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"No soy un tipo susceptible, no lo era, pero aquella fue la primera noche en la que no me hizo gracia dormir allí solo". Fantasmas, noches que acaban inesperadamente, personas que no son quienes parecen: el terror puede aparecer en cualquier lugar y en cualquier momento. Este volumen compila relatos que beben de la esencia del terror más clásico y que sumergen al lector en ambientes inquietantes donde la angustia y el miedo se unen, provocando el escalofrío del lector de la primera a la última página. "Postales macabras I: Cuentos de sufrimiento y horror" contiene los siguientes relatos cortos: Una campana en alta mar Fantasmas Pasajero del Titanic Demencia Edgar y Lucille
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Seitenzahl: 144
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Miguel Aguerralde Movellán
Saga
Postales macabras I: Cuentos de sufrimiento y horror
Copyright © 0, 2021 Miguel Aguerralde Movellán and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726856125
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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Para Arya,
mi pequeño universo.
Hay dos elementos fundamentales que no pueden fallar en un cuento de terror: ambiente y voz.
Si eres aficionado al terror clásico, lo que podríamos llamar gótico, sabrás de la importancia de ser capaz de sumergir al lector en un contexto incómodo y agobiante, en una escena oscura, inquietante, donde las voces, los pasos y demás elementos sonoros y descriptivos le opriman y sugestionen. Un ambiente, en definitiva, desde Poe hasta Lovecraft, de Maturin a James, que ponga los pelos de punta.
Por supuesto, la voz. Saber contar, sugerir, envolver y guiar. Un lector que se aburre no entra en nuestro juego, no se deja embaucar y, por lo tanto, la trampa no surte efecto. Hace falta el ritmo adecuado, la frase exacta, el giro oportuno. Hay que explicar, sí, pero también crear interés y curiosidad, y ser capaz de emocionar, llegado el momento justo.
Los artistas del terror saben muy bien lo difícil que es conseguir todo esto. En píldoras pequeñas, como son los relatos, resulta un logro todavía más ambiciosos. Todo un reto.
Los cuentos de horror que incluye esta recopilación son distintos en su concepción , en su temática y en su objetivo, tan diferentes como pude haber sido yo según el momento de crear cada uno. Recorren una década de dedicación al terror, imposible no notar la diferencia. Pero sin duda tienen un nexo común: todos buscaban con ahínco alcanzar los elementos que expuse más arriba. Ambiente y voz. Veamos si alguno consiguió acercarse.
—Estáis aquí. ¿Verdad? Estáis todos aquí.
Los tres reyes cayeron sobre el improvisado tapete levantando un polvo de ceniza y haciendo torcer el gesto de los otros tres jugadores.
—Joderos, cabrones —exclamó Ali expulsando el humo del cigarro por un lado de la boca y recogiendo a la vez las fichas del centro de la mesa. Pelayo sirvió otra ronda de Jack Daniel’s para los cuatro.
—Yo me rajo —gruñó Rufo—, cuando esta tía está en racha es mejor alejarse de ella.
—¿Alguno para sustituir al cobarde? —preguntó ella con soberbia— Prometo ser dulce hasta el final.
—Dame el mazo, reparto yo —refunfuñó Christian—. Esta vez me toca ganar a mí y recuperar parte de lo que me has soplado.
Una sacudida zarandeó el barco de izquierda a derecha haciendo rodar los vasos por la mesa y derribando la montaña de fichas del tapete. Desde la pequeña cocina empezó a pitar el silbido de la cafetera y Iuliana se levantó para sacarla del fuego, después regresó con ella al sofá, donde Lorena se peleaba aburrida con el mando a distancia.
—¿Café? —Lorena le tendió su taza sin dejar de hacer desfilar los canales uno tras otro entre interferencias y una algarabía de voces incomprensibles.
—Debí haber estudiado alemán —comentó mientras Iuliana rellenaba su taza.
—Se me ha olvidado el azúcar en la cocina.
—No importa.
El intercomunicador de Lorena comenzó a crepitar. Al punto la voz entrecortada del capitán resonó como desde el fondo de una caja de metal.
—Lore —se escuchó a Miguel—, baja a echar un vistazo a los motores. Estas sacudidas no me gustan un pelo.
Lorena apretó el botón del walkie y confirmó que bajaba.
—Ya te habla… —comentó Iuliana. Lorena torció el gesto.
—Ya lo has visto.
La joven dejó sobre la mesa la taza todavía humeante y recuperó los guantes y su cinturón de herramientas.
—Volveré enseguida, que nadie me robe el mando de la tele.
Mientras Lorena bajaba por la escalerilla metálica que llevaba a la sala de máquinas, casi a la vez Godino descendía por la que lo hacía desde el puente. Se sentó junto a Iuliana y al tiempo que plantaba las botas sobre el sofá se apropió del mando a distancia.
—Ey, eso es de Lore…
—Ya, que venga y me lo quite. Juega el Arsenal y no pienso perdérmelo.
—Qué, ¿mal tiempo por la azotea? —preguntó Ali desde la mesa. Había vuelto a ganar y ni Pelayo ni Christian sabían ya qué hacer con ella.
—Digamos que el jefe tiene un día regular —respondió Godi—. Ni siquiera malo.
—Pues bien vamos…
—Es este tiempo —continuó el cocinero—. No es normal ni en esta zona ni en esta época del año.
El comunicador de Rufo se activó y la voz de Lorena emergió entre chisporroteos.
—Niño, baja aquí y échame una mano. Trae todo lo que tengas que tape grietas.
Una carcajada generalizada llenó de ruido la cabina que acogía la cocina y el minúsculo salón. Rufo se levantó doblado de risa y recogió su walkie talkie y su tremenda caja de herramientas.
—Ya veo que me necesitas, Lore, solo tenías que pedírmelo…
La risa aumentó y casi no dejó contestar a Lorena.
—Joder, tú me has entendido. Anda, baja de una puta vez.
Las aguas volvían a su cauce cuando desde el portátil de Alicia sonó el aviso de que había recibido un mensaje.
—Vaya, chicos, me retiro —canturreó—. Seguiré desplumándoos dentro de un rato.
—Joder, menos mal —exclamó Christian.
—Lo único capaz de apartarla de una mesa de cartas —confirmó Pelayo.
—Ja, ja. Muy graciosos. Cerrad el pico, anda, que es mi madre. Voy a poner la webcam, a ver si va.
—No lo creo, con este tiempo —comentó Pelayo señalando hacia la tele y sus interferencias. Después echó un vistazo a su teléfono—. Apenas tenemos señal ni de móvil.
—Bueno, por ahora parece que funciona, está cargando.
—¿Y podremos saludar a la señora? —preguntó Godino desde el sofá—. Igual le hace ilusión conocer a su futuro yerno —y mandó dos besos de recochineo hacia la pantalla.
—Tú quédate ahí, baboso —gruñó Ali—. ¡Ni te me acerques!
Iuliana se había recostado en el sofá contrario a la televisión para continuar leyendo sin que las voces danesas, alemanas o lo que fueran, del partido de fútbol la distrajeran. Pelayo dejó la mesa de cartas y tomó la guitarra antes de sentarse junto a su hermana.
—¿Molesto?
—Claro que no —le respondió Iuliana y le regaló un beso que acarició su mejilla—. Toca algo bonito.
Pelayo comenzó un arpegio y Godino bajó el volumen de la tele. De cuando en cuando se oían los esfuerzos de Lorena y Rufo golpeando el metal desde abajo y el teclear nervioso de Ali al portátil.
—¿Me oyes? No se si el micro éste va… Sí, yo a ti sí te veo. A veces se corta pero es por el mal tiempo…
Christian rellenó otro vaso de Jack Daniel’s. Encendió su comunicador y pulsó el botón para hablar.
—¿Cómo va eso ahí arriba?
La voz de Miguel volvió a escucharse entrecortada.
—Mal. La tormenta nos ha desviado de nuestro rumbo y tiene pinta de empeorar. De momento todo parece estable pero un par de sacudidas más como la de antes y podría irse todo al carajo. Pesamos demasiado.
—¿Demasiada carga?
A cada pregunta de Christian seguía un silencio de Miguel que solo rellenaba el crujido de la línea hueca. No era un tipo de respuesta rápida el capitán.
—Demasiada carga, demasiada gente, demasiado tiempo fuera de casa.
Ali casi tenía que pegarse el micro a la boca para que su madre la escuchara.
—Pues en algún lugar del Mar del Norte. Sí, el tiempo es horrible.
—¿Necesitas que suba? ¿Te puedo echar un cable?
—Sí, llegaremos antes de nochebuena, espero. Le preguntaría a Miguel pero creo que no anda el horno para bollos. Espera, sí, Pelayo dice que no habrá problema en llegar para el veinticuatro.
—Salvo que el tiempo empeore…
—No te preocupes, de momento me apaño solo. Es cuestión de mantener esto firme y evitar las olas más violentas.
—Espera, subo, nos vamos turnando.
Christian apuró su vaso y subió la escalinata con grandes zancadas. Iuliana le vio desaparecer en la oquedad que daba al puente mientras tarareaba la canción que interpretaba su hermano.
—Creo que he dormido a Godi… —murmuró éste, y los dos rieron.
—Deberíais aprovechar para quitarle el fútbol… —replicó Ali desde el ordenador— Tanto fútbol... No, mamá, a ti no era.
Una nueva sacudida meneó el barco como si estuviera fabricado de cáscara de nuez. En el ordenador la imagen de la madre de Ali se cubrió de líneas horizontales y al poco despareció.
—Mierda.
La lámpara del techo parpadeó dos veces antes de apagarse del todo. La televisión se fundió en negro dejando un gol suspendido en el aire. El casco entero crujió con un chirrido estridente que recordó a un triste lamento.
—¿Todos bien ahí abajo? —crepitó la voz de Miguel en los walkies.
—¿Qué carajo ha pasado? —rugió la de Lorena justo a continuación.
—¿Hay fugas de agua?
—Las hemos cerrado todas —contestó Rufo —. Ahora estamos aquí a oscuras.
—Será mejor que subáis.
Christian se asomó por la escalinata del puente de mando con una linterna. Godino se desperezaba en el sofá, Iuliana se apoyaba en su hermano, que abrazaba la guitarra como un escudo contra la oscuridad. La luz azul de la pantalla del portátil convertía a Ali en un ente fantasmal anclado a un lado del salón.
—Godi ayúdame —dijo Christian—. Seguro que en la cocina tienes alguna vela. Ali, cielo, mira a ver si en alguno de esos cajones hay otra linterna y acércasela a Lorena y Rufo para que puedan subir sin abrirse la cabeza. Vosotros, chicos, no os mováis hasta que conectemos de nuevo la luz.
Antes de que ninguna de estas órdenes pudiera ser llevada a cabo la electricidad regresó a la vieja embarcación. A pesar de ello, llovía con tanta fuerza que cada nueva sacudida amenazaba con llevársela de nuevo.
—Bien, aprovechemos para buscar velas, linternas y mecheros, por si acaso.
—Abajo todo está en orden —explicó Lorena de regreso al salón. Se quitó los guantes y los guardó en uno de los bolsillos laterales de su mono de trabajo—. Pero no nos deis más sustos como éste.
—Sí —añadió Rufo secándose el sudor de la frente con los suyos—, y a mí dadme una cerveza.
Godi le tiró una lata fría desde la cocina y continuó abriendo cajones y puertas en busca de velas.
—¿Cómo acabó el fútbol? —le preguntó el mecánico señalando la televisión inútil, encendida pero invadida por estrías negras que bailaban en todas direcciones sobre un fondo de niebla.
—No lo sé, me he quedado…
El chasquido del comunicador general vibró en el altavoz de la sala principal.
—Dios mío.
El tono de Miguel al otro lado les puso a todos la piel de gallina. El silencio aplastó la cabina acallando guitarras, murmullos y risas.
—Necesito que suba Pelayo. Trae tus mapas. Christian, busca los códigos de radio. No los nuevos, los antiguos. Que Ali, si tiene Internet en su ordenador, suba también.
Los tripulantes del Brisa Marina se miraron entre ellos con una mezcla de sorpresa y preocupación. Los aludidos por el capitán se dirigieron a la escalinata. La señal de Internet era débil, pero Ali subió de todos modos.
En el puente de mando Miguel les recibió con la mirada desencajada y el gesto torcido. Estaba lívido, como no le habían visto nunca. Una lluvia pertinaz se afanaba contra los cristales y al otro lado una gruesa oscuridad no permitía ver nada.
—Chicos, lo que os voy a enseñar es algo fuera de lo común, fuera de lo normal, de toda lógica. No acaba de aparecer, lleva tiempo ahí. Pero no quería avisaros hasta estar bien seguro de que no era cosa de mi imaginación, que no era un truco óptico o un delirio causado por la fiebre.
—¿Tienes fiebre?
—Calla. Mirad hacia donde apunte con el foco.
Miguel se dirigió al centro de la estancia y accedió a una pareja de mandos sujetos al techo. Con un botón encendió el potente foco exterior, que dibujó un círculo de negrura agitada en el mar. Con la manivela lo empezó a hacer girar hacia estribor, lentamente, y ante los ojos de sus marineros la luz descubrió primero un bauprés, a continuación un trinquete, sus velas negras ajadas y roídas, un enorme casco mellado, con sus decrépitas cuadernas de anciana madera, un palo mayor, jirones de gavia sacudidas por el viento, jarcias caídas, un castillo a medio derruir, tenían delante el recuerdo de un galeón de otra era envuelto en una bruma de tristeza gris.
—Qué narices es eso… —murmuró Ali.
—No lo sé —replicó el capitán—. Por eso necesito que busques en Internet navíos encallados por esta zona. Igual que tú, Pelayo, revisa tus mapas por si pusiera algo al respecto.
—¿Pero qué gilipolleces dices, Miguel? —le espetó Christian— Esa mole no está encallada, no lo ves, más bien va a la deriva. Qué quieres ver en los mapas, ¿la foto? Y ya me dirás qué coño le hago yo con los códigos de radio…
—¡Vale, joder! —chilló Miguel— Solo sé que tengo un galeón del dieciséis cortándome el paso y que como esta tormenta no amaine lo más probable es nos arrolle. Y quiero saber por qué, me cago en…
—¿Pero qué pasa, gente? —interrumpió Lorena subiendo la escalinata—. Nos tenéis preocupados ahí abaj… ¡Qué narices es eso!
—Eso mismo preguntaba yo —murmuró Ali—. Olvídate de Internet, jefe. Señal perdida.
Miguel resopló y volvió a dirigir la vista hacia la embarcación imposible. Los otros tres tripulantes subieron también y de pronto el puente de mando parecía más bien un camarote abarrotado. Un camarote sumido en el silencio y en la expectación.
—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Rufo.
Miguel se mordía el labio y sacudía la cabeza. El oleaje mecía el BrisaMarina obligándoles a sujetarse.
—¿Crees que es real? —intervino Iuliana. Sus compañeros la miraron, alguno amagó con contestar luciendo ironía, pero al cabo se mordió la lengua.
—Debe serlo —explicó el capitán—. Por increíble que parezca.
—Propongo abordarlo.
Los demás tripulantes miraron a Christian como si hubiera perdido la cabeza. Éste clavaba la mirada en el buque centenario que vadeaba las olas junto a ellos. A ninguno escapaba la imagen que se estaba formando en la mente del marinero.
—Sí —añadió Rufo—. Imagina tu vida resuelta por poco, menos que poco, que encontrásemos ahí dentro.
Los ocho observaron cómo el galeón subía y bajaba al ritmo de la marea. El viento arañaba el escaso velamen que le quedaba en su sitio, agitaba los cabos desgreñados, zarandeaba los mástiles carcomidos por el tiempo.
—Yo me apunto —dijo Lorena. Miguel la miró como si estuviera loca.
—Faltaría más.
—¿Te molesta?
El capitán no contestó. Volvió a dirigirse a Christian.
—Por mí podéis hacer lo que os dé la gana. Pero con esta tormenta me parece estúpida la simple idea de intentar acercarse a ese barco.
Christian señaló a la ventana.
—La tormenta está amainando. Acércanos cuanto puedas y continuaremos en un bote. Estaremos en contacto por los walkies y en cuanto revisemos el castillo y la bodega volveremos.
—Volveremos más ricos que antes —apuntó Rufo.
—Mucho más —añadió Lorena.
Miguel seguía con los ojos fijos en Christian.
—¿Sabes lo que estás haciendo? —aquél asintió— ¿Alguien más se apunta?
Alicia levantó la mano. Godino fijó la mirada en el suelo. Pelayo hizo un ademán pero su hermana le sujetó suavemente, lo justo para que él se girara y al descubrir su expresión decidiera quedarse con ella.
—Yo quiero ir —afirmó Ali—. No me desagrada la idea de volver rica a casa.
—Yo iría pero lo mío es cocinar —explicó Godi—, y no creo que encontréis mucha comida dentro de eso.
Miguel se fijó en cómo Iuliana sostenía la mano de su hermano y les dedicó a los dos un gesto con la cabeza.
—Bien. Iremos nosotros cinco —dijo—. Pero a la menor complicación os traigo de vuelta a todos. Christian, apaga los motores. Prepararemos un bote.
Desde el castillo de proa Pelayo y Iuliana observaron cómo la pequeña embarcación, apenas del tamaño de una zodiac y ligeramente más robusta que una de éstas, se alejaba del Brisa Marina trepando las olas bajo la insistente llovizna en dirección al descomunal galeón que parecía esperarles mecido por la marea. Un puntito blanco en mitad de la inmensidad del océano y de la mole negra del viejo navío.
—No me gusta esto —murmuró Iulana. Su hermano se esforzaba por mantener el foco apuntando en la dirección correcta para iluminar el camino de sus compañeros.
—Volverán enseguida.
Gobernar el bote había resultado más sencillo de lo que Miguel hubiera apostado en un principio. Una vez se detuvieron junto al casco del galeón Rufo lanzó por encima de la baranda una soga terminada en un garfio de acero y ascendió por las desvencijadas cuadernas. Desde arriba dejó caer una escala de cuerda para que subieran los demás.
—Bien, ya estamos aquí —gritó Miguel por encima del rugido del viento.