Los rechazados - Jean Andrés Palacios - E-Book

Los rechazados E-Book

Jean Andrés Palacios

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Beschreibung

¿Qué harías si un extraño te cita a un lugar aún más extraño? Cuando Francisco cumplía tres años en su trabajo, una desconocida le dejó en las manos un papel con una dirección escrita. Él era un joven reflexivo y solitario. Dudó si asistir al lugar indicado. Podía ser alguna especie de trampa. Sin embargo, no llegó a imaginar que esa desconocida sería capáz de cambiar su rutina y ser muy importante en su vida. Ambos estaban ligados por algo más que el rechazo de la sociedad. Al descubrirlo, Francisco revivió el dolor más grande de su corazón.

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Jean Andrés Palacios

Los

Rechazados

Mil gracias a Vale, Paulina, Dereck y Paula.

A todas las Ana…

Los rechazados

Primera edición: Marzo 2021

©De esta edición, Luna Nueva Ediciones. S.L

© Del texto 2020, Jean Andrés Palacios Alvarado

©Edición: Genessis García

©Diseño de página. Milton Barreiro

©Maquetación: Gabriel Solorzano

Todos los derechos reservados.

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra,

el almacenamiento o transmisión por medios electrónicos o mecánicos,

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El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad

en el ámbito de las ideas y el conocimiento,

promueve la libre expresión y favorece una cultura libre.

[email protected]

www.edicioneslunanueva.com

Luna Nueva Ediciones.

Guayas, Durán MZ G2 SL.13

ISBN: 978-9942-8836-4-3

ISBN digital: 978-9942-8836-9-8

1

Francisco releyó el pedazo de papel de libreta arrugado. La dirección estaba escrita con un lápiz débil y una parte se había borrado por la fricción, pero aún era entendible:

Club de rechazados

En la casa blanca de dos pisos a la entrada de la circunvalación sur.

Él optaba por la avenida Simón Bolívar para volver a casa por las noches. La iluminación se concentraba más en la vía que en las aceras. Era una ruta propicia para alguien que prefería evitar miradas. Los conductores pasaban a toda velocidad sin percatarse de que le zumbaban los oídos a un transeúnte. La caminaba de lunes a viernes para ir y volver del trabajo. Pero esta vez se desvió y entró por la Circunvalación Sur, que era perpendicular.

Buscó con la mirada la casa blanca de dos pisos. Estaba muy seguro de nunca haber visto una con esas características por allí.

Se adentró dos cuadras más y luego desistió. El papelito decía en la entrada, no al fondo. Pero tal parecía que la chica que se lo entregó era muy rara.

Retomó la avenida anterior. La hora en su reloj de manilla marcaba las diez en punto. Al son que bajó la mano, la volvió a subir de inmediato. Ignoraba si otras veces su vista se había cruzado con aquella parte del reloj que indica la fecha, pero esta vez algo le llamó la atención. Un cuadrito decía el mes y otro el día:

Ago. 7.

«Ya son tres años —murmuró—. Ni lo recordaba.»

Los pasos se le mecanizaron. Solía pensar demasiado las cosas, por lo que entraba en piloto automático varias veces al día.

Ya eran tres años de que empezó en aquel empleo. Ya tres años de escoger el mismo camino largo a casa para sentirse más cómodo. De vez en cuando, algún conocido le preguntaba porqué no tomaba otras calles más cortas y él siempre mentía: por seguridad, si no me ven no me roban, y si me ven, piensan que soy ladrón. Lo cierto era que no le gustaba que lo vean.

De pronto, la misma chica que le entregó el papel en la mañana apareció al frente suyo. Lo liberó de los pensamientos.

—¡Eres tu! —exclamó ella, sonriendo—, así que, si te animaste a venir.

—Eres tu… —repitió Francisco.

En la oscuridad, la chica se le asemejó a un ánima. Era una joven a blanco y negro, como sacada de la TV antigua. Su piel pálida contrastaba con sus ojos, su pelo y sus uñas pintadas. Así mismo su ropa; sólo usaba prendas intercaladas en los dos tonos.

—Vamos —le dijo a Francisco—, pocos son los que reconocen la casa la primera vez.

—No había nada —contestó este.

—Ya verás.

Caminaron algunos metros en silencio.

—¿Me esperaste? —dijo Francisco.

—Cómo crees —saltó la joven con cara de extrañeza—. Nos cruzamos por coincidencia.

—No te he visto antes por aquí…—comentó Francisco.

La desconocida se tomó unos segundos para responder.

—Hoy vine por otro camino.

Francisco ignoró las tres cuadras que necesitaron para llegar al club. Y sólo cuando estuvieron frente a él, fue consciente de que antes lo pudo encontrar por su cuenta si hubiese caminado un poco más. Pero de ser así, no se habría topado con aquella chica, que parecía una pequeña fuente de luz. Se percató que aún no le decía cómo se llamaba.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Francisco, con timidez.

—¿Yo? —lo miró con júbilo— Ana Ruiz.

Hubo un corto silencio, que a Francisco le pareció extenso.

—Yo soy…

—Francisco Romero —se adelantó Ana.

—¿Cómo sabes? —francisco se incomodó más.

—Lo decía la factura que me diste en el Hipermarket esta mañana.

—Claro… es lógico— entonces se tranquilizó.

Ambos caminaron hacia la puerta del club.

Era, en efecto, una casa de dos pisos y de color blanco. La fachada y la estructura eran muy distintas a cómo se las había imaginado Francisco. De hecho, siempre estaba equivocado al imaginar un lugar próximo a conocer.

Perecía una vivienda abandonada; puesto que se ubicada al fondo de un terreno baldío, detrás de matorrales altos.

Tal vez era un tremendo error. Una jugada del encanto de la chica. Quizás estaba encaminándose a su propia muerte. Faltaba poco para que aparezcan unos tipos de entre la hierba y lo sueñen, lo aten y vendan sus órganos para que lo use otra persona más útil en el mundo. Era posible que esa chica risueña, con apariencia de mimo por ratos, estuviese disfrazada y sea una persona perversa que pronto se revelaría. No, eso era demasiada imaginación.

—¿Eres mimo? —le dijo Francisco.

—No —rio Ana—, pero si me lo han preguntado. A veces me gusta decir que si, porque me encanta sacarle sonrisas a las personas. Pero de que yo sea una mimo, de eso no tengo ni las ganas.

—Ah… —sonrió Francisco—, pareciera que si…

—¿En serio? —preguntó Ana, luego de tocar la puerta.

—Si. Y me sorprendió cuando me diste este papel. —Se lo mostró—. Me dijiste que lo necesito, que puedo formar parte de…—agachó la mirada—. Lo que más me sorprendió es cómo supiste que…

—Entre nosotros nos reconocemos —se adelantó Ana.

—¿En serio?

—Somos muchos, realmente —le informó la joven, con una mirada fraterna.

Un hombre de unos cuarenta años abrio la puerta. Lo primero que le llamó la atención a Francisco de él era su parche de pirata que usaba para ocultar la ausencia del ojo izquierdo. Si tan sólo supiera que eso lo denotaba más. Era alto, grueso y usaba camisetilla de lana. Tenía cuarenta años en la piel, pero un siglo de sufrimiento en el corazón. Los recibió con una sonrisa, porque a pesar de tanto, no la había perdido.

—Pasen, pasen —les dijo.

Francisco se llevó una sorpresa con el interior del lugar. Parecía muy bien cuidado por los mismos miembros y todo estaba en orden. Habían mesas, sillas y muebles largos. Lo que no le agradó del todo fue la atmósfera pesimista, aunque ese solía ser su tipo de ambiente. Negativo y negativo se repulsan. Pues el gris de las paredes sin empastar y el suelo sin baldosas otorgaban tristeza al lugar. En el mesón se encontraba una pila de sándwiches que habían preparado y dentro de una nevera con puerta de vidrio se veía un centenar de cervezas.

—Puedes tomar una biela y un sándwich la primera vez, te lo damos de cortesía —le comunicó el hombre del parche a Francisco—. Después tienes que comprarlos, pero es para el mantenimiento del club.

Francisco, que tenía la barriga llena de gases, tomó un sándwich y una cerveza por no parecer mal educado. Cuando volteó a analizar el tipo de personas que había, una especie de pena le recorrio el cuerpo. Nadie comía nada, sólo bebían y fumaban. Él sería el único, por consiguiente. Muchas veces se detuvo de hacer algo luego de darse cuenta de que era el único que lo haría.

Ana, que estaba atenta a él, tuvo la impresión de que su nuevo amigo se sentía algo avergonzado.

—¡Come! —le dijo—, debes tener hambre.

Francisco se sobresaltó ante lo que le pareció una orden de la chica. De todas formas, se llevó el pan a la boca. Y no supo como, pero en el transcurso de tres mordidas, de manera inconsciente, siguió a Ana hasta una de las mesas.

—Siéntate aquí —le indicó la joven—, puedes hablar con ellos, yo ya regreso.

—Bueno…

—Juanca, Rob, él es nuevo, se los presento: se llama Francisco.

—Un gusto —dijeron ambos, sonriendo, y le tendieron las manos.

Ana los dejó a los tres y se perdió en las escaleras.

Juan Carlos y Roberto terminaron su charla interrumpida, como si Francisco no estuviese presente, y luego lo integraron. Fue en cuestión de segundos. Segundos en los cuales Francisco tuvo la sensación de que sería rechazado en el club de los rechazados; el colmo. Incluso llevar el sándwich a la boca le costaba una suma de pena, pero lo hacía aun así para refugiarse en eso, para parecer ocupado, concentrado en ello.

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó, de pronto, Juan Carlos.

Francisco levantó la mirada. Lo tomó por sorpresa.

—Veintidós… ¿y ustedes?

—Yo tengo quince —respondió Juan Carlos—, y Roberto tiene dieciséis.

En la mesa había una cajetilla de cigarrillos vacía, otra a la mitad, y cuatro botellas de cerveza vacías. Francisco vio todo eso y luego los miró a ellos.

—¿Te impresiona? —le preguntó Roberto.

—Lo que me impresiona son esas barbas de viejo que tienen. A mi ni me sale.

Los dos jóvenes rieron. En ese momento reapareció Ana.

—Ya veo que se llevan bien —comentó.

Se sentó a lado de Francisco, agarró una botella que estaba a la mitad y le dedicó un largo sorbo.

Se quedaron en silencio alrededor de un minuto.

—Bien —dijo Roberto, algo mareado—, ¿a ti cómo te rech…?

—¡Oye! —lo interrumpió Ana—. No hace falta apresurar nada.

Francisco no comprendía de que hablaban.

—Seguro que te has de preguntar en donde estás —se dirigió Juan Carlos a Francisco.

—Supongo que me hago una idea… por el nombre.

—Claro —rio Juanca—, somos un club de rechazados.

—¿Y… aquí nos curamos o algo así?

—¿A qué te refieres? —dijo Juanca.

—Como en esos grupos de alcohólicos anónimos… o de drogadictos —se explicó Francisco.

—También somos un grupo de alcohólicos y drogadictos —comentó Rob.

—¿Y aquí nos ayudamos? —preguntó Francisco, observando con recelo las botellas sobre la mesa.

—¡Nada de eso! —dijo Juanca—, los rechazados nunca sanamos.

Francisco no replicó.

—Es sólo para sentirnos menos solos —añadió Rob.

—¡No digan bobadas! —exclamó Ana—. Están ebrios, no les pares bola, no dejes que te metan ideas tontas —le dijo a Francisco.

El joven no respondió.

—Si uno lo desea, si se puede sanar aquí —continuó Ana.

—¿Conoces a alguno que lo haya hecho? —preguntó Francisco.

—No he estado mucho tiempo aquí, pero supongo que si. Algunos se han ido y no han vuelto más…

—En algún momento vuelven —interrumpió Rob.

—Y si no vuelven es porque…—Juanca se quedó a medias.

—Es porque ya no les interesa —completó Ana.

Pero Francisco si lo comprendió.

—Y si no les interesa es porque ya sanaron —continuó la joven.

—Ya, dejémoslo así, digamos que si se puede curar —razonó Juanca—, pero la cicatriz que queda sería tan abultada como para notarse por debajo de la ropa.

—Olvidemos esto —propuso Rob—, para hablar de hipótesis mejor no hablemos de nada.

—Estoy de acuerdo —dijo Ana.

Francisco los escuchaba con atención; no les entendía demasiado, y tuvo la remota idea de no poder encajar con ellos.

—En fin, Fran —continuó Ana—, no es común esto que acabamos de hablar. Para que estés al corriente, nosotros preferimos otros temas.

—No es como que nos la pasemos diciéndonos que somos rechazados o algo por el estilo —intervino Rob.

—Sería como autocompadecerse —dijo Juanca—, y eso es una mierda.