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Amanece un día más en Madrid entre el ruido del tráfico y David, como cada mañana, se dirige al banco en el que trabaja junto a Jon y Lara. Parece que no haya nada que pueda romper la aburrida rutina de la capital. Pero está a punto de suceder algo tenebroso que cambiará la vida de todos. ¿Acaso tenían razón aquellos que hablaban de la llegada de un nuevo mesías?
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Seitenzahl: 261
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Miguel Aguerralde Movellán
Saga
Los ojos de Dios
Copyright © 2011, 2021 Miguel Aguerralde Movellán and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726856149
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Ecos de un eclipse
Todo parecía normal en Madrid. Ríos de gente fluían por sus calles chocando unos con otros sin levantar la vista del suelo. La mañana era cálida, como correspondía a aquella época del año. Todo resultaba rutinario y aburrido, desesperadamente aburrido. Y, bueno, también estaba lo del eclipse.
Hubo quien llegó a decir que desde que el sol ocultara su cara a la ciudad, algo no olía bien debajo de sus viejas calles. Incluso un fanático había sido arrestado no hacía mucho por protagonizar un altercado en plena Gran Vía, anunciando a gritos la llegada del Anticristo. Sin embargo no era la primera vez que ocurría un hecho similar en la ciudad durante las últimas semanas. Los “locos del eclipse”, como ya los llamaban, habían proliferado.
Pero eso a David parecía no importarle. Sentado en la parte trasera del autobús que lo llevaba al trabajo, su mente volaba por ese Madrid antiguo, inundado de coches de caballos y surcado por oscuros callejones, recodos históricos testigos de conspiraciones e intrigas, viejos corredores empedrados que habían sufrido el paso del tiempo y de las guerras; rincones emblemáticos y edificios monumentales, mudos espectadores de desfiles, asaltos y golpes de Estado.
En aquellos días los coches no paraban de agolparse bajo la sombra de los semáforos en rojo; colapsaban las inmensas avenidas trufadas de obras y vallas metálicas y el chirriar de sus cláxones se confundía con el monótono ronquido de las excavadoras. David observaba desde su ventanilla preguntándose cuántos pulmones inocentes podrían estar consumiendo ese aire poluto que ni el Retiro ni la Casa de Campo conseguían limpiar, cuántas cabezas había contado la Cibeles o a cuántos había señalado ya Colón. Él provenía de las afueras, donde aún se mantenía una atmósfera respirable y limpia. Era de un pueblo serrano y no entendía de hormigueros en la superficie. Él lo hubiera negado, pero Madrid le venía grande.
El autobús abandonó por fin el Paseo de la Castellana y tras varios giros y media docena de paradas se detuvo a cien metros del lugar de trabajo de David. La sucursal 0285 del Banco Central no era de las más grandes, aunque tampoco era pequeña. Estaba situada en el distrito sur del centro de la capital, cerca de la estación de Atocha, en la intersección de dos grandes vías. El equipo de trabajo lo formaban, además de David, otros dos jóvenes cajeros, una subdirectora a cargo de las relaciones personales con los clientes y un director que apenas salía de su despacho. En el momento de abrir la oficina por la mañana, los primeros en llegar eran siempre David y su compañero de mostrador, Jon. Solían saludarse con el inevitable intercambio de gruñidos con el que se comunican las personas más o menos civilizadas a las ocho de la mañana.
—Gnos días.
—Mmm... Un mostrador azul daba la bienvenida a pocos metros de la puerta principal. A su derecha empezaban a vibrar las cortinillas del despacho del director, mecidas por el aire acondicionado. Frente a éste, detrás de un par de sillones excesivos y una planta desproporcionada, se encontraba la mesa de la subdirectora sumida en un valle de archivadores de metal. Encender los fluorescentes, los ordenadores, el aire acondicionado y el hilo musical, era un proceso corto y simple, pero la desgana con la que Jon realizaba esta tarea cada mañana, lo hacía desesperadamente lento. Desde luego aquel no era el trabajo de sus sueños.
—Algún día me largaré de esta apestosa oficina.
—¿Y a dónde piensas ir, genio? —le contestó David, que tenía que escuchar todos los días la misma canción—. ¿Quién contrataría a un tipo como tú?
—No seas listillo, rubiales, ya me pedirás ayuda cuando yo sea rico y tú sigas besando el trasero a ese... ¡Buenos días, señor Galván!
El muchacho, bilbaíno y de apenas veinticinco años, dejó escapar una risita nerviosa y saludó al caballero que acababa de cruzar el umbral. Cristóbal Galván, director de la sucursal, apenas lo miró de reojo escondiendo una sonrisa debajo de su bigote.
—Buenos días, Jon. Ya estaba con el cuento de siempre, ¿verdad, David?
—No se preocupe ―dijo éste―, nada fuera de lo normal.
El señor Galván se preciaba de ser muy amable con sus empleados y de promover un buen ambiente allí donde trabajaba, pero no dejaba de ser exigente y estricto con las normas. Bonachón y cariñoso, su bigote y sus cejas pobladas terminaban de otorgarle la imagen de un moderno Santa Claus. Sin embargo, su capacidad y su experiencia le granjeaban un respeto promovido durante años, desde sus inicios allá en su pueblo jerezano. Entró en el despacho cargado con su maletín y una bolsa de plástico y poco después salió sin chaqueta y con un ejemplar de El País en la mano.
—No leáis nunca más los periódicos, muchachos —dijo visiblemente irritado, arrojando el diario sobre el mostrador—. Llevan semanas bombardeándonos con lo mismo.
Los dos cajeros se inclinaron sobre la portada. El artículo principal hablaba una vez más de la supuesta evasión de fondos por parte del Director General del Banco Central, el señor M. I. Sálomon, mediante la concesión de elevadísimos créditos a varias empresas sospechosas cuyas actividades y propietarios se desconocían. Nada se había probado todavía, pero a los diarios les gustaba torturar al banco más prestigioso del país con el posible “escándalo del siglo”.
—Parece que el eclipse no trae más que problemas — apuntó el director mientras los chicos leían el reportaje. Después añadió, desperezándose—. Debe de ser que el fin del mundo que tanto anuncian va a llegar después de todo, pero en pequeñas dosis.
—No crea, señor —replicó David—. No todo es tan malo. Hace unos días a mi vecino le tocaron casi mil euros en un concurso de la tele.
—Sí —intervino Jon con malicia—. Pero tú sigues pelado y apuesto a que ese vecino tuyo todavía no ha visto ni un céntimo del premio, ¿verdad?
En ese mismo momento llegó a la oficina Ana Escobar, la subdirectora, y lo hizo como siempre, echando pestes por el insufrible tráfico madrileño. Cruzó la oficina refunfuñando entre dientes y sin saludar se dirigió a su escritorio. Tras colgar su chaqueta en un perchero metálico se giró por primera vez hacia sus compañeros.
—Tendrían que retirar el carné a todos esos estúpidos que se empeñan en poner a prueba los nervios de los demás respetando tan escrupulosamente cada una de las normas… ¡Me sacan de quicio! Y a los turistas que se detienen por todas partes para fotografiar cualquier tontería. Y a tanto lento. ¡Ah! ¡Esta ciudad va cada día a peor!
Mientras hablaba agitaba los dedos de su mano izquierda, haciendo titilar sus uñas rojas bajo la luz de los fluorescentes como diminutas brasas. Hacía muecas de asco y desprecio bastante más graciosas de lo que ella hubiera pretendido. Al mismo tiempo sujetaba con la diestra un vasito de corcho blanco, el primero de sus demasiados cafés diarios, tan caliente que el humo le empañó las gafas.
—Será cosa del eclipse también... —apuntó David divertido, mientras colocaba los documentos en su mostrador—. De pronto todo son desgracias.
La señora Escobar daba un aire serio y distinguido a la oficina. Se trataba de una mujer siempre elegante, que desde luego no daba la impresión de tener a sus espaldas dos divorcios, un par de hijos desperdigados por Madrid y más años de los que quisiera reconocer.
—No tiene gracia, David —lo reprendió—, pero, ya que sacas el tema, te diré que se ha estropeado la nevera, se ha salido el agua de la lavadora, se han secado las plantas del balcón y se me ha quemado la comida dos veces. ¡Y para colmo todos los fontaneros de Madrid están de vacaciones!
—Ana, Ana —rió el señor Galván de regreso a su despacho desde la maquina del agua—. Jovial y alegre como siempre...
Al director le hacía gracia el comportamiento matutino, huraño y antipático, de su compañera y estaba tan extrañado como los dos chicos de que aún no le hubiera echado la bronca de costumbre a Jon.
—Por cierto, Jon —exclamó Ana volviéndose hacia el muchacho—, espero que quites tu moto de encima de la acera antes de que tenga que venir otra vez la grúa.
—Ahora voy...
A pesar del buen sentido del humor de Galván por las mañanas, había algo que lo irritaba sobremanera: la falta de puntualidad, y en eso Lara, la tercera cajera, era toda una experta. Antes de sentarse por fin en su escritorio, el director dio media vuelta.
—¿Dónde estará esa condenada chiquilla? ―preguntó como cada día―. Ya es la hora de abrir y aún no ha aparecido. David, ¿tú sabes algo?
—No tengo ni idea, señor, hoy todavía no he hablado con ella. Aunque no suele retrasarse tanto, así que seguro que tiene una buena razón.
―El día que llegue temprano le cedo mi puesto ―murmuró Galván mientras se asomaba a la puerta apurando su vaso de agua.
David tenía por Lara cierta debilidad, quizás algo más que eso. Era una chica deliciosamente bonita en todos los sentidos, la niña mimada del grupo. Sabía hacerse querer gracias a su exquisita manera de atender a los clientes y en poco tiempo se había ganado la confianza de las damas y la admiración de los caballeros. Además, su melena roja y sus ojos verdes flotaban en la mente de David desde que llegó a la sucursal, hacía ya año y medio. Sabía que su corazón estaba libre y ahí era donde él tenía puestas sus ilusiones.
Justo cuando su imaginación volaba por la cintura de su amiga, ésta abrió la puerta.
—Lo siento, lo siento —se excusó entrando apresuradamente en la oficina con el tiempo justo para dejar su bolso y su chaqueta en el perchero y ocupar su puesto en el mostrador entre los dos chicos—. No lo he podido evitar. ¡Han detenido a otro tipo en la calle!
—¿A otro más? —exclamó Jon.
—Sí, a dos manzanas de aquí. Se formó un revuelo enorme. Era un hombrecillo con aspecto de vagabundo que saltaba y gritaba repartiendo folletos de estos.
Lara dejó sobre el mostrador una especie de panfleto, una pequeña hoja de fino papel amarillo, arrugada y de mala calidad, donde se leía en letras negras y rojas:
Discípulos de Siam.
Preparaos hijos de Cristo porque se acerca el día de la llegada de nuestro único Señor. El momento está aquí. La oscuridad y el dolor os harán pagar por vuestros pecados. El cielo lo ha anunciado:
Siam está entre nosotros.
Reuníos en la Puerta del Sol esta tarde a las 17:00 horas para ser redimidos.
—Otro colgado —sentenció Jon—. Seguro que luego pedirán diez euros por asistir a uno de esos absurdos mítines con discurso apocalíptico incluido.
—Maldito eclipse... Ha hecho aparecer a la vez a todos los chiflados de la ciudad —comentó Galván, indiferente.
—Sí, pero habrá más de uno que se lo trague —concluyó Lara arqueando las cejas con un gesto de resignación—. Verás tú luego la Puerta del Sol infestada de tarados.
Una vez estuvieron de acuerdo en la cuestión del misterioso panfleto, la hojita terminó adecuadamente en el fondo de la papelera. Con los tres ordenadores de las ventanillas en marcha, los distintos tipos de documentos preparados, la mesa de la subdirectora casi ordenada y Galván finalmente encerrado en su despacho, la sucursal 0285 recibió al primer cliente del día.
—Muy buenos días, señora Cruz. ¿Qué tal sus gatitos? —saludó Lara.
—Bien, bien hijita, gracias por preguntar. La que no va tan bien soy yo... Menos mal que hoy por fin terminará todo...
La viuda del sargento Cruz, policía nacional durante más de tres décadas, rozaba los setenta y llevaba seis años viviendo sola con sus tres gatos y sus agujas de punto. Era famosa en el barrio por su tendencia a la melancolía y su carácter pesimista, pero nadie sospechaba que pudiera llegar tan lejos.
—¿A qué se refiere, señora? —intervino Ana Escobar desde la máquina de café—. ¿No estará usted también afectada por las amenazas de esos locos?
—¿Locos? —exclamó la anciana sobresaltada.
—Ya sabe —comentó Jon ordenando un montón de papeles—, la nueva secta que ha aparecido a partir del eclipse, los hijos de... —chasqueó los dedos como si eso lo ayudase a recordar—. ¡Ah, sí!, Los hijos de Siam, eso es.
—¡No se trata de ninguna secta, jovencito! —estalló la señora—. ¡El cristianismo es la única secta aquí! —de repente bajó el tono hasta hacerse casi inaudible—. Llevamos demasiado tiempo sometidos a sus mentiras y engaños, ¡pero Siam nos liberará! Vendrá a nosotros esta misma tarde y traerá el caos, el dolor y la oscuridad para aquellos infieles que no crean en él ―levantó la mirada y como un césar imperial otorgó su bendición―. Sigan mi consejo: no falten esta tarde en la Puerta del Sol. ¡Será mejor para ustedes estar del lado de Siam! ¡La Nueva Era está cerca!
La señora recogió su cartilla y su bolso y salió del banco dejando boquiabiertos a los empleados de la sucursal.
―¿Qué mosca le ha picado? ―preguntó Galván saliendo de su despacho.
—Pues sí que le ha dado fuerte... —comentó David. Los cinco vieron como la señora desaparecía entre el caos de tráfico y polución del centro de Madrid. Al cabo de un rato apenas recordarían el incidente. El resto de la mañana transcurrió lentamente, como de costumbre, excepto por el sinfín de comentarios entorno al acontecimiento que se iba producir aquella tarde en la Puerta del Sol: la llegada de un nuevo salvador conocido como Siam.
Por suerte o por desgracia todos esos comentarios apuntaban a que esa paranoia iba a tener su conclusión esa misma tarde, quizá con la presentación en persona del tal Siam, quienquiera que fuese.
Cuando llegó la hora de cierre, cada uno de los empleados se fue por su lado como todos los días. Así, Galván se marcharía caminando a su casa, a pocas manzanas de allí, Jon volvería en moto a su destartalado apartamento, no sin pasar antes por un restaurante chino para encargar comida para llevar, y la señora Escobar no tendría más remedio que retomar su suplicio diario de coger el coche. David, por su parte, solía almorzar en una cafetería de camino a la parada del autobús, renovando cada día la esperanza de que Lara accediera a acompañarle. Así que él fue el primer sorprendido cuando esa tarde la muchacha aceptó su invitación.
—De acuerdo, me parece bien —dijo Lara. David se frotó la coronilla: la suerte lo sonreía. Contó mentalmente el dinero que llevaba en el bolsillo—. Oye, ¿y si en vez de ir a la cafetería de siempre vamos a una que conozco junto a la Puerta del Sol y vemos qué se está montando allí?
Francamente, a David no le hacía ninguna gracia asistir a aquel espectáculo, pero después de tantos intentos fallidos, no le iba a decir ahora que no a Lara. Así que se encogió de hombros y fingió que le daba igual. Empezó a arrepentirse un rato después, cuando, con las tripas sonando como monoplaza de fórmula uno, se sentaron en una terraza frente al Edificio de la Comunidad, en plena Puerta del Sol. El toldo azul y amarillo de la pizzería Mamma Rosa era incapaz de protegerles del calor mientras luchaban por encontrar la postura en unas sillas metálicas calientes por el sol e incómodas por naturaleza. Por suerte no tardaron en llegar los refrescos.
A David el gas helado de la Coca-Cola siempre hacía que le picara la nariz y normalmente lo obligaba a lagrimear. Mientras, Lara se reía de sus muecas. Cuando logró calmarse y no morir atragantado, se centró en lo que estaba sucediendo en la plaza. Por unos minutos estuvo observando las decenas de turistas que se detenían en medio de la carretera para fotografiarse debajo del gran reloj o que se arremolinaban delante del famoso Kilómetro Cero para ponerle el pie encima, como si eso les fuera a dar suerte. Desde que había llegado a Madrid, dos años atrás, esa plaza era uno de los lugares que más lo había impresionado. Le agobiaba el incesante tránsito de personas de todas las nacionalidades y las legiones de turistas que posaban para las fotos, compraban regalos o se amontonaban en las paradas de autobús y en los accesos a las estaciones del Metro. La Plaza Mayor y sus comercios no conseguían, en cambio, minar su interés y fascinación por uno de los centros históricos más importantes de Europa.
David había recorrido mil veces los antiguos callejones, las viejas tabernas y todos esos lugares que no solían aparecer en las guías de turismo, más allá del Palacio Real y de los Jardines de Oriente. En su afán por investigar, se preciaba de conocer más de un centenar de curiosidades históricas de la ciudad que lo había adoptado, y es que, si Lara era su amor secreto, Madrid era su devoción confesa.
Mientras esperaban a que el camarero les trajera las pizzas, observaron cómo en el centro de la plaza construían una especie de escenario a cuyos lados habían situado dos grandes altavoces. Tras él, un grupo de obreros preparaba un extraño decorado negro.
—Qué raro el comportamiento de la señora Cruz esta mañana, ¿no crees? —comentó Lara haciendo sitio en la mesa para su pizza repleta de aceitunas. Dejó la carta a un lado y el refresco al otro, sin apartar la mirada del camarero—. Nunca la había visto así... ¿Sabes una cosa? Mi vecino, el señor Cardón...
—¿Quién? —preguntó David tragando el primer pedazo de boloñesa, cargada de carne picada y salsa de tomate —. ¿El que lanza tornillos desde la ventana a los gatos que se suben al muro de su jardín?
—Bueno, sí —concedió la muchacha con una divertida mueca—. Reconozco que no funciona muy bien el pobre hombre, pero el caso es que el otro día tuvo un follón con Mar, la chica de la frutería, ¿sabes quién te digo? ―hizo una pausa en espera de la respuesta de David y, cuando éste asintió con la cabeza, continuó—. Pues por lo visto montó un numerito por algo parecido. Empezó a asustar a los clientes de la tienda con bobadas sobre el fin del mundo, que si estaba cerca, que si iban a pagar por sus pecados, y no se qué locuras más acerca del caos, la anarquía, la oscuridad y todo eso. ¡La pobre Mar no tuvo más remedio que echarle a escobazos de la frutería!
—Yo no creo que eso quiera decir nada —rebatió David con los ojos fijos en lo que sucedía en la plaza. Los obreros seguían afanados en sus quehaceres y ahora preparaban una cortina negra que más tarde cubriría el escenario a modo de telón—. Siempre ha habido gente así. Aún recuerdo cuando a Alberto Reina le dio por asegurar que durante la lluvia de estrellas del verano pasado una de ellas iba a caer en pleno Manzanares provocando una terrible inundación que destruiría toda la ciudad... ―bebió un trago de refresco, ya casi sin gas, y chasqueó la lengua―. No te preocupes.
—Precisamente por eso —insistió ella—. Hay demasiados locos y nunca se les hace caso. ¿Y si alguno de ellos, por una vez, estuviera en lo cierto?
—¿Tratas de asustarme o qué?
—No digas chorradas, hombre. Sólo digo que si alguna vez las bobadas de esos chalados tuvieran algo de sentido nosotros no lo sabríamos porque no los escuchamos. Eso es todo.
Las palabras de Lara no estuvieron ni cerca de tranquilizar a su amigo. Los dos guardaron silencio durante unos minu- tos, como si se hubieran puesto de acuerdo, mientras imaginaban lo que sucedería si uno sólo de los muchos que vaticinaban el fin del mundo tuviera razón alguna vez. Como un cachorro mojado que se agita para secarse, David sacudió la cabeza para apartar de su mente esa idea. Cuando volvió a alzar la vista, la joven pelirroja apuraba su bebida contemplando atentamente las evoluciones de los obreros en la plaza.
—Lo que sí es seguro es que se lo montan bien ―dijo―. Mira eso.
Sus ojos señalaban el escenario. Ya estaba casi terminado y tenía el aspecto de un teatro fantasmal. Era una tarima circular cubierta por una moqueta negra, en cuyo borde se había colocado una especie de muralla de focos de colores que la rodeaban acotándola e iluminándola desde abajo. Tenía varias trampillas en el suelo de las que, supuso David, saldría humo durante la función. Tras la tarima, el decorado lo formaba únicamente una gran tela negra, y no tenía más adornos ni tampoco más mobiliario que un atril de madera colocado en el centro del que surgía un pequeño micrófono. Aunque lo intentaron, desde la terraza no conseguían identificar los extraños símbolos dibujados en la cara anterior del atril.
Lara se giró de nuevo hacia David y se recogió la melena en una trenza roja. No apartaba la mirada de la mousse de chocolate que el camarero le había servido. Parecía pensativa cuando terminó con su pelo y clavó la cucharilla en el postre.
—La verdad es que para tratarse de una secta nueva no ha tardado mucho en obtener un permiso del Ayuntamiento para montar todo esto en plena Puerta del Sol.
David arqueó las cejas y asintió al tiempo que se llevaba a la boca una cucharada de la dulce crema de cacao. No había caído en ese detalle.
—Tienes razón, resulta curioso... ―tampoco le importaba demasiado cómo o por qué esos tipos habían conseguido los permisos necesarios, no era tan suspicaz como Lara. Únicamente pensaba en su chocolate.
Los alrededores de la plaza se habían ido llenando poco a poco de gente. Lara se giró hacia donde le señalaba su amigo y observaron atónitos cómo las calles colindantes a la Puerta del Sol se habían convertido en las galerías de un gigantesco hormiguero que confluían justo donde ellos se encontraban, en aquel espantoso escenario. Todavía quedaba más de una hora para las cinco, pero nadie quería perderse la llegada de Siam.
―No creo que todos esos sean curiosos ―comentó David. Lara se giró hacia él.
―Crees que toda esa gente sea… ―los dos se retorcieron en sus sillas.
Fanáticos. Esa era la palabra que no querían pronunciar. Personas abducidas por la extraña atracción que la nueva secta producía. Gente desprovista de su capacidad de raciocinio por las proclamas de alguien a quien ni siquiera habían tenido la oportunidad de poner un rostro.
David dejó su postre a medias; de pronto no tenía más hambre. Pensó que jamás había visto tanta gente junta y se preguntó cómo era posible semejante poder de alienación. Pero aún se sintió mucho peor cuando volvió a mirar a Lara. Sus ojos verdes como cristal de mar convertidos en una fina línea y su gesto pícaro no le hacían prever ninguna idea demasiado buena. Lara, no…
—Oye —empezó ella, tan tramposa y zalamera como la serpiente con Adán—, ¿por qué no, ya que estamos aquí, nos quedamos a ver de qué va esto?
Esa mirada, esa sonrisa… En la mente de David se formó nítidamente la palabra mierda. Ella, de algún modo, lo había hecho otra vez.
—Y todo ese rollo del caos, los pecados, la oscuridad, el dolor... ¿nada de eso te preocupa?
—¡Venga ya, valiente! —se burló Lara al oír sus reproches. Era una mujer práctica y no quería discutir—. ¿Qué va a pasar? ¿Que a un tipo vestido de procesión le salgan rayos por los ojos? ¡Vamos!
El espectáculo no comenzó a la hora que señalaba el folleto. Mucho tiempo después, el escenario aún seguía vacío. Las únicas dos cosas que habían cambiado desde que David y Lara terminaran su almuerzo eran que la tarde había refrescado y que el número de asistentes al evento se había multiplicado por cien. Podría decirse que toda la población del centro de Madrid se estaba congregando en los alrededores de la Puerta del Sol.
Increíble, pensaba David, sentado todavía en la terraza junto a Lara. Toda esa gente atraída por un fantasma, por palabrería, por un discurso vacío y tan similar a cualquier otro. Nunca se hacía caso a los charlatanes. ¿Por qué ahora sí? ¿Por qué esta vez era diferente? Hasta que todo aquello comenzara no obtendrían respuesta, sin embargo el hecho era que aquel misterioso acontecimiento había congregado ya a un número obsceno de hombres y mujeres de todas las edades, gente de todos los países y culturas que dejaba a un lado sus vidas para acudir a la llamada de unos chiflados que anunciaban el fin del mundo y la llegada de un nuevo Mesías.
―¿Tan mal estamos, Lara? ―preguntó David en un murmullo pesimista―. ¿Tanto necesitamos algo en qué creer?
Pero la joven o no supo o no quiso contestar. Estaba ocupada en su propio y secreto mal presentimiento. Y es que paseando la mirada por los miles y miles de personas que abarrotaban la plaza, se había dado cuenta de la completa falta de agentes de policía en los alrededores.
―¿Cómo se les ha ocurrido no poner vigilancia hoy aquí? ―preguntó en voz alta al fin.
―¿A qué te refieres? ―David se incorporó un poco para mirar por encima de las cabezas que tenían delante y supo que su amiga tenía razón―. No lo entiendo…
Ni un solo policía, ningún tipo de seguridad, cómo era posible que ante tal cantidad de gente no se hubiera preparado ningún dispositivo especial en previsión de posibles altercados o accidentes.
—El paraíso del carterista —comentó Lara.
―No sólo eso ―apuntó el chico―. Esta gente está alterada, casi histérica… Recuerda a la señora Cruz esta mañana. Me parece increíble que…
―No, espera, allí sí hay policías ―Lara señalaba hacia una zona de la plaza cercana al escenario, justo en el extremo opuesto a ellos, donde un grupo de guardias civiles se hacía hueco entre la multitud―. Bueno, sólo que ellos también han venido a ver el espectáculo.
—Ahora me siento mucho más tranquilo —comentó David con sarcasmo—. No me fío un pelo de esto.
La noche se cerraba poco a poco y la tensión en la plaza crecía. La multitud estaba cada vez más impaciente, pero, para sorpresa de David y Lara, nadie se preguntaba si todo aquel montaje no sería más que una broma, sino que, por el contrario, parecían más enfervorizados a cada minuto que pasaba. A medida que anochecía, una densa y amenazadora nube negra fue cubriendo lentamente el cielo, y un viento inexplicable se levantó azotando sin clemencia a los asistentes. En seguida empezó a caer una lluvia fina y persistente que algunos tomaron como una más de las señales que esperaban.
—¡Ya llega!
—¡Ya está aquí, mirad al cielo!
—¡Humillaos ante Él!
En ese momento se alzaron cientos de voces aclamando y vitoreando la supuesta señal e incluso más de uno se arrodilló para saludar con reverencia la llegada de su Señor. Pero, aunque todos creían que algo estaba apunto de suceder, lo cierto es que nada cambió sobre el escenario y lo único que ocurrió fue que varios cientos de personas se calaron hasta los huesos.
—Será mejor que nos cobijemos bajo el toldo ―propuso David apartándose de la valla de la pizzería.
―Perderemos el sitio… ―reprochó Lara, empapándose.
―Da igual ―insistió el chico―. Ya encontraremos… Unas bombillas de colores se encendieron de repente iluminando el tapiz negro desde el suelo del escenario, a la vez que un estruendo de trompetas pareció romper los altavoces.
―¡No! ¡Espera! ―exclamó Lara tirando del brazo de su amigo.
Lara y David se encaramaron al muro de la pizzería.
Cada uno de los focos proyectaba un haz de luz diferente sobre la tela negra, formas y colores distintos que giraban dibujando algo parecido a runas o a símbolos cabalísticos. Cuando cesaron las trompetas empezó a salir de las trampillas del suelo un fino humo gris y unos timbales comenzaron a repetir un estremecedor compás esotérico carente por completo de melodía. Al mismo tiempo, como encendidos en su interior por una mano invisible, muchos de los asistentes empezaron a gritar y cantar alabanzas a su Señor, el tal Siam. Debajo de la lluvia y el humo y con las luces de colores revoloteando entre la insoportable música, a David le pareció que el escenario se había convertido en una especie de teatro infernal, y la muchedumbre, en su corte de diablillos.
Sin previo aviso las luces se apagaron y el telón comenzó a abrirse. Aparecieron por detrás de la cortina dos figuras encapuchadas vestidas con túnicas negras que tomaron lugar a cada lado del atril. Una era alta y delgada, mientras que la otra era bastante más baja y rechoncha. Las dos llevaban la cara tapada por sendas máscaras plateadas; la rechoncha sonreía, la delgada tenía una mueca de enfado.
―¿Y ahora qué? —preguntó Lara en voz baja. Aunque empezaba a sentir algo de miedo, ni de lejos pensaba permitir que ni David ni nadie lo notara.
Las figuras del escenario permanecían inmóviles junto al atril, haciendo que la tensión en el ambiente se pudiera cortar con una navaja. No se movieron lo más mínimo durante al menos diez minutos. La música de los tambores aumentaba de tono e intensidad sobremanera. Al mismo tiempo, la fina lluvia se había convertido en una feroz tormenta que sacudía la plaza. Los relámpagos cruzaban el cielo iluminándolo, seguidos de cerca por el bramido de los truenos.
―Oye, mejor nos vamos de aquí ―rogó David. Pero Lara, lejos de hacerle caso, se abalanzó hacia delante como el resto de asistentes en la plaza.
―Nada de eso, ¡mira!
De repente se abrió una trampilla en el suelo detrás del atril y de ella surgió, en medio de una densa nube de humo, una tercera figura encapuchada, todavía más tenebrosa que las otras dos. Su túnica era de un tenue color malva y tenía ribetes dorados en los puños y en los bordes de su cinturón. Su máscara, de gesto horrible, era más alargada y sobresalían de ella dos ostentosos y retorcidos cuernos de macho cabrío. También llevaba colgado un grueso medallón de oro con un extraño símbolo.
—Vaya tipo más raro —susurró Lara al oído de David, abrazándolo con fuerza para combatir el frío.
—Es una especie de Sumo Sacerdote...
Otro relámpago iluminó el cielo recortando las siluetas de los tres hombres y se desató un concierto de chillidos histéricos entre la muchedumbre. La gente, como poseída, empezó a cantar, a bailar y a aplaudir, extasiada por el despliegue visual y sonoro del espectáculo. Los tambores cesaron de golpe. La figura principal esperó hasta que la multitud se hubo calmado y después se acercó al micrófono del atril. Abrió los brazos y se dirigió a su auditorio. Su voz, escondida por la máscara y matizada por un curioso acento, sonó profunda y gutural, como de ultratumba.
—¡Bienvenidos al nacimiento de la Nueva Era! ―gritó.
Al instante la masa irrumpió en aplausos y vítores exagerados, y el extraño tuvo que hacer una pausa antes de poder volver a hablar.
—A todos los que a mí habéis acudido os saludo y acojo en mi seno. La hora de mostrarse al mundo ha llegado. Basta ya de...
—¡Viva Siam! —de nuevo los gritos interrumpieron al orador, obligándolo a subir todavía más la voz.
—¡Basta ya de esconderse entre tinieblas soportando las humillaciones y desprecios de los infieles! ¡Uníos a mí para tomar el lugar que nos corresponde! No más mentiras, no más amenazas ni más torturas. ¡Las religiones que conocéis os utilizan y os someten para su propio provecho!
El gentío estallaba en aplausos y alabanzas. La potente voz del sacerdote resonaba en los altavoces como uno de los truenos de la tormenta y se extendía por las calles igual que una plaga. Con los brazos en alto y las palmas abiertas, arengaba a sus vasallos.
—La Iglesia Católica os miente y os castiga a su capricho sin justificar ni probar su poder. ¡Yo sí puedo demostrar el mío!
En ese momento Siam señaló a los dos sacerdotes que lo acompañaban. Los tres miraron a la vez al cielo, alzaron los brazos y, de repente, del tumulto de nubes surgió un inmenso relámpago y al instante empezó a llover todavía con más fuerza. El público quedó asombrado ante la demostración y otra vez se hicieron oír los aleluyas y los vítores. Siam volvió a bajar la vista y la posó en la multitud entregada.