Los saberes del docente y su desarrollo profesional - Maurice Tardif - E-Book

Los saberes del docente y su desarrollo profesional E-Book

Maurice Tardif

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Beschreibung

El libro aborda los problemas y cuestiones más actuales en torno a la profesión docente, tanto en lo que se refiere a la formación inicial como al posterior desarrollo profesional del profesorado. Analiza también las relaciones existentes entre los conocimientos universitarios, los saberes individuales y los saberes experienciales de los profesores, así como los nuevos modelos de formación docente y sus límites, las relaciones entre la carrera profesional y el aprendizaje práctico del trabajo docente, etc. La obra presenta a los lectores una síntesis de los trabajos más importantes del autor sobre el tema de los saberes docentes y la influencia de éstos en su formación.

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Los saberes del docente y su desarrollo profesional

Maurice Tardif

NARCEA, S. A. DE EDICIONES MADRID

Índice

Introducción

Dos peligros: “mentalismo” y “sociologismo”.Saber y trabajo.Diversidad del saber.Temporalidad del saber.La experiencia del trabajo en cuanto fundamento del saber.Saberes humanos respecto a seres humanos.Saberes y formación de los docentes

I. EL SABER DE LOS DOCENTES EN SU TRABAJO

1. Los docentes ante el saber

Esbozo de una problemática del saber docente.El saber docente, un saber plural, estratégico y devaluado.El docente ante sus saberes: las certezas de la práctica y la importancia de la crítica de la experiencia.Conclusión: el saber docente y la condición de una nueva profesionalidad.

2. Saberes, tiempo y aprendizaje del trabajo en el magisterio

El tiempo en la construcción de los saberes.Fuentes preprofesionales del saber enseñar: una historia personal y social.La investigación de Raymond, Butt y Yamagishi (1993).Las investigaciones de Lessard y Tardif (1996 y 2000).La carrera y la construcción temporal de los saberes profesionales:fases iniciales de la carrera y experiencia de trabajo;maestros y profesores en situación precaria.Conclusión: saberes, identidad y trabajo en la línea del tiempo.Tiempo y saberes profesionales;tiempo e identidad profesional;características del saber experimental.

3. Trabajo docente, pedagogía y enseñanza

Interacciones humanas, tecnologías y dilemas.La pedagogía desde el punto de vista del trabajo de los docentes:el carácter incontrolable de la pedagogía;pedagogía y técnicas materiales;pedagogía y disciplina administrada;pedagogía, enseñanza y arte;pedagogía y racionalización del trabajo.La pedagogía y el proceso del trabajo docente:los fines del trabajo de los profesores.El objeto humano del trabajo docente.Consecuencias de las características del objeto de trabajo para la pedagogía.Técnicas y saberes en el trabajo docente:coerción, autoridad, persuasión.El docente como trabajador.La experiencia y la personalidad del trabajador.Dimensión ética del trabajo docente.Conclusión.

4. Elementos para una teoría de la práctica educativa

Tres concepciones de la práctica de la educación:la educación como arte, como técnica guiada por valoresy como interacción.Acciones y saberes en la práctica educativa.

5. El docente como “actor racional”

¿Qué racionalidad, qué saber, qué juicio?Juegos de poder y juegos de saber en la investigación.Concepciones del saber: la idea de las exigencias de racionalidad y su interés para la investigación.El saber docente: una razón práctica, social y volcada hacia el otro.Conclusión.

II. EL SABER DE LOS DOCENTES EN SU FORMACIÓN

6. Los docentes en cuanto sujetos de conocimiento

Resituar la subjetividad de los docentes en las investigaciones sobre la enseñanza.Repensar las relaciones entre la teoría y la práctica.Algunas consecuencias prácticas y políticas:la investigación universitaria;la formación del profesoradoconsecuencias políticas.

7. Los saberes profesionales de los docentes y los conocimientos universitarios

Profesionalización de la enseñanza: una coyuntura paradójica.Epistemología de la práctica profesional.Algunas características de los saberes profesionales:son temporales, plurales, heterogéneos, personalizados y situados. El objeto del trabajo docente son seres humanos.Formación del profesorado y saberes.

8. Ambigüedad del saber docente

La era de las reformas y sus objetivos más importantes en la década de 1990.Modelo actual de formación profesional del profesorado.Saber del profesorado en la reforma: diversidad y ambigüedad de los saberes profesionales.

Referencias bibliográficas

Introducción

¿QUÉ CONOCIMIENTOS sirven de base al oficio de profesor? En otras palabras, ¿cuáles son los conocimientos, el saber hacer, las competencias y las habilidades que movilizan a diario los maestros, en las aulas y en las escuelas, para realizar sus distintas tareas? ¿Cuál es la naturaleza de esos saberes? ¿Se trata, por ejemplo, de conocimientos científicos, de saberes “eruditos” y codificados, como los que encontramos en las disciplinas universitarias y en los currículos escolares? ¿Se trata de conocimientos técnicos, de saberes de acción, de habilidades de naturaleza artesanal, adquiridas a través de una larga experiencia de trabajo? ¿Todos esos saberes son de carácter estrictamente cognitivo o discursivo? ¿Se trata de conocimientos racionales, basados en argumentos, o se apoyan en creencias implícitas, en valores y, en último término, en la subjetividad de los maestros? ¿Cómo se adquieren esos saberes? ¿A través de la experiencia personal, de la formación recibida en un instituto, en una Escuela de Magisterio, en una Universidad, mediante el contacto con los maestros más experimentados o a través de otras fuentes? ¿Cuál es el papel y el peso de los saberes docentes en relación con los demás conocimientos que marcan la actividad educativa y el mundo escolar, es decir, cuál es su influencia sobre los conocimientos científicos y universitarios que sirven de base a las materias escolares, los conocimientos culturales, los conocimientos incorporados a los programas escolares, etc.? En la formación del profesorado, sea en la universidad o en otras instituciones, ¿cómo pueden tenerse en cuenta e integrarse los saberes de los maestros de profesión en la formación de sus futuros colegas?

Los ocho ensayos que componen este libro tratan de dar respuesta a estas cuestiones que no sólo han ocupado la investigación internacional sobre la enseñanza durante los últimos veinte años, sino que también han marcado profundamente la problemática de la profesionalización del oficio de educador en diversos países (Tardif, Lessard y Gauthier, 1998). Esos ensayos representan diferentes momentos y etapas de un itinerario de investigación y de reflexión que llevo recorriendo desde hace doce años con respecto a los saberes que sirven de fundamento al trabajo y a la formación de los maestros de las escuelas primarias y profesores de secundaria. Cada uno de ellos constituyó un esfuerzo de síntesis, no sólo de las investigaciones empíricas realizadas con profesorado profesional, sino también de cuestiones teóricas sobre la naturaleza de los saberes (conocimientos, saber hacer, competencias, habilidades, etc.) que movilizan y utilizan efectivamente en su trabajo diario, tanto en el aula como en la escuela.

A partir de 1980, la cuestión del saber hizo surgir decenas de miles de investigaciones en el mundo anglosajón y, más recientemente, en Europa. Ahora, esas investigaciones emplean teorías y métodos bastante variados y proponen las más diversas concepciones. En esta presentación, voy a explici-tar mi perspectiva teórica, a fin de ayudar a los lectores a situar mejor mi trabajo entre las investigaciones contemporáneas sobre la cuestión.

Para mí, la cuestión del saber de los profesores no puede separarse de las otras dimensiones de la enseñanza ni del estudio del trabajo realizado a diario por los docentes profesionales. En todos esos años, siempre situé la cuestión del saber profesional en el contexto más amplio del estudio de esta profesión, de su historia reciente y de su situación dentro de la escuela y de la sociedad (Tardif y Lessard, 2000). Por eso, me pareció absurdo hablar del “saber” (o del conocimiento, la pedagogía, la didáctica, la enseñanza, etc.), como hacen ciertos psicólogos e investigadores anglosajones del área de la educación, como si se tratase de una categoría autónoma y separada de las demás realidades sociales, organizativas y humanas en las que se encuentran inmersos los educadores.

En realidad, en el ámbito de los oficios y profesiones, no creo que pueda hablarse del saber sin relacionarlo con los condicionantes y con el contexto del trabajo: el saber es siempre el saber de alguien que trabaja en algo concreto con la intención de realizar un objetivo cualquiera. Además, el saber no es una cosa que fluctúe en el espacio: el saber de los maestros es el saber de ellos y está relacionado con sus personas y sus identidades, con su experiencia de la vida y su historia profesional, con sus relaciones con los alumnos en el aula y con los demás actores escolares del centro, etc. Por eso, es necesario estudiarlo relacionándolo con esos elementos constitutivos del trabajo docente.

DOS PELIGROS: “MENTALISMO” Y “SOCIOLOGISMO”

La forma de abordar el tema en este libro trata de escapar de dos peligros, que designo mediante los términos “mentalismo” y “sociologismo”; al mismo tiempo, procura establecer una articulación entre los aspectos sociales e individuales del saber de los profesores. Se asienta en la idea de que ese saber es social, aunque su existencia depende de los docentes (pero no sólo de ellos), en cuanto actores individuales comprometidos en una práctica.

El mentalismo consiste en reducir el saber, exclusiva o principalmente, a procesos mentales (representaciones, creencias, imágenes, procesamiento de informaciones, esquemas, etc.), cuyo soporte es la actividad cognitiva de los individuos. En términos filosóficos, el mentalismo es una forma de subjetivismo, pues tiende a reducir el conocimiento y hasta la misma realidad, en algunas de sus formas radicales, a representaciones mentales cuya sede es la actividad del pensamiento individual (poco importa que se enmarque en una perspectiva basada en el materialismo o en el reduccionismo biológico, determinado por la actividad cerebral). Desde el desmoronamiento del conductismo en Norteamérica y el consiguiente desarrollo de las ciencias cognitivas, el mentalismo, con sus innumerables variantes y ramificaciones (constructivismo, socioconstructivismo radical, teoría del procesamiento de la información, etc.), es la concepción de conocimiento que predomina en la educación, tanto en relación con la enseñanza como con el aprendizaje.

Mi posición, en lo que se refiere al mentalismo, es que el saber de los docentes es un saber social, por varios motivos: En primer lugar, ese saber es social porque es compartido por todo un grupo de agentes —los profesores— que poseen una formación común (aunque más o menos variable según los niveles, los ciclos y los grados de enseñanza), trabajan en una misma organización y están sujetos, a causa de la estructura colectiva de su trabajo cotidiano, a condicionamientos y recursos comparables, como los programas, las materias que enseñar, las reglas del centro, etc. Desde ese punto de vista, las representaciones o prácticas de un profesor concreto, por originales que sean, sólo adquieren sentido cuando se destacan en relación con esa situación colectiva de trabajo.

En segundo lugar, ese saber es social porque su posesión y utilización descansa sobre un sistema que garantiza su legitimidad y orienta su definición y utilización: universidad, administración escolar, sindicato, asociaciones profesionales, grupos científicos, instancia de certificación y aprobación de las competencias, Ministerio de Educación, etc. En suma, un docente nunca define solo y en sí mismo su propio saber profesional. Al contrario, ese saber se produce socialmente, es el resultado de una negociación entre diversos grupos. En ese sentido, lo que un “profesor debe enseñar” no constituye, por encima de todo, un problema cognitivo o epistemológico, sino una cuestión social, tal como muestra la historia de la profesión docente (Nóvoa, 1987; Lessard y Tardif, 1996). Por eso, en el ámbito de la organización del trabajo escolar, lo que un profesor sabe depende también de lo que no sabe, de lo que se supone que no sepa, de lo que los otros saben en su lugar y en su nombre, de los saberes que otros le oponen o le atribuyen... Esto significa que, en los oficios y profesiones, no existe conocimiento sin reconocimiento social.

En tercer lugar, ese saber también es social porque sus propios objetos son objetos sociales, es decir, prácticas sociales. A diferencia del operario de una industria, el maestro no trabaja sobre un “objeto”; él trabaja con sujetos y en función de un proyecto: transformar a los alumnos, educarlos e instruirlos. Enseñar es actuar con otros seres humanos; es saber actuar con otros seres humanos que saben que les enseño; es saber que enseño a otros seres humanos que saben que soy un profesor, etc. De ahí se deriva un juego sutil de conocimientos, reconocimientos y papeles recíprocos, modificados por las expectativas y las perspectivas negociadas. Por tanto, el saber no es una sustancia o un contenido cerrado en sí mismo; se manifiesta a través de unas relaciones complejas entre el docente y sus alumnos. Por consiguiente, es preciso inscribir en el mismo núcleo del saber de los educadores la relación con el otro y, principalmente, con ese otro colectivo representado por un grupo de alumnos.

En cuarto lugar, tal como muestran la historia de las disciplinas escolares, la de los programas escolares y la de las prácticas pedagógicas, lo que los profesores enseñan (los “saberes que han de enseñarse”) y su manera de enseñar (el “saber enseñar”) evolucionan con el tiempo y los cambios sociales. En el campo de la pedagogía, lo que antes era “verdadero”, “útil” y “bueno” hoy ya no lo es. Desde ese punto de vista, el saber de los maestros (tanto los “saberes que ha de enseñarse” como el “saber enseñar”) se asienta en aquello que Bourdieu llama lo arbitrario cultural: no se basa en ninguna ciencia, lógica o evidencia natural. En otras palabras, la pedagogía, la didáctica, el aprendizaje y la enseñanza son construcciones sociales cuyos contenidos, formas y modalidades dependen íntimamente de la historia de una sociedad, de su cultura legítima y de sus culturas (técnicas, humanistas, científicas, populares, etc.), de sus poderes y contrapoderes, de las jerarquías que predominan en la educación formal e informal, etc.

Finalmente, en quinto lugar, de acuerdo con una bibliografía (véase el capítulo 2) bastante abundante, ese saber es social por adquirirse en el contexto de una socialización profesional, en la que se incorpora, modifica, adapta en función de los momentos y las fases de una carrera, a lo largo de una historia profesional en la que el profesor aprende a enseñar haciendo su trabajo. En otras palabras, el saber de los docentes no es un conjunto de contenidos cognitivos definidos de una vez por todas, sino un proceso de construcción a lo largo de un recorrido profesional en la que el maestro aprende progresivamente a dominar su ambiente de trabajo, al mismo tiempo que se inserta en él y lo interioriza por medio de unas reglas de acción que se convierten en parte integrante de su “conciencia práctica”.

En suma, con independencia del sentido en el que consideremos la cuestión del saber de los docentes, no debemos olvidar su “naturaleza social”, si de verdad queremos representarlo sin desfigurarlo. Mientras tanto, al tratar de escapar del mentalismo, no debemos caer en el sociologismo.

El sociologismo tiende a eliminar totalmente la contribución de los actores en la construcción concreta del saber, tratándolo como una producción social en sí mismo y por sí mismo; producción independiente de los contextos de trabajo de los docentes y subordinada, antes que nada, a mecanismos y fuerzas sociales, casi siempre exteriores a la escuela, como las ideologías pedagógicas, las luchas profesionales, la imposición y la inculcación de la cultura dominante, la reproducción del orden simbólico, etc. En el sociologismo, el saber real de los autores concretos está siempre asociado con otra cosa que no es él mismo y eso determina su inteligibilidad para el investigador (que invoca las realidades sociales como explicación), al tiempo que priva a los actores de toda capacidad de conocimiento y de transformación de su propia situación y acción. Llevado al extremo, el sociologismo transforma a los actores sociales en marionetas. Con independencia de lo que sepan decir acerca de lo que hacen y dicen, su saber declarado no pasa de ser una prueba suplementaria de la opacidad ideológica en la que está inmersa su conciencia: las “luces” emanan necesariamente de otra parte, o sea, del conocimiento procedente de la investigación en ciencias sociales, conocimiento cuyos orgullosos distribuidores son los sociólogos y otros científicos sociales.

Ante el sociologismo, afirmo que es imposible comprender la naturaleza del saber de los educadores sin ponerlo en íntima relación con lo que son, hacen, piensan y dicen en los espacios cotidianos de trabajo. El saber de los maestros es profundamente social y, al mismo tiempo, es el saber de los actores individuales que lo poseen y lo incorporan a su práctica profesional para adaptarlo a ella y para transformarlo. Para evitar equívocos, recordemos que “social” no quiere decir “supraindividual”; quiere decir relación e interacción entre ego y alter, relación entre yo y los demás que repercuten en mí, relación con los otros en relación conmigo y también, relación de mí conmigo mismo, cuando esa relación es presencia del otro en mí mismo. Por tanto, el saber del profesorado no es el “foro íntimo” poblado de representaciones mentales, sino un saber siempre ligado a una situación de trabajo con otros (alumnos, colegas, padres, etc.), un saber anclado en una tarea compleja (enseñar), situado en un espacio de trabajo (aula, escuela), enraizado en una institución y en una sociedad.

Esas constataciones se apoyan prácticamente en los estudios llevados a cabo sobre esta cuestión en los últimos años y que se citan en las páginas de este libro. De hecho, indican que el saber de los docentes depende, por un lado, de las condiciones concretas en las que se realiza su trabajo y, por otro, de la personalidad y de su experiencia profesional. En esa perspectiva, el saber de los maestros parece estar basado en las constantes transacciones entre lo que son (incluyendo las emociones, la cognición, las expectativas, su historia personal, etc.) y lo que hacen. El ser y el hacer o, mejor, lo que yo soy y lo que yo hago al enseñar no deben verse como dos polos separados, sino como resultados dinámicos de las propias transacciones insertas en el proceso del trabajo escolar.

Los saberes de un profesor son una realidad social materializada a través de formación, programas, prácticas colectivas, disciplinas escolares, pedagogía institucionalizada, etc., y son también, al mismo tiempo, los saberes de él. ¿Cómo se puede pensar, entonces, esa articulación entre “lo que sabe un actor en actividad” y el hecho de que su propio saber individual sea, al mismo tiempo, componente de un gigantesco proceso social de escolarización que afecta a millones de individuos y envuelve a millares de trabajadores que realizan una tarea más o menos semejante a la suya?

Por tanto, mi perspectiva procura situar el saber del profesor en la interfaz entre lo individual y lo social, entre el actor y el sistema, a fin de captar su naturaleza social e individual como un todo. Se basa en cierto número de hilos conductores.

SABER Y TRABAJO

Un primer hilo conductor es que el saber de los docentes debe comprenderse en íntima relación con su trabajo en la escuela y en el aula. En otras palabras, aunque los profesores utilicen diferentes saberes, esa utilización se da en función de su trabajo y de las situaciones, condicionamientos y recursos ligados a esa responsabilidad. En suma, el saber está al servicio del trabajo. Esto significa que las relaciones de los docentes con los saberes no son nunca unas relaciones estrictamente cognitivas; son relaciones mediadas por el trabajo que les proporciona unos principios para afrontar y solucionar situaciones cotidianas.

Esa idea tiene dos funciones conceptuales: en primer lugar, tiende a relacionar orgánicamente el saber con la persona del trabajador y con su trabajo, lo que él es y hace, pero también lo que fue e hizo, a fin de evitar desviaciones hacia concepciones que no tengan en cuenta su incorporación a un proceso de trabajo, subrayado la socialización en la profesión docente y en el dominio contextualizado de la actividad de enseñar. En segundo lugar, indica que el saber del educador lleva consigo las marcas de su trabajo, que no sólo se utiliza como medio de trabajo, sino que se produce y modela en y por el trabajo. Se trata, por tanto, de un trabajo multidimensional que incorpora elementos relativos a la identidad personal y profesional del docente, a su situación socioprofesional, a su trabajo diario en la escuela y en el aula. Esa idea debe asociarse con la tesis de Delbos y Jorion (1990) sobre los salineros. Según estos autores, el saber del trabajo no es un saber sobre el trabajo, sino realmente del trabajo, con el que forma cuerpo de acuerdo con múltiples formas de simbolización y de operativización de los gestos y las palabras necesarias para la realización concreta del trabajo. Establecer la distinción entre saber y trabajo es una operación analítica de investigador o de ingeniero del trabajo, pero, para gran número de oficios y profesiones, esta distinción no es tan clara ni tan fácil en el proceso dinámico del trabajo.

DIVERSIDAD DEL SABER

Un segundo hilo conductor del que me sirvo, es la idea de la diversidad o del pluralismo del saber docente. De hecho, como veremos en diversos capítulos, cuando preguntamos al profesorado sobre su saber, alude a los conocimientos y a un saber hacer personal, habla de los saberes curriculares, de los programas y de los libros didácticos, se apoya en conocimientos disciplinares relativos a las materias impartidas, se fía de su propia experiencia y señala ciertos elementos de su formación profesional. En suma, el saber del docente es plural, compuesto, heterogéneo, porque envuelve, en el propio ejercicio del trabajo, conocimientos y un saber hacer bastante diversos, provenientes de fuentes variadas y, probablemente, de naturaleza diferente.

En el primer capítulo de este libro, presento un intento de interpretación del problema de la diversidad, proponiendo un modelo de análisis basado en el origen social de los saberes de los docentes. Ese modelo, formulado en 1991, me parece que sigue siendo válido. En mi opinión, puede ser más pertinente que las variadas tipologías propuestas por distintos autores para representar la diversidad de los conocimientos de los maestros (Bourdoncle, 1994; Doyle, 1977; Gage, 1978; Gauthier y cois., 1997; Martin, 1993; Paquay, 1994; Raymond, 1993; Shulman, 1986). Estos autores utilizan criterios cognitivos o teóricos, a partir de los cuales proponen diferentes clasificaciones de los saberes, pero los criterios cambian de una tipología a otra: se comparan principios epistemológicos, corrientes de investigación, modelos ideales... Por consiguiente, me parece más pertinente evitar el uso de tales criterios que, en el fondo, reflejan siempre los postulados epistemológicos de los autores, y proponer un modelo construido a partir de las categorías de los propios docentes y de los saberes que utilizan efectivamente en su práctica profesional cotidiana.

Ese hilo conductor relativo a la diversidad del saber de los profesores permite también señalar la naturaleza social de ese mismo saber. De hecho, como mostraremos en los capítulos 1 y 2, los distintos saberes y el saber hacer de los docentes distan mucho de ser producidos por ellos mismos o de originarse en su trabajo cotidiano. Al contrario, el saber contiene unos conocimientos y un saber hacer cuyo origen social es patente. Por ejemplo, algunos provienen de la familia del docente, de la escuela que lo formó y de su cultura personal; otros, de las Universidades o de las Escuelas de Magisterio; otros están ligados a la institución (programas, reglas, principios pedagógicos, objetivos, finalidades, etc.); otros, en fin, provienen de los compañeros, de los cursos de formación permanente, etc. En ese sentido, el saber profesional está, en cierto modo, en la confluencia de diversos saberes procedentes de la sociedad, de la institución escolar, de los otros actores educativos, de las Universidades, etc.

A consecuencia de ello, las relaciones que los docentes establecen con esos saberes generan, al mismo tiempo, unas relaciones sociales con los grupos, las organizaciones y los agentes que los producen. En lo tocante a la profesión docente, la relación cognitiva con el trabajo va acompañada por una relación social: los docentes no utilizan el “saber en sí”, sino saberes producidos por ése o aquel grupo, provenientes de ésta o aquella institución, incorporados al trabajo por medio de ése o aquel mecanismo social (formación, currículos, instrumentos de trabajo, etc.). Por eso, al hablar de los saberes de los profesores, es necesario tener en cuenta lo que nos dicen con respecto a sus relaciones sociales con esos grupos, instancias, organizaciones, etc. Los juicios cognitivos que expresan en relación con sus diferentes saberes son, al mismo tiempo, juicios sociales; consideran que su saber no puede separarse de su saber enseñar, definición que consideran distinta u opuesta a las otras concepciones del saber enseñar atribuidas a esos grupos.

TEMPORALIDAD DEL SABER

El saber del profesorado es plural y temporal, dado que, como ya dijimos, se adquiere en el contexto de una historia de vida y de una carrera profesional, (el capítulo 2 trata esta cuestión), que también tiene un impacto importante en la formación de los docentes, como veremos en los capítulos relacionados con este tema.

Decir que el saber de los maestros es temporal significa, en principio, que enseñar supone aprender a enseñar, o sea, aprender a dominar progresivamente los saberes necesarios para la realización del trabajo docente. Los innumerables trabajos dedicados al aprendizaje del oficio de docente ponen de manifiesto la importancia de las experiencias familiares y escolares anteriores a la formación inicial en la adquisición del saber enseñar. Incluso antes de enseñar, los futuros profesores viven en las aulas y en las escuelas durante unos dieciséis años (o sea, en torno a 15.000 horas). Esa inmersión es necesariamente formadora, pues lleva a los futuros docentes a adquirir creencias, representaciones y certezas sobre la práctica de su oficio, así como sobre lo que es ser alumno. En suma, incluso antes de comenzar oficialmente a enseñar, los docentes ya saben, de muchas maneras, qué es la enseñanza, por su historia escolar anterior. Además, muchas investigaciones muestran que ese saber heredado de la experiencia escolar anterior es muy fuerte, que persiste a través del tiempo y que la formación universitaria no consigue transformarlo ni, mucho menos, conmoverlo.

En consecuencia, la idea de temporalidad no se limita a la historia escolar o familiar de los docentes. También se aplica directamente a su carrera, comprendida como un proceso temporal marcado por la construcción del saber profesional. Por su parte, el tema de la carrera profesional incide sobre otros temas, como la socialización profesional, la consolidación de la experiencia de trabajo inicial, las fases de transformación, de continuidad y de ruptura que marcan la trayectoria profesional, los innumerables cambios (de clase, de escuela, de nivel de enseñanza, de barrio, etc.) que se producen también en su decurso, y por último, la cuestión de la identidad y la subjetividad de los docentes, que se convierten en lo que son de tanto hacer lo que hacen. Estos temas son los que examinaremos de distintas maneras en las páginas siguientes.

LA EXPERIENCIA DE TRABAJO EN CUANTO FUNDAMENTO DEL SABER

Si admitimos que el saber de los maestros no proviene de una única fuente sino de varias y de diferentes momentos de la historia vital y de la carrera profesional, esa misma diversidad suscita el problema de la unificación y de la recomposición de los saberes en y por el trabajo. ¿Cómo reúnen los docentes estos saberes? Si se produce su fusión, ¿cómo se lleva a cabo? ¿Se suscitan contradicciones, dilemas, tensiones, “conflictos cognitivos” entre esos saberes? Esa diversidad de saberes trae también a colación la cuestión de la jerarquización hecha por los docentes. Por ejemplo, ¿se sirven de todos esos saberes de la misma manera? ¿Privilegian ciertos saberes y consideran periféricos, secundarios o accesorios otros? ¿Valoran unos saberes y desprecian otros? ¿Qué principios rigen esas jerarquizaciones?

Los educadores con los que entré en contacto y a los que observé, no sitúan todos sus saberes en el mismo plano, sino que tienden a jerarquizarlos en función de su utilidad en la enseñanza. Cuanto menos utilizable en el trabajo es un saber, menos valor profesional parece tener. Según esa óptica, los saberes procedentes de la experiencia cotidiana de trabajo parecen constituir el fundamento de la práctica y de la competencia profesionales, pues esa experiencia es la condición para la adquisición y la producción de sus propios saberes. Enseñar es movilizar una amplia variedad de saberes, reutilizándolos para adaptarlos y transformarlos por y para el trabajo. Por tanto, la experiencia laboral es un espacio en el que el maestro aplica saberes, siendo ella misma saber del trabajo sobre saberes, en suma: reflexividad, recuperación, reproducción, reiteración de lo que se sabe en lo que se sabe hacer, a fin de producir su propia práctica profesional.

SABERES HUMANOS RESPECTO A SERES HUMANOS

Otro de mis hilos conductores es la idea del trabajo interactivo, o sea, un trabajo en el que el profesional se relaciona con su objeto de trabajo fundamentalmente a través de la interacción humana. De ahí procede una cuestión central que ha orientado mis investigaciones en los últimos años: ¿en qué y cómo repercute en el trabajador, en sus conocimientos, sus técnicas, su identidad, su vivencia profesional, el hecho de que trabajen seres humanos con seres humanos? Mi hipótesis es que el trabajo interactivo y, por consiguiente, los saberes movilizados por los profesionales en la interacción, no pueden pensarse a partir de los modelos dominantes del trabajo material, ya sean los que provienen de la tradición marxista o los procedentes de la economía liberal. De hecho, hasta ahora, el trabajo productor de bienes materiales fue el que sirvió de paradigma para el estudio del trabajo interactivo. La organización escolar se representó según el modelo de las organizaciones industriales (tratamiento de masas y en serie, división extrema del trabajo, especialización, etc.) y la enseñanza, como una forma de trabajo técnico, susceptible de racionalizarse por medio de enfoques técnico-industriales típicos, como el conductismo clásico, por ejemplo, pero también, en la actualidad, mediante las concepciones tecnológicas de la comunicación, que sirven de apoyo a las nuevas tecnologías de la información.

Con esa idea del trabajo interactivo, procuro comprender las características de la interacción humana, que marcan el saber de los actores que actúan juntos, como los maestros con sus alumnos en el aula. La cuestión del saber está relacionada, por tanto, con dos poderes y reglas movilizados por los actores sociales en la interacción concreta. Esta también está relacionada con interrogantes relativos a los valores, la ética y las tecnologías de la interacción. Esas ideas se abordan en diversas partes del libro y, de manera más específica, en el capítulo 6.

SABERES Y FORMACIÓN DE LOS DOCENTES

Finalmente, llegamos al último hilo conductor, derivado de los anteriores: la necesidad de revisar la formación de los docentes teniendo en cuenta los saberes del profesorado y las realidades específicas de su trabajo cotidiano. Esa es la idea de base de las reformas que se vienen realizando en la formación de los maestros en muchos países, durante los diez últimos años. Manifiesta la voluntad de encontrar, en los cursos de formación de los docentes, una nueva articulación y un nuevo equilibrio entre los conocimientos producidos por las universidades con respecto a la enseñanza y los saberes desarrollados por los docentes en sus prácticas cotidianas. Hasta ahora, la formación del profesorado estaba dominada, sobre todo, por los conocimientos disciplinares, producidos, por regla general, en una redoma de vidrio, sin conexión alguna con la acción profesional, debiendo aplicarse, a continuación, en concreto, por medio de prácticas u otras actividades de este género. Esa visión disciplinar y aplicacionista de la formación profesional ya no tiene sentido en nuestros días, no sólo en el campo de la enseñanza, sino también en los demás sectores profesionales. Defiendo, desarrollo e ilustro esta idea en los tres últimos capítulos. Procuro mostrar cómo el conocimiento del trabajo de los educadores y el hecho de tener en cuenta sus saberes cotidianos permite renovar nuestra concepción, no sólo con respecto a su formación, sino también a sus identidades, aportaciones y funciones profesionales.

Éstas son, en esencia, las principales ideas que orientan y alimentan los capítulos de este libro, que está dividido en dos partes. La primera contiene cinco capítulos que tratan de modo más específico el saber de los profesores, puesto en relación con su trabajo y con sus actividades profesionales; la segunda abarca tres capítulos que abordan mucho más las relaciones entre la formación profesional de los docentes y sus saberes.

En la primera parte, los capítulos 1 y 2 forman un todo y tratan el mismo problema con ocho años de intervalo. El capítulo 1 (“Los docentes ante el saber”) presenta, por primera vez, los elementos y etapas de un programa de investigación sociológica sobre los saberes de los profesores, en relación con su profesión y situación social. Propone una primera tipología de los saberes de los docentes, basada en su origen social y en sus modalidades de integración en la educación. Proporciona también elementos conceptuales para comprender mejor la posición socialmente devaluada del saber docente en relación con los otros conocimientos sociales, escolares y universitarios. Por último, destaca el papel primordial de la experiencia de trabajo cotidiana en la constitución del sentimiento de competencia de los docentes profesionales y en la adquisición del saber de experiencia, considerado por los propios docentes como la base del saber enseñar.

El capítulo 2 retoma los mismos temas situándolos en un contexto interpretativo más rico, que incorpora las dimensiones temporales del saber de los docentes, o sea, su inscripción en una historia de vida y su desarrollo a lo largo de la carrera profesional. El hecho de tener en cuenta esas dimensiones temporales permite dinamizar el saber experiencial, mostrando cómo se modela en el decurso de la historia personal, escolar y profesional de los docentes.

El capítulo 3 sitúa, de forma deliberada, la cuestión del saber en el campo de estudio del trabajo docente, de sus características y condicionantes objetivos. Parte de los grandes componentes clásicos del análisis del trabajo (su objeto, su objetivo, sus tecnologías, sus resultados, etc.) y muestra en qué sentido el trabajo de los educadores es profundamente diferente del trabajo con la materia inerte (trabajo industrial, tecnológico, etc.) y cómo esa diferencia permite repensar toda la cuestión del saber del profesional y de su identidad.

Los capítulos 4 y 5 llevan la discusión sobre el saber de los maestros a un plano mucho más teórico. El capítulo 4 representa una contribución de las teorías contemporáneas de la acción, pero también la historia de las concepciones de la actividad educativa. Históricamente, la actividad educativa se consideró durante mucho tiempo como un arte (tekné); en la época moderna, pasó a considerarse como una especie de técnica y de acción moral, al mismo tiempo; más recientemente, se convirtió en interacción. Cada una de estas concepciones atribuye al saber una cierta definición y un cierto estatus, cuyos fundamentos conceptuales hay que identificar, si queremos comprender la naturaleza del saber que sirve de base a la enseñanza.

El capítulo 5, finalmente, cierra esta primera parte del libro, presentando una reflexión al mismo tiempo epistemológica y crítica, sobre la misma idea del “saber de los docentes”. La gran cantidad de investigaciones sobre el saber del profesorado generó una serie de problemas teóricos y conceptuales respecto al sentido que hubiera que dar a esa idea, en virtud de los diversos significados que le atribuyeron investigadores de líneas teóricas diferentes. En consecuencia, este capítulo propone una línea conceptual para pensar y, sobre todo, delimitar mejor ese campo de investigación, al mismo tiempo que ofrece a los investigadores y alumnos que se interesan por la cuestión unas perspectivas metodológicas.

La segunda parte del libro es más práctica y está mucho más orientada a la discusión de los problemas concretos que suscita en la actualidad la formación de los docentes. En esencia, retoma los resultados de la parte anterior y muestra cómo pueden originar nuevas concepciones de la formación en el campo de la enseñanza y qué papeles podrían desempeñar en ella los docentes profesionales. Propone también una revaluación crítica de las relaciones entre los investigadores universitarios y los maestros, así como entre los conocimientos universitarios y los saberes docentes.

El capítulo 6 presenta una breve síntesis de las concepciones actuales relativas a la subjetividad y a su papel en la enseñanza. A partir de ella, propone diversas pistas de reflexión para repensar de otra manera las relaciones entre la teoría y la práctica en la formación de los profesores.

El capítulo 7 trata de uno de los nudos gordianos de todas las reformas realizadas en la formación de los docentes en los últimos veinte años: las relaciones entre los conocimientos producidos por los investigadores universitarios de las ciencias de la educación y los saberes movilizados por los profesionales de la enseñanza. Basándome en mis estudios recientes sobre el trabajo docente, este capítulo trata de sentar las bases de una verdadera epistemología de la práctica profesional de los educadores, al mismo tiempo que procura especificar las consecuencias de esa epistemología para las concepciones y prácticas de formación en el profesorado.

Finalmente, tomando siempre como hilo conductor la cuestión del saber, el capítulo 8 presenta un balance de las reformas realizadas en los diez últimos años en materia de formación del profesorado. Después de presentar, de manera sucinta, el modelo actual de formación profesional decantado por las reformas, analiza los obstáculos y dificultades ligados a esta reforma, relacionándolos con los problemas suscitados por nuestra comprensión actual del saber docente.

No podría concluir esta presentación sin manifestar mi más sincero agradecimiento a los miembros del grupo de investigación Centre de recherche interuniversitaire sur la formation et la profession enseignante-CRIFPE, que, desde hace diez años, tengo la honra y el placer de dirigir, en Canadá, y cuyos miembros —colegas y ayudantes— participaron en la elaboración o en la discusión de algunas partes de los capítulos de este libro. Quiero dar las gracias de forma más concreta a mis colegas y amigos: el profesor Claude Lessard, de la Université de Montréal; el profesor Clermont Gauthier, de la Université Laval, y la profesora Danielle Raymond, de la Université de Sherbrooke, por la ayuda constante que me proporcionaron en mis trabajos sobre la profesión docente. También quiero dar las gracias a las profesoras Menga Lüdke e Isabel Lélis, de la Pontificia Universidade Católica do Rio de Janeiro, por haberme animado a divulgar mis trabajos en Brasil. Por último, me gustaría expresar toda mi gratitud a la profesora Cecilia Borges, de la Universidade Federal de Pelotas, por su paciencia y comprensión, así como por el apoyo constante que me brindó durante los diferentes momentos en los que estuve en Brasil.

IEl saber de los docentes en su trabajo

1 Los docentes ante el saber

ESBOZO DE UNA PROBLEMÁTICA DEL SABER DOCENTE*

SI LLAMAMOS “SABERES SOCIALES” al conjunto de saberes de que dispone una sociedad y “educación” al conjunto de los procesos de formación y de aprendizaje elaborados socialmente y destinados a instruir a los miembros de la sociedad sobre la base de esos saberes, es evidente que los grupos de educadores, los cuerpos docentes que realizan efectivamente esos procesos educativos en el ámbito del sistema de formación en vigor, están llamados, de una u otra forma, a definir su práctica en relación con los saberes que poseen y transmiten. Aunque parece obvio, un profesor1 es, ante todo, una persona que sabe algo y cuya función consiste en transmitir ese saber a otros. Como trataremos de demostrar, esa banalidad se transforma en interrogación y en problema desde el momento en que es preciso especificar la naturaleza de las relaciones que los maestros de enseñanza básica y de enseñanza media establecen con los saberes, así como la naturaleza de los saberes de esos mismos docentes.

Los profesores saben algo con certeza, pero, ¿qué saben exactamente? ¿Qué saber es ése? ¿Son meros “transmisores” de saberes producidos por otros grupos? ¿Producen uno o más saberes, en el ámbito de su profesión? ¿Cuál es su papel en la definición y en la selección de los saberes transmitidos por la institución escolar? ¿Cuál es su función en la producción de los saberes pedagógicos? ¿Las llamadas “ciencias de la educación”, elaboradas por los investigadores y formadores universitarios, o los saberes y doctrinas pedagógicas, elaborados por los ideólogos de la educación, constituyen todo el saber de los profesores?

Estas preguntas, cuyas respuestas no son nada evidentes, parecen indicar la existencia de una relación problemática entre los profesores y los saberes. Es preciso resaltar que hay pocos estudios u obras consagrados a los saberes de los profesores. De hecho, se trata de un campo nuevo de investigación y, por eso, relativamente inexplorado incluso por las propias ciencias de la educación. Además, como veremos, esa idea nos deja confusos, pues se aplica indistintamente a los diversos saberes incorporados a la práctica docente. Considerando las cuestiones antes planteadas y el estado actual de la investigación en este campo, nuestro objetivo en este capítulo será presentar, en líneas generales, el esbozo de una problemática del saber docente. Así, sin pretender proporcionar respuestas completas y definitivas a cada una de estas preguntas, podremos, al menos, ofrecer elementos de respuesta e indicar perspectivas de investigación para futuros trabajos sobre la cuestión.

En las líneas que siguen, tras la introducción de algunas consideraciones generales sobre la situación del cuerpo docente en relación con los saberes, procuraremos identificar y definir los distintos saberes presentes en la práctica docente, así como las relaciones establecidas entre ellos y los profesores. Por tanto, trataremos de mostrar que:

El saber docente se compone, en realidad, de diversos saberes provenientes de diferentes fuentes.

Estos saberes son los saberes disciplinarios, curriculares, profesionales (incluyendo los de las ciencias de la educación y de la pedagogía) y experienciales. Abordaremos, por tanto, las relaciones que el cuerpo docente establece con los distintos saberes.

Aunque sus saberes ocupen una posición estratégica entre los saberes sociales,

el cuerpo docente está devaluado en relación con los saberes que posee y transmite.

Trataremos de comprender este fenómeno utilizando diversos elementos explicativos.

Por último, basándonos en el material de nuestras investigaciones, dedicaremos la última parte de este capítulo a la

discusión sobre el estatus particular que los profesores confieren a los saberes experienciales,

ya que, como veremos, constituyen para ellos los fundamentos de la práctica y de la competencia profesional.

EL SABER DOCENTE UN SABER PLURAL, ESTRATÉGICO Y DEVALUADO

Comencemos por un dato indiscutible: en cuanto grupo social y en virtud de las mismas funciones que ejercen, los docentes ocupan una posición estratégica en el seno de unas relaciones complejas que unen a las sociedades contemporáneas con los saberes que producen y movilizan con diversos fines. En el ámbito de la modernidad occidental, el extraordinario desarrollo cuantitativo y cualitativo de los saberes habría sido y sería aún inconcebible sin un desarrollo concomitante de los recursos educativos y, en especial, de los cuerpos docentes y de formadores capaces de asumir, dentro de los sistemas educativos, los procesos de aprendizaje individuales y colectivos que constituyen la base de la cultura intelectual y científica moderna. En las sociedades contemporáneas, la investigación científica y erudita, en cuanto sistema social-mente organizado de producción de conocimientos, está interrelacionada con el sistema de formación y de educación en vigor. Esa interrelación se expresa concretamente por la existencia de instituciones que, como las Universidades, asumen tradicional y conjuntamente las misiones de investigación, enseñanza, producción de conocimientos y formación basada en esos conocimientos. Se expresa, de forma más amplia, mediante la existencia de una red de instituciones y de prácticas sociales y educativas destinadas a asegurar el acceso sistemático y continuo a los saberes sociales disponibles. La existencia de esa red muestra muy bien que los sistemas sociales de formación y de educación, comenzando por la escuela, están enraizados en una necesidad de carácter estructural, inherente al modelo de cultura de la modernidad. Los procesos de producción de los saberes sociales y los procesos sociales de formación pueden considerarse, por tanto, como dos fenómenos complementarios en el ámbito de la cultura moderna y contemporánea.

Hoy día parece que la producción de nuevos conocimientos tiende a imponerse como un fin en sí misma y un imperativo social indiscutible dando la sensación de que las actividades de formación y de educación pasan a segundo plano. En efecto, el valor social, cultural y epistemológico de los saberes reside en su capacidad de renovación constante y la formación basada en los saberes establecidos no pasa de una introducción a las tareas cognitivas consideradas esenciales y asumidas por la comunidad científica en ejercicio. Los procesos de adquisición y aprendizaje de los saberes quedan, por tanto, subordinados material e ideológicamente a las actividades de producción de nuevos conocimientos. Esa lógica de producción parece regir también los saberes técnicos, bastante orientados, en la actualidad, hacia la investigación y la producción de instrumentos y procedimientos nuevos. Desde esa perspectiva, los saberes son, en cierto modo, comparables a “conjuntos” de informaciones técnicamente disponibles, renovados y producidos por la comunidad científica y susceptibles de movilización en las diferentes prácticas sociales, económicas, técnicas, culturales, etc.

Por eso mismo, lo que podría llamarse dimensión formadora de los saberes, dimensión que tradicionalmente los asemejaba a una Cultura (Paideia, Bildung, Lumiéres) y cuya adquisición implicaba una transformación positiva de las formas de pensar, de actuar y de ser, se expulsa fuera del círculo relativamente limitado de los problemas y cuestiones científicamente pertinentes y técnicamente solucionables. Los educadores y los investigadores, el cuerpo docente y la comunidad científica se convierten en dos grupos cada vez más diferentes, destinados a tareas especializadas de transmisión y de producción de los saberes, sin ninguna relación entre sí. Ese fenómeno es exactamente el que parece caracterizar la evolución actual de las instituciones universitarias, que avanzan en dirección a una creciente separación de las misiones de investigación y de enseñanza. En los otros niveles del sistema escolar, esa separación se concretó hace ya mucho tiempo, desde que el saber del profesorado parece residir únicamente en la competencia técnica y pedagógica para transmitir saberes elaborados por otros grupos.

En oposición a esa visión fabril de los saberes, que sólo hace hincapié en la dimensión de producción, y para poner de manifiesto la posición estratégica del saber docente en medio de los saberes sociales, es necesario decir que todo saber, incluso el “nuevo”, se inserta en una duración temporal que remite a la historia de su formación y de su adquisición. Todo saber implica un proceso de aprendizaje y de formación, y, cuanto más desarrollado, formalizado y sistematizado esté, como ocurre con las ciencias y los saberes contemporáneos, más largo y complejo se vuelve el proceso de aprendizaje que, a su vez, exige una formalización y una sistematización adecuadas. De hecho, en las sociedades actuales, en cuanto llegan a cierto grado de desarrollo y de sistematización, los saberes suelen integrarse en procesos de formación institucionalizados, coordinados por agentes educativos. Por otra parte, a pesar de ocupar hoy una posición destacada en el escenario social y económico, así como en los medios de comunicación, la producción de nuevos conocimientos es sólo una de las dimensiones de los saberes y de la actividad científica o de investigación. Esta presupone, siempre y lógicamente, un proceso de formación basado en los conocimientos actuales: lo nuevo surge y puede surgir de lo antiguo porque lo antiguo se reactualiza constantemente por medio de los procesos de aprendizaje.

Las formaciones basadas en los saberes y la producción de saberes constituyen, por consiguiente, dos polos complementarios e inseparables. En este sentido, y limitando incluso su relación con los saberes a una función improductiva de transmisión de conocimientos, se puede admitir si no de hecho, al menos en principio, que el cuerpo docente tiene una función social tan importante estratégicamente como la de la comunidad científica y la de los grupos productores de saberes.

Saberes docentes

Entretanto, la relación de los docentes con los saberes no se reduce a una función de transmisión de los conocimientos. Su práctica integra distintos saberes, con los que el cuerpo docente mantiene diferentes relaciones. Se puede definir el saber docente como un saber plural, formado por una amalgama, más o menos coherente, de saberes procedentes de la formación profesional y disciplinarios, curriculares y experienciales. Describámoslos sucintamente para, a continuación, abordar las relaciones que los profesores establecen con esos saberes.

Saberes de la formación profesional (de las ciencias de la educación y de la ideología pedagógica)

Podemos llamar saberes profesionales al conjunto de saberes transmitidos por las instituciones de formación del profesorado (Escuelas de Magisterio o Facultades de Ciencias de la Educación). El profesor y la enseñanza constituyen objetos de saber para las ciencias humanas y para las ciencias de la educación. Esas ciencias o al menos algunas de ellas no se limitan a producir conocimientos, sino que procuran también incorporarlos a la práctica del profesor. En esa perspectiva, esos conocimientos se transforman en saberes destinados a la formación científica o erudita de los profesores y, en caso de que sean incorporados a la práctica docente, ésta puede transformarse en práctica científica, por ejemplo en tecnología del aprendizaje. En el plano institucional, la articulación entre esas ciencias y la práctica de la enseñanza se establece, en concreto, mediante la formación inicial o continua del profesorado. En efecto, en el decurso de su formación, los profesores entran en contacto con las ciencias de la educación. Es bastante raro ver a los teóricos e investigadores de las ciencias de la educación actuar directamente en el medio escolar, en contacto con los profesores. Veremos más adelante que la relación entre estos dos grupos obedece, de forma global, a una lógica de la división del trabajo entre productores de saber y ejecutores o técnicos.

Pero la práctica docente no es sólo un objeto de saber de las ciencias de la educación, sino que es también una actividad que moviliza diversos saberes que pueden llamarse pedagógicos. Los saberes pedagógicos se presentan como doctrinas o concepciones provenientes de reflexiones sobre la práctica educativa, en el sentido amplio del término, reflexiones racionales y normativas que conducen a sistemas más o menos coherentes de representación y de orientación de la actividad educativa. Es el caso, por ejemplo, de las doctrinas pedagógicas centradas en la ideología de la “escuela nueva”. Esas doctrinas (o mejor, las dominantes) se incorporan a la formación profesional de los maestros proporcionando a la profesión, por una parte, un armazón ideológico y, por otra, algunas técnicas y formas de saber hacer. Los saberes pedagógicos se articulan con las ciencias de la educación (con frecuencia resulta incluso bastante difícil distinguirlos), en la medida en que tratan de integrar, de modo cada vez más sistemático, los resultados de la investigación en las concepciones que proponen, a fin de legitimarlas “científicamente”. Por ejemplo, la llamada pedagogía “activa” se apoyó en la psicología del aprendizaje y del desarrollo para justificar sus afirmaciones normativas.

Saberes disciplinarios

Además de los saberes producidos por las ciencias de la educación y de los saberes pedagógicos, la práctica docente incorpora también unos saberes sociales definidos y seleccionados por la institución universitaria. Estos saberes se integran igualmente en la práctica docente a través de la formación (inicial y continua) de los maestros de las distintas disciplinas ofrecidas por la Universidad. Podemos llamarlos “saberes disciplinarios”. Son los saberes de que dispone nuestra sociedad que corresponden a los diversos campos del conocimiento, en forma de disciplinas, dentro de las distintas facultades y cursos. Los saberes disciplinarios (por ejemplo, matemáticas, historia, literatura, etc.) se transmiten en los cursos y departamentos universitarios, independientemente de las Facultades de Educación y de los cursos de formación del profesorado. Los saberes de las disciplinas surgen de la tradición cultural y de los grupos sociales productores de saberes.

Saberes curriculares

A lo largo de sus estudios, los educadores deben apropiarse también de unos saberes que podemos llamar “curriculares” que se corresponden con los discursos, objetivos, contenidos y métodos a partir de los cuales la institución escolar categoriza y presenta los saberes sociales que ella misma define y selecciona como modelos de la cultura erudita y de formación para esa cultura. Se presentan en forma de programas escolares (objetivos, contenidos, métodos) que los profesores deben aprender a aplicar.

Saberes experienciales

Finalmente, los mismos maestros, en el ejercicio de sus funciones y en la práctica de su profesión, desarrollan saberes específicos, basados en su trabajo cotidiano y en el conocimiento de su medio. Esos saberes brotan de la experiencia, que se encarga de validarlos. Se incorporan a la experiencia individual y colectiva en forma de hábitos y de habilidades, de saber hacer y de saber ser. Podemos llamarlos “saberes experienciales o prácticos”. Dedicaremos la segunda parte de este capítulo a esos saberes y a las relaciones que mantienen con otros.

Hasta ahora hemos tratado de mostrar que los saberes son elementos constitutivos de la práctica docente. Esa dimensión de la profesión docente le confiere el estatus de práctica erudita que se articula, al mismo tiempo, con diferentes saberes: saberes sociales, transformados en saberes escolares a través de los saberes disciplinarios y saberes curriculares, procedentes de las ciencias de la educación, saberes pedagógicos y saberes experienciales. En suma, el profesor ideal es el que conoce su materia, su disciplina y su programa, además de poseer ciertos conocimientos relativos a las ciencias de la educación y a la pedagogía y que desarrolla un saber práctico, basado en su experiencia cotidiana con los alumnos.

Esas múltiples articulaciones entre la práctica docente y los saberes hacen de los maestros un grupo social y profesional cuya existencia depende, en gran parte, de su capacidad de dominar, integrar y movilizar tales saberes en cuanto condiciones para su práctica. En consecuencia, habría que esperar, por lo menos en la óptica tradicional de la sociología de las profesiones, que los educadores como grupo social y categoría profesional, procurasen imponerse como una de las instancias de definición y control de los saberes efectivamente integrados en su práctica. En esa misma perspectiva, también habría que esperar que se produjese un cierto reconocimiento social positivo del papel desempeñado por ellos en el proceso de formación-producción de los saberes sociales. Si admitimos, por ejemplo, que el profesorado ocupa, en el campo de los saberes, un espacio estratégicamente tan importante como el de la comunidad científica, ¿no deberían, entonces, gozar de un prestigio análogo? Sin embargo, eso no ocurre.

Relaciones de los docentes con sus propios saberes

En general, podemos decir que el profesorado ocupa una posición estratégica, aunque socialmente devaluada, entre los diferentes grupos que actúan, de una u otra manera, en el campo de los saberes. De hecho, los saberes de la formación profesional, los disciplinarios y los curriculares de los maestros parecen siempre más o menos de segunda mano. Se incorporan, en efecto, a la práctica docente sin que sean producidos o legitimados por ella. La relación que los profesores mantienen con los saberes es la de “transmisores”, “portadores” u “objetos” de saber, pero no de productores que pudieran imponer como instancia de legitimación social de su función y como espacio de verdad de su práctica. En otras palabras, la función docente se define en relación con los saberes, pero parece incapaz de definir un saber producido o controlado por quienes la ejercen.

Los saberes de las disciplinas y los saberes curriculares que poseen y transmiten los profesores poseen y transmiten no son el saber de los docentes ni el saber docente. De hecho, el cuerpo docente no es responsable de la definición ni de la selección de los saberes que transmiten la escuela y la Universidad. No controla directamente y ni siquiera indirectamente el proceso de definición y selección de los saberes sociales que se transforman en saberes escolares (disciplinarios y curriculares), mediante las categorías, programas, materias y disciplinas que la institución escolar administra e impone como modelo de la cultura erudita. En ese sentido, los saberes disciplinarios y curriculares que transmiten los maestros se sitúan en una posición de exterioridad en relación con la práctica docente: aparecen como resultados que se encuentran considerablemente determinados en su forma y contenido, productos procedentes de la tradición cultural y de los grupos productores de saberes sociales e incorporados a la práctica docente a través de las disciplinas, programas escolares, materias y contenidos que transmitir. En esa perspectiva, el profesorado podría compararse con técnicos y ejecutivos destinados a la tarea de la transmisión de saberes. Su saber específico estaría relacionado con los procedimientos pedagógicos de transmisión de los saberes escolares. En resumen, sería un saber de la pedagogía o pedagógico.

Pero, ¿es eso lo que ocurre en realidad? Los saberes relativos a la formación profesional del profesorado (ciencias de la educación e ideologías pedagógicas) dependen, a su vez, de la Universidad y de su cuerpo de formadores, así como del Estado y de su cuerpo de agentes de decisión y de ejecución. Además de no controlar la definición ni la selección de los saberes curriculares y disciplinarios, los maestros y profesores tampoco controlan la definición ni la selección de los saberes pedagógicos transmitidos por las instituciones de formación (Universidades y Escuelas de Magisterio). Una vez más, la relación que establecen los profesores con los saberes de la formación profesional se manifiesta como una relación exterior: las Universidades y los formadores universitarios asumen las tareas de producción y legitimación de los saberes científicos y pedagógicos, mientras a los docentes les compete apropiarse de esos saberes en el curso de su formación, como normas y elementos de su competencia profesional, competencia sancionada por la Universidad y por el Estado. Los saberes científicos y pedagógicos integrados en la formación del educador preceden y dominan la práctica de la profesión, pero no provienen de ella. Más adelante veremos que entre los profesores esa relación de exterioridad se manifiesta a través de una nítida tendencia a devaluar su propia formación profesional, asociándola a la “pedagogía y a las teorías abstractas de los formadores universitarios”.

En suma, podemos decir que las diferentes articulaciones antes señaladas entre la práctica docente y los saberes constituyen mediaciones y mecanismos que someten esa práctica a temas que aquélla no produce ni controla. Llevando esto al extremo, podríamos hablar aquí de una relación de alienación entre los docentes y los saberes. De hecho, si las relaciones de los maestros con los saberes parecen problemáticas, como decíamos antes, ¿no será porque esas mismas relaciones implican siempre, en el fondo, una cierta distancia —social, institucional, epistemológica— que los separa y los enajena de esos saberes producidos, controlados y legitimados por otros?

Algunos elementos explicativos

Saber socialmente estratégico y, al mismo tiempo, devaluado, práctica erudita y, al mismo tiempo, aparentemente desprovista de un saber específico basado en la actividad de los profesores: la relación de los docentes con los saberes parece, como mínimo, ambigua. ¿Cómo explicar esta situación? Hay que considerar la conjugación de efectos derivados de fenómenos de diversa naturaleza.

1. En una perspectiva más amplia y de carácter histórico, podemos citar inicialmente, como hicimos antes, la división del trabajo que, en apariencia, es inherente al modelo erudito de la cultura de la modernidad. En las sociedades occidentales premodernas, la comunidad intelectual asumía, en general, las tareas de formación y de conocimiento en el ámbito de unas instituciones elitistas. Así era en las Universidades medievales. Por otra parte, los saberes técnicos y el saber hacer, necesarios para la renovación de las diferentes funciones ligadas al trabajo, se integraban en la práctica de los diversos grupos sociales que asumían esas mismas funciones y se cuidaban, en consecuencia, de la formación de sus miembros. Eso era lo que ocurría en las antiguas corporaciones de artesanos y obreros.

Con la modernización de las sociedades occidentales, ese modelo de cultura que integraba la producción y la formación de saberes, a través de grupos sociales específicos, se va eliminando progresivamente, en beneficio de una división social e intelectual de las funciones de investigación, asumidas a partir de entonces por la comunidad científica o por cuerpos de especialistas, y de las funciones de formación, asumidas por un cuerpo docente distanciado de las instancias de producción de los saberes. Los saberes técnicos y el saber hacer se van sistematizando progresivamente en cuerpos de conocimientos abstractos, separados de los grupos sociales, que se convierten en ejecutores atomizados en el universo del trabajo capitalista, que monopolizarán grupos de especialistas y de profesionales, y se integrarán en los sistemas públicos de formación. En el siglo XX, las ciencias y las técnicas, en cuanto núcleo fundamental de la cultura erudita contemporánea, se transformaron de forma considerable en fuerzas productivas e integradas de la economía. La comunidad científica se divide en grupos y subgrupos dedicados a tareas especializadas de producción restringida de conocimientos. La formación ya no es de su competencia; pasó a ser de la incumbencia de cuerpos profesionales improductivos desde el punto de vista cognitivo, y destinados a las tareas técnico-pedagógicas de formación.

2. Una vez más, en una perspectiva más amplia y de carácter cultural, podemos citar también la transformación moderna de la relación entre saber y formación, conocimiento y educación. En la larga tradición intelectual occidental o, mejor, según esa tradición, los saberes fundamentados en exigencias de racionalidad poseían una dimensión formadora derivada de su naturaleza intrínseca. La apropiación y la posesión del saber garantizan su virtud pedagógica y su “enseñabilidad”. Eso ocurría, por ejemplo, con los saberes filosóficos tradicionales y con la doctrina cristiana (que representaban, como se sabe, los saberes científicos de su época). Las filosofías y la doctrina cristiana equivalían a saberes maestros, cuyo conocimiento garantizaba el valor pedagógico y la legitimidad de su enseñanza y de sus métodos como un todo.