Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción - Miguel Aguerralde Movellán - E-Book

Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción E-Book

Miguel Aguerralde Movellán

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Beschreibung

El miedo es una sensación que puede surgir tanto por el pavor que nos provoca algo conocido como por el desconocimiento absoluto de qué sucederá. Este volumen combina a la perfección ambas posibilidades al aunar terror y ciencia ficción, haciendo que la inquietud aparezca en cualquier lugar, en cualquier momento. "Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción" contiene los siguientes relatos cortos: Ya todo eran tumbas 1969 Apagón El pasajero del Antártica

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Seitenzahl: 141

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Miguel Aguerralde Movellán

Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción

 

Saga

Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción

 

Copyright © 0, 2021 Miguel Aguerralde Movellán and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726856101

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Para Arya,

mi pequeño universo.

PRESENTACIÓN

Soy un fanático de los cuentos de terror pero por encima del todo lo que me apasiona es contar historias, sean del género que sean. La ciencia ficción, por temática, versatilidad y tradición ofrece un campo de juego inmenso para aquellos a los que nos gusta disponer piezas sobre el tablero y trastear con ellas.

Apocalípticas, futuristas, distópicas, las posibilidades de la ciencia ficción parecen no tener límites y, en mi caso, adoro fusionarlas con otros géneros y ver qué pasa. En los relatos que vas a leer prima el componente terrorífico, pero también la aventura, el descubrimiento, la exploración. Son historias muy diferentes entre sí pero con una ambición común: invitarte a dejar volar tu imaginación, entrar en mi juego y, por encima de todo, divertirte.

Acompáñame y déjame engañarte.

YA TODO ERAN TUMBAS

1.

Cuando Dailos abrió los ojos un alboroto metálico salía de la televisión, las palabras gruñidas con la voz del hombre le habían despertado pero no entendía ninguna, era aún demasiado pequeño. Parte de los cojines sobre los que le habían acostado le impedía ver el salón completo y solo era capaz de distinguir de medio lado los dibujos que danzaban en la pantalla y frente a ella la espalda de la mujer inclinada sobre la entrepierna del hombre.

―Así… Sigue ―decía él, aunque Dailos era demasiado pequeño para saber a qué se refería.

De pronto la puerta de la autocaravana se abrió con un golpetazo y otra mujer irrumpió en su interior. Era joven y morena, vestía un chaleco negro y unas botas gastadas. Dailos hubiera querido reír y levantar las manos hacia ella pero su expresión, en cambio, le llenó de miedo. Demasiado asustado para llorar se fijó en el objeto que aquélla llevaba en las manos. El hombre había detenido sus jadeos y la mujer dejó de moverse, Dailos escuchó al tipo gritar antes de que el palo metálico que sostenía la chica se encendiera con un estruendo terrible. El bebé rompió a llorar, los ojos de esa cosa vomitaban humo, la joven se acercó un paso más hacia el hombre y volvió a hacerla estallar. Después de eso solo quedaron los chillidos de Dailos y los gritos de la tele, ahora salpicada por un líquido rojo. La chica guardó el objeto humeante en una funda a su espalda, sacó al bebé de los cojines, salió con él de la caravana y se alejaron sin volver la vista atrás.

La casa rodante llevaba tanto tiempo sin desplazarse que sus ruedas se hundían como cuchillas en el barro reseco. Algunos cuervos dejaron de sobrevolarla y descendieron para acercarse al vehículo tímidamente. En los últimos años los supervivientes se habían acostumbrado a los cuervos. Como el resto de seres que se mantenían con vida en el erial, los cuervos solo tenían que esperar a la muerte de los demás para alimentarse, cuando no encargarse de que ésta llegara cuanto antes. Muchos humanos hacían lo mismo.

La mujer se detuvo junto a un carro de supermercado cargado de latas y botellas de vidrio polvorientas y dejó a Dailos sobre las mantas que cubrían una caja roja. La niña esperaba en silencio, se rascaba la nariz y observaba la sangre que manchaba el rostro y las manos de su madre. El viento agitaba su pelo sucio, allí siempre hacía viento.

—Quién era —le preguntó.

—Tu padre.

2.

El arma no era demasiado fina, la verdad, apenas un hueso pulido y afilado, la quijada de un dogo arrancada del resto de su esqueleto. Pero Jared había aprendido a trabajarla bien y funcionaba mejor que muchos cuchillos. Esquivaba perfectamente los controles, que era de lo que se trataba. El tuerto la colocó entre los dedos de manera que formaba con ella una especie de garra y lanzó un sutil tajo al aire para comprobar su agarre, después la escondió y salió de la alcantarilla a doce pasos de la entrada del depósito, los contó hasta detenerse. Llevaba la mitad deforme de la cara tapada por el flequillo y un ajado mono mecánico manchado a propósito con la mierda de Milo, Esaú y Tara, era imposible que con ese aspecto el guarda del almacén pudiera reconocerle.

Esaú había insistido en que era mejor hacerlo de noche, con el local vacío, y Milo había estado de acuerdo por una cuestión obvia de sentido común, pero Jared les había dejado claras las dificultades de forzar una puerta doble de acero con unos cuantos huesos de perro y se habían dejado convencer. Tara no había tomado partido, necesitaba sentir ese líquido fresco de nuevo en los labios y le daba lo mismo con qué idea estúpida la sacaran. Toda la reserva de agua de Valverde para esa estación se almacenaba allí dentro, tras un arco de seguridad y, según el turno, uno o dos guardias armados. Jared apostaba que cerca del alba solo habría uno.

Los tres compañeros le observaban desde una esquina al otro lado de la plaza. Las sombras les ocultaban. Esaú, alto y robusto, había sido pescador antes del cataclismo y conservaba parte de su fuerza, pero los años de lucha y hambre habían hecho mella en su físico. Tara era una joven rolliza y lenta, su determinación no era suficiente para doblegar a los guardias del Coronel, por mal nutridos y desentrenados que estuvieran. Milo era, simplemente, un cobarde. De modo que Jared se dirigió en solitario al cobertizo.

El generador externo zumbaba dando energía a los dispositivos de seguridad y las comunicaciones, Jared se acercó fingiendo un cojeo, sabía que corría un gran riesgo de que le reconocieran así que forzó la postura para que su cuenca vacía y su carne quemada quedaran ocultos tras el flequillo y las sombras rojizas del amanecer.

—Agua… —rogó entre dientes. Una linterna se iluminó hasta clavarse en su cara, como había previsto, en el lado sano.

Una voz le llegó desde el extremo opuesto de la habitación.

—Joder, tío, apestas —le dijo. Había fallado, eran dos guardias—. Quién coño eres.

La mano del vigilante acudió instintiva al puño de su porra. Que no hubiera armas de fuego era un punto a su favor, pensó el tuerto, aunque del tipo de la linterna aún no tenía datos. Caminó en lateral intentando descubrir si iba armado sin que su luz le descubriera las cicatrices. Allí todos le conocían.

—No importa quién soy —masculló, disimulando la voz—. Pronto dejaré de ser si no me dais un poco de agua.

—No podemos hacerlo —exclamó la voz tras la linterna. Era una mujer—. Lárgate.

Jared sonrió, se había manchado los dientes hasta disimular casi todos, se movía encorvado y dejaba correr hilos de baba que ensuciaban su barbilla de un repugnante marrón.

—Por favor… —dijo, acercándose al arco de seguridad.

—Para, maldito seas —respondió el hombre al fondo—. ¿Cuánto hace que no te lavas?

— ¿Lavarme? —repuso Jared— Si tuviera agua para lavarme no la malgastaría en limpiar mierda de mi ropa. La bebería. Por desgracia ya hace semanas que no pruebo líquido ni alimento —tosió—. Necesito vuestra ayuda.

Se dirigió hacia la mujer de la linterna y ésta dio un paso hacia atrás.

—Ya estás muerto, viejo —le dijo—. No te me acerques.

El otro chasqueó los labios.

—Esta agua no nos pertenece —explicó—. Y no tenemos cómo darte un trago.

—Uno de esas latas servirá —comentó Jared señalando la hilera de bidones metálicos al fondo. Los guardas rieron.

— ¿Estás loco? Es el agua del Consorcio, si te la damos el Coronel nos cortará el cuello.

—Sí, eso si Moll no nos desolla primero.

—El agua del Consorcio… —canturreó Jared, estaba aún demasiado lejos para intentar algo—. Sí, eso he oído. ¿Y qué hay del agua del pueblo? El pueblo ya tuvo suficiente agua cuando las inundaciones, ¿es eso? Olvidáis que después la perdimos cuando el calor terminó con ella, cuando este maldito horno en que se ha convertido el planeta devoró la humedad y secó los campos y las tierras. Todo está muerto, no hay mar ni agua, solo polvo y mierda, no se puede sembrar, no se puede cavar porque todo son tumbas…

—Vale, Vale —dijo la de la linterna bajando la luz por primera vez. Era bonita. Ruda pero bonita—. No nos des una charla.

—Sí, ya hemos hablado suficiente —intervino el otro—. Mejor márchate.

Jared inclinó la cabeza, él también empezaba a hartarse.

—Solo un poco de agua.

Los guardas rechistaron.

—Joder, ven aquí, te daré de mi botella —dijo el hombre—. La rellenaré y tú mantendrás la boca cerrada.

—No irás armado —exclamó la mujer junto al control. Jared levantó las manos y empezó a cruzar el arco.

— Sí, claro, llevo dos escopetas y…

En un movimiento fugaz sacó la quijada de bajo la pechera del mono y la incrustó en la garganta de la mujer, el pico de hueso le atravesó el paladar. El otro empezó a gritar pero Jared le golpeó tantas veces con la linterna en el cráneo que terminó por quebrarlo. El ruido había alertado a los compañeros del tuerto, que irrumpieron en el almacén a su lado. Tara y Esaú tuvieron que apartarlo del cuerpo del vigilante.

— ¡Para!

La expresión de Jared rayaba la ira, su único ojo parecía arder.

—Cargad los bidones en los carros. Nos vamos.

3.

—¿Dónde está mi hijo?

Brecken Moll, el holandés, sacudía de sus zapatos el polvo del camino. En esos días todo era polvo.

—Muerto, señor —contestó, y escupió un lapo negruzco al suelo—. Y su putita también.

El Coronel se levantó de su silla, bajo la sombra de la vieja basílica, antes un monumento histórico, ahora una ruina que apenas se tenía en pie, y observó el campanario recortado contra el cielo anaranjado. La tradición decía que a cada muerte seguía una campanada, se preguntó si su hijo merecería siquiera ese tirón de la soga del campanario.

—Me temo que no habrá sido muerte natural.

Brecken volvió a escupir.

—Tan natural como un agujero en el pecho del tamaño de su cabeza.

El Coronel bajó la mirada y pateó un guijarro. Junto a su bota, una cucaracha se ofuscaba en roer el cadáver de un gato. El Coronel recordaba ese gato. Pardo, sucio, una víctima más del hambre. Como él, como su hijo, como todos.

—Tenía la polla fuera y la ramera sobre el regazo —continuó Moll—. Ya te aseguro que no murió triste.

El Coronel lanzó una mirada afilada a su lugarteniente, a veces se preguntaba de dónde sacaban el sentido del humor los holandeses.

—¿Y el niño? —preguntó. Brecken negó con la cabeza— Ha sido ella, entonces.

Moll encogió los hombros, tampoco a él le quedaban demasiadas dudas. El Coronel le miraba expresando una orden muy sencilla de entender pero no tanto de cumplir.

—Puede estar en cualquier parte.

El Coronel regresó a su asiento.

—Has tardado demasiado.

El holandés se quejó. Se había dado toda la prisa que la situación requería, había reventado un caballo a la ida y otro a la vuelta, no había perdido un segundo desde que el Coronel echara en falta al idiota de su hijo. A saber cuántos días llevaba muerto.

—Era más rápido con gasolina.

—Todo era más sencillo con gasolina.

Los gritos de un hombre llenaron la plaza y por la esquina norte llegó tropezando hasta ellos uno de los guardas asignados al depósito. Era la hora del cambio de turno.

—Qué demonios le pica a éste… —murmuró el Coronel. El tipo se detuvo a los pies de la basílica para recuperar el resuello y les narró lo que había encontrado. Al terminar le tendió a su superior un objeto afilado.

—Ella tenía incrustado esto en el cuello.

El Coronel tomó la quijada de dogo en su mano y acarició el filo. Todavía apestaba a músculo y sangre. Después se lo lanzó a Moll.

—Es él.

—Se llevaron el agua, señor, toda ella —añadió el guardia.

El holandés y el Coronel solo cruzaron una mirada.

—Le buscaré.

—Brecken, espera —le detuvo antes de que saliera de la plaza—. Tú le quemaste la cara, el otro ojo quiero arrancárselo yo y hacer que lo trague.

4.

Las ruedas del carro dejaban en el barro surcos mellizos cada vez menos profundos, la comida iba menguando, el agua aún más rápido, y solo el peso del bebé y de la caja parecían empeñados en continuar tirando de la estructura de metal hacia abajo. Dailos iba dormido, al menos, pero Nayara, aunque agotada, se resistía al desfallecimiento apoyada en el brazo de su madre.

Empezaba a atardecer, el cielo pasaba del sepia polvoriento a un gris entristecido, el viento sacudía las ramas de arbustos esqueléticos, levantaba las nubes de arena que golpeaban sus caras. Por eso se protegían con pañuelos las vías respiratorias y con gafas de sol los ojos. No serían las primeras en quedarse ciegas o morir asfixiadas. Ya todo en aquel erial eran tumbas.

La sábana de arcilla parecía extenderse hasta donde alcanzaba su vista. Muerta, reseca, la vida extinguida bajo un calor inclemente. Mucho más al oeste, frente a ellas pero aún muy lejos, se recortaba al anochecer la silueta de una montaña, la cuarta parte de lo que había sido antes de las inundaciones. Un océano calizo les separaba todavía de ella.

—Me hubiera gustado ver todo esto lleno de agua —dijo la niña, como intentando buscar en su memoria una imagen a punto de perderse del todo. Pisoteaba el barro y hacía crujir las conchas resecas bajo sus pies—. ¿Llegué a verlo, mami?

La mujer miró hacia abajo apenas un segundo. Las siluetas del atardecer le preocupaban mucho más.

—Supongo que sí —contestó—. Claro que sí. Ya estabas conmigo cuando la crecida del mar. Huí contigo de las inundaciones y aunque no lo recuerdes, porque eras muy pequeña, has vivido el calor que acabó con todo esto.

— ¿Más que ahora?

—Mucho más. Ahora al menos hay nubes. El agua que se evaporó cuando… —apretó la escopeta contra su costado. Habría jurado ver una pareja de sombras moverse de lado a lado entre dos chalupas encalladas en el barro. Un instante después se relajó y regresó las manos al carro—. Todo esto era agua, océano, había que ir de una isla a otra en avión o en barcos. El mar creció en pocos años, arrastró todo a su paso, tuvimos que trasladarnos a cumbres más altas. Después, cuando el calor… ¡Quién anda ahí!

Las sombras se habían adueñado de la noche. En el desierto reseco de arcilla no había una luz, no ardía un fuego. La luna no penetraba la tela de nubes plomizas.

— ¿Qué sucedió tras el calor?

La joven estaba bajando el arma.

El calor lo mató todo. El mar, los peces, las plantas. Todo lo que fuimos, ciudades y campos, está enterrado muchos metros debajo de nosotros.

—Debajo del barro.

—Debajo del barro.

La mujer alzó la escopeta y abrió fuego contra una de las siluetas inmóviles. El estruendo despertó a Dailos y Nayara se tapó los oídos con un gesto de dolor. El bebé comenzó a llorar.

—Lo siento —se excusó. Frente a ellos no había nada y el tiro se había perdido en la noche—. Creí haber visto algo.

—Solo uno de esos barcos muertos.

—Sí, otra tumba. Pero vayamos hacia allí. Anochece y no me gusta caminar a ciegas.

El traqueteo del carro sobre la arcilla calmó los llantos de Dailos y casi en silencio llegaron al buque encallado. Estaba viejo y decrépito, oxidado, podía llevar allí desde el principio de la ola de calor. Se había ladeado y yacía tumbado sobre la tierra, casi un metro enterrado en el barrizal. Tenía las ventanas reventadas y las puertas forzadas pero aún se leían en el casco las letras rojas a medio desgastar. La mujer dejó el carro al cuidado de Nayara y rodeó la nave. Al otro lado encontró un boquete abierto en el metal y una maraña de surcos en el barro que desembocaban en él. La voz le llegó desde lo alto del puente de mando, un tipo flaco la observaba al contraluz, su flequillo ondeaba al viento debajo de una gorra de capitán manchada de sangre. La apuntaba con una linterna.

—Será mejor que dejes esa escopeta en el suelo, niña.

—Quién me lo pide.

El hombre se apuntó con la linterna a la cara. La mitad de ella era una cicatriz arrugada y le faltaba el ojo de ese lado.

—Mi nombre es Jared.

—He oído hablar de ti. Eres el tuerto.

—Vaya, sí que eres perspicaz —la joven escuchó unas risas—. No sé quién te habrá hablado de mí pero suelta el arma.

—¿Y por qué iba a hacerlo?

Jared silbó. Dos secuaces rodearon el barco apuntando a Nayara con astas de hueso, una tercera traía a Dailos en brazos.

—Calla, calla… —murmuraba, acunándolo— Es precioso.

—Déjanos en paz. Solo queremos pasar la noche.