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A veces nos cuesta aceptar la promesa de esperanza de Dios. Sabemos que sus palabras son ciertas y, sin embargo, luchamos para soportar las pruebas que enfrentamos a diario. A causa de la dificultad que tenemos para confiar en los planes de Dios para nuestro futuro, nos apartamos del camino y, en medio de las distracciones de la vida cotidiana, pronto nos olvidamos de él. Mediante este libro, J. I. Packer alberga la esperanza de poder establecer en nosotros la certeza de que, a través de todos los altibajos de la vida, Dios nos está guiando en forma providencial a algo por cierto espectacular. A través de las dificultades con las que nos topamos, la guía que buscamos, la santidad que deseamos, Dios está allí. En medio de cada lucha y placer, desilusión y júbilo, Dios está con nosotros. Por medio de una amplia gama de temas como estos, Packer nos ayuda a reconocer principios bíblicos importantes y a tomar decisiones con sabiduría. Este libro nos muestra cómo podemos percibir y sentir la vida cuando la vivimos con fe en un Dios soberano con planes soberanos. Y cuando veamos las maravillas que Dios anhela para nosotros, sabremos que sólo él puede colmar nuestro futuro de esperanza. "Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza" Jeremías 29:11.
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Seitenzahl: 427
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes —afirma el SEÑOR —, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza.
JEREMÍAS 29.II
Los planes de Dios para su vida
© 2021 por Editorial Patmos
Publicado por Editorial Patmos,
Miami, FL 33166.
Todos los derechos reservados.
Publicado originalmente en inglés por Crossway, 1300
Crescent Street Wheaton, Illinois 60187, con el título God’s
Plans for You. © 2001 por J. I. Packer.
Traducido por Silvia Cudich
Diseño de portada por Adrián Romano
Diagramación por Josias Finamore
e-ISBN: 978-1-64691-114-1
Categoría: Vida cristiana
Conversión a epub: Cumbuca Studio
PREFACIO
1. ¡PELIGRO! TEÓLOGO TRABAJANDO
La intención de estos capítulos
2. EL PLAN DE DIOS
La tendencia cristiana básica
3. EL ENCUENTRO CON DIOS
La relación cristiana básica
4. LA RELIGIÓN DEL JACUZZI
Hacia una teología del placer
5. UN ESTILO DE VIDA CRISTIANO
Cómo regir nuestro trabajo, ocio, placer y tesoro
6. LA GUÍA
Cómo nos guía Dios
7. LA ALEGRÍA
Una disciplina desatendida
8. LAS ESCRITURAS Y LA SANTIFICACIÓN
Cómo la Biblia nos ayuda a ser santos
9. EL CAMINO DE LA TRANSFORMACIÓN
Qué significa seguir a Cristo
10. LA MALA SALUD
Los remedios y los tratamientos físicos
11. LA DESILUSIÓN, LA DESESPERACIÓN, LA DEPRESIÓN
Cómo toca el Gran Médico las mentes atribuladas
12. EL CONOCIMIENTO PROPIO
La identidad y la imagen de sí mismo
13. EL SENDERO DE PODER
Cómo tomar al Espíritu Santo en serio
14. REFLEXIONES SOBRE LA VIDA DE FE
El doble ánimo, la seriedad, el equilibrio, la muerte
15. LA REFORMA DE LA IGLESIA
La reorganización exterior y la renovación interior
NOTAS
Espero que el título de este libro no los inquiete. Puedo entender que quizás les parezca demasiado atrevido, como si yo estuviera haciendo afirmaciones semejantes a las predicciones que ofrecen los astrólogos y adivinos y que los cristianos enfáticamente no poseen. Sin embargo, así como lo demuestra el epígrafe de la página anterior, mi título no es más que un simple eco de las palabras mismas de Dios dirigidas a los judíos exiliados en Babilonia, transmitidas por medio de la carta de Jeremías; y mi propósito al elegirlo es sencillamente proponerles la certeza de que Dios, quien es Señor tanto de su propio futuro como del nuestro, lleva a su pueblo a algo maravilloso.
La nota en el texto de una de las traducciones bíblicas al inglés declara correctamente: “Mientras que Dios, quien conoce el futuro, proporcione los planes y vaya con nosotros mientras cumplimos su misión, podemos tener una esperanza sin límites. Esto no significa que no experimentaremos dolor, sufrimientos, o penurias, pero sí significa que Dios nos mantendrá a flote hasta que lleguemos a un glorioso final”.
De modo que la letra escrita por John Ryland está totalmente justificada:
Regidor soberano de los cielos,
Siempre sabio y misericordioso,
Mi vida está en tus manos,
Los acontecimientos sujetos a tu voluntad.
Su decreto que formó la tierra
Mi primer y segundo nacimiento determinó;
Padres, pueblo nativo, y tiempo,
Todos designados por Él.
Aquel que en el vientre me formó,
Hasta la tumba me guiará;
Todos mis días ordenados serán Mediante su sabio decreto.
Tiempos de enfermedad, tiempos de salud,
Tiempos de penurias, y riqueza;
Tiempos de prueba y de dolor,
Tiempos de triunfo y alivio.
Tiempos de comprobar el poder del tentador,
Tiempos de probar el amor del Salvador;
Todo habrá de llegar, y perdurar, y finalizar
Como le plazca a mi Amigo celestial.
Plagas y muertes revolotean a mí alrededor;
Hasta que El lo pida, no podré morir.
Ni un solo rayo puede caer
Hasta que el amor de Dios lo quiera así.
(Versión libre)
Los capítulos a continuación buscan aclarar y aplicar todo esto en una variedad de diferentes conexiones. El objetivo a lo largo del libro es mostrar cómo percibimos y sentimos la vida cuando vivimos con fe en el Dios soberano de la Biblia, y ayudar a formar actitudes, enfocar valores, y tomar decisiones en el medio de desconcertantes contracorrientes de decadencia en la cultura y la iglesia. Primero y fundamentalmente, los planes de Dios en los cuales nos resguardaremos, sus propósitos de llevarnos del lugar donde nos encontramos a la plenitud de la comunión y perfección de vida con él, y dentro de este marco, segundo y específicamente, sus propósitos para extraer de nuestro interior —lo cual implica su obra en nosotros— la cooperación con aquel que posee un corazón humilde, una mano extendida, y una esperanza santa que es esencial a este proceso. Mis lectores ideales, el “ustedes” de mi título, son aquellos que comparten mi certeza de que en la vida, en la muerte, y por toda la eternidad, nuestra relación con Dios es lo que más importa, y por lo tanto, debería ser nuestra principal preocupación aquí y ahora. ¿Están de acuerdo conmigo? Así lo espero.
De modo que pongamos juntos manos a la obra.
1
Un libro favorito con ilustraciones para niños de tres años: Soy un conejito, observa la vida desde el punto de vista de un conejo. Sobre esa base, este libro bien podría llamarse Soy un teólogo. Dicho título nos sonaría como presuntuoso, elitista, y prepotente al máximo. Al igual que una plomada, hundiría al libro y su autor directamente en el olvido. Sin embargo, como una declaración de compromiso más que una afirmación de aptitudes, no sería del todo inexacto. Mi objetivo es señalar algunos problemas que un teólogo no puede evitar ver y satisfacer en relación con ellos, lo mejor posible, el rol apropiado y característico del teólogo.
¿Qué es eso? Bueno, ¿qué es la teología? (¡Siempre debemos comenzar por el principio!) La teología es uno de esos términos (de los cuales no hay muchos) cuyo significado lo aclaran sus orígenes. La teología viene de dos palabras griegas: theos (Dios) y logos (discurso, alocución, argumento), y significa sencillamente hablar de Dios o, más completamente, pensamientos acerca de Dios expresados en declaraciones sobre Dios. Los pensamientos acerca de Dios son únicamente correctos cuando cuadran con los pensamientos propios de Dios sobre sí mismo; la teología es únicamente positiva cuando permitimos que la verdad revelada de Dios, o sea, la enseñanza de la Biblia, penetre nuestra mente. De modo que la teología es un ejercicio auditivo antes que vocal. Es el intento de escuchar lo que la Confesión de Westminster I.x denomina “lo que habla el Espíritu Santo en las Escrituras” y luego aplicar lo que dicen las Escrituras para corregir y dirigir nuestra vida. Nosotros traemos nuestras dudas y preguntas a la enseñanza de la Biblia para encontrar soluciones, y permitimos que Dios nos haga preguntas, en esa misma enseñanza y por medio de ella, sobre la forma en que pensamos y vivimos. Se le da el nombre de teólogo a todos aquellos que nos ayudan con este proceso.
Existe un sentido en el cual todos los cristianos son teólogos. Por el simple hecho de hablar de Dios, digamos lo que digamos, nos convertimos en teólogos, así como al oprimir las teclas de un piano, suene como suene, nos convertimos en pianistas. (Mientras yo escribía el primer borrador de este libro, mi nieto de veintitrés meses estaba cumpliendo con el rol de pianista.) La cuestión es si somos buenos o malos. Sin embargo, así como en el discurso secular, la palabra pianista se reserva para los intérpretes competentes, así en la alocución cristiana, la palabra teólogo se reserva para aquellos que en cierto sentido se especializan en el estudio de la verdad de Dios.
¿Qué utilidad tienen dichas personas? ¿Existe alguna tarea en particular en la cual deberíamos solicitar su ayuda? Sí, la hay. Junto al lago, en un centro turístico que conozco, se erige un edificio rotulado grandiosamente Centro de Control del Medio Ambiente. Es una planta de tratamiento de aguas residuales que se encuentra allí para asegurarse de que nada contamine el agua; su personal está compuesto por ingenieros y especialistas en el tratamiento de las aguas cloacales. Piense que los teólogos son los especialistas en el tratamiento de las aguas residuales de la iglesia. Su rol es detectar y eliminar la contaminación intelectual y asegurarse, en lo posible, de que la verdad vivificante de Dios fluya pura y sin veneno a los corazones cristianos.
Su llamado los obliga a actuar como los ingenieros del agua, que intentan lograr mediante su predicación, enseñanza, y exposición bíblica que el flujo de la verdad sea fuerte y constante; pero deseo retratarlos en particular como los que están a cargo de eliminar las aguas residuales espirituales. Ellos deben analizar el agua y filtrar todo lo que confunda la mente, corrompa el juicio, y distorsione la forma en que los cristianos perciben su propia vida. Si ven que los cristianos van por el mal camino, deben encauzarlos nuevamente en la senda correcta; si los ven titubeantes, les deben dar certeza; si los encuentran confundidos, los deben ayudar a aclarar las cosas. Es por esa razón que este libro podría llamarse Soy un teólogo, porque eso es precisamente lo que estoy tratando de hacer.
Los capítulos que siguen tratan sobre algunas preguntas cruciales con respecto a las cuales los cristianos se sienten a menudo titubeantes y vacilantes. Todas estas preguntas tienen un giro directamente personal. ¿Qué desea hacer Dios en su mundo a menudo tan desconcertante y agonizante? ¿Quién tiene derecho a afirmar que lo conoce? ¿Qué requerirá de mí la santidad? ¿Cómo me guiará Dios? ¿Acaso me guiará? ¿Existe algo semejante como la sanidad divina? ¿Qué debería esperar de Dios cuando estoy enfermo o cuando me siento roto en mil pedacitos? ¿Cómo debería reaccionar a mis propias reacciones frente a las cosas, y a la condición actual de la iglesia? Estas son algunas de las preguntas sobre las cuales agrego mi pequeña contribución al caudal de debates cristianos. Son preguntas importantes que a menudo reciben respuestas incorrectas, y yo deseo poder decir lo que puedo acerca de ellas.
EL TRAZADODE UN MAPA
¿Qué tendría que hacer un teólogo cuando se enfrenta a preguntas de esta naturaleza? Imagínenselo de esta manera: Tendría que trazar un mapa de cada situación problemática de vida, con todos los factores humanos involucrados, y luego superponer todas las enseñanzas bíblicas relevantes y las consideraciones basadas en la Biblia. La escala del mapa tendría que ser bastante grande. El mapa es para ser utilizado cuando caminamos a campo traviesa, así que es importante que los detalles sean correctos.
La vida cristiana es como un viaje a campo traviesa, con cercos y zanjas, subidas y bajadas, lugares agrestes y lugares tersos, desiertos y pantanos. Periódicamente hay tormentas y neblinas salpicadas por los rayos del sol. El propósito del mapa es permitir que el caminante encuentre en todo momento su camino, no importa cuál sea el terreno o el clima. Con un buen mapa, él podrá reconocer el terreno a su alrededor, relacionar las características que observe con el paisaje más amplio, y ver en cada etapa hacia dónde enfilar. El objetivo apropiado de la teología es capacitar a los discípulos de Jesucristo para la obediencia. Los mapas que trazan los teólogos no son simplemente para poseerlos, como tantas de las riquezas intelectuales, sino para que el creyente los utilice para encontrar la ruta de su peregrinaje personal en pos de su Señor.
Recurriremos a detalles técnicos (a veces imposibles de evitar tanto en la teología como en todo campo de estudio científico) sólo con el fin de obtener simplicidad. La simplicidad de principio, una vez que se la alcanza, permite la sencillez de la práctica. Los mejores mapas teológicos son claros y poseen siete cualidades básicas.
Primero, son exactos en su presentación del material, tanto humano como bíblico. Nada puede compensar aquí al fracaso.
Segundo, están centrados en Dios, reconociendo la soberanía divina en el centro de todo y mostrando el control de Dios de los acontecimientos problemáticos, tanto reales como imaginarios.
Tercero, son doxológicos, dando gloria a Dios por sus gloriosos logros en la creación, providencia, y gracia, y estimulando un espíritu de adoración y fervor con júbilo y confianza en todas las circunstancias.
Cuarto, están orientados al futuro, porque el cristianismo es una religión de esperanza. Con frecuencia, el único sentido que la teología puede encontrarle a las tendencias, condiciones, y patrones de conducta presentes, ya que tanto marcan a la sociedad como afectan a los individuos, es diagnosticarlos como frutos del pecado y plantear la promesa de que un día Dios los exterminará y revelará algo mejor.
Quinto, están relacionados con Cristo de dos maneras. Por un lado, ellos proclaman la importancia de Jesús nuestro mediador, profeta, sacerdote, y rey, en todas las relaciones presentes de Dios con la raza humana y sus planes futuros para ella. Por otro lado, ellos vuelven a formular nuestras dudas abstractas convirtiéndolas en un asunto práctico de seguir fielmente al Salvador que amamos a lo largo del sendero de la abnegación y el sacrificio en la cruz, de acuerdo con su propio llamado explícito (véase Lucas 9.23). Ellos nos muestran cómo caminar pacientemente con Él a través de experiencias que abaten nuestra mente y que nos parecen la muerte, hacia una realidad percibida como resurrección personal interior. Ésta es la forma bíblica de vivir la vida cristiana, y los buenos mapas teológicos nos conducen directamente a ella.
Sexto, dichos mapas se centran en la iglesia. El Nuevo Testamento presenta a la iglesia como algo esencial en el plan de Dios. Los cristianos no deben marchar por la vida en aislamiento sino en la compañía de otros creyentes, apoyándolos y siendo apoyado por ellos.
Séptimo, los buenos mapas teológicos se concentran en la libertad. Están sintonizados con los procesos para tomar decisiones de los hombres y mujeres auténticamente cristianos, o sea, las personas que saben que no están sujetas a la ley como sistema de salvación, y sin embargo desean vivir según ella, primero, por amor a su Señor que así lo desea; segundo, por amor a la ley misma, que ahora los deleita con su visión de justicia; y tercero, por amor a sí mismos, ya que saben que no existe verdadera felicidad para ellos aquí o en el más allá sin santidad. La libertad de lo que nos restringe y esclaviza es el aspecto negativo de la libertad para la satisfacción y el contento que constituyen la verdadera felicidad, y es esta realidad positiva de la libertad santa y feliz en Cristo que la teología debe tratar de promover siempre.
La buena teología convoca constantemente decisiones deliberadas y responsables sobre cómo vamos a vivir, y nunca se olvida de que las decisiones cristianas son compromisos a actuar en base a principios (no acorde a un conformismo ciego), contraídos en libertad (no como resultado de presiones externas o intimidación), y motivados principalmente por nuestro amor a Dios y a la justicia (no por temor). Por ende, la buena teología moldea el carácter cristiano, sin degradarnos ni disminuirnos sino más bien realzando la dignidad que nos ha dado Dios.
¿Es la teología peligrosa, como mi título para este capítulo parece indicar? No en sí misma, a menos que se la ejecute basándose en principios falsos—sin embargo, existen ciertamente peligros para aquellos que toman a la teología en serio, aunque los peligros sean mayores para aquellos que no lo hacen. Si descuidamos la teología, tarde o temprano, no importa cuán buen intencionados podamos ser, cometeremos errores garrafales que quizás nunca reconozcamos como errores. El resultado puede ser triste, quizás lo más triste que nos podamos imaginar.
Sin embargo si le ponemos atención a la teología nos encontraremos atraídos hacia la perdición farisaica del arrogante sabelotodo que les dice a los demás lo que tienen que hacer mientras que él se olvida que tiene que hacer lo mismo. Aquellos que trabajan arduamente teologizando, ya sea como profesionales o a partir de un interés general, tienen que luchar en contra de estas dos tentaciones gemelas. La primera es verse a sí mismos como cristianos superiores porque saben más que los demás, y la segunda es eximirse de las obligaciones que comprometen a los demás, como si su pericia los colocara en una clase exclusiva en la cual no se aplican las reglas generales.
Cada miembro de nuestra raza caída se ve tentado a satisfacer el orgullo en alguna forma, porque el orgullo es de la esencia de nuestra herencia de pecado original; y ésta es la forma repetida en la que los aspirantes a teólogos, clérigos y laicos, académicos y pastores por igual, tienen que toparse con esa tentación. Sin embargo, el ideal de Dios para nosotros es que siempre pensemos y hablemos y vivamos en la manera expuesta en los párrafos anteriores, y la honestidad humilde con la que tratamos de conformarnos a ese ideal es la única forma piadosa de hacerlo. La discusión teológica de las preguntas involucradas en el conocimiento de los planes de Dios para nosotros debe siempre tratar de llevarnos por ese camino.
Es innegable que muchos tratamientos teológicos de las áreas de problemas no están a la altura de estos criterios. El autoritarismo dentro de la iglesia, el secularismo de afuera, y una agitada mentalidad ateniense en universidades y seminarios, se han combinado constantemente para contaminar la teología, tanto la pasada como la presente. Pero no es necesario que nos preocupemos ahora de eso. He escrito este capítulo sólo para que ustedes sepan cuáles son los modelos que trato de alcanzar. Puede ser que fracase; ustedes serán los que decidan eso. Pero si lo hago, por favor recuerden que, como el pianista a quien planeaban dispararle los vaqueros del lejano oeste en una famosa historieta, yo trato de hacer lo mejor.
Los párrafos anteriores fueron escritos en borrador en 1987, y ahora estamos en 2001. Con frecuencia me preguntan si a través de los años he cambiado mi forma de pensar en relación con algunas cosas del cristianismo. La respuesta es no, por lo menos en forma conciente; si hay alguna diferencia, es en la manera que respondo a los enfoques que difieren de los míos. Cuando le preguntaron al pianista chileno Claudio Arrau cómo había afectado el envejecimiento a su interpretación, él respondió: “Los dedos se ponen más sabios”. Yo espero que digan algo semejante acerca de los temas que aparecen en este libro, cuidadosamente revisado y a veces expandido, que hayan aparecido anteriormente.
Ahora sigamos adelante.
2
¿EXISTE UNPLAN?
Hoy día, la gente se siente perdida y a la deriva. El arte moderno, la poesía, y las novelas, o una conversación de cinco minutos con cualquier persona sensible nos lo asegurarán. Puede parecernos extraño que así sea en una época en la que tenemos más control sobre las fuerzas de la naturaleza que nunca. Pero en realidad no es así. Es la sentencia de Dios, la cual nos hemos echado encima tratando de sentirnos demasiado en casa en este mundo.
Porque eso es lo que hemos hecho. Nos negamos a creer que uno debería vivir para algo más que la vida presente. Aun cuando sospechamos que los materialistas están equivocados en negar que Dios y el otro mundo existan, no hemos permitido que nuestras creencias nos impidan vivir basados en principios materialistas. Hemos tratado este mundo como si fuera el único hogar que jamás poseeremos y nos hemos concentrado exclusivamente en arreglarlo para nuestra comodidad. Pensamos que podíamos construir el cielo en la tierra.
Ahora Dios nos ha juzgado por nuestra impiedad. Durante el siglo pasado tuvimos dos guerras “calientes” y una “fría”, y esta última, en cierto sentido, aún continúa. Hoy día nos encontramos en la era de la guerra nuclear, el racismo, el tribalismo, el crimen organizado global, las torturas, el terrorismo, y toda clase de lavados de cerebro. En semejante mundo es imposible sentirse en casa. Es un mundo que nos ha decepcionado. Esperábamos que la vida fuera amigable. En cambio, se ha burlado de nuestras esperanzas y nos ha dejado desilusionados y frustrados. Pensábamos que comprendíamos la vida. Ahora estamos desconcertados y no sabemos si alguna vez le encontraremos algún sentido a todo esto. Nos creíamos sabios. Ahora nos damos cuenta de que somos como niños ignorantes, perdidos en la oscuridad.
Tarde o temprano, esto tenía que ocurrir. El mundo de Dios no es nunca amigable con aquellos que olvidan a su Hacedor. Los budistas, quienes vinculan su ateismo con un absoluto pesimismo sobre la vida, están en ese sentido en lo cierto. Sin Dios, el hombre pierde su relevancia en este mundo. Él no la puede hallar nuevamente hasta no haber encontrado a Aquel a quien le pertenece el mundo. Es natural que los no creyentes sientan que su existencia es inútil y miserable. No nos debería sorprender cuando estas almas amargadas y frustradas se vuelcan al alcohol y las drogas o cuando los adolescentes responden al caos traumático que los rodea suicidándose. Dios creó la vida, y Dios solamente puede explicarnos su significado. Si deseamos comprender el sentido de la vida en este mundo, entonces tendremos que saber acerca de Dios. Y si deseamos saber acerca de Dios, debemos recurrir a la Biblia.
LEAMOS LA BIBLIA
De modo que leamos la Biblia, si podemos. Porque, ¿acaso podemos? Muchos de nosotros hemos perdido la capacidad de hacerlo. Cuando abrimos nuestra Biblia, lo hacemos con una actitud que crea una barrera indestructible que nos impide leer. Esto les puede sonar asombroso, pero es verdad. Permítanme explicarles.
Cuando leemos un libro, lo tratamos como una unidad. Buscamos el tema o la trama principal del argumento y la seguimos hasta el final. Permitimos que la mente del autor dirija a la nuestra. Ya sea que nos permitamos o no “hojear” el libro antes de instalarnos cómodamente para absorberlo, sabemos que no lo comprenderemos hasta que no lo hayamos leído de principio a fin. Si se trata de un libro que deseamos dominar, apartaremos tiempo para poder leerlo cuidadosamente y sin apuro.
Pero cuando se trata de las Sagradas Escrituras, nuestra conducta es diferente. Para comenzar, no tenemos jamás la costumbre de tratarlas como un libro, o sea, una unidad; las encaramos simplemente como una colección de historias y refranes separados. Damos por sentado que estos artículos representan consejos morales o consuelo para los que están en problemas. De modo que leemos la Biblia en pequeñas dosis, unos pocos versículos a la vez. No leemos los libros individuales, menos aún los dos Testamentos, como un todo. Hojeamos los ricos períodos antiguos jacobinos en traducciones bíblicas antiguas o en traducciones más informales tales como las versiones populares, esperando que algo nos golpee. Cuando las palabras aportan un pensamiento reconfortante o una imagen placentera, creemos que la Biblia ha cumplido su labor. Hemos llegado al punto en que percibimos a la Biblia no como un libro, sino como una colección de fragmentos hermosos que nos llaman a la reflexión, y es así como la utilizamos. El resultado es que, en el sentido usual de “leer”, nunca jamás leemos la Biblia. Damos por sentado que nos estamos ocupando de las Sagradas Escrituras en una forma verdaderamente religiosa, pero no obstante este uso de ellas es en realidad algo meramente supersticioso. Es, les aseguro, el camino de la religiosidad natural. Pero no es el camino de la verdadera religión.
Dios no desea que la lectura de la Biblia funcione simplemente como una droga para mentes atormentadas. La lectura de las Escrituras sirve para despertar nuestra mente, no para hacernos dormir. Dios nos pide que nos acerquemos a las Escrituras como su Palabra: un mensaje dirigido a criaturas racionales, gente con pensamientos; un mensaje que no podemos esperar comprender sin pensar sobre Él. “Vengan, pongamos las cosas en claro”, le dice Dios a Judá por medio de Isaías (Isaías 1.18), y cada vez que tomamos su libro, nos dice lo mismo a nosotros. Él nos ha enseñado a orar para recibir claridad cuando leemos. “Ábreme los ojos para que contemple las maravillas de tu ley” (Salmo 119.18). Ésta es una oración para que Dios nos dé entendimiento cuando pensamos acerca de su Palabra. Sin embargo, si después de orar, nos borramos y no pensamos más al leer, impedimos de manera efectiva que Dios responda a esta oración.
Dios desea que leamos la Biblia como un libro: una historia sola con un solo tema. No estoy olvidando que la Biblia consiste en muchas unidades separadas (sesenta y seis para ser exacto) y que algunas de esas unidades son combinaciones (tal como el Salterio, que está compuesto por 150 oraciones e himnos separados). Sin embargo, a pesar de todo eso, la Biblia nos llega a nosotros como el producto de una mente individual: la mente de Dios. Comprueba su unidad una y otra vez por medio de la forma asombrosa en que se vincula todo, una parte le da luz a la otra. De modo que la debemos leer como una unidad. Y cuando la leemos, debemos preguntar: ¿Cuál es el argumento de este libro? ¿Cuál es su tema? ¿De qué se trata? A menos que respondamos a estas preguntas, nunca veremos lo que nos dice sobre nuestra vida.
Cuando llegamos a este punto, encontraremos que el mensaje de Dios para nosotros es más drástico y al mismo tiempo más alentador que cualquier mensaje que la religiosidad humana pudiera concebir jamás.
EL TEMA PRINCIPAL
¿Qué hallamos cuando leemos la Biblia como una unidad integrada y consolidada, con nuestra mente alerta para observar su verdadero centro?
Lo que encontramos es simplemente esto: La Biblia no trata principalmente sobre el hombre. Su sujeto es Dios. Él (si me permiten la frase) es el principal actor en el drama, el héroe de la historia. La Biblia es un estudio descriptivo de su obra pasada, presente y futura en este mundo con comentarios aclaratorios de profetas, salmistas, hombres sabios y apóstoles. Su tema principal no es la salvación del hombre, sino la obra de Dios para vindicar sus propósitos y glorificarse a sí mismo en un cosmos pecador y caótico. Esto lo hace mediante el establecimiento de su reino y la exaltación de su Hijo, creando un pueblo que lo adore y lo sirva, y por último, desmantelando y armando nuevamente este orden de cosas, arrancando así de raíz el pecado de su mundo.
Es en esta perspectiva más amplia donde cabe la Biblia en la obra de Dios para la salvación de hombres y mujeres. Describe a Dios como más que un arquitecto cósmico distante, o un tío celestial omnipresente, o una fuerza vital impersonal. Dios es más que cualquiera de las insignificantes deidades sustitutas que habitan nuestras mentes del siglo veintiuno. Él es el Dios vivo, presente y activo en todas partes, “magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios” (Éxodo 15.11 RVR60). Él se da a sí mismo un nombre: Jehová (véase Éxodo 3.14-15; 6.23), el cual, ya sea que se lo traduzca como “Yo soy el que soy” o “Yo seré el que seré” (el hebreo significa ambos), es una proclamación de su autoexistencia y autosuficiencia, su omnipotencia y su libertad sin límites.
El mundo le pertenece, Él lo creó, y Él lo controla. Él hace “todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1.11). Su conocimiento y dominio se extienden incluso a las cosas más pequeñas: “Él les tiene contados a ustedes aun los cabellos de la cabeza” (Mateo 10.30). “El SEÑOR reina”—los salmistas hacen que esta verdad permanente sea una y otra vez el punto de partida para sus alabanzas (véanse los Salmos 93.1; 96.10; 97.1; 99.1). A pesar de que las fuerzas rugen con estruendo y amenaza el caos, Dios es Rey. Por lo tanto, su pueblo está seguro.
Tal es el Dios de la Biblia. Y la convicción predominante de la Biblia sobre Él, una convicción proclamada desde Génesis a Apocalipsis, es que por detrás y por debajo de toda la aparente confusión de este mundo yace su plan. Ese plan atañe a la perfección de un pueblo y la restauración de un mundo por medio de la acción mediadora de Jesucristo. Dios gobierna los asuntos humanos con este fin en vista. La historia humana es un registro del cumplimiento de sus propósitos. La historia es en verdad su historia.
La Biblia detalla las etapas en el plan de Dios. Dios visitó a Abraham, lo llevó a Canaán, y establece una relación de pacto con Él y sus descendientes: “Estableceré mi pacto contigo y con tu descendencia, como pacto perpetuo, por todas las generaciones. Yo seré tu Dios, y el Dios de tus descendientes... yo seré su Dios” (Génesis 17.7). Le dio a Abraham un hijo. Convirtió a la familia de Abraham en una nación y los guió fuera de Egipto a una tierra propia. A través de los siglos, Él los preparó a ellos y al mundo de los gentiles para la venida de un Salvador-Rey, “Cristo, a quien Dios escogió antes de la creación del mundo, se ha manifestado en estos últimos tiempos en beneficio de ustedes. Por medio de él ustedes creen en Dios” (1 Pedro 1.20 y sig.).
Por fin, “cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos” (Gálatas 4.4 y sig.). La promesa de pacto al linaje de Abraham se cumple ahora para todos aquellos que depositan su fe en Cristo: “Y si ustedes pertenecen a Cristo, son la descendencia de Abraham y herederos según la promesa” (Gálatas 3.29).
El plan para este tiempo es que este evangelio sea conocido en todo el mundo, y que “una multitud tomada de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas” (Apocalipsis 7.9) ponga su fe en Cristo; después de lo cual, cuando regrese Cristo, el cielo y la tierra serán recreados de una manera imposible de imaginar. Luego, allí donde está “el trono de Dios y del Cordero”, allí “sus siervos lo adorarán; lo verán cara a cara... y reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 22.3-5).
Este es el plan de Dios, dice la Biblia. No puede ser desbaratado por el pecado humano, porque Dios abrió el paso para que el propio pecado humano fuera parte del plan, y todo acto de rebeldía en contra de la expresa voluntad de Dios es utilizado por Él para la promoción de su voluntad. Por ejemplo, los hermanos de José lo vendieron a Egipto. “Es verdad que ustedes pensaron hacerme mal”, acotó José más tarde, “pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente” (Génesis 50.20); “Fue Dios que me envió aquí, y no ustedes” (Génesis 45.8). La misma cruz de Cristo es la ilustración suprema de este principio. “Éste fue entregado según el determinado propósito y el previo conocimiento de Dios”, dijo Pedro en el sermón de Pentecostés, “y por medio de gente malvada, ustedes lo mataron, clavándolo en la cruz” (Hechos 2.23). En el Calvario, Dios anuló el pecado de Israel, del cual tenía conocimiento previo, como un medio para la salvación del mundo. Por lo tanto, parece que la anarquía humana no frustra el plan de Dios para la redención de su pueblo; más bien, por medio de la sabiduría de su omnipotencia, se ha convertido en el medio para cumplir ese plan.
CÓMO ACEPTAR EL PLAN
Éste, pues, es el Dios de la Biblia: un Dios que reina, que rige los acontecimientos, y que, a través del servicio tambaleante de su pueblo y el descaro de sus enemigos, lleva a cabo su propósito eterno para su mundo. Ahora comenzamos a ver lo que la Biblia tiene para decirle a nuestra generación que se siente tan perdida y plagada en un orden de eventos inescrutablemente hostil. Existe un plan, dice la Biblia. Las circunstancias tienen sentido, pero ustedes no lo han sabido encontrar.
Vuélvanse a Dios. Busquen a Dios. Entréguense al cumplimiento de su plan, y habrán encontrado la clave sutil para vivir. “El que me sigue”, promete Cristo, “no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8.12). Ustedes tendrán un motivo: la gloria de Dios. Tendrán una regla: la ley de Dios. Tendrán un amigo en la vida y en la muerte: el Hijo de Dios. Habrán encontrado la respuesta a la duda y la desazón que han sido provocadas por la falta aparente de sentido, aun la maldad, de las circunstancias: Sabrán que “el Señor reina” y que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (Romanos 8.28). Y tendrán paz.
¿La alternativa? Podemos desafiar y rechazar el plan de Dios, pero no podemos escaparnos de él. Porque un elemento en su plan es la sentencia de pecado. Aquellos que rechazan la oferta de vida del evangelio por medio de Cristo se buscan una sombría eternidad. Aquellos que eligen estar sin Dios, tendrán lo que eligen: Dios respeta nuestras elecciones. Esto forma parte también de su plan. La voluntad de Dios se lleva a cabo tanto en la condena de los incrédulos como en la salvación de aquellos que depositan su fe en el Señor Jesús.
Dicho es el resumen del plan de Dios, el mensaje central acerca de Dios que nos trae la Biblia. Su exhortación es la de Elifaz a Job: “Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; y por ello te vendrá bien” (Job 22.21 RVR60). Gracias a que sabemos que “el Señor reina”, desarrollando su plan para este mundo sin ningún obstáculo, podemos comenzar a apreciar tanto la sabiduría de este consejo como la gloria que yace escondida en esta promesa.
¿“TODAS LA COSAS PARA EL BIEN”?
“El Señor reina”. Ahora vemos que ésta es la primera verdad fundamental que debemos encarar. El Creador es Rey en su universo. Dios “hace todas las cosas conforme al designio de su voluntad” (Efesios 1.11). El factor decisivo en la historia del mundo, el propósito que lo controla y la clave que lo interpreta, es el plan eterno de Dios. El señorío soberano de Dios es la base de su mensaje bíblico y el hecho fundamental de la fe cristiana, y hemos notado que sobre él se construye la gran convicción que “Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman”. Si esto es así, las buenas nuevas son maravillosas.
Pero entonces, ¿puede esta seguridad mantenerse de pie? La afirmación que ella hace le causa problemas a las almas sensibles y cuidadosas en muchos aspectos. No admite una demostración racional y de vez en cuando las circunstancias suscitan incertidumbres dolorosas. Algunas de las cosas que les suceden a los cristianos en particular nos duelen y nos desconciertan. ¿Cómo pueden estas desgracias, estas frustraciones, estos contratiempos aparentes a la causa de Dios, ser parte de su voluntad? En respuesta a estas cosas, nos vemos inclinados a negar la realidad del gobierno de Dios o la perfecta bondad del Dios que gobierna. Sería fácil sacar cualquiera de estas dos conclusiones, pero sería también falso. Cuando nos veamos tentados a hacerlo, deberíamos detenernos y hacernos ciertas preguntas a nosotros mismos.
LAS COSAS SECRETAS
¿Nos deberíamos acaso sorprender cuando nos vemos desconcertados ante lo que Dios está haciendo? ¡No! No debemos olvidar quiénes somos. No somos dioses; somos criaturas, y nada más que criaturas. Como criaturas, no tenemos derecho ni razón alguna para pretender entender en todo momento la sabiduría de nuestro Creador. Él mismo nos ha recordado: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos... Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Isaías 55.8-9 RVR60). Es más, el Rey nos ha puesto en claro que no le complace revelar todos los detalles de su política a sus sujetos humanos. Como declaró Moisés cuando había terminado de exponer a Israel lo que Dios le había revelado sobre su voluntad para ellos: “Lo secreto le pertenece al SEÑOR nuestro Dios, pero lo revelado nos pertenece a nosotros... para que obedezcamos todas las palabras de esta ley” (Deuteronomio 29.29).
El principio aquí ilustrado es que Dios ha revelado su mente y voluntad, en la medida en que necesitamos conocerlas con fines prácticos, y que debemos considerar lo que Él ha revelado como una regla completa y adecuada para nuestra vida y nuestra fe. Pero aún quedan “cosas secretas” que Él no nos ha dado a conocer y que, por lo menos en esta vida, no tiene la intención de que descubramos. Y las razones detrás del trato providencial de Dios caen a veces en esta categoría.
El caso de Job ilustra lo anterior. A Job nunca se le dijo nada sobre el desafío que encontró Dios al permitir a Satanás que plagara a su siervo. Todo lo que Job sabía era que el Dios omnipotente era moralmente perfecto y que sería una falsa blasfemia negar su bondad bajo cualquier circunstancia. Se negó a “maldecir a Dios” aun cuando le habían quitado su trabajo, sus hijos, y su salud (Job 2.910). Fundamentalmente, Él mantuvo esta negativa hasta el final, a pesar de que casi se vuelve loco con las perogrulladas bien intencionadas que sus petulantes amigos le repetían hasta el cansancio, las cuales extrajeron a veces de él palabras absurdas acerca de Dios (por las cuales se arrepintió más tarde). Aunque con mucho esfuerzo, Job se aferró a su integridad a lo largo del período de prueba y mantuvo su confianza en la bondad de Dios.
La confianza de Job fue reivindicada. Porque cuando se terminó el período de prueba, después que Dios se había acercado a Job en misericordia para renovar su humildad (40.1-5; 42.1-6) y Job había orado obedientemente por su tres amigos enloquecedores, “el SEÑOR lo hizo prosperar de nuevo y le dio dos veces más de lo que antes tenía” (42.10). “Ustedes han oído hablar de la perseverancia de Job”, escribe Santiago, “y han visto lo que al final le dio el Señor. Es que el Señor es muy compasivo y misericordioso” (Santiago 5.11). ¿Es que acaso toda esa serie apabullante de catástrofes que le sobrevinieron a Job significaba que Dios había abdicado su trono y abandonado a su siervo? Para nada, como Job comprobó por experiencia. Sin embargo, la razón por la cual Dios lo sumergió en la oscuridad no le fue nunca revelada. Entonces, ¿no puede acaso Dios, debido a sus propios fines sabios, tratar a sus demás seguidores en la forma en que trató a Job?
Pero hay más para añadir a todo esto. Existe una segunda pregunta que debemos hacer.
¿Nos ha dejado Dios sumidos en la ignorancia de lo que está haciendo en el gobierno providencial de este mundo? ¡No! Nos ha dado una completa información sobre el propósito central de lo que está llevando a cabo y una lógica positiva para explicar las duras experiencias de los cristianos.
¿Qué está haciendo Dios? Él está llevando “a muchos hijos a la gloria” (Hebreos 2.10). Está salvando una gran compañía de pecadores. Él se ha dedicado a esta tarea desde el comienzo de la historia. Pasó muchos siglos preparando a un pueblo y un escenario de la historia del mundo para la venida de su Hijo. Luego envió a su Hijo al mundo para que pudiera existir un evangelio, y ahora Él envía su evangelio por todo el mundo para que pueda existir una iglesia. Él ha exaltado a su Hijo al trono del universo, y Cristo desde su trono invita ahora a los pecadores, los cuida, los guía, y por último los trae para que estén con Él en su gloria.
Dios salva a hombres y mujeres por medio de su Hijo. Primero, no bien creen, los justifica y adopta en su familia por el bien de Cristo, y así restaura su relación con ellos que el pecado había quebrantado. Luego, dentro de esa relación restaurada, Dios obra continuamente en y sobre ellos para renovarlos en la imagen de Cristo, de manera que el parecido de familia (si se puede decir así) asome cada vez más en ellos. Es esta renovación de nosotros mismos, paulatina aquí y perfeccionada en el más allá, la que Pablo identifica como el “bien”: “Sabemos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, los que han sido llamados de acuerdo con su propósito” (Romanos 8.28). El propósito de Dios, como explica Pablo, es que aquellos a quienes Dios ha elegido y llamado en amor puedan “ser transformados según la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8.28-29). Pablo nos dice que Dios ordena todas las circunstancias para el cumplimiento de este propósito. El “bien” para el cual obran todas las cosas no es el alivio inmediato y el confort de los hijos de Dios (como lo suponemos demasiado a menudo, me temo), sino su máxima santidad y conformidad a la semejanza de Cristo.
¿Nos ayuda esto a entender cómo es posible que las circunstancias adversas hallen un lugar en el plan de Dios para su pueblo? ¡Por cierto! Inunda de luz el problema, como lo demuestra el autor de Hebreos. A los cristianos que estaban cada vez más descorazonados y apáticos bajo la presión de los constantes inconvenientes y victimizaciones, les escribe: “Y ya han olvidado por completo las palabras de aliento que como a hijos se les dirige: ‘Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo.’ Lo que soportan es para su disciplina, pues Dios los está tratando como a hijos. ¿Qué hijo hay a quien el padre no disciplina?... Después de todo, aunque nuestros padres humanos nos disciplinaban, los respetábamos. ¿No hemos de someternos, con mayor razón, al Padre de los espíritus, para que vivamos?... Dios lo hace para nuestro bien, a fin de que participemos de su santidad. Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien penosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella” (Hebreos 12.5-11, citando el Proverbio 3.11-12, énfasis añadido).
Es sorprendente ver cómo este escritor, al igual que Pablo, equipara el “bien” del cristiano, no con la comodidad y la tranquilidad, sino con la santificación. El pasaje es tan claro que no necesita comentario alguno, sólo una frecuente lectura cada vez que nos resulte difícil creer que el duro trato de las circunstancias (o de nuestros hermanos cristianos) pueda ser la voluntad de Dios.
EL PROPÓSITO DE TODO ELLO
Sin embargo, tenemos más cosas que decir. Una tercera pregunta que nos deberíamos hacer es: ¿Cuál es el propósito esencial de Dios en el trato con sus hijos? ¿Es sencillamente su felicidad, o es algo más que eso? La Biblia indica que es la gloria de Dios.
La intención de Dios en todos sus actos es de última Él mismo. No hay nada moralmente dudoso acerca de esto. Si decimos que el hombre no puede tener propósito más alto que la gloria de Dios, ¿cómo podremos decir algo diferente sobre Dios mismo? La idea de que es en cierta forma indigno representar a Dios como apuntando a su propia gloria en todo lo que hace refleja que no recordamos que Dios y el hombre no se encuentran a un mismo nivel. Demuestra la falta de conciencia de que mientras que el hombre pecador tiene como su máximo propósito su propio bienestar a expensas de sus congéneres, nuestro Dios ha determinado glorificarse por medio de la bendición de su pueblo. Se nos dice que la razón por la cual Dios redime al hombre es “para alabanza de su gloriosa gracia” (Efesios 1.6, 12, 14). Él desea exhibir sus recursos de misericordia (las “riquezas” de su gracia y de su gloria, siendo “gloria” la suma de sus atributos y poderes según los revela: Efesios 2.17; 3.16) haciendo que sus santos experimenten su máxima felicidad cuando se regocijan en Dios mismo.
Sin embargo, ¿cómo afecta esta verdad de que Dios busca su propia gloria en su trato con nosotros al problema de la providencia? De la siguiente forma: Nos da una idea de cómo Dios nos salva, sugiriéndonos la razón por la cual Él no nos lleva al cielo en el instante mismo en que creemos. Ahora vemos que nos deja en un mundo de pecado para que seamos probados, examinados, fustigados por problemas que amenazan aplastarnos, con el fin de que podamos glorificarlo por medio de nuestra paciencia bajo el sufrimiento y para que Él pueda desplegar las riquezas de su gracia y convocar nuevas alabanzas de nuestra boca al sostenernos y liberarnos una y otra vez. El Salmo 197 es una declaración majestuosa de esta verdad.
¿Acaso les suena como algo muy severo? No a aquellos que han aprendido que su propósito principal en este mundo es “glorificar a Dios y [al hacerlo] disfrutarlo para siempre”. El corazón de la verdadera religión es glorificar a Dios mediante una paciente entereza y alabarlo por su liberación llena de gracia. Es vivir la vida atravesando sitios llanos y escarpados por igual sin dejar de obedecer ni dar gracias por la misericordia recibida. Es buscar y encontrar el gozo más profundo, no con indolencia espiritual, sino descubriendo, a medida que atravesamos las sucesivas tormentas y conflictos, que Cristo es más que suficiente para salvarnos. Es el conocimiento cierto de que los caminos de Dios son los mejores, tanto para nuestro propio bienestar como para su gloria. Ningún problema de providencia sacudirá la fe de aquel que haya verdaderamente aprendido esto.
LA GLORIA DE DIOS
El hecho crucial que debemos entender, entonces, es que Dios el Creador gobierna su mundo para su propia gloria. “Porque todas las cosas proceden de él, y existen por él y para él” (Romanos 11.36); él mismo es el objetivo de todas sus obras. Él no existe por nosotros, pero nosotros sí existimos por Él. La naturaleza y prerrogativa de Dios es complacerse a sí mismo, y su placer revelado es magnificarse ante nosotros. Él nos dice: “Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios. ¡Yo seré exaltado entre las naciones! ¡Yo seré enaltecido en la tierra!” (Salmo 46.10). El objetivo absoluto de Dios es glorificarse a sí mismo.
¿O acaso no? Debido al hecho de que esta afirmación sea tan crucial y que tan a menudo se la encuentre ofensiva y se la rechace, deseo ahora centrar mi atención en ella y describirla en más detalle. Una vez que este concepto nos quede en claro más allá de toda duda, todo lo relativo al cristianismo cobrará sentido. Sin embargo, hasta que no tengamos esa certeza, el resto de la fe bíblica nos planteará constantes problemas. Miremos nuevamente, entonces, a lo que estamos diciendo aquí acerca de nuestro Creador.
Su sensatez. La afirmación de que Dios apunta siempre a glorificarse a sí mismo es al principio difícil de creer. Nuestra reacción inmediata es una sensación incómoda de que semejante idea no es digna de Dios, que toda clase de preocupación de uno mismo es incompatible con la perfección moral y en particular con la naturaleza de Dios como amor. Muchas personas sensibles y moralmente cultas se espantan ante el simple pensamiento de que el fin absoluto de Dios sea su propia gloria, y se oponen enérgicamente a tal concepto. ¡Para ellos, semejante cosa describe a Dios como alguien que no se diferencia esencialmente de un hombre malvado o aun del diablo mismo! Para ellos es una doctrina inmoral y escandalosa, y si la Biblia la enseña, ¡tanto peor para ella! A menudo extraen esta conclusión explícitamente en relación con el Antiguo Testamento. Ellos acotan que un volumen que describe a Dios tan persistentemente como un Ser “celoso”, preocupado sobre todo de su “honor”, no puede ser contemplado como una verdad divina. Dios no es así. ¡Pensar que sí lo es no es más que una blasfemia real aunque no intencionada! Dado que éstas son opiniones que algunos sostienen en forma vasta y firme, es importante que consideremos qué validez realmente tienen.
Comenzamos con la pregunta: ¿Por qué se afirman estas convicciones con tanta energía? Cuando se trata de otros asuntos teológicos, la gente puede disentir, pero con bastante calma. Pero las protestas en contra de la doctrina de que el principal fin de Dios sea su gloria están llenas de pasión y con frecuencia, de una airada retórica. La respuesta es fácil de ver, y le da crédito a la seriedad moral de los que hablan. Esas personas son sensibles al pecado de la búsqueda continua de uno mismo. Ellos saben que el deseo de gratificarse a uno mismo se encuentra en la raíz misma de las debilidades y los defectos. Ellos mismos tratan lo mejor posible de encarar y luchar en contra de ese deseo. Por lo tanto, ellos deducen que el hecho de que Dios sea egocéntrico sería algo igualmente equivocado. La vehemencia con la cual rechazan la idea de que el Dios santo se exalte a sí mismo refleja su agudo sentido de culpa del ensimismamiento humano.
¿Es su conclusión válida? Repetimos: Es una completa aberración. Si lo correcto para el hombre es que su meta sea la gloria de Dios, ¿cómo puede ser equivocado para Dios tener esa misma meta? Si el hombre no puede tener propósito más elevado que la gloria de Dios, ¿cómo podría tener Dios otro propósito sino ese mismo? Si es erróneo que el hombre busque un objetivo menor que éste, lo sería también para Dios. La razón por la que no sería correcto que el hombre viviera para sí mismo, como si fuera Dios, es porque no es Dios. Sin embargo, no puede ser equivocado que Dios busque su propia gloria, simplemente porque es Dios. Aquellos que insisten en que Dios no debería buscar su gloria en todas las cosas están realmente pidiendo que Él deje de ser Dios. Y no existe mayor blasfemia que desear eso.
Si el razonamiento de los que ponen objeciones es tan evidentemente falso, ¿por qué existen hoy tantas personas que lo creen? La credibilidad del argumento proviene de nuestra costumbre de hacer a Dios a nuestra imagen y pensar que Él y nosotros estamos a un mismo nivel. En otras palabras, sus obligaciones con nosotros y las nuestras con Él se corresponden, como si Él estuviera obligado a servirnos y a promover nuestro bienestar con el mismo altruismo con el que estamos obligados nosotros a servirlo a Él. Esto es, en realidad, pensar en Dios como si fuera un hombre, aunque uno magnífico. Si esta forma de pensar fuera cierta, entonces el hecho de que Dios busque su propia gloria en todo lo haría sin duda comparable al peor de los hombres y a Satanás en persona.
Pero nuestro Creador no es un hombre, ni siquiera un superhombre omnipotente, y esta forma de pensar es una terrible idolatría. (Para ser idólatras no hace falta que nos hagamos una imagen esculpida que retrate a Dios como un hombre; para quebrantar el segundo mandamiento, todo lo que necesitamos es una imagen mental falsa.) No debemos por consiguiente imaginarnos que las obligaciones que nos sujetan como criaturas a Él, lo sujeten a Él como Creador a nosotros. La dependencia es una relación unilateral y posee obligaciones unilaterales. Los niños, por ejemplo, deben obedecer a sus padres, ¡y no al revés! Nuestra dependencia de nuestro Creador nos obliga a buscar su gloria sin que lo obligue a Él a buscar la nuestra. Para nosotros, glorificarlo es un deber; para Él, bendecirnos es gracia. Lo único que Dios está obligado a hacer es lo mismísimo que requiere de nosotros: glorificarse a sí mismo.
Entonces nuestra conclusión es que hablar de Dios como egocéntrico es lo inverso de la blasfemia; al contrario, el no hacerlo sería algo irreligioso. La gloria de Dios es hacer todas las cosas para sí mismo y utilizarlas como medios para su exaltación. El cristiano lúcido insistirá en esto. Insistirá también en que la gloria del hombre es tener el privilegio de funcionar como un medio para este fin. No puede existir mayor gloria para el hombre que glorificar a Dios. “El propósito principal del hombre es glorificarlo a Dios” Y cuando lo hace, el hombre halla su verdadera dignidad.