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"Con todo, apenas unos días después la carne de los muertos se había terminado. Necesitábamos más, o, lo que es lo mismo, más muertos". El zombi es una de las figuras terroríficas por excelencia; ya sea por conjuros maléficos, experimentos científicos o acontecimientos apocalípticos, los muertos vivientes pueden aparecer en cualquier momento para intentar devorarnos. Este volumen es un homenaje a este personaje terrorífico y toda una invitación a correr por las páginas mientras tratamos de huir de sus garras, siendo conscientes de que, tarde o temprano, todos caeremos. "Postales macabras II: Antología de muertos vivientes" contiene los siguientes relatos cortos: Holly Quiz El último juguete de un niño Fase 1 Caníbal
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Seitenzahl: 120
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Miguel Aguerralde Movellán
Saga
Postales macabras II: Antología de muertos vivientes
Copyright © 0, 2021 Miguel Aguerralde Movellán and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726856118
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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El muerto viviente es uno de esos mitos del terror tan enraizados en el acerbo cultural que parecen haber formado parte de nuestro contexto cultural desde siempre. Lo cierto es que cuando uno comienza a escribir sus primeras historias, y más si es aficionado a lo macabro, no es extraño que esos inicios se den en el terror. Dentro de ese entorno, lo más divertido es enfrentar a nuestros personajes a hordas y hordas de hambrientos zombis sin más pretensión que alimentarse y todo el empuje de la masa.
El muerto viviente representa a la multitud, a la pérdida de identidad, al ser humano moderno que sigue al rebaño, sin desfallecer ni detenerse ante nada, pasando por encima, devorando a quien haga falta. Es la metáfora de una sociedad fallida y la visión apocalíptica de un futuro sin esperanza. Derrotar al zombi no es la opción, porque de algún modo todos somos zombis o lo seremos antes o después.
No soy escritor de zombis pero, oye, cómo resistirse a su encanto y a explorar sus posibilidades. Esto es lo que hago en estos relatos. A ver qué te parecen.
Un sol de justicia acuchillaba las piedras cuando César se acercó a su compañero David y le señaló con un gesto la puerta del colegio.
—¿Y ese juguete? ¿Es la última novedad?
David, joven maestro igual que César, miró hacia la entrada y se echó a reír.
—Acostúmbrate, amigo, aquí los niños pasan de una moda a la otra, y cuando les da por algo…
Para César era la primera semana en su nuevo colegio. Sustituto de una profesora con una grave lesión, había tenido que cambiar de ciudad, de casa y hasta de hábitos, porque entre el calor y el nuevo horario le tenían vuelto cabeza abajo. Ahora, con los alumnos sumándose a las filas para entrar a las clases, se fijaba en la llegada de uno cuyos rizos cobrizos escondían sus ojos clavados en la maquinita electrónica que sostenía en las manos.
—Primero fueron las canicas, después la peonza, los famosos tazos, los cromos de la liga y ahora esto —comentó David—. Empieza trayéndolo uno y en menos de nada el colegio entero se llena de lo mismo.
El niño bajó los escalones que llevaban al patio y se colocó el último en su cola. Como si supiera el camino de memoria, pensó César, sin levantar la vista del juguete en ningún momento. Del mismo modo, una cantidad enorme de niños y niñas esperaban en sus filas enganchados al mismo tipo de maquinita, firmemente concentrados y con los dedos moviéndose histéricos para apretar los botones. Tal vez a muchos de sus compañeros se les escapase, pero a César le pareció una visión horrible.
—Parecen de una secta —pensó en voz alta, y escuchó la risilla de David a su lado.
Se reía pero era cierto. Desde hacía varios días el bullicio lógico de un colegio había sido sustituido por un asfixiante silencio, sólo roto por el tic tic incesante, como patitas de ratón, de centenares de dedos pisoteando botones.
—¿Y de qué va este juguete?
David encogió los hombros.
—Pues no sé muy bien lo que tienen que hacer… —comentó con desgana—. Teclear para que un muñequito vaya de un lado a otro… Y les dan puntos.
Quedó claro que David sabía tanto del dichoso aparato como el propio César, y le interesaba todavía menos. Se despidieron con resignación cuando sonó la sirena y cada uno se colocó al frente de su fila. Cuando César llegó a la hilera desordenada de sus nuevos alumnos encontró que muchos estaban también atrapados por sus videojuegos. Como faltaban algunos por llegar, decidió dejar pasar a las demás filas, procesiones absurdas de niños absortos que manipulaban sus teclas. Se preguntó cuánto tardarían en tropezar y caer con sus tremendas mochilas encima. Entonces escuchó que una voz de mujer le llamaba.
—Don César, perdone, soy la madre de Pedro.
La madre de Pedro, morena y desarreglada, venía hacia él acelerada y con una fea venda en la mano izquierda. Con la otra tiraba de la de su hijo, que llegaba con la expresión ida y los ojos enrojecidos, bufando como un perro enfadado.
—¿Qué ha sucedido?
—¡Me ha mordido! —exclamó la mujer, empujando al chiquillo contra la fila— Estaba jugando con la maldita maquina y cuando he ido a quitársela porque se hacía tarde, ¡se ha dado la vuelta y me ha mordido la mano! Me he vendado como he podido pero voy ahora mismo al Centro de Salud a que me curen.
César se encargó de colocar a Pedro en la fila, apenas tanteándole como si fuera un jarrón delicado. No podía apartar la mirada de esa venda deshilachada en la que se estaba formando una repugnante mancha roja. No le cabía en la cabeza que un niño hubiera podido hacer eso.
La madre de Pedro se marchó tan nerviosa como había llegado y se cruzó en la puerta con otro de los alumnos de César que también llegaba tarde, acompañado por su padre. El maestro esperó para subir a clase todos juntos, total, a la velocidad que avanzaban las filas, el patio iba a seguir inundado de niños, profesores y padres durante un buen rato. Se giró hacia la niña que ocupaba el primer lugar en la fila y se atrevió a separarla de su juguete.
—¿Me lo enseñas? Tú eres Lucía, ¿verdad? ¿Cómo se juega a esto?
La niña alzó los ojos como si se soltara de la garra de un profundo sueño, tardó un segundo en sonreír, en volver a la realidad, y puso la maquinita en la palma de su maestro. El aparato no era mucho mayor que la esfera de un reloj, no muy pesado, tenía una pantalla y por detrás una carcasa cuyo color podía variar. El de esta niña era naranja. En el borde inferior de la pantalla, César encontró dos botones con flechas pintadas y que se accionaban con los pulgares. En la imagen monocromática se movía un curioso dibujo a lo largo de una línea horizontal y sobre él pendían bolitas negras que aparecían y desaparecían. Parecía un programa tremendamente sencillo.
Toda la parafernalia le recordó a las muchas horas que él mismo había pasado de niño enganchado sus propios juegos electrónicos, pero en aquel novísimo invento era incapaz de darle sentido a ninguno de sus elementos. Se fijó en que en la esquina superior derecha de la pantalla aparecía un conjunto de cifras, ponía 9/15.
—¿Qué significa esto? —le preguntó a Lucía señalando los dígitos.
Su alumna meneó la cabeza, su expresión decía ¿no lo sabes? con una intención que hizo a César sentirse muy, muy viejo.
—Cuando llegas al nivel quince ganas.
—¿Y qué pasa cuando ganas?
—No lo sé. Nadie que yo conozca ha llegado al quince todavía.
—¿Es difícil?
Le devolvió el juguete a la niña.
—Hum. No mucho.
La chiquilla no tardó un instante en volver a sumergir las pupilas en las profundidades de esa pantalla, sus pulgares tecleaban a una velocidad que al maestro le pareció imposible de alcanzar incluso para un adulto. Se fijó entonces en el niño que llegaba de la mano de su padre, era Gabriel y caminaba, como tantos otros, con la mirada fija en su videojuego. De pronto, su pantalla se iluminó con tal fogonazo que se reflejó en la cara del chico. Gabriel se quedó inmóvil, petrificado, y cuando su padre se le acercó y le tocó en el hombro, se giró como una fiera y le atenazó con las mandíbulas la muñeca. La sangre empezó a manar a borbotones, pintando de rojo la cara del chico y el suelo del patio, mientras el padre de Gabriel sacudía su brazo incapaz de zafarse del mordisco. Sus propios gritos alertaron a los demás padres y profesores y un coro de exclamaciones se extendió por todo el patio.
César salió corriendo hacia su alumno y no sin esfuerzo consiguió apartarlo del brazo de su padre. Los dientes del chaval se llevaron un pedazo de carne envuelto en un jirón de piel velluda, y al instante comenzaron a buscar los dedos del maestro. Tuvo que acudir en su ayuda David, y entre los dos consiguieron reducirle hasta sentarlo en el pequeño muro que bordeaba el pasillo de entrada. Gabriel tenía los globos oculares inyectados en sangre, la piel bajo los ojos convertida en un profundo surco oscuro y los minúsculos capilares surcaban sus mejillas destacados como un mapa de carreteras.
Germán, el director del colegio, se les acercó a la carrera, con el corazón incrustado en la garganta.
—¿Qué ha pasado aquí, por amor de Dios? —preguntó, antes de girarse hacía el padre de Gabriel y echar un ojo a su muñeca malherida.
En el patio eran muy pocos los que se habían mantenido ajenos al incidente, Germán le pidió a uno de los profesores que trajera del botiquín cualquier cosa que pudiera servir para atender al herido. Resultaba aterrador: los adultos miraban la escena, pero los niños seguían enfrascados en sus partidas. Y de repente, una tras otra, algunas a la vez, las pantallas de esos juguetes empezaron a brillar. Niños sentados, niños llegando, niños en las filas, más de cuatrocientos menores permanecieron unos segundos ensimismados en ese destello que brotaba de sus juguetes. De repente las pantallas se apagaron. Y entonces todos esos niños levantaron la cabeza y se giraron para mirar a los adultos. Y ya no eran los mismos. Y eran muchos.
Eran muchos niños. Sus ojos habían cambiado, les miraban fijamente sin emitir ningún sonido, apenas una vibración gutural de sus gargantas. César cogió el juguete que todavía sostenía Gabriel en la mano y lo miró. En la pantalla parpadeante no había rastro del muñeco protagonista del juego. Ahora, ocupando toda la imagen, solo aparecía una pareja de números:
15/15
—Vaya, ganaste –murmuró el maestro.
La exclamación de David le alertó de que se apartara justo cuando un alumno de Infantil, uno de los más pequeños, se abalanzó contra su brazo con los dientes por delante. Lo que salió de la boca de César no fueron palabras que uno debiera dedicar a un niño. Se lo quitó de encima de un empujón pero tuvo que hacer caso a un segundo niño, este un poco mayor, que se le acercaba con la mirada desencajada y las manos inquietas intentando sujetarle.
—¡Qué narices es esto! —exclamó, preguntó, él tampoco estaba seguro de qué quería hacer con esa frase.
En todo caso no obtuvo respuesta, cuando miró hacia atrás, Gabriel se le había escapado y terminaba lo que había empezado minutos antes: devoraba con ansia el pecho abierto de su padre. El directo, Germán, solo acertaba a mirarle sin dar crédito a lo que tenía delante. David no podía ayudar, bastante tenía con sujetar al grupo de niños que pretendía alcanzarle. Su maletín le sirvió de escudo solo hasta que se lo arrancaron de las manos media docena de ellos. El artificial silencio del patio se había convertido en una maraña de gritos adultos y murmullos infantiles. Los niños habían dejado caer sus maquinitas al suelo y se lanzaban contra cualquiera que no hubiera sido alcanzado por los fogonazos.
Decenas de adultos repitieron todos el mismo gesto. Buscaron sus teléfonos móviles, pulsaron el botón para activarlos, miraron las pantallas con horror y comprobaron que habían quedado completamente fundidos.
—¡Mi teléfono no funciona! —exclamó David. César le miró desencajado.
—El mío tampoco.
Observaron a su alrededor, el resto de profesores y los padres que habían quedado en el patio levantaban sus móviles, otros los agitaban, alguno lo lanzó contra la cabeza del niño que se le acercaba.
César y David escucharon el quejido de Germán demasiado tarde, dos niñas se habían aferrado a sus piernas y las mordían haciéndole caer, desgarrando con sus dientes pedazos de pana y carne. El director traba de arrastrarse hacia César, que alcanzó a sujetar sus brazos justo cuando las alumnas terminaban de arrancárselos. El tronco de Germán se derrumbó como un saco pesado y al instante dos, cuatro, seis críos más se tiraron sobre su espalda.
Pedro, Aarón, Ana, Gabriel, Carmen… Todos los demás.
Quince quince, de repente todos habían ganado.
—¡Déjalo! —chilló David, apartando a César de la montaña de niños que se repartían a Germán. Le cogió del brazo y tiró de él hacia el centro del patio, donde algunos maestros, un puñado de padres y un par de docenas de alumnos sanos se exponían a casi medio millar de esas alimañas trastornadas que se les acercaban mirándoles con ojos hundidos como si se los hubieran robado.
No era momento para el asombro ni para plantearse por qué los menores habían empezado a comerse a sus padres, lo principal era salir del colegio antes de que el círculo de niños y niñas terminara de cerrarse entorno a ellos. César sintió una mano rozar su cuello y casi estampó un puñetazo a la mujer que tenía a su espalda. Vio que era Estrella, otra maestra. Incapaz de controlar el temblor de sus manos, llamaba su atención para que mirara más allá de la turba de niños, allí donde estaban las aulas de los más pequeños, que todavía no jugaban con ese tipo de maquinitas y no habían ganado nada. Por desgracia sus hermanos mayores sí, y si un minuto antes les estaban acompañando, ahora se los desayunaban.
Uno de los padres echó a correr hacía la salida. Sus armas eran bastante básicas, pero le debieron parecer suficientes: intentó apartarse a los niños con empujones, puñetazos y patadas. Los demás adultos le perdieron de vista en algún lugar de la mancha informe de cabellos y camisetas.
La masa de niños se les echaba encima. Uno de los alumnos consiguió rozar el brazo de una maestra, que lo había devuelto junto al resto de un empujón. Los niños y niñas afectados estaban fuera de sí, el destello les había trastornado, había anulado sus circuitos mentales, los había privado del habla y devuelto a un estado primitivo de razonamiento, a un vacío primario en el que sólo un instinto guiaba sus pasos: el hambre.