticas avanzadas, física y química. Al llegar a la universidad tuve que ser aún más selectivo con mis asignaturas, y me entristeció tener que dejar atrás para siempre la biología, una disciplina que en mi opinión tenía un poder increíble para mejorar la vida. Me entusiasmaba enormemente la oportunidad de sumergirme en el mundo de las matemáticas, pero no podía por menos que sentir cierta inquietud al pensar que estaba optando por una disciplina que parecía tener muy pocas aplicaciones prácticas. No podría haber estado más equivocado.

Mientras me abría paso con esfuerzo a través de las matemáticas puras que nos enseñaban en la universidad, memorizando la prueba del teorema del valor intermedio o la definición de espacio vectorial, disfrutaba sobremanera de los cursos de matemáticas aplicadas. Escuché a los profesores explicar las fórmulas que utilizan los ingenieros para construir puentes que no resuenen ni se derrumben con el viento, o para diseñar alas que garanticen que los aviones no se caigan del cielo. Aprendí la mecánica cuántica que emplean los físicos para comprender los extraños sucesos que acontecen a escala subatómica y la teoría de la relatividad especial que explora las extrañas consecuencias de la invariancia de la velocidad de la luz. Asistí a cursos en los que se explicaba cómo utilizamos las matemáticas en disciplinas como la química, las finanzas y la economía. Leí acerca de cómo las empleamos en el ámbito deportivo para mejorar el rendimiento de nuestros mejores atletas, y en el cine para crear imágenes generadas por ordenador de escenas que no podrían existir en la vida real. En resumidas cuentas, aprendí que las matemáticas se pueden emplear para describirlo casi todo.

En el tercer año de carrera tuve la suerte de asistir a un curso de biología matemática. El profesor era Philip Maini, un catedrático norirlandés de unos cuarenta y tantos años y una atractiva personalidad. No solo era la figura preeminente de su campo (más tarde sería elegido miembro de pleno derecho de la Royal Society de Londres), sino que además resultaba evidente que era un enamorado de su disciplina, y su entusiasmo se contagiaba a todos los estudiantes que asistían a su clase.

Aparte de la biología matemática en sí, Philip me enseñó sobre todo que los matemáticos son seres humanos con sentimientos, y no autómatas unidimensionales, como a menudo se los retrata. En palabras del matemático húngaro y especialista en teoría de la probabilidad Alfréd Rényi, un matemático es algo más que «una máquina de convertir café en teoremas». Cierto día en que estaba sentado en el despacho de Philip aguardando el comienzo de una entrevista para un doctorado, vi, enmarcadas en las paredes, las numerosas cartas de rechazo que había recibido de varios clubes de la Premier League a los que había solicitado en broma puestos directivos vacantes. Al final terminamos hablando más de fútbol que de matemáticas.

De manera crucial, en ese punto de mis estudios académicos Philip me ayudó a reconciliarme por completo con la biología. Durante el doctorado, que realicé bajo su supervisión, trabajé en toda clase de cosas, desde descubrir cómo se forman las plagas de langostas y cómo detenerlas, hasta predecir la compleja coreografía que constituye el desarrollo del embrión de los mamíferos y las devastadoras consecuencias que se producen cuando sus pasos dejan de sincronizarse. Construí modelos teóricos para explicar cómo los huevos de las aves forman sus hermosos patrones de pigmentación y escribí algoritmos para rastrear el movimiento de las bacterias que nadan libremente en un medio acuoso. Elaboré simulaciones de cómo los parásitos eluden nuestro sistema inmunitario y cómo se propaga una enfermedad mortal en una población. El trabajo que inicié durante mi doctorado sería la base sobre la que se fundamentaría toda mi carrera. Todavía sigo trabajando en estas fascinantes áreas de la biología y en otras, con mis propios estudiantes de doctorado, en mi puesto actual como profesor adjunto a la cátedra de Matemáticas Aplicadas de la Universidad de Bath.

Como especialista en matemáticas aplicadas, para mí las matemáticas son, ante todo, una herramienta práctica para dar sentido a nuestro complejo mundo. La elaboración de modelos matemáticos puede darnos ventaja en situaciones cotidianas y no requiere escribir cientos de tediosas ecuaciones o líneas de código de ordenador. En su forma más básica, las matemáticas se reducen a patrones. Cada vez que contemplamos el mundo construimos nuestro propio modelo de los patrones que observamos. Si detectamos un motivo en las ramas fractales de un árbol o en la múltiple simetría de un copo de nieve, lo que vemos son matemáticas. Cuando dejamos que nuestros pies se muevan al compás de una pieza musical, o cuando nuestra voz reverbera y resuena al cantar en la ducha, lo que oímos son matemáticas. Si lanzamos una vaselina al fondo de la red o atrapamos una pelota de críquet en su trayectoria parabólica, lo que hacemos son matemáticas. Con cada nueva experiencia, cada información sensorial, los modelos que hemos creado de nuestro entorno se refinan, se reconfiguran y se hacen cada vez más detallados y complejos. Construir modelos matemáticos, diseñados para captar nuestra intrincada realidad, es la mejor manera que tenemos de dar sentido a las reglas que gobiernan el mundo que nos rodea.

Creo que los modelos más simples e importantes son las historias y analogías. La clave para ilustrar la influencia de la corriente invisible que discurre en lo más profundo de las matemáticas es demostrar sus efectos en la vida de la gente: de lo extraordinario a lo cotidiano. Si miramos a través de la lente correcta, podemos empezar a descifrar las reglas matemáticas ocultas que subyacen a nuestras experiencias más corrientes.

En los siete capítulos del presente volumen exploraremos las historias reales de una serie de eventos de trascendental importancia en los que la aplicación (o el mal uso) de las matemáticas ha desempeñado un papel clave: pacientes lisiados por culpa de genes defectuosos y empresarios en bancarrota por culpa de algoritmos no menos defectuosos; víctimas inocentes de errores judiciales y víctimas involuntarias de fallos técnicos de software. Leeremos las historias de inversores que han perdido su fortuna y de padres que han perdido a sus hijos, en ambos casos debido a malentendidos matemáticos. Lidiaremos con dilemas éticos que van desde el cribado en medicina hasta los subterfugios estadísticos, y examinaremos cuestiones sociales pertinentes como los referendos políticos, la prevención de las enfermedades, la justicia penal y la inteligencia artificial. En este libro veremos que las matemáticas tienen algo profundo o significativo que decir sobre todos estos temas, y muchos otros.

En lugar de limitarme a señalar aquellos lugares en los que las matemáticas podrían hacer acto de presencia, a lo largo de estas páginas te proporcionaré un conjunto de sencillas reglas y herramientas matemáticas que pueden servirte de ayuda en los diversos aspectos de tu vida cotidiana, desde obtener el mejor asiento en el tren hasta mantener la calma cuando el médico te informa de un resultado inesperado en una prueba. Sugeriré formas sencillas de evitar cometer errores numéricos, y nos ensuciaremos las manos de tinta de periódico desentrañando las cifras que se ocultan detrás de los titulares. También conoceremos de cerca las matemáticas que subyacen a la genética del consumidor, y observaremos las matemáticas en acción perfilando los pasos que podemos dar para ayudar a detener la propagación de una enfermedad mortal.

Como con un poco de suerte ya habrás deducido, este no es un libro de matemáticas. Tampoco es un libro para matemáticos. En estas páginas no encontrarás ni una sola ecuación. El objetivo del libro no es hacerte recordar las lecciones de matemáticas de la escuela que quizá ya hace años que olvidaste; al contrario: si alguna vez alguien te ha marginado y te ha hecho creer que no puedes participar del mundo matemático o que las matemáticas no son lo tuyo, considera este libro como una emancipación.

Creo sinceramente que las matemáticas son para todo el mundo, y que todos podemos apreciar las hermosas fórmulas que subyacen en el corazón de los complejos fenómenos que experimentamos a diario. Como veremos en los próximos capítulos, son matemáticas las falsas alarmas que suenan en nuestra mente y la falsa confianza que nos ayuda a dormir por las noches; las historias que nos invaden en las redes sociales y los memes que se difunden a través de ellas. Son matemáticas los resquicios legales y el remedio para subsanarlos; la tecnología que salva vidas y los errores que las ponen en riesgo; el brote de una enfermedad mortal y las estrategias para controlarla. Representan nuestra mejor esperanza de responder a las cuestiones fundamentales sobre los enigmas del cosmos y los misterios de nuestra propia especie. Nos llevan por los innumerables caminos de nuestras vidas, y nos acechan, justo detrás del velo, para observarnos mientras exhalamos nuestro último aliento.

1

Un estallido silencioso

EL FORMIDABLE PODER Y LOS LÍMITES ALECCIONADORES

DEL COMPORTAMIENTO EXPONENCIAL

Darren Caddick es profesor de autoescuela en Caldicot, un pueblecito de Gales del Sur. En 2009 se le acercó un amigo con una lucrativa oferta. Si invertía 3000 libras en un grupo de inversión local y conseguía que otras dos personas que hicieran lo mismo, obtendría una ganancia de 23000 libras en solo un par de semanas. Al principio, Caddick pensó que era demasiado bueno para ser verdad y resistió la tentación. Pero sus amigos le convencieron de que «nadie saldría perdiendo, porque el plan seguiría y seguiría y seguiría» de manera indefinida, de modo que decidió probar suerte. Lo perdió todo, y diez años después todavía está pagando las consecuencias.

Sin darse cuenta, Caddick se había metido en la base de un esquema piramidal que resultó que no pudo «seguir» indefinidamente. Iniciado en 2008, el esquema —que respondía al nombre de Give and Take («toma y daca»)— se quedó sin nuevos inversores y se desmoronó en menos de un año, pero no sin antes absorber 21 millones de libras de más de 10 000 inversores en todo el Reino Unido, el 90 % de los cuales perdieron su participación inicial de 3000 libras. Los esquemas de inversión que dependen de que sus inversores capten a muchos otros para obtener sus dividendos están condenados al fracaso. El número de nuevos inversores necesarios en cada nivel aumenta en proporción al número de personas ya incorporadas al esquema. En un esquema piramidal de este tipo, tras solo quince rondas de captación de nuevos inversores habría más de 10 000 personas. Aunque esta parece una cifra importante, en el caso de Give and Take se alcanzó con bastante facilidad. Sin embargo, tras otras quince rondas de captación se habría requerido la inversión de uno de cada siete habitantes del planeta para mantener el esquema en marcha. Este vertiginoso tipo de crecimiento, que aquí condujo a una inevitable falta de nuevos inversores y el consecuente desmoronamiento del esquema, se conoce como crecimiento exponencial.

De nada sirve llorar por la leche estropeada

Se dice que algo crece exponencialmente cuando aumenta en proporción a su tamaño actual. Imagina que, cuando abres la botella de leche por la mañana, una sola célula de la bacteria Streptococcus faecalis se cuela en su interior antes de que vuelvas a cerrar el tapón. Strep f. (como se la denomina de forma abreviada) es una de las bacterias que hacen que la leche se agrie y cuaje; pero una célula no parece gran cosa, ¿verdad?1 Quizá resulta un poco más preocupante descubrir que, una vez en la leche, una célula de Strep f. puede dividirse y producir dos células hijas cada hora.2 En cada generación, el número de células aumenta en proporción al número actual de estas, de modo que su número crece exponencialmente.

La curva que describe cómo aumenta una cantidad que crece exponencialmente tiene una forma que recuerda a una de las típicas rampas que utilizan los aficionados a hacer piruetas con patines, monopatines o bicicletas BMX. Inicialmente, la pendiente de la rampa es muy suave: la curva es extremadamente poco pronunciada, y solo va ganando altura de una forma muy gradual (como puedes ver en la primera curva de la Figura 2). Al cabo de dos horas hay cuatro células de Strep f. en la leche, y al cabo de cuatro todavía hay solo 16, lo que no parece que represente un gran problema. Sin embargo, al igual que ocurre con la mencionada rampa, luego la altura y la inclinación de la curva exponencial aumentan con rapidez. Al principio, las cantidades que crecen exponencialmente pueden dar la impresión de que aumentan poco a poco, pero de repente despegan de una forma que parece tan abrupta como inesperada. Si te olvidas de la leche durante cuarenta y ocho horas, y el crecimiento exponencial de las células de Strep f. se mantiene, la próxima vez que vuelvas a verterla en tus cereales podría haber casi 1000 billones de células en la botella; suficientes para hacer que se te cuaje la sangre, y no digamos ya la leche. En este punto, las células superarían en número al total de habitantes de nuestro planeta en una proporción de 40 000 a uno. A veces se alude a las curvas exponenciales como «curva en forma de J», ya que su forma se asemeja mucho a la curva pronunciada característica de dicha letra. Obviamente, a medida que las bacterias consumen los nutrientes de la leche y cambian su pH las condiciones de crecimiento se van deteriorando, de manera que el incremento exponencial solo se mantiene durante un período de tiempo relativamente breve. De hecho, en casi todos los escenarios del mundo real el crecimiento exponencial a largo plazo resulta insostenible, y en muchos casos patológico, dado que el sujeto en crecimiento consume recursos de manera inviable. Así, por ejemplo, el crecimiento exponencial sostenido de las células del cuerpo es un rasgo distintivo del cáncer.

Figura 2. Curvas «en forma de J» de crecimiento exponencial (izquierda) y decaimiento exponencial (derecha).

Otro ejemplo de curva exponencial es un tobogán acuático de caída libre, llamado así porque inicialmente el tobogán es tan empinado que el usuario experimenta la sensación de estar en caída libre. Pero en este caso, al proseguir nuestro avance por el tobogán, nos deslizamos por una curva de decaimiento exponencial, en lugar de una curva de crecimiento (puedes ver un ejemplo en la segunda imagen de la Figura 2). Se produce decaimiento exponencial cuando una cantidad disminuye en proporción a su tamaño actual. Imagina que abres una enorme bolsa de M&M’s, los viertes sobre la mesa y empiezas a comer todos los que han caído con el lado que lleva la letra M hacia arriba. Guarda el resto de la bolsa para mañana. Al día siguiente, agita la bolsa y vierte nuevamente los M&M’s; de nuevo, cómete los que tienen la letra M a la vista y guarda el resto en la bolsa. Cada vez que viertas los caramelos de la bolsa te comerás aproximadamente la mitad de los que quedan, independientemente de la cantidad con la que empezaste en un primer momento. El número de caramelos disminuye en proporción a los que quedan en la bolsa, lo que se traduce en una disminución exponencial de la cantidad de caramelos. De manera similar, el tobogán acuático exponencial empieza siendo vertical en la parte de arriba, de manera que la altura a la que está el usuario disminuye muy deprisa, al igual que, cuando tenemos un gran número de caramelos, la cantidad que nos comemos también es grande. Pero la curva se va haciendo más gradual y cada vez menos empinada hasta que llega a ser casi horizontal al final del tobogán; del mismo modo, cuantos menos caramelos dejemos, menos podremos comer al día siguiente. Aunque el hecho de que un caramelo individual aterrice en la mesa con la M hacia arriba o hacia abajo es aleatorio e imprevisible, la curva predecible del decaimiento exponencial, en forma de tobogán acuático, es el resultado del número de caramelos que vamos dejando a lo largo del tiempo.

A lo largo de este capítulo descubriremos los vínculos ocultos que existen entre el comportamiento exponencial y diversos fenómenos cotidianos: la propagación de una enfermedad en una población o de un meme en Internet; el rápido crecimiento de un embrión o el crecimiento demasiado lento del dinero de nuestra cuenta bancaria; la forma en que percibimos el tiempo, y hasta la explosión de una bomba nuclear. En nuestro avance iremos desentrañando meticulosamente toda la tragedia del esquema piramidal Give and Take. Las historias de las personas que vieron cómo su dinero era succionado y tragado servirán para ilustrar lo importante que resulta ser capaces de pensar en términos exponenciales, lo que por otro lado nos ayudará a anticipar el ritmo de cambio, a veces sorprendente, del mundo moderno.

Un asunto de gran interés

En las contadísimas ocasiones en que hago un depósito en mi cuenta bancaria, me consuela el hecho de que, por poco que tenga en ella, siempre está creciendo exponencialmente. De hecho, una cuenta bancaria es uno de los lugares donde realmente no hay límites al crecimiento exponencial, al menos sobre el papel. Siempre que el interés sea compuesto (es decir, que el interés se añada a nuestra cantidad inicial y genere nuevo interés por sí mismo), la cantidad total depositada en la cuenta aumenta en proporción a su tamaño actual, lo que, como hemos visto, constituye el rasgo distintivo del crecimiento exponencial. En palabras de Benjamin Franklin: «El dinero gana dinero, y el dinero que gana el dinero gana más dinero». Si pudiéramos aguardar lo bastante, hasta la inversión más pequeña se convertiría en una fortuna. Pero no vayas corriendo aún a cerrar tu fondo para contingencias. Si invirtieras 100 euros al 1 % anual, tardarías más de 900 años en hacerte millonario. Aunque suele asociarse a incrementos rápidos, si la tasa de crecimiento y la inversión inicial son pequeñas, el crecimiento exponencial puede resultar de hecho muy lento.

La otra cara de la moneda es que, dado que se cobra un tipo de interés fijo sobre el monto pendiente (a menudo un tipo alto), las deudas de las tarjetas de crédito también pueden crecer exponencialmente. Al igual que ocurre con las hipotecas, cuanto antes amortices tus tarjetas de crédito y más pagues desde el principio, acabarás pagando menos en conjunto, ya que el crecimiento exponencial nunca tendrá la oportunidad de despegar.

La posibilidad de amortizar las hipotecas y saldar otras deudas fue una de las principales razones esgrimidas por las víctimas de Give and Take para involucrarse de entrada en el esquema. La tentación de conseguir dinero rápido y fácil para reducir las presiones financieras resultó demasiado difícil de resistir para muchos, pese a la persistente sospecha de que algo no acababa de encajar. Como admite el propio Caddick, «la vieja máxima de que “si algo parece demasiado bueno para ser verdad, probablemente lo es”, resulta muy, muy acertada en este caso».

Las personas que pusieron en marcha el esquema, las jubiladas Laura Fox y Carol Chalmers, eran amigas desde la época en la que estudiaron en un colegio de monjas católico. Ambas tenían un cierto peso en su comunidad local —una ejercía como vicepresidenta de la filial del club Rotary de su localidad, mientras que la otra era una abuela muy respetada—, y sabían exactamente lo que hacían cuando crearon su fraudulento plan de inversión. Give and Take fue ingeniosamente diseñado para engatusar a posibles inversores al tiempo que ocultaba sus peligros. A diferencia del tradicional esquema piramidal de dos niveles, en el que la persona que ocupa la parte superior de la cadena cobra directamente de los inversores que ha captado y que tiene inmediatamente «debajo», Give and Take operaba como un esquema basado en cuatro niveles. Este sistema recibe nombres distintos en diferentes países; en Norteamérica se conoce como «el juego del avión». En un esquema tipo «avión», la persona de la parte superior de la cadena es el «piloto». Este capta a dos «copilotos», cada uno de los cuales capta a su vez a dos «miembros de la tripulación», cada uno de los cuales capta a dos «pasajeros». En el esquema de Fox y Chalmers, una vez completada esta jerarquía de 15 personas, los ocho pasajeros pagaban sus 3000 libras a las organizadoras, que a su vez ofrecían un enorme beneficio de 23 000 libras al inversor inicial, cobrándose una comisión de 1000. Parte de este dinero se donaba a organizaciones benéficas, y las cartas de agradecimiento remitidas por estas (por ejemplo, la NSPCC, la Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad con los Niños) añadían legitimidad al esquema; las organizadoras también destinaban otra parte a garantizar el funcionamiento fluido y constante del plan.

Tras cobrar sus beneficios, el piloto abandona el esquema y sus dos copilotos son ascendidos al rango de pilotos, aguardando a la captación de ocho nuevos pasajeros en la base de su pirámide. Los esquemas tipo avión resultan especialmente atractivos para los inversores, ya que cada nuevo participante solo necesita captar a otras dos personas para multiplicar por ocho su inversión (aunque, por supuesto, luego cada una de ellas tiene que captar a otras dos, y así sucesivamente). Otros esquemas, más planos, requieren un esfuerzo de captación individual mucho mayor para obtener los mismos rendimientos. Por otra parte, la estructura de cuatro niveles de Give and Take implicaba que los miembros de la tripulación nunca cobraban directamente de los pasajeros que captaban. Dado que es probable que las nuevas personas captadas sean amigas y parientes de los miembros de la tripulación, esto garantiza que el dinero nunca se transmita directamente entre personas con una estrecha relación. Esta separación entre los pasajeros y los pilotos cuyos pagos financian hace que la captación resulte más fácil y que disminuya la probabilidad de represalias, lo que genera una oportunidad de inversión más atractiva y, por ende, facilita la captación de miles de inversores en el esquema.

Del mismo modo, muchos de los inversores del esquema piramidal Give and Take obtuvieron la confianza necesaria para invertir tras enterarse de casos de personas que habían invertido con anterioridad y habían cobrado sus beneficios, y, en algunas ocasiones, incluso de haber presenciado personalmente el cobro. Con este fin, las organizadoras del esquema, Fox y Chalmers, organizaban lujosas fiestas privadas en el hotel Somerset, propiedad de esta última. En los folletos que se repartían en dichas fiestas se incluían fotos de los miembros del esquema tendidos en camas cubiertas de dinero o agitando puñados de billetes de cincuenta libras ante la cámara. En cada una de esas fiestas, las organizadoras también invitaban a algunas de las «novias» del esquema: aquellas personas (principalmente mujeres) que habían llegado al puesto de piloto de su celda piramidal y debían recibir sus beneficios. A las novias se les formulaban cuatro preguntas sencillas como «¿Qué parte le crece a Pinocho cuando miente?» frente a una audiencia de entre 200 y 300 potenciales inversores.

Se suponía que esta especie de «prueba» servía para sacar partido a una laguna legal que Fox y Chalmers creían que permitía realizar este tipo de inversiones, siempre que estuviera involucrado un elemento de «habilidad». En un vídeo de uno de esos eventos grabado con un teléfono móvil se oye gritar a Fox: «¡Jugamos en nuestras propias casas, y eso es lo que lo hace legal!». Se equivocaba. Miles Bennet, el abogado que llevó el caso a los tribunales, explicaba: «La “prueba” era tan fácil que nunca hubo nadie que tuviera que cobrar y no obtuviera su dinero. ¡Incluso podían pedirle a un amigo o a un miembro del comité que les ayudara con las preguntas, y el comité conocía las respuestas!».

Eso no impidió que Fox y Chalmers utilizaran las fiestas de entrega de premios como una especie de vacuna en su rudimentaria campaña de marketing viral. Al ver a las novias con sus cheques de 23000 libras, muchos de los invitados se decidían a invertir y alentaban a sus amigos y parientes a hacer lo mismo, creando así una nueva pirámide por debajo de ellos. Siempre que cada nuevo inversor pasara el testigo a dos o más personas, el esquema se prolongaría indefinidamente. Cuando Fox y Chalmers pusieron el plan en marcha, en la primavera de 2008, ellas eran los únicos dos pilotos. Buscando amistades dispuestas a invertir y, en la práctica, a ayudarles a organizar el esquema, la pareja no tardó en embarcar a cuatro personas más. Estas cuatro captaron a otras ocho, y luego a 16, y así sucesivamente. Esta duplicación exponencial del número de personas captadas en el esquema resulta muy similar a la duplicación del número de células en un embrión en crecimiento.

El embrión exponencial

Cuando mi esposa estaba embarazada de nuestro primer hijo, ambos nos obsesionamos, como muchos futuros padres primerizos, por tratar de descubrir qué sucedía en el interior de su vientre. Pedimos prestado un monitor cardíaco de ultrasonidos para poder oír los latidos del corazón de nuestro bebé; nos inscribimos en ensayos clínicos para que le hicieran más ecografías de las que le correspondían, y leímos uno tras otro un montón de sitios web que describían lo que le estaba sucediendo a nuestra hija a medida que crecía y hacía vomitar a mi esposa a diario. Entre nuestros «favoritos» figuraban los sitios web del tipo «¿Cuán grande es tu bebé?», en los que se comparaba, para cada semana de gestación, el tamaño de un bebé nonato con una fruta, hortaliza u otro alimento común de las dimensiones apropiadas. En este tipo de sitios se pretende dar consistencia física a los fetos nonatos de los futuros padres con afirmaciones como «Con un peso aproximado de 40 gramos y una estatura aproximada de 9 centímetros, tu angelito tiene más o menos el tamaño de un limón», o «Tu pequeño y precioso nabo ahora pesa unos 140 gramos y mide unos 13 centímetros de largo de la cabeza a los pies».

Pero lo que realmente me sorprendió de las comparaciones de estos sitios web fue la rapidez con la que cambiaba el tamaño de una semana a otra. En la cuarta semana, el bebé tiene aproximadamente las dimensiones de una semilla de amapola, pero en la quinta su tamaño se ha disparado hasta alcanzar el de una semilla de sésamo. Esto representa un aumento de volumen de aproximadamente 16 veces en el curso de una semana.

Pero quizás este rápido incremento de tamaño no debería resultar tan sorprendente. Cuando el espermatozoide fertiliza el óvulo, el cigoto resultante empieza a experimentar varias secuencias sucesivas de división celular (lo que se conoce como segmentación o clivaje) que se traducen en un rápido aumento del número de células del embrión en desarrollo. Primero se divide en dos; ocho horas después estas dos se subdividen en cuatro, y al cabo de ocho horas más las cuatro se convierten en ocho, que pronto se convierten en 16, y así sucesivamente; exactamente igual que ocurre con el número de nuevos inversores en cada nivel del esquema piramidal. Las divisiones posteriores se producen de manera casi sincrónica cada ocho horas. Así pues, el número de células crece en proporción a la cantidad de estas que conforman el embrión en un momento dado: cuantas más células hay, más células nuevas se crean en la siguiente división. En este caso, dado que cada célula crea exactamente una célula hija en cada división, eso significa que el número de células del embrión se multiplica por dos; en otras palabras, el tamaño del embrión se duplica en cada generación.

Durante la gestación humana, el período en el que el embrión crece exponencialmente es —por fortuna— relativamente breve. Si el embrión siguiera creciendo a la misma tasa exponencial durante todo el embarazo, las consiguientes 840 divisiones celulares sincrónicas darían como resultado un superbebé integrado aproximadamente por 10253 células. Para entender qué supondría algo así, piensa que, si cada átomo del universo contuviera en sí mismo una copia de todo nuestro universo entero, el número total de átomos de todos esos universos sería aproximadamente equivalente al número de células del superbebé. Obviamente, la división celular se ralentiza a medida que se coreografían eventos más complejos en la vida del embrión. En realidad, la cantidad media de células que forman un bebé recién nacido se puede aproximar a la cifra relativamente modesta de dos billones. Este número de células podría alcanzarse en menos de 41 eventos de división sincrónica.

La destructora de mundos

El crecimiento exponencial es vital para la rápida expansión del número de células necesarias para la creación de una nueva vida. Sin embargo, también fue el asombroso y terrible poder del crecimiento exponencial el que llevó al físico nuclear J. Robert Oppenheimer a proclamar: «Ahora me he convertido en la Muerte, la destructora de mundos». En este caso no se trataba del crecimiento de células, ni siquiera de organismos individuales, sino de la energía generada por la escisión de núcleos atómicos.

Durante la segunda guerra mundial, Oppenheimer dirigió el laboratorio de Los Álamos que fue la sede del Proyecto Manhattan, cuyo objetivo era desarrollar la bomba atómica. El proceso de escisión del núcleo de un átomo pesado (un conjunto de protones y neutrones fuertemente unidos) en varias de sus partes integrantes más pequeñas había sido descubierto por los químicos alemanes en 1938. Recibió el nombre de «fisión nuclear» por analogía con la fisión binaria, o bipartición, de una célula viva en dos, como ya hemos visto que ocurre, con resultados espectaculares, en el embrión en desarrollo. Se descubrió que la fisión se produce de forma natural, como ocurre en la desintegración radiactiva de los isótopos químicos inestables, pero también puede inducirse artificialmente bombardeando el núcleo de un átomo con partículas subatómicas para provocar lo que se denomina una «reacción nuclear». En cualquiera de los dos casos, la escisión del núcleo en otros dos núcleos más pequeños, o «productos de fisión», iba acompañada de la liberación de una gran cantidad de energía en forma de radiación electromagnética, además de la energía asociada al movimiento de los propios productos de fisión. Pronto se descubrió asimismo que esos productos de fisión en movimiento generados por una primera reacción nuclear podían usarse para impactar a su vez en otros núcleos, escindiendo más átomos y liberando aún más energía: es la denominada «reacción nuclear en cadena». Si cada fisión nuclear producía, por término medio, más de un producto que podía utilizarse para escindir otros átomos, entonces, en teoría, cada fisión podría desencadenar muchas otras nuevas escisiones. Al continuar este proceso, el número de eventos de reacción se incrementaría de forma exponencial, liberando energía a una escala sin precedentes. Si pudiera encontrarse un material que permitiera generar esta desbocada reacción nuclear en cadena, el incremento exponencial de la energía liberada en la breve escala temporal de las reacciones permitiría convertir potencialmente dicho material fisible en un arma.

En abril de 1939, en vísperas del estallido de la guerra en Europa, el físico francés Frédéric Joliot-Curie (yerno de Marie y Pierre Curie, y, como ellos, premio Nobel junto con su esposa) hizo un descubrimiento crucial. En un artículo publicado en la revista Nature expuso la evidencia que demostraba que, tras la fisión causada por un solo neutrón, los átomos del isótopo de uranio U-235 emitían una media de 3,5 neutrones de alta energía (más adelante la cifra se corregiría a 2,5).3 Este era exactamente el material requerido para generar una cadena exponencial de reacciones nucleares. Había empezado la «carrera por la bomba».

Con el premio Nobel Werner Heisenberg y otros célebres físicos alemanes trabajando en el proyecto de bomba paralelo de los nazis, Oppenheimer era consciente de que su trabajo en Los Álamos era un auténtico reto. Su principal problema era cómo crear las condiciones que posibilitaran una reacción nuclear en cadena de crecimiento exponencial capaz de provocar la liberación casi instantánea de la enorme cantidad de energía que requería una bomba atómica. Para producir una reacción en cadena autosostenida que fuera lo bastante rápida, tenía que asegurarse de que, del total de neutrones emitidos por un átomo de U-235 al fisionarse, hubiera una cantidad suficiente que fuera reabsorbida por los núcleos de otros átomos de U-235, haciendo que estos se escindieran a su vez. Descubrió que, en el uranio en estado natural, la mayor parte de los neutrones emitidos son absorbidos por átomos de U-238 (el otro isótopo significativo constitutivo de este elemento, que representa el 99,3 % del uranio natural),4 lo que significa que cualquier reacción en cadena se extingue exponencialmente en lugar de crecer. Para producir una reacción en cadena de crecimiento exponencial, Oppenheimer necesitaba refinar un U-235 extremadamente puro eliminando la mayor cantidad posible de U-238 del mineral.

Estas consideraciones dieron lugar al concepto de la denominada masa crítica de material fisible. La masa crítica de uranio es la cantidad de material necesaria para generar una reacción nuclear en cadena autosostenida. Esta depende de diversos factores. Probablemente el más importante es la pureza del U-235: aun con un 20 % de este isótopo (en comparación con el 0,7 % en estado natural), la masa crítica todavía supera los 400 kg, lo que hace que uno de los elementos esenciales para fabricar una bomba viable sea obtener un elevado nivel de pureza. Pero incluso cuando logró refinar uranio lo suficientemente puro para conseguir una masa supercrítica, Oppenheimer aún tenía que resolver el problema de cómo transportar la bomba. Obviamente, no podía limitarse a empaquetar una masa crítica de uranio en una bomba y confiar en que no explotara: bastaba una mínima desintegración espontánea del material para generar la reacción en cadena e iniciar la explosión exponencial.

Con el espectro de que los nazis se les adelantaran en la fabricación de la bomba atómica acechándoles constantemente, Oppenheimer y su equipo tuvieron una idea para el transporte que se apresuraron a desarrollar. Este método —la denominada arma de fisión «de tipo balístico»— implicaba disparar una masa subcrítica de uranio hacia otra utilizando explosivos convencionales a fin de crear una sola masa supercrítica. La reacción en cadena se generaría entonces por un evento de fisión espontánea que emitiría los neutrones iniciales. La separación de las dos masas subcríticas garantizaba que la bomba no detonara hasta el momento oportuno. Los altos niveles alcanzados de enriquecimiento del uranio (alrededor del 80 %) implicaban que solo hacían falta de 20 a 25 kg para alcanzar la masa crítica. Pero Oppenheimer no podía arriesgarse a que el fracaso de su proyecto diera ventaja a sus rivales alemanes, de modo que insistió en emplear cantidades mucho mayores.

Resultó que, para cuando el uranio puro estuvo finalmente listo, la guerra en Europa ya había terminado. Sin embargo, la guerra en el Pacífico se hallaba en pleno apogeo, y Japón no mostraba señales de una posible rendición pese a sus significativas desventajas militares. Juzgando que una invasión terrestre del territorio japonés aumentaría significativamente el número de bajas estadounidenses, ya elevado, el general Leslie Groves, responsable militar del Proyecto Manhattan, firmó la directiva que autorizaba el uso de la bomba atómica en Japón tan pronto como las condiciones climáticas lo permitiesen.

Después de varios días de mal tiempo causado por los coletazos de un tifón, el 6 de agosto de 1945 salió el sol sobre Hiroshima con un limpio cielo azul. A las 7:09 de la mañana se detectó la presencia de un avión estadounidense sobrevolando la ciudad, y las sirenas de alerta de ataque aéreo empezaron a sonar con fuerza. Akiko Takakura era una joven de diecisiete años que recientemente había conseguido un puesto de empleada de banca. Iba de camino al trabajo cuando sonó la sirena, y, como otras personas que también acudían a trabajar, se dirigió a uno de los refugios antiaéreos estratégicamente situados por toda la población.

Las alertas de ataque aéreo no constituían una experiencia infrecuente en Hiroshima: la ciudad era una base militar estratégica que albergaba la sede del Segundo Ejército General de Japón. Pero hasta ese momento se había librado en gran medida de las bombas incendiarias que habían llovió sobre muchas otras ciudades japonesas. Poco sabían Akiko y sus compañeros de refugio que Hiroshima estaba siendo preservada artificialmente de los bombardeos para que los estadounidenses pudieran medir la magnitud de la destrucción causada por su nueva arma.

A las 7:30 sonó la señal que indicaba que había pasado el peligro. El B-29 que sobrevolaba la ciudad resultó no ser nada más siniestro que un avión meteorológico. Cuando Akiko salió de su refugio antiaéreo, junto con muchas de las personas que le acompañaban, suspiró aliviada: aquella mañana no habría ataques aéreos.

Akiko y el resto de ciudadanos de Hiroshima ignoraban que, al tiempo que ellos reanudaban su camino al trabajo, el B-29 informaba por radio de las condiciones climatológicas favorables al Enola Gay, el avión que transportaba la bomba de fisión de tipo balístico conocida como Little Boy. Mientras los niños acudían a la escuela y los trabajadores proseguían con su rutina diaria, dirigiéndose a las fábricas y oficinas, Akiko llegó al banco donde trabajaba, situado en el centro urbano. Se suponía que las mujeres llegaban media hora antes que los hombres a fin de limpiar las oficinas a tiempo para el inicio de la jornada, de modo que a las 8:10 Akiko ya estaba en el edificio, casi vacío, trabajando afanosamente.

A las 8:14, el puente Aioi, con su característica forma de T, apareció en el punto de mira del coronel Paul Tibbets, que pilotaba el Enola Gay. Se liberó la bomba, de 4400 kg de peso, y esta inició su descenso de casi 10 km hacia Hiroshima. Después de unos 45 segundos en caída libre, la bomba se activó a una altura de 600 metros sobre el suelo. Se disparó una masa subcrítica de uranio contra otra, creando una masa supercrítica lista para explotar. Casi al instante, la fisión espontánea de un átomo liberó varios neutrones, y al menos uno de ellos fue absorbido por un átomo de U-235. Este átomo se fisionó a su vez y liberó más neutrones, que a su vez fueron absorbidos por más átomos. El proceso se aceleró rápidamente, lo que provocó una reacción en cadena de crecimiento exponencial y la liberación simultánea de una enorme cantidad de energía.

Mientras limpiaba los escritorios de sus colegas varones, Akiko miró por la ventana y vio un brillante destello blanco, como una tira de magnesio ardiendo. Lo que no podía saber era que el crecimiento exponencial había hecho que la bomba liberara una energía equivalente a 30 millones de cartuchos de dinamita en un instante. La temperatura de la bomba aumentó a varios millones de grados, una temperatura mayor que la de la superficie del Sol. Una décima de segundo después, la radiación ionizante llegó al suelo, causando daños radiológicos devastadores a todas las criaturas vivientes a las que afectó. Un segundo más tarde, una bola de fuego de 300 m de diámetro, con una temperatura de miles de grados centígrados, estalló sobre la ciudad. Los testigos presenciales cuentan que aquel día fue como si hubiera vuelto a salir el sol sobre Hiroshima. Desplazándose a la velocidad del sonido, la onda expansiva arrasó edificios en toda la ciudad, lanzó a Akiko al otro extremo de la sala y la dejó inconsciente. La radiación infrarroja quemó la piel de todos los seres vivos que se vieron expuestos a ella en un radio de varios kilómetros a la redonda. Las personas que se encontraban cerca del hipocentro de la bomba se volatilizaron o quedaron carbonizadas instantáneamente.

Akiko quedó protegida de lo peor de la explosión gracias a que se encontraba dentro del edificio del banco, construido a prueba de terremotos. Cuando recuperó la conciencia, se dirigió a la calle dando traspiés. Al salir descubrió que el cielo azul y despejado de aquella mañana había desaparecido. El segundo sol sobre Hiroshima se había puesto casi tan deprisa como había salido. Las calles estaban oscuras y llenas de polvo y humo. Hasta donde alcanzaba la vista había cuerpos yacentes en el mismo punto donde habían caído. A solo 260 m de distancia, Akiko fue una de las personas más cercanas al hipocentro del impacto de la bomba que sobrevivieron a la terrible explosión exponencial.

Se calcula que la bomba en sí y las tormentas de fuego resultantes que se extendieron por toda la ciudad mataron a unas 70 000 personas, de las que 50 000 eran civiles. La mayoría de los edificios también quedaron completamente destruidos. Las proféticas reflexiones de Oppenheimer se habían hecho realidad. Todavía hoy, la cuestión de la justificación de los bombardeos de Hiroshima y, tres días después, Nagasaki, en el contexto del final de la segunda guerra mundial, sigue siendo objeto de debate.

La opción nuclear

Independientemente de cuáles fueran los aciertos y errores de la bomba atómica, nuestro mayor conocimiento de las reacciones en cadena de tipo exponencial causadas por la fisión nuclear desarrollada en el marco del Proyecto Manhattan nos proporcionó la tecnología necesaria para generar una energía limpia, segura y con bajas emisiones de carbono: la energía nuclear. Un kilogramo de U-235 puede liberar aproximadamente 3 millones de veces más energía de la que se genera quemando la misma cantidad de carbón.5 Pese a todas las evidencias en sentido contrario, la energía nuclear tiene mala prensa en materia de seguridad e impacto medioambiental. En parte, el culpable de ello es el crecimiento exponencial.

La noche del 25 de abril de 1986, Aleksandr Akímov fichó para iniciar su jornada en la central de energía en la que trabajaba como supervisor de turno. En un par de horas debía dar comienzo un experimento diseñado para someter a una prueba de resistencia el sistema de la bomba de enfriamiento. Cuando inició el experimento, sin duda podría perdonársele por pensar en lo afortunado que era —en un momento en que la Unión Soviética se desmoronaba y el 20% de sus ciudadanos vivían en la pobreza— por tener un trabajo estable en la central nuclear de Chernóbil.

Hacia las once de la noche, a fin de reducir la potencia de salida aproximadamente al 20% de su capacidad operativa normal debido a las necesidades de la prueba, Akímov insertó de forma remota una serie de barras de control entre las barras de combustible de uranio del núcleo del reactor. Las barras de control tenían la función de absorber algunos de los neutrones liberados por la fisión atómica, de modo que estos últimos no pudieran provocar la escisión de un número excesivo de otros átomos. Eso interrumpía el rápido crecimiento de la reacción en cadena que en una bomba nuclear se habría dejado que continuara exponencialmente sin control alguno. Sin embargo, Akímov insertó accidentalmente demasiadas barras, lo que hizo que la potencia de salida de la central cayera de manera significativa. Sabía que esto causaría lo que se conoce como envenenamiento del reactor: la creación de material que, como las barras de control, ralentizaría aún más el reactor y disminuiría su temperatura, lo que a su vez provocaría un ulterior envenenamiento y un mayor enfriamiento formando un bucle de realimentación positiva. Presa del pánico, anuló los sistemas de seguridad, puso más del 90 % de las barras de control bajo supervisión manual y las retiró del núcleo para evitar que el reactor se fuera debilitando hasta apagarse por completo.

Mientras observaba cómo subían las agujas de los instrumentos indicadores a medida que la potencia de salida iba aumentando poco a poco, el ritmo cardíaco de Akímov volvió gradualmente a la normalidad. Tras evitar la crisis, pasó a la siguiente fase de la prueba, consistente en apagar las bombas. Pero, sin que él lo supiera, los sistemas auxiliares no estaban bombeando agua refrigerante tan deprisa como deberían. Aunque en un primer momento el problema era indetectable, la disminución del flujo de agua refrigerante había evaporado parte de esta, lo que mermaba su capacidad tanto para absorber neutrones como para reducir el calor del núcleo. De modo que el incremento del calor y de la potencia de salida aumentó aún más la cantidad de agua que hervía y se evaporaba de forma instantánea, lo que a su vez posibilitó que se produjera aún más energía: otro bucle de realimentación positiva, pero mucho más letal. Las pocas barras de control que Akímov no había puesto bajo supervisión manual se reinsertaron automáticamente para frenar la mayor generación de calor, pero no bastaron. Al darse cuenta de que la potencia de salida estaba aumentando demasiado rápido, Akímov presionó el botón de apagado de emergencia, diseñado para insertar todas las barras de control y apagar el núcleo. Pero ya era demasiado tarde. Cuando las barras se sumergieron en el reactor, causaron un breve pero significativo pico de la potencia de salida que llevó al sobrecalentamiento del núcleo, lo que provocó la fractura de algunas de las barras de combustible y bloqueó la inserción adicional de barras de control. Al aumentar exponencialmente la energía calorífica, la potencia de salida se disparó hasta alcanzar más de diez veces su nivel operativo normal. El agua refrigerante se convirtió rápidamente en vapor que causó dos enormes explosiones debidas a la presión, las cuales destruyeron el núcleo y extendieron por todas partes el material radiactivo fisible.

Negándose a creer los datos que indicaban que el núcleo había explotado, Akímov transmitió información incorrecta sobre el estado del reactor, y con ello retrasó unas labores de contención de vital importancia. Tras darse cuenta por fin del alcance total de la destrucción, se puso a trabajar con su equipo, sin protección alguna, para bombear agua al reactor, ahora hecho añicos. Mientras realizaban estos trabajos, los miembros del equipo absorbieron dosis de radiación de 200 grays por hora. Habitualmente se considera que la dosis letal es del orden de los 10 grays por hora, de modo que aquellos trabajadores desprotegidos absorbieron dosis letales en menos de cinco minutos. Akímov murió dos semanas después del accidente debido a envenenamiento por radiación.

El número oficial de fallecidos a causa del desastre de Chernóbil que facilitó la Unión Soviética fue de tan solo 31, aunque algunas estimaciones, que incluyen a las personas que participaron en la posterior limpieza a gran escala de las instalaciones, dan cifras significativamente más altas. Eso sin hablar de las muertes causadas por la dispersión de material radiactivo más allá de las inmediaciones de la central. En el núcleo del reactor destrozado estalló un incendio que se prolongó durante nueve días. El fuego arrojó a la atmósfera cientos de veces más material radiactivo del que se liberó con la bomba de Hiroshima, lo que tendría consecuencias medioambientales generalizadas en casi toda Europa.6

Así, por ejemplo, el fin de semana del 2 de mayo de 1986 una lluvia anormalmente intensa azotó las tierras altas del Reino Unido. Las gotas de lluvia contenían los productos radiactivos derivados de la explosión: estroncio-90, cesio-137 y yodo131. En total, aproximadamente el 1% de la radiación liberada por el reactor de Chernóbil cayó sobre el Reino Unido. Esos radioisótopos fueron absorbidos por el suelo, incorporados a la hierba en crecimiento y luego ingeridos por las ovejas al pastar. Resultado: carne radiactiva.

El Ministerio de Agricultura impuso de inmediato restricciones a la venta y el movimiento de ovejas en las zonas afectadas, lo que acarrearía consecuencias negativas para casi 9000 granjas y más de 4 millones de ovejas. David Elwood, un criador de ovejas del distrito de los Lagos, no podía creer lo que estaba pasando. La nube que transportaba los invisibles y casi indetectables radioisótopos proyectaba ahora una larga sombra sobre su sustento. Cada vez que quería vender ovejas tenía que aislarlas y llamar a un inspector del gobierno para que verificara sus niveles de radiación. Y cada vez que venían los inspectores le decían que las restricciones solo se prolongarían otro año más o menos. Pero Elwood vivió bajo esa nube durante más de veinticinco años, hasta que las restricciones se levantaron finalmente en 2012.

Sin embargo, debería haber resultado mucho más fácil para el gobierno británico informar a Elwood y a otros agricultores de cuándo los niveles de radiación serían lo bastante seguros como para que pudieran vender libremente sus ovejas. Los niveles de radiación resultan extraordinariamente predecibles gracias al fenómeno del decaimiento exponencial.

La ciencia de la datación

El decaimiento exponencial, en directa analogía con el crecimiento exponencial, describe cualquier cantidad que disminuye con una tasa proporcional a su valor actual (recuerda la reducción diaria del número de M&M’s y la curva del tobogán acuático que representaba gráficamente su disminución). El decaimiento exponencial da cuenta de fenómenos tan diversos como la eliminación de las drogas del cuerpo7 y la velocidad con la que disminuye la espuma en una jarra de cerveza.8 Pero, en particular, realiza un excelente trabajo a la hora de describir la velocidad con la que se reducen a lo largo del tiempo los niveles de radiación emitidos por una sustancia radiactiva.9

Los átomos inestables de los materiales radiactivos emiten espontáneamente energía en forma de radiación, aunque no exista ningún detonante externo, en un proceso conocido como desintegración radiactiva o, simplemente, radiactividad. A nivel de cada átomo individual, el proceso de desintegración es aleatorio: la teoría cuántica implica que resulta imposible predecir cuándo se desintegrará un átomo determinado. Sin embargo, en la escala macroscópica de cualquier material integrado por un gran número de átomos, la disminución de la radiactividad es un caso de decaimiento exponencial predecible. El número de átomos disminuye en proporción al número restante en cada momento. Cada átomo decae* independientemente de los demás. La tasa de desintegración se define por la denominada «semivida» de un material: el tiempo que tardan la mitad de sus átomos inestables en desintegrarse. Dado que la desintegración es exponencial, independientemente de cuánto material radiactivo esté presente en un principio, el tiempo para que su radiactividad disminuya a la mitad siempre será el mismo. Verter M&M’s en la mesa todos los días y comerse los caramelos con la M en la parte de arriba se traduce en una semivida de un día: esperamos comernos la mitad de los caramelos cada vez que los sacamos de la bolsa.

El fenómeno del decaimiento exponencial de los átomos radiactivos es la base de la datación radiométrica, el método utilizado para fechar los materiales en función de sus niveles de radiactividad. Comparando la abundancia de átomos radiactivos con la de sus productos de desintegración conocidos, teóricamente podemos establecer la edad de cualquier material que emita radiación atómica. La datación radiométrica tiene usos bien conocidos, como el cálculo aproximado de la edad de la Tierra o la determinación de la edad de objetos antiguos como los Manuscritos del Mar Muerto.10 Si alguna vez te has preguntado cómo demonios se sabe que el Archaeopteryx tiene 150 millones de años,11 o que Ötzi, el «hombre de hielo», murió hace 5300,12 piensa que lo más probable es que esté involucrada la datación radiométrica.

Recientemente, el desarrollo de nuevas técnicas de medición más precisas ha facilitado el uso de la datación radiométrica en la denominada «arqueología forense»: el uso del decaimiento exponencial de los radioisótopos (entre otras técnicas arqueológicas) para resolver crímenes. En noviembre de 2017 se utilizó la datación por radiocarbono para poner al descubierto que el whisky más caro del mundo no era más que un fraude. La botella, etiquetada como whisky puro de malta Macallan de 130 años, resultó contener una mezcla barata envasada en la década de 1970, para disgusto de su propietario, un hotel suizo que cobraba 10 000 dólares la copa. En diciembre de 2018, en una investigación de seguimiento, el mismo laboratorio descubrió que más de una tercera parte de los whiskies escoceses «añejos» que sometieron a prueba también eran falsos. Pero probablemente el uso más conocido de la datación radiométrica sea el relativo a la verificación de la antigüedad de las obras de arte históricas.

Antes de la segunda guerra mundial solo se sabía de la existencia de 35 pinturas del viejo maestro holandés Johannes Vermeer. En 1937 se descubrió una nueva y extraordinaria obra en Francia. Alabada por los críticos de arte como una de las mejores obras de Vermeer, La cena de Emaús pronto fue adquirida a cambio de una cuantiosa suma por el Museo Boymans Van Beuningen de Rotterdam. En los años siguientes surgieron varios otros Vermeer hasta entonces desconocidos, que rápidamente pasaron a ser propiedad de holandeses adinerados, en parte en una tentativa de evitar que los nazis se adueñaran de importantes bienes culturales. Aun así, uno de aquellos Vermeer, Cristo y la adúltera, terminaría en manos de Hermann Göring, el sucesor designado de Hitler.