Los robinsones suizos - Johann David Wyss - E-Book

Los robinsones suizos E-Book

Johann David Wyss

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Beschreibung

Una familia suiza viaja en un barco que naufraga en alta mar, la familia consigue salvarse y llegar a una isla. Además logran salvar algunos animales, herramientas y comida. La historia trata sobre las aventuras que corren para sobrevivir.

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Una familia suiza viaja en un barco que naufraga en alta mar, la familia consigue salvarse y llegar a una isla. Además logran salvar algunos animales, herramientas y comida. La historia trata sobre las aventuras que corren para sobrevivir.

Johann David Wyss

Los robinsones suizos

Título original: Der Schweizerische Robinson

Johann David Wyss, 1812

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I.

EL NAUFRAGIO.

La tempestad duraba ya desde hacía seis días y en lugar de amainar era más violenta.

Arrastrados hacia el Sudoeste, fuera de nuestro derrotero, nos era imposible reconocer el paraje en que nos hallábamos. El buque había perdido sus mástiles y hacía agua por todas partes.

—Niños —les dije a mis cuatro hijos, que se apretujaban llorando alrededor de mí y su madre—; si tal es su designio, Dios tal vez nos salvará, pero si ha de ocurrir lo contrario, es preciso resignarse. Al fin y al cabo, si abandonamos este mundo, será para reunirnos en otro mejor.

Mi mujer enjugó sus lágrimas y, siguiendo mi ejemplo, se esforzó en aparecer tranquila, a fin de inspirar a los niños el valor y la resignación necesarios.

De pronto, dominando el estrépito del vendaval y las aguas, oí con alegría este grito de esperanza que tanto significa para los náufragos:

—¡Tierra, tierra!

Pero casi en el mismo instante en que escuché estas pala­bras, se oyó una sacudida espantosa, seguida de un terrible crujido, y com­prendí por la inmovilidad en que quedó el buque y por el ruido que hacía el mar al precipitarse en su interior, que había chocado contra un bajo rocoso, encallando y abriéndose el buque.

—¡Estamos perdidos! ¡Todos los botes al agua! —gritó el capitán.

—¡Perdidos! —gimieron mis hijos, angustiados.

—Calma, no hay que perder la calma —traté de consolar­les—. No hay que desesperar todavía. Dios ayuda a los que son valerosos. Voy a informarme de lo que aún puede hacerse para nuestro salvamento.

Abandoné el camarote y subí a cubierta. El intento era muy arriesgado, ya que un golpe de mar me cogió de lleno, lanzándome contra los restos del palo mayor. Perdí el sentido. Cuando poco después volví en mí, magullado y casi cegado, miré a mí alrededor y vi las lanchas ya en el mar, cargadas con más gente de la que podían contener. Las lanchas se ale­jaban del buque.

Un marinero cortó el último cabo. ¡Comprendí que se ha­bían olvidado de nosotros!

Me asomé a la borda y llamé, grité y supliqué; pero mi voz se perdió entre el estruendo de la tormenta y pude convencerme, con dolor profundo de que nos habían abandonado en el buque encallado.

Sin embargo, no tardé en darme cuenta, y esto fue un pe­queño consuelo, que el buque había encallado de una manera particular. Por ejemplo, la popa, donde se hallaba nuestro ca­marote, no podía ser alcanzada por el oleaje. Al mismo tiempo y, pese al terrible aguacero que caía, observé una playa que, pese a su aspecto árido y solitario, fue desde aquel instante el objetivo de mis últimas esperanzas. Se hallaba un poco al Sur y a corta distancia del sitio donde había encallado el buque.

Entonces volví al lado de los míos, que me aguardaban con ansiedad. Afectando una tranquilidad que no sentía, les dije:

—Bien, aún nos queda una esperanza. Este buque está bien sujeto y no puede hundirse, al menos por ahora. Mañana, el agua y el viento cederán, sin duda, en violencia y podremos llegar hasta la orilla de esa tierra prometida.

—¿De veras, papá? —preguntó Fritz, el mayor.

Los niños, con la inconsciencia propia de la edad, aceptaron como cierta esta arriesgada suposición. Un significativo ademán de mi mujer me dio a entender que a ella no había conseguido engañarla comple­tamente, pero también noté que su confianza en Dios no había disminuido -Vamos a pasar una noche terrible -dijo-. Tomaremos algún alimento. La nutrición del cuerpo fortifica la del espíritu. En efecto, la noche se acercaba. La tempestad, siempre violenta, batía con fuerza el buque. A cada momento temía que se deshiciera en mil pedazos. Mi mujer se había apresurado en preparar una cena frugal, que los niños comieron con apetito; después se acostaron, y a poco dormían con toda tranquilidad. Fritz, el mayor, que comprendía nuestra situación, mejor que los otros, quiso velar con nosotros.

—Padre, se me ha ocurrido un medio para llegar a la costa. Si tuviésemos corchos o vejigas podríamos construir cinturones para que mi madre y mis hermanos se mantuviesen a flote. Tú y yo podemos nadar sin esta ayuda...

—Has tenido una buena idea, hijo mío —alabé.

Mientras mi mujer se dedicaba a acostar a los demás, Fritz y yo recogimos cierta cantidad de barricas vacías y esa clase de recipientes de hojalata donde se guardan las provisiones de agua dulce en los buques, y atándolos con pañuelos y cuer­das, até dos debajo de los brazos de mi hijo, a fin de hacer un ensayo. Viendo que verdaderamente serían una buena ayuda, fui al encuentro de mi mujer y los otros tres niños, y procedí a atarles también los correspondientes flotadores antes de que se durmiesen. De este modo, si el buque se hundía, nadie se ahogaría.

Habiendo adoptado estas medidas de seguridad, Fritz se acostó más tranquilo, mientras que mi mujer y yo continuá­bamos velando.

Cuando amaneció, la tormenta estaba amainando y subí a cubierta. El viento casi había cesado y el mar volvía a re­cobrar la calma.

Reanimado por esto, llamé a mi mujer y a mis hijos, que subieron a su vez rápidamente. Al ver que estábamos solos en el buque, los niños se asustaron.

—¿Dónde están los marineros? —preguntó Santiago, que era el tercero en edad.

—¡Nos han dejado solos! —gritó Ernesto, el segundo.

Rápidamente, con tono tranquilo para no aumentar su inquietud, procedí a explicarles más o menos lo ocurrido.

—No creo que con unos botes tan débiles, hayan podido salvarse con el mar tan agitado. Creo —concluí— que noso­tros, al quedarnos, hemos tenido más suerte que ellos.

—Tal vez tengas razón, papá —asintió Fritz, el más va­liente y emprendedor de todos—, y creo que lo mejor será poner en práctica nuestro proyecto de ganar la playa a nado.

Ernesto, que sólo contaba doce años, se asustó ante aquel proyecto. Naturalmente, Ernesto era sumamente tímido en todas las cosas.

—Yo pienso, papá —objetó—, que lo mejor sería construir una balsa…

—Hijo mío —repuse—, nos costaría mucho ensamblar las tablas, y todavía más dirigirla en el agua. Con toda seguridad, nunca llegaríamos a esa playa que se ve desde aquí.

Ante la idea del peligro, Ernesto abandonó al momento su plan.

—Por ahora —continuó más animado—, será mejor que exploremos el buque y reunamos en cubierta todo aquello que pueda sernos útil y podamos llevarnos.

Cada cual se fúe por su lado. A los niños la idea de explorar el buque les resultó fascinante. Fritz fue hacia la santabár­bara, de donde trajo fusiles, pistolas y gran cantidad de balas y perdigones. Ernesto registró la carpintería y volvió cargado de clavos y herramientas de todas clases.

Francisco, que era el pequeñín de la tribu, de seis años, también tomó parte en la requisa y volvió con una caja grande de anzuelos.

Santiago, que contaba diez años, apareció con dos enor­mes perros dogos que estaban encerrados en el camarote del capitán y que, amansados por el hombre, se dejaban conducir por uña oreja.

Mi mujer, por su parte, había hallado una vaca, un burro, dos cabras y una cerda, a los que había alimentado y abre­vado para conservarles la vida, ya que hacía más de dos días que nadie se había ocupado de ellos.

En realidad, todos habían encontrado cosas útiles, ex­cepto Santiago.

—Hijo mío —le espeté—, tú has traído unos animales que comen muchísimo.

—Oh, padre —replicó vivamente—, pero estos perrazos nos ayudarán a cazar cuando estemos en tierra.

—Sí, claro —asentí, sonriendo—, pero aún no hemos lle­gado a tierra. ¿Conoces algún modo de llegar hasta ella?

—Claro que sí —asintió Santiago, muy seguro de sí—. ¿No podríamos navegar dentro de las barricas, como hacía yo en el estanque del jardín de mi padrino?

—¡Excelente idea! —exclamé con entusiasmo—. No se me había ocurrido. ¡Vamos, manos todos a la obra!

Nos dirigimos a la bodega del buque, donde flotaban en la línea del agua varios toneles muy grandes, que estaban va­cíos. Subí cuatro a cubierta, que estaba casi a nivel del agua, y como eran de madera de roble y estaban reforzados con aros de hierro, pensé que nos servirían muy bien.

Ayudado por Fritz, los aserré por el centro en dos partes iguales. De este modo obtuvimos ocho cubetas, que puse en línea una al lado de la otra. Luego busqué una tabla flexible, bastante larga para unirlas a todas y formar una especie de quilla, por debajo. Acto seguido, clavamos fuertemente las cubetas a la tabla, uniendo también a cada una con su inme­diata por medio de clavijas. Por fin, fortalecimos los costados con dos tablas que se unían, por los extremos en punta.

De este modo obtuvimos una embarcación que, al menos en un mar tranquilo, navegaría excelentemente.

Fritz recordó que a bordo había un gato mecánico y fue a buscarlo. Luego, nos servimos de esta maquinaria para izar la nueva embarcación y botarla al agua.

Al ver flotar tan original barcaza los niños prorrumpieron en gritos de alegría.

—¡Este será nuestro barco preferido! —proclamó Ernesto con alborozo.

—¡Yo quiero entrar el primero! —pidió Francisco, el pequeñín.

Aunque aquella barca cabeceaba bastante y se ladeaba de un costado, comprendí que con un poco de lastre, la cosa se remediaría. Por consiguiente, metí dentro todos los objetos pesados que hallé, particularmente todo lo que podría hacer­nos falta si llegábamos a tierra.

Por fin vimos que nos faltaban remos, pero Ernesto encon­tró cuatro que habían quedado olvidados debajo de una vela plegada.

Cuando terminamos todos los trabajos ya era tarde para emprender la travesía, por lo que, con cierto desencanto por parte de nuestros hijos, nos dispusimos a cenar y acostarnos, esperando el día siguiente para iniciar una travesía que, aun­que corta, podía comprometer seriamente nuestras vidas.

Luego, antes de acostarnos, le aconsejé a mi esposa que se pusiese un traje masculino, para que las prendas no entorpe­ciesen tanto sus movimientos.

Por fin el sueño no tardó en apoderarse de nosotros.

La noche pasó sin ningún incidente desagradable.

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