Los secretos del príncipe - Amor incalculable - Doloroso pasado - Jennie Lucas - E-Book

Los secretos del príncipe - Amor incalculable - Doloroso pasado E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Los secretos del príncipe Jennie Lucas Lucy Abbott está dispuesta a hacer cualquier cosa para proteger a su hija. Así que, cuando el príncipe Maximo d'Aquilla le ofrece millones y una salida a su desesperada vida, Lucy acepta. Maximo la lleva a Italia… ¡y pronto es completamente suya! Amor incalculable Emma Darcy Para ocultarse de su pasado, Jenny Kent vive bajo el nombre de Bella Rossini. Y el magnate Dante Rossini no desaprovechará esa oportunidad. Utilizará el inocente engaño contra ella y obligará a Jenny a volver con él a Capri. A fin de cuentas, si ha decidido fingir ser una Rossini, tendrá que desempeñar ese papel en público… Doloroso pasado Kate Hewitt El apuesto millonario Demos Atrikes quiere una esposa sin complicaciones, alguien que haga su vida más cómoda… Al conocer a la hermosa Althea Paranoussis, decide que tiene que ser suya. Aunque él piensa que es frívola, cree que será la esposa perfecta…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 411 - noviembre 2020

 

© 2008 Jennie Lucas

Los secretos del príncipe

Título original: Italian Prince, Wedlocked Wife

 

© 2008 Emma Darcy

Amor incalculable

Título original: Ruthlessly Bedded by the Italian Billionaire

 

© 2008 Kate Hewitt

Doloroso pasado

Título original: The Greek Tycoon’s Reluctant Bride

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-931-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Los secretos del príncipe

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Amor incalculable

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Doloroso pasado

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA HABÍA encontrado!

El príncipe Maximo d’Aquilla aparcó su Mercedes bajo una farola rota y se quedó mirando la gasolinera iluminada que tenía ante sí. La luz iluminaba la noche nevada como una vela en la oscuridad y dibujaba la silueta de la única empleada que había en el interior.

Lucia Ferrazzi.

La nieta de su enemigo, la ex novia de su rival en los negocios.

«El destino», pensó Maximo apretando el volante.

¿Después de tantos años buscándola qué otra cosa podía ser?

En aquel momento, sonó su teléfono móvil. Ermanno, uno de los guardaespaldas que estaban esperando en el coche aparcado detrás del suyo, sólo pronunció una palabra.

–Signore?

–Esperad a que os haga una señal –contestó Maximo en italiano.

A continuación, colgó el teléfono y se quedó mirando a la joven otros cinco minutos. Eran las diez de la noche del día 31 de diciembre y lo normal habría sido que la tienda hubiera estado llena de gente comprando vino y cerveza, pero aquel barrio de las afueras de Chicago estaba desierto y oscuro.

Lucia estaba atendiendo al único cliente que había dentro de la tienda, al que regaló una tímida sonrisa. Llevaba la cara lavada, sin maquillaje, y no aparentaba los veintiún años que tenía. Unas gafas de pasta enmarcaban sus grandes ojos marrones.

Parecía un ratoncillo de biblioteca.

Maximo pensó que le iba a resultar fácil que se enamorara de él.

El cliente se fue y un sedán gris aparcó junto a los surtidores. De él se bajó un tipo delgado que se quedó mirando a la chica, se aplicó espray mentolado en la boca y caminó hacia la tienda.

Maximo vio que la chica lo miraba alarmada. Era evidente que le tenía miedo. Aquello lo hizo sonreír.

Aquella muchacha no tenía ni idea del vuelco que estaba a punto de dar su vida.

De ahora en adelante, estaría bajo su protección.

Antes de medianoche, sería su esposa.

Entonces, su venganza sería completa y, en cuanto al otro asunto… Maximo apartó aquel pensamiento de su mente.

Todo estaba a punto de terminar. Se casaría con ella y dentro de tres meses sería libre. Libre del todo.

 

 

–Oh, no –murmuró Lucy Abbott.

A continuación, apoyó la cabeza en el cristal de la ventana por la que había visto llegar a su jefe.

Había rezado para no verlo aquella noche, para que tuviera una cita, una fiesta o lo que fuera, para que no se pasara por la tienda para «ver qué tal estaba todo».

«Sólo una semana más», se recordó Lucy a sí misma mientras tomaba aire profundamente.

Sólo le quedaba una semana de tener que aguantar las estúpidas bromas de Darryl, sus miradas libidinosas y sus roces «accidentales».

Estaba pendiente de que la contrataran en una tienda cercana como ayudante de la encargada y necesitaba las buenas referencias de su actual jefe. En cuanto se hubiera incorporado al otro trabajo, podría olvidarse de él para siempre.

En el otro trabajo, iba a ganar más dinero. Por primera vez desde que había nacido su hija, iba a poder trabajar sólo en un sitio y no en tres e iba a trabajar cuarenta horas semanales en lugar de sesenta, lo que se traduciría en que podría pasar unas cuantas horas con su bebé todos los días.

¿Bebé? Chloe ya no era del todo un bebé. Al día siguiente cumplía su primer año de vida. Era increíble. Se había perdido casi todo el primer año de vida de su hija porque había tenido que estar trabajando para poder pagar el alquiler, los médicos y la guardería.

Se había perdido la primera vez que se había sentado sola, la primera vez que había gateado, se había perdido innumerables sonrisas y llantos y un montón de cosas más…

«Ya basta», se dijo a sí misma con lágrimas en los ojos.

Darryl entró en la tienda seguido de una ráfaga de viento y nieve.

–Hola, Luce –la saludó sonriendo con la boca torcida–. Feliz Año Nuevo.

–Feliz Año Nuevo –murmuró Lucy.

No le gustaba nada que la llamara Luce porque le recordaba al último hombre que la había llamado así.

–¿Ha habido movimiento esta noche?

–Sí, mucho –mintió Lucy con un nudo en la garganta.

–A ver.

Lucy intentó apartarse, pero su jefe consiguió frotarse contra ella al meterse detrás del mostrador. A continuación, abrió la caja registradora y, al ver que solamente había unos cuantos dólares, la miró con expresión acusadora.

–Qué bromista.

–De verdad, ha venido mucha gente –contestó Lucy fingiendo que se reía–. ¿No ves todas esas pisadas? Por cierto, el suelo está mojado, así que voy a pasar la fregona…

–Tú siempre tan hacendosa –contestó Darryl atrapándola con su mano huesuda–. Te crees mejor que yo, ¿verdad?

–No, claro que no… –contestó Lucy.

Su jefe la agarró de los tirantes del delantal de trabajo y se quedó mirándola con la respiración entrecortada.

–Ya estoy harto de portarme bien contigo a cambio de nada.

Lucy oyó sonar el móvil que había sobre la puerta y que indicaba que había entrado alguien, pero, antes de que le hubiera dado tiempo de levantar la mirada, Darryl la había agarrado de la nuca y se disponía a plantarle sus asquerosos labios encima.

–¿Pero qué haces? ¡Suéltame ahora mismo!

–Vas por ahí haciéndote la digna, pero yo sé perfectamente que te acuestas con todos –la acusó su jefe–. Por algo tienes una hija. Sé perfectamente que me deseas…

–No –protestó Lucy intentando apartar la cara.

Darryl dio un respingo cuando una mano grande lo agarró del hombro y lo obligó a girarse y a apartarse de Lucy, que vio entonces que la persona que había entrado era un hombre moreno y alto.

El recién llegado había agarrado a su jefe de las solapas y Darryl, mucho más pequeño y frágil, no podía hacer nada para zafarse pues, para empezar, ni siquiera llegaba con los pies al suelo.

El desconocido tenía los ojos azul oscuro y una mirada de lo más dura.

–Fuera –ordenó con voz glacial.

–Sí –jadeó Darryl.

Entonces, el gigante lo posó de nuevo en el suelo y el jefe de Lucy fue hacia la puerta como un cangrejo, andando hacia atrás y tropezándose del susto.

–¡Estás despedida! –le gritó desde allí.

Una vez en la calle, corrió sobre la nieve hacia su viejo coche y se perdió en la oscuridad de la calle.

¿Despedida? ¿La había despedido? Lucy sintió que el corazón le latía aceleradamente y miró al hombre que la había rescatado. El desconocido la miró también. La expresividad de sus ojos la calmó. No la había tocado, pero tampoco hacía falta. El efecto que despedía su mirada la hacía temblar de pies a cabeza, como si aquel hombre acabara de despertar en ella algo que estaba dormido en lo más profundo de sí misma.

–¿Está usted herida, signorina? –le preguntó con acento italiano.

Lucy tuvo que mirar hacia arriba porque aquel hombre era mucho más alto que ella. Además, tenía los hombros muy anchos y enmarcados por un elegante abrigo largo y negro. En cuanto a su rostro… ¡qué rostro! Nariz patricia, pómulos altos, ojos azules, piel aceitunada, pelo negro y ondulado, mandíbula cuadrada y leves patas de gallo.

¿Treinta y pocos?

La había dejado anonadada por cómo la había salvado y por cómo la estaba mirando en aquellos momentos. Lucy jamás había visto a un hombre tan bello y tan fuerte a la vez. Parecía el maravilloso príncipe de un sueño olvidado hacía mucho tiempo.

–Signorina? –insistió el desconocido mirándola intensamente al tiempo que elevaba la mano para acariciarle la mejilla–. ¿No le habrá hecho daño?

A Lucy se le antojó que la breve caricia era una explosión que le recorría el cuerpo entero. Fue como lanzarse desnuda sobre un lecho de nieve, una sensación muy intensa.

–No, estoy bien… aunque… me ha despedido –recapacitó.

Despedida.

Aquello significaba que no iba a poder pagar a la señora Plotzky.

Si se quedaba sin canguro, no iba a poder ir a trabajar a los dos trabajos de media jornada que tenía y ya debía un mes de alquiler porque el mes pasado su hija había tenido que ingresar en urgencias con paperas. El propietario de la casa en la que vivían ya la había amenazado con echarla a la calle si no se lo pagaba inmediatamente.

De repente, se imaginó recorriendo las heladas calles de Chicago con su hija en brazos, llorando, pasando las noches muertas de frío sin ningún sitio al que ir. De repente, se encontraba despedida a finales de invierno, sin trabajo, sin dinero, sin casa…

Le había fallado a su hija.

Lucy sintió que se le formaba un nudo en la garganta que le impedía respirar y repitió el nombre de su hija varias veces, sintió que las rodillas le temblaban y que el dolor y el cansancio que había reprimido durante todo un año se apoderaban de ella y, de repente, todo se volvió negro…

El hombre la agarró antes de que tocara el suelo, la tomó en brazos como si no pesara absolutamente nada y la llevó hacia la puerta.

–Se terminó el trabajar aquí –aulló.

Lucy lo miró. Se sentía mareada y no sólo por haber estado a punto de desmayarse. Lo cierto era que estar cerca de aquel desconocido, encontrarse entre sus brazos, hacía que se le acelerara el corazón. Aquel hombre era tan guapo como el protagonista de una novela.

Mientras la sacaba de detrás del mostrador y la llevaba hacia la puerta, Lucy se fijó en el ejemplar de Cumbres borrascosas de la biblioteca que llevaba en el bolso.

Pero aquel desconocido tan guapo no era Heathcliff y ella, desde luego, no era Cathy, la protagonista que había tenido una vida de ensueño.

Las historias románticas no tenía nada que ver con la realidad.

A ella le había quedado muy claro.

Lo había aprendido por las malas.

–¿Adónde me lleva? –le preguntó.

–Lejos de aquí.

–¡Déjeme en el suelo ahora mismo! –gritó Lucy.

¿Todos los locos de Chicago se habían dado cita en la tienda aquella noche para arruinarle la vida o qué?

–¡Suéltame! –insistió pataleando.

De repente, el desconocido la soltó y Lucy se vio obligada a deslizarse por su cuerpo fuerte e impecablemente vestido. Se dio cuenta de que estaba temblando, pero había recuperado la verticalidad.

–Creo que la palabra que está buscando es «gracias» –comentó el hombre.

Era cierto que Lucy quería darle las gracias por haberla salvado de su jefe, pero ahora se planteaba que, a lo mejor, tenía que haber permitido que Darryl la besara, pues al fin y al cabo, ¿qué era un beso comparado con que su hija no tuviera casa?

–¿Gracias? –le espetó furiosa–. ¿Por hacer que me hayan despedido? ¡Podría haber controlado a Darryl perfectamente si usted no se hubiera entrometido!

–Sí, es cierto que estaba claro que tenía la situación controlada –se burló él sonriendo.

Lucy apretó los dientes.

–¡Quiero que le llame inmediatamente y que le diga que lo siente!

–Lo que siento es no haber utilizado su cara para pasar la fregona por el suelo.

Si no recuperaba su trabajo, se iba a ver obligada a llevar a su hija a una albergue para indigentes y, si todos estaban llenos, lo que era más que probable teniendo en cuenta el frío que hacía en aquella ciudad en aquella época del año, no les iba a quedar más remedio que dormir en la decrépita furgoneta que tenía por toda posesión.

Y todo era culpa suya por no haberlo hecho bien, por no haber sabido proteger a su hija.

Lucy sintió que el terror se apoderaba de ella.

–¡Necesito el trabajo!

–No, eso no es cierto –contestó el desconocido con mucha calma, la calma y la arrogancia que da el tener dinero–. No me irá a decir que habría aceptado este trabajo si no hubiera estado en una situación desesperada.

Lucy se quedó anonadada ante su precisión.

Al no tener ahorros y con la poca cualificación profesional de la que disponía, se había visto forzada a aceptar trabajos mal pagados desde que el padre de Chloe las había abandonado una semana antes de que naciera su hija. Desde entonces, había tenido que trabajar sin parar para poder sobrevivir ya que, en un arranque de locura, había renunciado a la beca que le habían dado para ir a la universidad y lo había hecho todo para estar con él, con aquel hombre que se había ido dejándole a su bebé en la tripa y el recuerdo de sus promesas.

Durante aquel año, había conseguido mantenerse a flote por poco. Un error como aquél era más que suficiente para ahogarse y no se lo podía permitir.

–Por favor –murmuró–. No tiene usted idea de lo que sucederá si pierdo el trabajo.

El desconocido la miró, alargó el brazo, la agarró del mentón amablemente y la obligó a mirarlo.

–No volverá a tener nada que temer. Ahora es usted mía, Lucy, y yo siempre protejo lo que es mío.

¿Cómo que era suya? ¿Pero qué decía aquel hombre? ¿Y cómo sabía que se llamaba Lucy?

–¿Cómo… cómo sabe cómo me llamo?

–Lo sé absolutamente todo sobre usted –contestó el desconocido–. He venido para hacer realidad sus sueños.

Sus sueños.

El gran sueño de Lucy era tener una casita acogedora rodeada de luz y de flores, una casa en la que su hija pudiera crecer segura y feliz. También le gustaría tener pareja para no estar sola y poder compartir su amor.

–¡El único sueño que tengo en estos momentos es que llame a Darryl y le suplique que le perdone! –le espetó sin embargo.

–Eso no es un sueño, sino una fantasía –contestó el desconocido enarcando las cejas.

–¿Qué creía que iba a decir, que sueño con pasar la noche en su cama haciendo el amor sin parar?

Se lo había dicho con la intención de ser sarcástica, pero el desconocido la estaba mirando con tanta pasión que Lucy se estremeció de pies a cabeza.

–Le estoy ofreciendo la posibilidad de poder vengarse del hombre que le ha hecho daño.

–Ya le he dicho que Darryl no me ha hecho nada, no le ha dado tiempo…

–Alexander Wentworth –dijo el desconocido de repente.

Al oír aquel nombre, Lucy sintió que la sangre se le helaba en las venas.

–¿Cómo?

–Quiero que se arrepienta del día en que las abandonó a usted y a su hija –le dijo mirándola con sus intensos ojos azules–. Se va a venir conmigo a Italia y va a vivir rodeada de lujo y de riqueza.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

AQUEL hombre la quería llevar a Italia?

Italia, aquel lugar soleado y precioso con el que Lucy llevaba soñando toda la vida. Para ser más exactos, desde que con doce años había visto Una habitación con vistas en la televisión del hospital en el que había muerto su madre.

De hecho, lo último que le había dicho su madre antes de irse había sido: «Vete a Italia, Lucy… vete…».

Pero Lucy nunca había salido de Illinois, donde había vivido en hogares de acogida hasta cumplir los dieciocho años y, luego, se había puesto a trabajar y había conseguido con mucho esfuerzo ir a la universidad. Cuando estaba en segundo año de carrera, trabajando en una tienda, había conocido a un hombre muy guapo que hablaba italiano y que era el vicepresidente de una cadena de tiendas de ropa con base en Nueva York.

Aquel hombre le hablaba sin parar de Roma y le había prometido muchas veces llevarla algún día. Lucy nunca había conocido a un hombre como Alex Wentworth, un hombre tan mágico, tan glamuroso y tan exótico, así que había dejado la universidad, olvidando el gran esfuerzo que le había costado llegar hasta allí, simplemente porque Alex se había quejado de que el tiempo que pasaba en clase no lo pasaba con él.

Había picado el anzuelo como una tonta.

Y el sueño se había convertido en una pesadilla. Alex había huido a Roma, donde las leyes de manutención infantil de Chicago no llegaban y le había devuelto todas las cartas y las fotografías que le había enviado.

También le había enviado una nota informándola de que estaba enamorado de otra mujer, sugiriendo que Chloe no era su hija y que ella era una fresca que sólo buscaba atrapar a un hombre con la vieja historia del embarazo.

En el momento, Lucy se había sentido morir, pero ahora ya estaba bien. De verdad. Era capaz de vivir con el corazón roto. Lo que no podía comprender era cómo Alex era capaz de vivir rodeado de lujo, bebiendo vino, saliendo con mujeres y disfrutando de una ciudad maravillosa y soleada cuando había abandonado a su hija inocente sin importarle que estuviera sufriendo penurias.

Si iba a Italia, se lo iba a preguntar.

Lucy se mojó los labios y miró al desconocido.

–A ver si lo he entendido bien. ¿Quiere usted llevarme a Italia?

El desconocido sonrió de manera sensual.

–Sí. Jamás tendrá que volver a preocuparse por el dinero.

Lucy sintió que el aire no le llegaba a los pulmones. Había oído bien. Aquel hombre le estaba haciendo una propuesta de locos, le estaba proponiendo no tener que volver a trabajar jamás, no tener que volverse a despertar aterrorizada en mitad de la noche preguntándose cómo iba a hacer para pagar las facturas, lo que le estaba ofreciendo era la seguridad para su hija.

Además, podría ver a Alex. Había ignorado sus cartas, pero no podría ignorarla a ella en persona y, si se presentaba en su despacho, seguro que en cuanto le enseñara la fotografía de Chloe, recuperaría la cordura y se enamoraría de su precioso bebé. En cuanto la viera, en cuanto fuera una presencia real en su vida, la querría.

A Lucy no le importaba que estuviera con otra mujer, pero no podía soportar que su hija creciera sin padre, como le había pasado a ella. Al no tener padre, cuando su madre había muerto, se había quedado sin nadie que la quisiera y la protegiera.

–¿Le parece bien? –insistió el desconocido.

Lucy entrelazó los dedos de las manos a la espalda para ocultar que estaba temblando.

–No entiendo. ¿Por qué quiere que vaya con usted a Italia? ¿Cómo le iba a afectar eso a Alex?

El hombre sonrió con frialdad.

–Le afectaría porque se daría cuenta de lo idiota que fue al abandonarla.

–¿Por qué dice eso? –le preguntó Lucy con amargura.

–Porque perderá algo que quiere, algo que me pertenece a mí por derecho –le explicó tocándole el hombro y haciendo que Lucy sintiera que un reguero de lava recorría su cuerpo–. Lucy, le vamos a hacer pagar –insistió mirándola a los ojos–. Lo único que tiene que hacer es decir que sí.

«Sí», pensó Lucy recapacitando sobre la oportunidad que le daba la vida. «Sí, sí y sí».

Sin embargo, cuando abrió la boca para contestar, se dio cuenta de algo.

Ya había pasado por aquello antes.

Ya se había sentido innegablemente atraída por un hombre espectacular que le había prometido la luna, un hombre al que le había entregado el corazón de manera inocente, así como su futuro y su confianza.

Y había pagado un alto precio por hacerlo.

–Lo siento, pero no me interesa –contestó haciendo un gran esfuerzo.

El desconocido la miró anonadado.

–¿No le interesa?

A Lucy le dio la sensación de que era la primera vez que una mujer le decía que no. En otras circunstancias, le habría parecido de lo más divertido.

–¿Aparece de repente sin conocerme de nada, por su culpa me despiden y ahora espera que confíe en usted ciegamente? –le espetó con lágrimas en los ojos–. ¿Está loco? ¿Quién se cree que es?

–Soy el príncipe Maximo d’Aquilla.

Lucy se quedó mirándolo anonadada, creyendo que no le había oído bien, creyendo que estaba soñando con todas aquellas novelas históricas que había leído de adolescente.

–¿Es príncipe?

–¿Le impresiona mi título? –contestó el desconocido sacándose el teléfono móvil del bolsillo y presionando unos cuantos botones–. Va bene –dijo con frialdad–. A ver si ahora deja de oponer resistencia y acepta su destino.

Príncipe Maximo d’Aquilla. Qué hombre tan exótico. Claro que aquel hombre no era ningún sueño. Era un hombre de carne hueso, un gladiador romano muy peligroso y demasiado guapo para ser de verdad.

–No pienso ir a ningún sitio con usted –insistió Lucy.

–Ya me estoy empezando a cansar de esto –le advirtió el príncipe–. No tengo tiempo que perder. Los dos sabemos que va venir conmigo, así que elija si lo quiere hacer por las buenas o por las malas –añadió acercándose.

Lucy comprendió que no se trataba de una amenaza a la ligera, pues era cierto que aquel hombre podría secuestrarla y nadie en aquella calle desierta haría nada por impedírselo.

Todo dependía de ella.

No podía permitir que la intimidara. ¿Se creía en el derecho de darle órdenes porque era guapo, rico y, por lo que él decía, de sangre real?

–¿Se cree que soy tonta? –le espetó.

–Estoy empezando a preguntármelo.

–¡Su historia es ridícula! ¿Es usted príncipe y quiere que me vaya con usted a Italia para ser rica y feliz? ¿Dónde está el timo? ¿En cuanto me suba al avión me venderá a un harén?

–¿Se crees que un jeque le iba a tolerar tanta insolencia?

–Yo lo único que sé es que, cuando un hombre guapo te hace una oferta demasiado tentadora, siempre miente.

–¿Primero duda de mi honor y ahora me llama mentiroso?

Lucy tenía miedo, pero se creció.

–Si se cree que soy tan tonta como para creerme que voy a tener dinero y me voy a poder vengar de Alex, además de mentiroso, está loco.

El hombre la miró y Lucy sintió que un intenso calor la recorría de pies a cabeza.

–Si fuera un hombre, haría que se arrepintiera de haberme insultado.

–¿Y como soy mujer qué va a hacerme? –lo desafió Lucy.

–El castigo será muy diferente –contestó el hombre apartándole un mechón de pelo que se le había escapado de la cola de caballo.

Entonces, se abrió la puerta y entró un hombre más bajo que Maximo, pero tan fuerte como él.

–Príncipe –lo saludó.

–Ermanno –lo saludó el desconocido.

A continuación, se pusieron a hablar en italiano. Lucy se quedó mirando a Maximo. Lo cierto era que era increíblemente guapo, y, si era cierto que era príncipe, también sería muy rico.

Lucy se dijo que no debía sucumbir ante sus mentiras. No iba a obedecerle. Debía escapar. Ahora era el momento. Estaban distraídos. Tenía que aprovechar la oportunidad. De lo contrario, la secuestraría y no volvería a ver jamás a su hija.

Lucy se apartó disimuladamente del mostrador y se acercó a la puerta.

Los dos hombres continuaban hablando.

Lucy tomó aire, se giró y comenzó a correr.

–¡Lucy, no! –exclamó el príncipe.

Una vez fuera, Lucy sintió el intenso frío invernal y la nieve, pero corrió hacia su coche sin mirar atrás. Al llegar a él, metió la llave en la cerradura y la manipuló, pero la cerradura se había helado.

Presa del pánico, miró hacia atrás. El príncipe Maximo corría hacia ella como un toro, mirándola furioso.

Desesperada, Lucy intentó abrir la puerta de nuevo y lo único que consiguió fue que se le partiera la llave.

No había escapatoria.

Pero no debía darse por vencida, así que salió corriendo y cruzó la calle en dirección al parque aunque no había absolutamente nadie, pero se veían luces y coches al otro lado. No había hecho más que poner un pie en él cuando sintió que Maximo la agarraba. El príncipe la tiró al suelo y cayó encima de ella, la agarró de las muñecas y la obligó a girarse. Lucy intentó zafarse, pero Maximo tenía mucha más fuerza que ella.

–¡Basta! –exclamó el príncipe agarrándola de las muñecas con más fuerza–. Tiene que aprender a obedecer.

–Jamás le obedeceré –gritó Lucy–. ¡Jamás!

–Ya lo veremos –contestó Maximo.

Lucy sintió que le estaba mirando los labios y supo que la iba a besar. Sí, la iba a besar en mitad de la oscuridad de aquel invierno, en el parque, completamente a solas, rodeados por nieve y de frío. A pesar del frío, sentía fuego en las venas cuando la besó y se quedó inmóvil, incapaz de luchar.

Pero tenía que luchar. Si su hija se quedaba sin madre que pudiera protegerla, iría a parar a un hogar de acogida, como le había ocurrido a ella.

No debía rendirse.

Tenía que luchar para proteger a Chloe.

Hasta el último aliento.

–Suéltame –murmuró–. Por favor. Deja que me vaya. Te lo suplico. Si tienes decencia… si has querido alguna vez a alguien y lo has perdido… por favor, deja que me vaya.

Maximo se quedó mirándola con tristeza y, de repente, le soltó las muñecas y se puso en pie.

–Como quieras, cara mia –le dijo–. Si quieres, quédate aquí. Yo me vuelvo a mi hotel.

«Gracias, gracias, gracias», pensó Lucy fervientemente.

A continuación, se apresuró a ponerse en pie, dispuesta a salir corriendo.

–Tengo que volver para asegurarme de que tu hija está durmiendo plácidamente –continuó el príncipe–. No vaya a ser que haya perdido el hipopótamo morado de peluche que tanto le gusta.

Lucy sintió que el corazón se le paraba.

–¿Cómo dices? –le preguntó girándose hacia él presa del pánico.

–¿No te lo había dicho? –contestó Maximo–. Mis hombres han ido a recoger a tu hija hace una hora.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

NO TE VAS a salir con la tuya –protestó Lucy por enésima vez mientras Maximo conducía hacia el centro de la ciudad de Chicago.

Impasible, Maximo aparcó su maravilloso Mercedes negro junto a la grandiosa marquesina del hotel Drake.

–Yo siempre me salgo con la mía –contestó.

Lucy se quitó furiosa el delantal de cajera y lo tiró al suelo.

–No sé cómo serán las leyes en Italia, pero en Chicago no puedes secuestrar a una persona…

–En Italia también está prohibido el secuestro –la interrumpió Maximo apagando el motor del coche–. Sin embargo, no estamos hablando de secuestro en este caso porque yo no he secuestrado a tu hija.

–Entonces, ¿cómo describirías lo que has hecho?

–Ya sabía que ibas a terminar aceptando mi oferta y lo único que he hecho ha sido acelerar nuestra partida.

Dicho aquello, Maximo se bajó del coche y Lucy se quedó con los ojos muy abiertos al ver cómo le entregaba con naturalidad un billete de cien dólares al aparcacoches que estaba esperando para retirarlo.

–Gracias, Alteza –le dijo el jovencito apresurándose a abrir la puerta del copiloto para que Lucy pudiera salir.

Lucy se apresuró a correr tras él. Maximo tenía la zancada mucho más grande que ella y ya estaba casi en la puerta principal.

–Bienvenido, Alteza –lo saludó el portero llevándose la mano a la gorra con respeto–. Feliz año, señor.

–Gracias –contestó Maximo sonriendo brevemente–. Lo mismo digo.

Lucy vio desde la puerta giratoria que Maximo se dirigía a las enormes escaleras que conducían al vestíbulo, se apresuró a ir tras él, lo alcanzó y lo agarró del brazo.

–Los tienes a todos engañados, ¿eh? –le espetó–. Todos se creen que eres un príncipe, que eres un hombre respetable, un hombre de honor, pero yo sé la verdad, yo sé que no eres más que un…

Maximo se quedó mirando su mano y, a continuación, la miró a los ojos con una indescriptible frialdad.

–¿Qué soy? –le preguntó.

–Un ladrón, un chantajista y un secuestrador de niños –contestó Lucy presa de la rabia.

Maximo la agarró de los hombros. Era mucho más alto que ella, así que la miraba desde arriba. Lucy se dio cuenta de que estaba haciendo un tremendo esfuerzo para controlarse. Estaba furioso.

De repente, tuvo miedo.

–No me provoques –le advirtió en voz baja.

Lucy tragó saliva.

–No me das miedo –mintió–. Y, si te crees que obligándome a que me acueste contigo cuando lleguemos a tu habitación, vas a hacerle daño a Alexander, te equivocas.

Maximo la soltó de repente.

–Yo nunca he obligado a ninguna mujer a que se acueste conmigo –le dijo muy serio, mirándola a continuación de arriba abajo–. Te aseguro que, si quisiera acostarme contigo, te entregarías a mí por decisión propia.

¡Menudo arrogante! Lucy se ruborizó de pies a cabeza.

–¿Cómo te atreves?

–Afortunadamente, no eres mi tipo –continuó Maximo–. Demasiado sencilla, demasiado mal vestida, demasiado joven…

–Oh –exclamó Lucy humillada.

–Para mí, no eres una mujer deseable, sino un arma.

¿Un arma?

–¿Qué pretendes hacerle a Alex? –quiso saber Lucy algo asustada.

–¿Y a ti qué más te da? ¿No me irás a decir que sigues enamorada de él?

–¡Claro que no! ¡Pero es el padre de mi hija!

–No te preocupes –la tranquilizó Maximo sonriendo con malicia–. Lo único que va a tener que hacer es admitir que tiene una hija. Seguro que eso te parece bien, ¿no?

¿Eso quería decir que Alex había mantenido la paternidad de Chloe en secreto?

–Sí, me parece bien –murmuró.

–Y perderá la oferta que ha hecho sobre una empresa. Otra persona a la que no conoces perderá también.

–¡Cuántos enemigos tienes! –se maravilló Lucy en voz alta–. Seguro que hay muchos más, seguro que cada persona que se cruza en tu vida, se convierte en tu enemigo, pero la verdad es que me da igual. Yo lo único que quiero es recuperar a mi hija. Te aseguro que si le has hecho daño o está asustada…

–Jamás le haría daño a un niño, signorina. Tampoco le haría daño jamás a una mujer –le aseguró.

Lucy lo siguió escalones arriba hasta el elegante vestíbulo estilo años veinte. Del techo colgaban enormes candelabros y bajo ellos charlaban grupos de personas con joyas y abrigos de piel.

Maximo cruzó el vestíbulo seguido por Lucy, ignorando a los invitados y dirigiéndose a los ascensores dorados que había en la parte de atrás. Una vez dentro, presionó el botón de la décima planta.

–No nos conocemos de nada y no entiendo por qué has hecho lo que ha hecho –le dijo Lucy–. No entiendo por qué has secuestrado a mi hija, has hecho que me despidieran del trabajo y has puesto mi vida patas arriba…

–¿Acaso no quieres ser rica, Lucia? –le preguntó Maximo girándose hacia ella–. ¿No te gustaría comprarte ropa, coches y joyas? ¿No te gustaría tener tiempo para estar con tu hija y dinero para comprarle todo lo que quisieras?

–¡Pues claro que me gustaría! –exclamó Lucy mirándolo fijamente–. Pero no soy tan tonta como para creer que, de repente, puede llegar un desconocido caído del cielo y ofrecerme dinero. Estoy intentando dilucidar cuáles son tus intenciones ocultas.

–No las hay –le aseguró Maximo–. Te estoy ofreciendo una vida llena de dinero y de lujo para ti y para tu hija y la oportunidad de vengarte del hombre que os abandonó a las dos.

–Pero tiene que haber trampa –insistió Lucy.

–¿Por qué?

–Porque siempre la hay.

–Quizás. ¿Qué más da?

En aquel momento, se abrieron las puertas del ascensor y Maximo salió de él. Lucy lo siguió sintiéndose como Alicia en el país de las maravillas nada más cruzar el espejo.

Maximo se paró ante una puerta y llamó.

La señora Plotzky en persona abrió. Llevaba rulos en el pelo y un lujoso albornoz blanco con zapatillas del hotel a juego. Al ver a Lucy, sonrió encantada.

–¡Hola, qué día tan estupendo! Cuánto me alegro por lo que ha pasado. Cuando los guardaespaldas del príncipe Maximo me explicaron que os ibais todos a Italia…

–¿Dónde está Chloe? –la interrumpió Lucy, enfadada ante la ingenuidad de su canguro.

Sorprendida, la mujer señaló una puerta que había dentro de la suite y, a continuación, volvió al sofá en el que estaba sentada con su labor de punto y su televisión susurrante mientras Lucy iba hacia la puerta que le había señalado.

Una vez allí, se quedó mirando la habitación, que estaba a oscuras, escuchando a su hija, que respiraba profunda y lentamente. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio un pequeño bulto en el centro de la cama, rodeado de almohadas.

Su hija.

La luz que entraba del salón iluminaba las mejillas sonrosadas de Chloe, que estaba abrazada a su hipopótamo morado.

Lucy se acercó, le acarició el pelo y la tapó con las sábanas. Al tocarlas, se quedó helada. Qué suaves. Eran sábanas de hilo delicado y maravilloso y no sábanas de fibras sintéticas que se habían quedado tiesas de tanto lavarlas en la lavandería de la calle.

Lucy miró atentamente la habitación palaciega en la que se encontraban. Desde los ventanales se veía el lago Michigan y la estancia gozaba de todos los lujos y las comodidades imaginables.

Nada que ver con su diminuto apartamento donde las ventanas temblaban cada vez que pasaba el tren, aquel apartamento en el que la cuna de Chloe estaba pegada a su cama, que a su vez estaba pegada a la cocina, aquel apartamento en el que hacía frío durante todo el año por mucho que intentara subir el termostato, aquel apartamento en el que había arañas y ratones por mucho que limpiara.

Chloe se giró, se estiró y suspiró contenta, lo que hizo que a su madre se le formara un nudo en la garganta.

Su hija merecía vivir así.

«¿Acaso no quieres ser rica? ¿No te gustaría tener tiempo para estar con tu hija y dinero para comprarle todo lo que quisiera?».

Le pareció oír la voz de Maximo mientras volvía a acariciarle el pelo a su hija. Al hacerlo, se fijó en las coderas de su pijama, que estaban completamente desgastadas, y sintió ganas de llorar.

Alex le había dicho que la quería y le había pedido incluso que se casara con él. Le había suplicado que tuviera un hijo con él. De hecho, nunca había querido ponerse preservativos cuando hacían del amor, se había reído de sus miedos y la había seducido. Era mayor que ella, tenía un buen trabajo y le había prometido que tanto ella como su hijo tendrían seguridad y amor para siempre.

Y Lucy se había enamorado de él y le había creído.

Y el sueño se había tornado pesadilla cuando, al volver a casa el día de Nochebuena del año anterior, a punto de dar a luz, con varias bolsas de la compra y cantando villancicos había abierto la puerta y se había encontrado el apartamento vacío y oscuro.

La ropa de Alex había desaparecido. Su cepillo de dientes no estaba. Su maletín, tampoco. Ni su ordenador. Incluso se había llevado el anillo de pedida que Lucy había guardado con mimo en su cajita de terciopelo cuando había tenido que dejar de ponérselo por tener los dedos muy hinchados.

Todo había desaparecido.

Había pasado un año, pero Lucy todavía sentía náuseas cuando oía en la radio Deck the halls.

La había abandonado, pero eso le daba igual. Lo que no le daba igual en absoluto era que también hubiera abandonado a su hija. Incluso había intentado negar que fuera suya.

Lucy no se lo iba a perdonar jamás.

Tampoco se iba a perdonar a sí misma por haber confiado en él. A veces, todavía le parecía escuchar su voz diciéndole: «Te quiero, Lucy. Siempre estaré a tu lado para cuidar de ti».

«Mentiroso», pensó Lucy mirando a su hija.

Alex se estaba perdiendo algo maravilloso, pero Chloe también porque no tenía padre.

Lucy se quedó pensativa. Si pudiera hablar con Alex, seguro que podría hacerle comprender lo que había hecho, seguro que Alex se daría cuenta de que quería a su hija y se comportaría como un padre decente y, por fin, su hija estaría a salvo y los tendría a los dos para protegerla.

Lucy decidió que todavía estaba a tiempo de darle a su bebé la vida que se merecía.

Le costara lo que le costara.

Aunque hubiera trampa.

Para darle una buena vida a su hija, Lucy estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario. Trabajar hasta la extenuación, vender su cuerpo e incluso su alma.

De repente, lo tuvo claro, se despidió de su hija con un beso en la frente, habló un momento con la canguro y fue a buscar a Maximo.

Lo encontró en el pasillo, apoyado en la pared.

–¿Y bien? ¿Qué has decidido?

Lucy elevó el mentón.

–¿Mi hija no tendrá que volver a preocuparse por el dinero? ¿Tendrá comida y una casa caliente en la que será feliz y estará segura?

–Correcto.

–¿Y yo podré hablar con Alex en persona?

–Claro que sí –contestó Maximo con un brillo especial en los ojos.

–Entonces, acepto tu oferta.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

VA BENE –contestó Maximo mirándola con un brillo extraño en los ojos–. Ven conmigo.

Cuando la tomó de la mano, Lucy sintió una descarga eléctrica de alto voltaje. Maximo la llevó hacia ascensor. Era Heathcliff llevándola por el páramo. era el señor Rochester exigiéndole lo que no tenía derecho a exigir…

Era el príncipe Maximo d’Aquilla llevándola a su habitación.

En el ascensor, se puso detrás de ella y le colocó las manos de manera posesiva sobre los hombros. Lucy cerró los ojos. Sus manos parecían de oro, pues eran suaves como terciopelo, brillantes, fuertes… prohibidas.

Pero Maximo no era Heathcliff, pues Heathcliff amaba tanto a Cathy que había estado dispuesto a matar por ella, a morir por ella, y se había vuelto medio loco cuando la había perdido.

El príncipe italiano que tenía detrás en aquellos momentos, tan cerca de ella que sentía el calor que irradiaba su cuerpo, ni siquiera la veía como a una mujer.

«No eres mi tipo. Demasiado sencilla, demasiado mal vestida y demasiado joven», le había dicho.

«Es mejor así» pensó Lucy.

Estaba harta de los hombres. No quería saber nada de ellos. No quería saber nada del amor. Lo único que le importaba era su hija y darle una buena vida a cualquier precio.

El ascensor se paró en la quinta planta y Maximo la guió hasta el final de un pasillo. Lucy oyó risas, brindis, caricias de copas de cristal, voces que hablaban en inglés y en italiano y la música de los violines.

Maximo abrió la puerta de su suite y Lucy se quedó con la boca abierta.

En un rincón, había un cuarteto de cuerda interpretando el Invierno de Vivaldi, reconoció a dos actrices de Hollywood y a un senador. En aquella habitación no sólo había música, también había dinero y poder.

–¡Esto es un palacio! –exclamó.

–No tengo palacios en este país –contestó Maximo quitándose el abrigo–. Esto es sólo la suite presidencial.

Sólo.

Lucy pensó que pasar una noche en aquella suite debía de costar tanto como lo que ella pagaba por un año entero de alquiler.

–¿Estás celebrando una fiesta de fin de año? –le preguntó.

–Pronto estaremos celebrando algo más que el fin de año –contestó Maximo mirándola con los ojos entornados de manera sensual–. Quédate aquí.

Las personas allí reunidas, todas ellas muy glamurosas, se estaban comenzando a girar para mirarla. En especial, dos mujeres, una rubia y otra castaña, que la estaban observando de arriba abajo y cuchicheando.

–Preferiría esperarte fuera… –comentó Lucy mojándose los labios de manera nerviosa.

–No, espérame aquí –insistió Maximo de manera autoritaria–. Si alguien se acerca a hablar contigo, no le digas lo que haces aquí –le ordenó.

–No hay problema –contestó Lucy sinceramente.

¿Cómo se lo iba a explicar a otra persona cuando ni ella misma lo comprendía?

A continuación, se quedó mirando a Maximo, que cruzaba la estancia hacia el bar. Todas las mujeres, jóvenes y mayores, solteras y casadas, parecían querer llamar su atención.. Sin embargo, hubo dos mujeres muy guapas y elegantes que, en lugar de ir tras Maximo, se dirigieron directamente hacia Lucy.

La rubia, ataviada con un apretado vestido rojo, la miró de manera burlona y Lucy se dio cuenta de repente de que llevaba unas zapatillas de deporte viejas, ropa de segunda mano y una cola de caballo medio deshecha.

–Qué conjunto tan bonito llevas –sonrió la recién llegada.

Lucy se sonrojó. Sabía perfectamente que su ropa no estaba a la altura de las circunstancias, pero a ella le gustaba. El jersey que llevaba era de su madre y le gustaba ponérselo cuando tenía que trabajar de noche porque le hacía sentirse cerca de ella. Además, a Chloe le gustaba el gato que llevaba en la parte de delante.

–Ya sé que se lleva lo natural, pero esto es ridículo, ¿no te parece, Esmé?

–Arabella, por favor, no te pongas así –contestó la mujer de pelo castaño–. Esta chica no ha venido más que a fregar los baños.

Lucy se quedó helada, recordando la cantidad de veces que había tenido que sufrir bromas parecidas de pequeña. Su madre y ella se habían cambiado de casa muchas veces y Lucy siempre había sido la nueva en el colegio. Al llevar gafas gruesas y ropa vieja, siempre había sido blanco fácil para las bromas de los demás. Y, cuando su madre había muerto, las cosas habían empeorado. Entonces, había decidido pasarse las horas en la biblioteca del colegio, pues los libros eran sus únicos amigos…

–Hola, Esmé –dijo Maximo apareciendo de repente–. Hola, Arabella –añadió besando a ambas mujeres en las mejillas.

Al recibir su atención, ambas se atusaron el cabello como flores buscando el sol.

–Veo que ya conocéis a Lucia –les dijo.

Esmé miró a la aludida y se rió.

–Ah, ¿así que es tu amiga? Creía que era la doncella. Que excéntrico por tu parte, Maximo. De verdad que no entiendo por qué prefieres salir a la calle a comprar una hamburguesa normal y corriente cuando podrías comer foie gras en tu propia suite.

Evidentemente, no estaba hablando de comida.

Aquélla fue la gota que colmó el vaso.

–El foie gras está prohibido en Chicago, Esmé –le dijo Lucy con fingida dulzura–. En cualquier caso, no entiendo cómo a una persona le puede gustar comerse un hígado de pato machacado –añadió mirando a la mujer de arriba abajo–. Es asqueroso.

–¿Cómo te atreves?

–Perdón, pero nos tenemos que ir –anunció Maximo disimulando una sonrisa.

–Son casi las doce de la noche, Maximo –le recordó Esmé corriendo tras ellos, que iban hacia la puerta de la habitación–. ¡No olvides que has prometido besarme a medianoche!

–¡No, me va a besar a mí! –gritó la rubia.

Maximo cerró la puerta a sus espaldas. Se trataba de una puerta tan gruesa que amortiguó por completo el ruido de la fiesta.

Estaban solos.

–Lo siento –murmuró Lucy aunque no era cierto.

–¿Por qué?

–Por haberme demostrado grosera con tu novia.

–¿Te refieres a lady Arabella? –contestó Maximo riéndose–. ¿O a la condesa de Bedingford?

¿Lady? ¿Condesa? Por lo visto, los títulos de nobleza eran tan comunes en el mundo de Maximo como el señor y señora del mundo normal.

–Tú sabrás.

Maximo se encogió de hombros.

–Tener una simple aventura sexual con una mujer no quiere decir que sea mi novia.

–¿Me estás diciendo que te has acostado con las dos? –se sorprendió Lucy.

–Me he acostado con muchas mujeres –sonrió Maximo de manera sensual–. Pero no voy a darte detalles porque ya sabes que los caballeros sabemos mantener la boca cerrada.

–Menudo caballero estás tú hecho –murmuró Lucy–. ¿No te has cuenta de que las dos están enamoradas de ti?

–Lo dudo mucho.

–¡Pero si me querían sacar los ojos por el mero hecho de estar contigo!

–Exageras. En cualquier caso, si una mujer elige amarme, ella sabrá lo que hace porque yo siempre soy muy claro. No tengo ninguna intención de casarme ni le voy a entregar mi corazón a una sola mujer. Las únicas tres cosas a las que les soy fiel en la vida son a mi familia, a mi libertad y a mi empresa –le explicó elevando una copa de champán.

Lucy se quedó mirando aquella copa que el príncipe le tendía. En la universidad, jamás había bebido alcohol porque lo único que le interesaba era estudiar y, cuando había sido madre, no había tenido el dinero como para comprar nada.

–Mira, ya sé que es fin de año y todo eso, pero no estoy de humor. Si lo quieres celebrar, será mejor que salgas ahí fuera y te busques a una princesa, que seguro que hay muchas.

Maximo la miró con las cejas enarcadas.

–¿No estarás celosa?

–No, me dan pena, más bien –contestó Lucy desviando la mirada.

–Esmé y Arabella tienen influencias en ciertos círculos y, aunque personalmente ya no me interesan, profesionalmente me podrían venir bien, así que sigo manteniendo buenas relaciones con ellas. Lo que me gustaría celebrar es que dentro de poco seré el dueño de una pequeña empresa de artículos de piel que añadiré a mi multinacional. Llevo muchos años detrás de esta empresa. En menos de una hora, será mía. A lo mejor la conoces. Se llama Ferrazzi.

Por supuesto que la conocía. Lucy había vendido bolsos de aquella firma, bolsos que costaban tres mil dólares, se trataba del bolsos preciosos de un estilo maravilloso, de piel suave como una caricia y resistentes como el acero.

¿Pero tres mil dólares? ¡Qué locura!

Maximo estaba esperando una contestación y a Lucy le pareció grosero criticar los productos de la firma que iba a comprar, así que carraspeó y se limitó a contestar.

–Sí, la conozco.

–¿Qué sabes de esa empresa?

–Bueno… trabajé hace un tiempo en el departamento de accesorios de Neiman Marcus, así que, por supuesto, conozco los bolsos de Ferrazzi, exactamente igual que conozco los de Chanel o los de Prada. ¿Así que has comprado la empresa?

–Sí.

–Te debe de haber costado unos cuantos millones.

–Cientos de millones –sonrió Maximo con frialdad.

–Es evidente que tienes más dinero que sentido común –le espetó Lucy.

–Es evidente que tú tienes más apego a decir la verdad que tacto –contestó Maximo–. Toma –añadió entregándole su copa de champán cuando llamaron a la puerta.

Mientras un hombre muy delgado le entregaba una carpeta, Lucy probó el champán, que se le antojó dulce y gaseoso como un refresco.

Maximo cerró la puerta, abrió la carpeta y la hojeó. A continuación, le entregó Lucy un documento.

–Tienes que firmar esto –le indicó.

–¿Qué es? –quiso saber Lucy dejando su copa de champán sobre una mesa de cristal.

–Un acuerdo prenupcial.

–Pero… ¿quién se va casar?

–Tú. Conmigo.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

LUCY levantó la mirada de la carpeta y la clavó en el guapo príncipe que tenía ante sí.

–¿Pero qué dices? –gimió–. ¿Casarme contigo?

–Correcto.

–¡Pero si no te conozco de nada!

–Un buen punto de partida –contestó Maximo sonriendo.

–¿Acabas de decir que no te querías casar y ahora me vienes con que te quieres casar conmigo?

–Sí.

–¿Por qué?

–Empecemos enumerando las razones por las que tú querrías casarte conmigo –contestó Maximo–. Tengo palacios por todo el mundo y una fortuna incalculable que te permitiría comprarte lo que quisieras sin parpadear. No tendrías que volver a trabajar jamás, te codearías con lo más selecto de la sociedad, tu hija iría a los mejores colegios… –enumeró acercándose–. Y, por supuesto, está lo del título.

–¿El título? –repitió Lucy en un hilo de voz, dándose cuenta de lo cerca que lo tenía.

Maximo alargó el brazo y le apartó un mechón de pelo de la cara.

–Sí, vayas donde vayas, durante el resto de tu vida, serás aceptada y admirada porque serás mi princesa, mi mujer, la principessa Lucia d’Aquilla.

¿Ella princesa?

De repente, a Lucy se le ocurrió que la única salida que tenía era el alcohol, así que se bebió el champán de un trago, pero nada, seguía sintiendo la boca seca. Aquello no refrescaba lo más mínimo.

Maximo la estaba mirando intensamente. Cuando Lucy se dio cuenta de que se estaba fijando en sus labios, sintió que estaba poseyéndola y, de repente, se fijó en su respiración.

–La gente no se casa por dinero –objetó–. Se casa por amor –murmuró.

–¿De verdad? –se burló el príncipe acariciándole el cuello y mirándola a los ojos–. Sí, puede que tengas razón. Quizás sería por algo más aparte del dinero. Quizás te aceptaría en mi cama.

–¿Cómo?

El príncipe sonrió de manera cruel.

–Esto va ser mucho más deleitable de lo que había pensado. Te haré sentir como jamás te has sentido, te haré gemir y jadear de placer hasta que se te olvide cómo te llamas.

Lucy cerró los ojos. Era consciente de que aquel hombre podía hacer todo lo que había dicho, pues con sólo oírselo describir y con sentir los dedos en el cuello ya se estaba olvidando de cómo se llamaba.

–¿Te gustaría? –le preguntó Maximo rozándole la oreja con su aliento–. ¿Te gustaría sentir las cosas que has leído en los libros?

Lucy se estremeció de pies a cabeza.

Sorprendida, lo miró. Maximo la miraba con arrogancia. Era como si lo supiera todo, como si hubiera leído en su alma que sólo se había acostado con un hombre, un hombre que la había dejado profundamente insatisfecha.

–Pero antes has dicho… has dicho que no era tu tipo y que no me deseabas –le recordó.

–Me he equivocado –contestó Maximo–. Tienes una belleza diferente a la que he visto hasta ahora. La verdad es que no encuentro ninguna razón para que no disfrutemos de nuestro corto matrimonio. Te puedo mostrar lo que es el amor de verdad, lo apasionado que puede ser el amor.

–¿Amor? –le preguntó Lucy sintiendo que el corazón le daba un vuelco.

–Se te casas conmigo, te haré levitar.

¡Ah, esa clase de amor! Por supuesto. No debía olvidar que el príncipe Maximo d’Aquilla era un donjuán que no estaba dispuesto a involucrarse emocionalmente en ninguna relación.

–Pero has dicho que no querías casarte –murmuró Lucy–. ¿Por qué quieres hacerlo conmigo?

–Te tienes muy subestimada –contestó el príncipe acariciándole los brazos–. No sabes lo que vales, Lucia.

Lucia.

Cada vez que la llamaba así era como una caricia que la hacía sentirse exótica, guapa y deseada, una sensación que le gustaba pero que también le daba miedo.

Lucy tomó aire.

Sabía por experiencia que, cuando un hombre guapo hace demasiadas promesas, está mintiendo. ¿Por qué estaba Maximo intentando hacerla creer que la deseaba?

«Porque cree que, si no me seduce, no me casaré con él».

Al darse cuenta, encontró la fuerza para apartarse y elevar el mentón en actitud desafiante.

–No te quieres casar conmigo porque me encuentras guapa –le espetó–. Tus abogados deben de llevar horas trabajando para redactar este acuerdo, así que deja de intentar seducirme porque no soy una de esas pobrecillas que se derriten a tus pies. Quiero saber exactamente por qué te quieres casar conmigo. ¿A quién haces daño con ello y cómo?

–Cara… –contestó Maximo levantando las manos en actitud suplicante.

–¡No! –exclamó Lucy echándose atrás para que no la tocara–. No me llames cara. ¡Quiero datos puros y duros!

La expresión de Maximo cambió y, de repente, estalló en carcajadas.

–Bravo, signorina –exclamó aplaudiendo encantado–. Eres la primera mujer que se me resiste desde que tengo quince años. Bravo, respeto tu inteligencia.

Lucy se sonrojó ante su cumplido.

–Ya que así lo quieres… –continuó Maximo abriendo el acuerdo–. Vamos a los hechos puros y duros. Nuestro matrimonio durará aproximadamente tres meses. Durante ese tiempo, podrás gastar mi dinero como si fuera tuyo. A cambio, yo tendré el control y la gestión completos de todos tus activos actuales y futuros –le explicó–. ¿Te parece bien?

–Lo único que tengo es una vieja furgoneta Honda que apenas funciona –contestó Lucy riéndose con amargura–. Si quieres controlar y gestionar ese coche, por mí no hay problema.

–Cuando nos divorciemos, tendré que pagarte el precio de mercado de cualquier cosa que me quiera quedar y, además, te recompensaré con diez millones de dólares por cada mes que hayamos estado casados –continuó Maximo.

Lucy se quedó mirándolo atónita.

–¿Me darías treinta… millones… de dólares?

–Sí.

Lucy cerró los ojos.

No tendría que volver a trabajar jamás, podría pasarse el día entero jugando con su hija, Chloe tendría lo mejor del mundo, los mejores colegios, juguetes y ropa nuevos, clases de ballet, de italiano y de saxofón, todo lo que quisiera. Podrían tener la casita coqueta y acogedora con la que siempre había soñado, podría poner la calefacción al máximo, podrían comprar el árbol de Navidad más grande, Chloe podría tener un caballo o, mejor, una cuadra entera, podrían viajar, podría ir a Harvard.

Podría tenerlo todo, lo que quisiera.

Lucy intentó mantener la calma, pero le temblaban las manos.

–¿Y yo qué tendría que hacer a cambio?

–Tendrías que ser mi esposa en todos los sentidos, devota, sumisa y complaciente.

Lucy se mojó los labios.

–¿Tendría que hacer algo ilegal?

–No.

–¿Inmoral?

–Eso depende de cómo se mire. Sería un matrimonio de conveniencia, ya lo sabes. Hace un rato, no te gustaba la idea. ¿Qué opinas ahora?

Ahora, se lo estaba pensando.

–¿Sólo tres meses?

–Más o menos –contestó Maximo–. Lo que tarde en morirse un hombre, un hombre al que no conoces.

–Ah –se sorprendió Lucy.

–Es viejo y está enfermo. En cuanto se muera, nos divorciaremos y tendrás más dinero del que te puedas imaginar.

–Ya, pero me parece un poco feo estar esperando a que… otra persona se muera…

–Todos nos vamos a morir algún día, cara.

–Sí… es cierto –recapacitó Lucy paseándose por la habitación–. Pero tú no tendrás nada que ver en su muerte, ¿verdad? –le preguntó de repente.

–¿Me tomas por un asesino? –se indignó Maximo.

Lucy no lo conocía de nada, así que no lo tomaba por nada y lo tomaba por todo. Nada de aquello tenía sentido.

–Estoy intentando comprender la situación.

–Pues no intentes comprender nada. Tú limítate a firmar –contestó Maximo.

–Espera un momento, por favor –le rogó Lucy tapándose los ojos con las manos.

«Tengo que pensar con claridad», se dijo a sí misma.

Sin embargo, las propuestas que le había hecho el príncipe eran demasiado tentadoras. Claro que, ¿por qué iba a tener un príncipe tan guapo tanto interés en casarse con ella?

–¿Qué tengo yo como para valer treinta millones de dólares? ¿Y qué tiene que ver Alex con todo esto? –quiso saber.

Maximo apartó la mirada y apretó los dientes.

–Te he hecho una buena oferta. Si no te gusta, mándame al infierno y vuelve a tu vida de siempre.

Al oír aquello, Lucy sintió miedo. ¿Cómo iba a volver a su vida de siempre? ¿Cómo iba a despertar a Chloe, que dormía en una maravillosa suite, para llevársela a una casa llena de ratones?

–De lo contrario, firma el acuerdo y cásate conmigo –insistió Maximo poniéndole el acuerdo delante y tendiéndole un bolígrafo.

–Pero…

–Pero nada. Elige.

Lucy se quedó mirando el bolígrafo.

Sabía que era una locura firmar sin un abogado que le explicara exactamente dónde se metía. ¿Cómo se iba casar con un hombre al que no conocía de nada? ¿Cómo se iba a ir a Italia con un príncipe tan guapo? ¿Cómo iba a pasar de ser una madre soltera desesperada a una princesa poderosa? ¿Ser tan rica como para que su hija, su nieta y su bisnieta pudieran disfrutar de la vida sin tener que trabajar, disfrutando y siendo felices?

Lucy aceptó el bolígrafo.

Sería una locura no firmar. Tenía que arriesgarse a aceptar lo que el príncipe le ofrecía o volver a su vida de siempre, una vida que lo único que le ofrecía era el riesgo de tener que vivir en la furgoneta con su hija ahora que había perdido el trabajo.

Treinta millones de dólares.

Aun así, dudó.

–¿Y tus necesidades?

–¿Mis necesidades?

–Tus… necesidades –insistió Lucy sonrojándose–. Te advierto que no pienso acostarme contigo.

–Ah, eso, ya veremos –contestó Maximo sonriendo de manera sensual.

–No –le advirtió Lucy apretando el bolígrafo–. No estoy tan loca como para enamorarme de un hombre como tú.

–Aquí nadie está hablando de enamorarse. Me he acostado con muchas mujeres y nunca ninguna de ellas me ha roto el corazón. Estamos hablando de placer.

Por eso, precisamente, no podía permitir que la tocara jamás. Un donjuán como Maximo podría seducirla con su cuerpo, pero Lucy no se creía capaz de dejar el corazón fuera de la ecuación. No creía que fuera a ser capaz de hacer el amor sin estar enamorada y ya había sufrido bastante.

Debía protegerse por el bien de su hija porque quería ser una madre cariñosa y alegre y no una madre deprimida y vacía.

–Me da igual lo que creas –comentó–. Jamás podrás obligarme a acostarme contigo.

–¿Crees que tendría que obligarte? –le dijo Maximo acariciándole el labio con el dedo pulgar.

Al sentir aquella caricia tan íntima, Lucy experimentó miles de explosiones de deseo floreciendo por todo su cuerpo.

Maximo sonrió.

–Si decido seducirte, te entregarás a mí tú solita.

«Sí», pensó Lucy mirándolo anonadada.

Sin embargo, tomó aire y se apartó de él.

–Jamás –le espetó.

–Así que me retas, ¿eh? Maravilloso –comentó Maximo acariciándole la mejilla–. Eres una caja de sorpresas.

Lucy se moría por que la besara, pero debía resistirse.

«Resistid», les ordenó a sus piernas.

Pero no podía moverse y Maximo se estaba inclinando sobre ella.

Entonces, llamaron a la puerta.

–Tu última oportunidad –le advirtió Maximo tomándola del mentón–. Firma el acuerdo o vuelve a tu vida de siempre. Mi oferta termina a medianoche.

Ya era casi medianoche. Lucy miró el reloj y tomó aire. A continuación, apretó el bolígrafo que tenía en la mano e hizo lo que sabía que tenía que hacer.

Se inclinó sobre la mesa.

Dudó.

Firmó.

En cuanto hubo terminado de estampar su firma, Maximo le arrebató el bolígrafo con expresión inescrutable.

–Bene.

Lucy se sentía sucia, como si acabara de vender su alma al diablo.