Los sapos - Ezequiel Britos - E-Book

Los sapos E-Book

Ezequiel Britos

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Beschreibung

"Un barrio donde se explotan sapos por placer es un lugar que esconde demasiados secretos. En ese recorte de tierra en Córdoba, empieza la historia de este protagonista sin nombre. Un niño que toma clases de fútbol con un amigo fiel y un profesor que lo invita a mirar televisión a su casa. Porque ¿qué puede haber de malo en que un adulto y un niño pasen tiempo juntos sin contarle a nadie? ¿Qué puede tener de perjudicial lo que no se dice?   Los sapos es una novela contada en dos carriles muy definidos: el presente y el pasado. Ese niño del pasado se convierte en ese adulto del futuro, uno muy escindido de sus emociones, uno que debe jugar al Age of Empires hasta que los ojos se le pongan ásperos. Una fractura demasiado atroz puede hacer que ese niño no crezca nunca más. Ezequiel Britos escribe como si estuviera ahí, todo el tiempo, mirando todo con una alucinación que lo espanta. Escribe con la precisión de alguien que quiere revelar algo demasiado valioso. Su novela es su tesoro" (Camila Fabbri).

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Los sapos

Ezequiel Britos

NARRATIVAS

Britos, Ezequiel

Los sapos / Ezequiel Britos. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-73-1

1. Literatura Contemporánea. 2. Narrativa. I. Título.

CDD A863

© 2022, Ezequiel Britos

Primera edición, diciembre 2022

Ilustración de cubierta Anabella Cartolano

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Marcela Codda

Conversión a formato digital Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A Nancy y Elvio.

«A algunas cosas hay que nombrarlas porque si no, no existen; a otras hay que callarlas para que no sean.»

 

FEDERICO FALCO

1

El sol cae atrás del cementerio y salpica a un grupo de nubes, dándoles una tonalidad rojiza, anaranjada. Las nubes se cortan en largas líneas paralelas, altísimas, lejanas. Según mi primo Marcelo, fanático de las leyendas urbanas, eso significa que algún niño murió en la ciudad.

Carlos le pega una patada al arranque de la moto y se le viene encima. Yo, bajito, los ojos medio chinos por el reflejo del sol en el tanque de la moto, lo miro. Mis compañeros de fútbol pasan para el otro lado y Carlos los saluda mientras se pone su casco negro. Mañana a las cinco en la cancha, les grita, y los chicos le devuelven el saludo.

Me apura. Le pregunto adónde me lleva, mientras me abrazo a mí mismo por el frío, con las dos manos adentro de la remera y las mangas colgando. A tu casa, zonzo, me dice y sonríe.

Carlos me ofrece la mano pero le digo que puedo subirme solo. Me da un poco de asco darle la mano porque tiene unas ronchas grandes que le salen de los brazos y me da miedo que me las contagie. Entonces, apoyo la mano en el asiento y pongo el pie en la patita pero está floja. Del otro lado mejor, Marquitos, me dice.

Doy la vuelta, apoyó el pie y a esta la siento más firme. Hago fuerza para pasar la pierna del otro lado pero no llego. Por un momento quedo flotando en el aire y parece que me caigo, pero Carlos me agarra del brazo y me acomoda.

Arrancamos despacio y me abrazo a su cuerpo con una mano, la otra agarrada a la parrilla. Así veo que andan los chicos más grandes del barrio: Marcelito dice que abrazar al conductor con las dos manos es de puto.

Carlos acelera y el cuerpo me tira para atrás. Suelto rápido la parrilla y me sujeto definitivamente a su cuerpo. Siento el roce de sus manos sobre las mías, los pelos largos, negros, grises y blancos tocándome, las venas marcadas y las bolitas que tiene en los brazos, la cara y la cabeza. Ahora que lo veo de tan cerca, también le salen de la nuca y se pierden debajo de la remera.

Pasamos por las calles de tierra del barrio, las que conectan el campito donde entrenamos en el club y la avenida que me lleva a casa. Detrás quedan la cancha y los chicos que caminan en la dirección contraria hacia sus casas. Miro hacia atrás por última vez.

Las ruedas se agarran a la tierra suelta y la moto hace unos ruidos raros, sonidos parecidos a chatarra compactándose en una máquina grande, como cuando pasa el camión de la basura. También me hace acordar al ruido que hacía la motito del papi. Tiempo atrás, el pa cambió la suya por el auto usado que tenemos ahora. “Cambiar el usado por otro usado, el ascenso social en la villa”, dice el papi. Una foto en el centro de la cómoda del living recuerda a “la panchita”, una Honda 110 de plásticos rojos y blancos gastados.

En la foto mi papá está parado con lentes de sol al lado de la panchita. No sé si la foto se arruinó con el paso del tiempo o si el tiempo antes era así, distinto, más naranja, más blanco, más brillante. El patio de la casa es diferente. No están las plantas de la mami al costado de la pared y el piso del frente es de tierra. Adelante no están las rejas negras donde me cuelgo a la hora de la siesta para ver los partiditos que se arman en la bajada de casa.

 

 

Avanzamos por la 31 de Mayo dos cuadras y doblamos por Manuel de Oliden, la de mi casa. Cruzamos al Tavi, el enfermito de la esquina, un chico que vive al lado de casa pero que se pasa los días suelto en la esquina esperando no sé qué.

Cada vez que pasa un colectivo se excita como un perro y primero se inclina hacia abajo y luego sube dando un salto, como si fuera un ejercicio de gimnasia. La baba le cuelga de la boca, mira al colectivo mientras este baja hacia el fondo del barrio y se pierde. Cuando el bondi se aleja de su vista, sigue mirando hacia el mismo lugar, como si se quedara imaginando la trayectoria, guiado por los ruidos que se van alejando. Después vuelve la mirada al piso y se queda en cuclillas como un sapo, dando pequeños saltitos sobre sí mismo. Se hace de noche y la madre, la doña Cerda, le pega un par de gritos para que vuelva. ¡Tavi, Tavi! ¡A comer! Creo que Tavi sabe que de noche los bondis no bajan al barrio, así que se vuelve a la casa sin rezongar.

 

 

Acá hay olor a muerto. La mami dice que el olor llega de una planta de aceite que está cruzando la Circunvalación, la ruta que separa a la villa del campo. El tío dice que viene de la laguna, la misma en la que los chicos de fútbol se van a tirar después de entrenar, cuando el sol pega fuerte en verano en esas pequeñas lagunitas que se van formando al costado del río.

Marcelito dice que el olor viene del San Vicente, el cementerio que está a la vuelta de casa. Una noche, rodeando una pequeña fogata que hicimos con unas ramas y un papel de diario viejo, nos contó que de noche cremaban gente muerta en los hornos del cementerio. Al atardecer, el humo de las chimeneas se asoma detrás de las pequeñas casas del barrio y cae sobre la villa como una maldición. La niebla de las mañanas y el olor a muerte, espíritus de difuntos que parece que se pasearan por los pasillos del barrio contaminando todo con su olor.

Trepados a los muros del cementerio, con Marcelo nos quedamos a la tarde mirando a los chicos más grandes, que juegan a la pelota entre las cruces clavadas a la tierra, algunas de ellas sirven como palos de los arcos en una punta y en otra de la cancha improvisada, el terreno tomado, el barrio expandiéndose hacia donde es posible. Al costado, los viejos hacen sus apuestas por un equipo u otro. Intercambian etiquetas de cigarrillo y botellas de vino que después quedan ahí tiradas, acompañando a los muertos para siempre.

Antes de que caiga la noche, nos volvemos buscando los sapos que se escapan del cementerio y van a cazar bichitos.

Él me enseñó a explotarlos. Hay que levantarlos del pecho y abrirles bien grande la boca apretándoles un poco los cachetes. Después hay que meterles el petardo en la boca y dejarlos rápido en el piso. Si son muy grandes y gordos, hay que correr un poco porque explotan del todo y después se te queda toda la ropa llena de sangre.

Una vez que queda el cuerpo muerto, hay que levantarlo de las patas y tirarlo a los cables de luz. Hay que apuntar bien para que no se vuelvan a caer. Ahí quedan colgando, al lado de las Topper que tiran los vecinos y ante la mirada del enfermito de la esquina que a veces levanta la vista y nos mira raro. Capaz entiende todo pero no dice nada. Marcelo dice en chiste que Tavi se parece a un sapo y que algún día le vamos a poner un petardo en la boca para ver qué pasa.

 

 

La moto levanta una polvareda que cae rápido sobre las alcantarillas de las calles, salpicando las vertientes de agua servida hacia la vereda. Me limpio los mocos con el cuello de la camiseta. Llegamos a mi casa.

La mami le ceba un mate y Carlos lo toma parado en la puerta.

—Me lo llevo a casa. Mañana sale de titular, no sé si les había contado —intenta impresionar Carlos. La mami se ríe orgullosa.

—No, no nos había contado nada. Pero ¡qué buena noticia! —le dice la ma—. ¿Y cuándo lo trae de nuevo? ¿O tenemos que ir a buscarlo?

Mientras bloquea la puerta con su cuerpo para evitar que el profe vea el desorden de la casa, la mami me mira sobre su hombro para asegurarse de que entre a bañarme.

—Puedo traerlo al mediodía, doña, si le parece bien.

—¿Y se lo lleva ahora? —pregunta mamá.

—Puedo buscarlo en un rato. Primero tengo que ir a buscar a los otros chicos. Con la motito los voy llevando de a uno.

—¡Marcos, al baño! —me grita de nuevo y yo paso rápido como una flecha desde la habitación al baño en calzoncillos—. Discúlpeme, es que mi marido no me había contado que hoy concentraban en su casa.

—Esta bien, doña. Acostúmbrese porque se vienen muchos partidos importantes. A Marquitos quizás le toque empezar a jugar con los chicos más grandes. ¿Cuándo cumplía ocho?

—Cumple años en noviembre, pero usted ya sabe, Carlos, que no festejamos los cumpleaños nosotros.

—Tranquila, doñita. Tampoco esperé su saludo este año en mis cincuenta.

Carlos le devuelve el mate y se queda esperándome. Me pego un baño rápido y cuando salgo con la mochila lista, el profe ya está arriba de la moto y la luz delantera ilumina la calle de tierra.

 

 

—¿Te gusta el yogur? —me pregunta Carlos, sosteniendo un pote de yogur.

Asiento, pero él deja el yogur en la heladera. Me dice que más tarde, antes de dormir.

Exploro la casa y escucho que la heladera vieja hace un ruido casi imperceptible pero constante y molesto. El sonido es parecido al que hace la luz blanca que cuelga en el techo del living de mi casa.

Al costado de la heladera hay un adorno con la cara de Jesús borroneada del que cuelgan unas llaves. Una pequeña mesa de madera ocupa el centro de la cocina con dos sillas gastadas, también de madera.

Al lado de la cocina, un pasillo corto conecta con el baño y las habitaciones. Carlos camina y me dice que lo siga.

En el pasillo hay otra imagen de Jesús y bajo la vista. La mami no me deja mirar imágenes religiosas. Ella dice que Dios nos mira todo el tiempo y que no podemos hacer las cosas que no le gustan. En mi casa no tenemos figuras o estampitas porque los testigos de Jehová no adoramos a ninguna imagen pagana.

El profe abre la habitación y veo que hay dos camas chicas, con frazadas y almohadas. En el medio de las dos hay un póster de Caniggia abrazando a Maradona, de cuando salimos campeones. La ventana que da al patio está abierta y entra un poco de viento. Parece la habitación de un nene y le pregunto a Carlos si tiene hijos. Niega con la cabeza y se queda pensando.

—¿Me va tocar dormir en una de estas a mí? —le pregunto.

—¿Podés dormir solo? ¿No te da miedo?

—En mi casa duermo solo pero con la puerta abierta. Así que no me da miedo si la dejás abierta y con la luz del pasillo prendida.

—Está bien, ¿y cuál de las dos te gusta más? —me pregunta señalando con la mirada las camas y apoyándome una mano en el hombro.

La cama alta de la habitación está al lado de la puerta. Me da miedo caerme de tan alto, pero le pregunto a Carlos si la casa está cerca del cementerio porque para mí todo está cerca del cementerio. Me mira y sonríe. El cementerio no llega hasta acá, Marquitos, me dice. ¿No viste por dónde vinimos?

La segunda cama, en el otro extremo de la habitación y al lado de la ventana del patio, es más baja que la primera. Las hojas del árbol del patio se mueven con el viento y las sombras cubren la habitación haciendo formas raras sobre la cama y las paredes.

Me acerco a tocar la almohada. Pienso en mi cama, que está apoyada sobre la pared que da al cementerio. De noche me cuesta dormir porque me imagino a los espíritus saliendo de las tumbas, cruzando las calles y las paredes para venir a buscarme. Así que elijo la primera, que está más cerca de la puerta, por las dudas.

—Me gusta más esta —le digo y me apoyo sobre la cama.

Ya es tarde y los ojos me pesan.

—Está muy bien. La otra es bastante alta y una caída desde ahí te puede llegar a pegar un buen susto. A los dos —me dice Carlos.

—¿Tincho duerme en la otra? —le pregunto.

—Tincho no va a venir —me responde él abriendo los ojos, como recordando algo importante—. Los papás no lo dejaron venir.

—¿Y Sebas?

—Tampoco lo dejaron venir —me dice y sale de la habitación apagando la luz.

Le pido permiso para ir al baño. Me lleva hasta la puerta y se mete conmigo. Le digo que voy a hacer pis y me mira. Después arrima un poco la puerta, la deja entreabierta y sale.

Cierro la puerta y me quedo un rato sentado en el inodoro, en la oscuridad. A través del ventiluz se puede ver una de las luces de la calle que ilumina el baño. Pienso en la calle, en mi calle, en mi mamá, en Marcelo. Me quiero volver a mi casa pero no le quiero pedir al profe que me lleve porque va a pensar que soy un maricón.

Salgo del baño y le pregunto si me puedo ir a acostar. Me dice que ya vamos, que primero el yogur para estar fuerte mañana y que después nos vamos a dormir.

2

A los primeros tres aldeanos los mando a hacer casitas. Dos en una casita, el restante en la otra. Mientras tanto, con la comida que tengo, voy creando dos aldeanos más en el centro urbano.

Con el caballo voy explorando el mapa. Encuentro tres ovejas y las mando para el centro urbano. Todavía me falta encontrar una. Siempre aparecen cuatro y, si tenés suerte, aparecen dos más. Cuanta más comida recolectes en los primeros minutos del juego, mejor, porque los aldeanos cuestan comida y cuantos más aldeanos, mejor economía.

Miro al costado y el teléfono vibra arriba de la mesa. Está llamando Lucía. Lo ignoro y sigo.

Los aldeanos terminan de hacer las casas y los envío de nuevo al centro urbano para que maten la primera oveja y empiecen a recolectar la comida. El cuarto aldeano se crea y lo mando a un bosque cercano a talar madera.

Me tocaron los españoles. Mi enemigo es El_Guason_96 y juega con el color rojo. Le tocaron los mongoles. Los mongoles pueden cazar ciervos y recolectan la comida un quince por ciento más rápido, así que la clave es interrumpirles de algún modo la economía. Los españoles no tienen ningún bonus económico específico, pero son muy fuertes en las edades avanzadas. Tienen conquistadores, soldados que disparan pólvora montados en caballos. Si logro perjudicarle la economía, la partida es mía. Es el noveno partido que jugamos en el día. Vamos empatados 4 a 4.

 

 

Sale el quinto aldeano y lo mando a cazar el jabalí, que está a unos ocho o nueve cuadrados del centro urbano. El enemigo envió su caballo de exploración y está intentando llevarse mi jabalí para su ciudad. Lo sigo con mi caballero y le pego un par de espadazos. El enemigo pierde mucha vida, así que se aleja y recupero mi jabalí. Encuentro la cuarta oveja.