Los sellos oscuros - Anna Benning - E-Book

Los sellos oscuros E-Book

Anna Benning

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Beschreibung

El inicio de la saga urban fantasy heredera de "Cazadores de Sombras" Los Superiores nos dieron la magia. Nosotros se lo dimos todo. Desde que el Espejo, el mundo paralelo que flota por encima del nuestro, se hizo visible, su magia ha llegado a la Tierra. Pero no es un milagro de cuento. La magia es, literalmente, una droga: un líquido azul que, canalizado a través de artefactos llamados sellos, te permite obrar prodigios... y siempre te deja ansioso de más. Gracias a su talento para las batallas mágicas clandestinas, Rayne está a punto de conseguir suficiente dinero para escapar de su vida como esbirra de los Nightserpents, una de las peores bandas de Londres. Pero entonces, la magia que consume empieza a devorarla. Su única esperanza de salvarse será colaborar con el misterioso, frío y peligroso Señor del Espejo.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Para mis padres, gracias por colmarmi vida de posibilidades.

Será con sangre, dicen;la sangre llama a la sangre.

WILLIAM SHAKESPEARE, Macbeth

Alius y Etas

Los dados del destino

Propiedad de la familia Tremblett

Linaje de los primeros portadores

Manipulación del tiempo

Anima

El anillo de las almas

Propiedad de la familia Coldwell

Proyección de ilusiones

Anguis

El cinturón de la serpiente

Propiedad de la familia Solomon

Absorción de la vida

Clavis

La llave de zafiro

Propiedad de la familia Attwater

Modificación espacial

Divinus

El espejo de los ángeles

Propiedad de la familia Lacroix

Estimulación de la voluntad

Ignis

El brazalete del dragón

Propiedad de la familia Harwood

Destrucción de la magia

Solis

La esfera del sol

Propiedad de la familia Fairburn

Regeneración de la vida

PRÓLOGO

Hubo un tiempo en que la magia solo existía en nuestros sueños. Yo no llegué a conocerlo, un mundo sin magia, quiero decir. Pero la gente aún habla de ello hoy en día. De cómo en aquel entonces creían saber lo que era la magia: una como la de las películas. Como la de los cuentos y los libros. Una fuerza misteriosa y, en general, positiva que obraba milagros.

Pero la magia no es así.

La magia de verdad es oscura y seductora, un líquido de resplandor azul más valioso que el oro y más adictivo que la droga más potente. Hace ya quince años que la magia entró en nuestro mundo. Provocó una fascinación contagiosa que hizo sucumbir primero a los ricos y privilegiados. Habrían vendido su alma por una gota de magia. Cuando alguien poderoso anhela algo así, los escrúpulos pasan a un segundo plano.

Hoy en día, la magia es parte de nuestra vida. Está por todas partes, en todos los continentes, en todos los países y ciudades.

Hay quien mata por poseerla.

Otros mueren tras conseguirla.

Y algunos, como yo, luchamos con ella para sobrevivir.

1

No quedaba ni un asiento libre en las gradas. Un escalofrío me recorrió la espalda al comprobarlo: fue franquear la entrada y sentirme asediada por el ruido. Aplausos, gritos, abucheos. Me sobrecogió una súbita sensación de soledad. Aunque la mano de Lily estaba bien aferrada a la mía, sabía lo que me esperaba.

Y sabía que debía enfrentarme a ello sola.

—¡Qué pasada! —gritó Lily. Casi no la oía, pero le leí los labios fácilmente. Se inclinó hacia mí—. Tenías razón. ¡Esto no tiene nada que ver con los combates amateur!

Y tanto que no. Contemplé el enorme hangar, apodado «heptadomo» por su cúpula heptagonal. Los construían en el espacio que antes habían ocupado campos de fútbol… cuando a la gente todavía le interesaba el fútbol.

Era la primera vez que entraba en una estructura así. Desde el metro, una interminable escalinata mecánica nos había hecho ascender piso tras piso hasta llegar a las gradas. Ahora estábamos tan arriba que teníamos una vista panorámica de todo el tinglado. Allá abajo, rieles de focos iluminaban ya las siete arenas de lucha independientes. Las paredes del heptadomo eran de cristal oscuro, las luces intermitentes de los proyectores danzaban sobre las superficies. Por encima de nosotras se cernía un cielo de tarde otoñal en el que todavía podían distinguirse algunos retazos de rojo y naranja.

Hundí la mano que tenía libre en el tejido de mi capa verde oliva y cerré los ojos para concentrarme. Para lograrlo, me dejé invadir por el aroma que me rodeaba. El heptadomo estaba repleto de un olor agridulce, pesado y muy intenso, una mezcla de cenizas y azúcar.

El aroma de la magia.

De inmediato, un hormigueo inquieto me recorrió la piel sin que pudiera evitarlo. Mi organismo sabía que se aproximaba la siguiente dosis de magia y, por más que me empeñara en negarlo, mi cuerpo la deseaba.

La parte racional de mi cerebro aborrecía la magia.

El resto de mi cuerpo no.

Las siete arenas heptagonales que estábamos mirando ya estaban ocupadas. En todas se enfrentaban parejas de contrincantes. Veía cómo se recrudecía su magia durante los combates, pero me obligué a no dedicarles demasiada atención.

Me pondría todavía más nerviosa.

—¿Ray? —Los ojos castaño oscuro de Lily me miraron con preocupación. Aunque la gente que nos rodeaba nos empujaba todo el tiempo hacia delante para buscar sus asientos, ella seguía de pie, firme—. Todavía estamos a tiempo de irnos y buscar otra solución.

Le sonreí. Lo decía en serio, eso me quedaba claro. Sabía que saldría conmigo del heptadomo si eso era lo que yo deseaba. Volveríamos de nuevo a los suburbios, a la central eléctrica derruida en la que nos habíamos criado, a seguir trabajando para Lazarus Wright. Formaríamos parte de su banda el resto de nuestras vidas: «Nightserpents hasta la muerte». Pero eso, poco a poco, día a día, acabaría anulando nuestra humanidad.

—No, ya que estamos aquí, quiero llegar hasta el final —dije, y asentí decidida. Mejor acabar con el tema de la inscripción cuanto antes, no fuera a ser que me lo pensara dos veces.

La zona en la que teníamos que apuntarnos quienes íbamos a combatir se encontraba en una entreplanta entre las gradas y, de camino, examiné al público que nos rodeaba. Aunque el gallinero era bastante más barato que las filas inferiores, donde los espectadores podían estar sentados, por todas partes se veía gente bien vestida y enjoyada. Todo el mundo contemplaba fascinado hacia el fondo del recinto, hacia las arenas, y solo algunos nos echaron un vistazo fugaz, para luego desviar la mirada al detectar los lamparones y los rotos de nuestra ropa.

Me empecé a sonrojar de la vergüenza.

—Deberíamos habernos puesto otra ropa —grité por encima de una oleada de aplausos, a lo que Lily me respondió con una sonrisa de oreja a oreja e inclinó la cabeza hacia mí.

—¿Para qué? Es mejor que te subestimen.

En eso tenía razón. Pero tampoco hacía falta aparecer con la falda deshilachada y unas mallas llenas de agujeros. Con mi aspecto habitual habría bastado: una chica larguirucha, paliducha y castaña que parecía un cachorrillo a la caza de un ratón. Lily tan solo se había recogido el cabello negro y encrespado con un lazo en una coleta alta. ¿Formaría parte de una estrategia? Porque, a pesar de su rostro de una hermosura que dejaba sin aliento y de su sonrisa inocente, Lily no había nacido ayer, eso había que reconocérselo.

Volvió a apretarme la mano y tiró de mí escaleras abajo. Noté su piel cálida contra la mía y me dejé contagiar por su confianza. De todas las personas que había conocido en mi vida, Lily había sido la que más había creído en mí, desde siempre. O, para ser más concreta, desde el día que, con seis años, anuncié que iba a robar chocolate del almacén del orfanato, y que además sería suficiente para repartirlo entre todos los niños. Lily no dudó de mí ni un segundo… y con razón.

Ella siempre había sido mi sostén, mi alma gemela. Además de ser la única que sabía lo que me traía entre manos hoy. Cuando entrara en una de las siete arenas heptagonales para pelear, dentro de nada, ella estaría de pie en la banda, gritando mi nombre hasta quedarse ronca.

Una parte de mí seguía sin poderse creer que lo hubiéramos conseguido. En los últimos meses había ido ganando todos mis combates amateur, acumulando suficientes puntos para pisar por primera vez, aquel día, un recinto profesional.

Había llegado el momento.

Nunca había deseado aquella vida. Pero eso no importaba. Lo que importaba era que Lily y yo teníamos que largarnos del orfanato lo antes posible. Para eso necesitábamos dinero, y en los combates profesionales a veces se hacían apuestas millonarias. Quien salía a la arena también se beneficiaba, si bien en una pequeña proporción, pero Lily había hecho los cálculos: por mi aspecto, nadie apostaría por mí. Eso quería decir que tanto el porcentaje que me correspondería como el premio en sí serían más elevados. Según los cálculos de Lily, una victoria en mis circunstancias implicaría una prima de diez mil libras. Diez mil libras que se traducirían en dos billetes que nos llevarían lejos de aquella vida insoportable y de los insoportables suburbios.

Una vida lejos de Lazarus Wright.

—Se accede por aquí. —Lily y yo acabábamos de encontrar la entrada a la zona de participantes; una sala austera que estaba separada de las gradas por paneles de cristal. Nos pusimos a la cola tras un fornido señor calvo que nos impedía ver la mesa de inscripciones.

Oteé por la ventana. ¿Cuánto público habría realmente? El heptadomo de Brent, al noroeste de Londres, era uno de los más pequeños, y aun así podía albergar a tres mil personas o más. Nunca había luchado delante de tanta gente. Las peleas amateur tenían lugar sobre todo en almacenes reformados para ese fin. Solo al avanzar en la liga de combates era posible acceder a un heptadomo.

Mi nerviosismo iba en aumento. Lily no me había soltado la mano ni un segundo y, mientras pasaban los minutos, me di cuenta de que empezaban a temblarme ligeramente los dedos.

«Ay, no», pensé, y cerré los ojos. «Calma», imploré a mis manos y al resto de mi cuerpo. Tenía que recomponerme, ese día precisamente no me podía permitir de ninguna manera tales debilidades. Pero mis palabras de advertencia no cambiaron nada.

Nunca lo hacían.

Lily parecía haber notado el temblor, a pesar de tenerme la mano agarrada con fuerza, porque me miró primero a mí y luego bajó la vista a nuestros dedos entrelazados.

—¿Va todo bien? —me susurró y, aunque asentí, su mirada pareció preocupada—. ¿Segura? ¿Te has tomado los bloqueadores?

«Sí, me los he tomado. Dos pastillas, esta misma mañana. Pero ya casi no hacen nada frente a los temblores, solo me cansan». Esa habría sido la respuesta honesta, pero en ese momento no nos ayudaría a ninguna de las dos, así que le dije:

—Por supuesto. Seguro que en nada se me pasa.

Lily iba a contestar cuando, de repente, una mujer que estaba detrás de nosotras soltó un gritito. Llevaba el pelo teñido de rojo brillante y tenía la boca igualmente pintada de rojo, además del maquillaje oscuro de los ojos. Pero lo más llamativo eran sus tatuajes: de cuello para abajo estaba recubierta de números siete. Al percatarse de nuestra mirada confusa, exclamó:

—¡Hoy han venido algunos Superiores!

«¿Superiores?». Rápidamente, volví a mirar hacia las gradas. Intenté diferenciar a los Superiores del resto del público, lo cual no tenía mucho sentido, porque tenían el mismo aspecto que cualquier persona normal.

Pero en ese momento, la mujer de los tatuajes en el escote señaló en dirección a la tribuna. Allá, separado del resto del público, podía verse a un grupo de personas que claramente pertenecían a otra clase: estaban sentadas mientras un camarero les servía unas bebidas justo en ese momento. Vestían chaquetas oscuras con el cuello alzado y miraban con indiferencia hacia las arenas de combate. A sus espaldas, de pie, podían distinguirse algunas personas uniformadas.

—¿Qué pintan aquí? —oí preguntar a Lily.

—Hace un par de días empezaron los rumores —los ojos de la mujer brillaban ávidos— de que se llevarían con ellos a los mejores luchadores.

Lily miró primero a la mujer y luego a mí. En sus ojos pude leer sus pensamientos como si los hubiera dicho en alto. «¿Se los llevarían con ellos? ¿Al Espejo?».

—¡Vaya tontería! —mascullé, y apreté los labios mientras la mujer me lanzaba una mirada iracunda.

—De tontería nada. En los últimos meses ya ha pasado un par de veces. Parece ser que los Superiores han seleccionado a algunos luchadores y les han ofrecido irse a vivir al Espejo.

—¿Y se ha vuelto a saber de ellos? —preguntó Lily.

—No. ¿A cuento de qué? Allá arriba seguro que les dan tanta magia como deseen.

La mujer levantó el mentón. Se notaba que haría cualquier cosa para causar buena impresión a los Superiores. Igual que todos y cada uno de los luchadores de la exhibición, seguramente. Cualquiera querría marcharse, a cualquier precio, a ese mundo que estaba por encima del nuestro. Al mundo en el que la magia era ilimitada.

Desde que el Espejo se hizo visible, de vez en cuando nos visitaban algunos Superiores, pero solo se reunían con políticos y empresarios para acordar el suministro de la magia. Una chica como yo, que vivía en los suburbios, en los barrios pobres de la ciudad, nunca antes había visto a un Superior. Tampoco es que me interesara. Vale, el Espejo era fascinante. Tan fascinante como lo son todas las cosas que se ven pero no se tocan. Un mundo en espejo, allá arriba, en el cielo. ¡A cualquiera le hubiera parecido increíble!

Pero los Superiores en sí no me interesaban lo más mínimo. Querían quedar de generosos ante nuestros gobiernos con su magia, pero su único objetivo era que dependiéramos de ellos en unos pocos años. Quienes vivíamos en los suburbios, por no hablar del resto de la humanidad, no sacábamos ningún beneficio del asunto. Permitían que nos empobreciéramos por culpa de su magia. Que renunciáramos a todo por unas miserables gotitas; que nos fuéramos desangrando poco a poco.

Para mí, con eso ya estaba todo dicho sobre los Superiores.

2

Por fin había terminado el calvo. Se hizo a un lado y llegamos a la mesa de inscripciones.

Un tipo escuálido con gafas nos miró aburrido. Llevaba un traje que no pasaba por su mejor momento y una camisa blanca. En la mesa que tenía delante podía verse el dibujo de un heptágono, el logotipo de la Federación de Sellos de Combate.

—¿Nombre? —me preguntó.

Inspiré hondo.

—Rayne Sandford.

Saqué de la capa la tarjeta de chip en la que estaban archivados los resultados de mis combates anteriores. El tirillas aquel la cogió con evidente desinterés, la metió en el lector y luego se dirigió a Lily.

—¿Acompañante obligatoria?

Lily contestó con la cabeza bien alta.

—Liliana Bellerose.

Él asintió y me volvió a mirar. No le sorprendió que acabara de cumplir diecisiete. A fin de cuentas, muchos participantes eran menores de edad. Los estudios indicaban que los cuerpos jóvenes absorbían y procesaban mejor la magia. Eso implicaba ataques más rápidos, defensas más robustas y posibilidades de beneficio más elevadas; razón suficiente para que Lazarus me enviara a mí antes que a los miembros mayores de su banda… y por supuesto antes que a Isaac, su huerfanito del alma.

—¿Y bien? —preguntó el hombre, impaciente—. ¿Qué va a ser?

—El brazalete.

Arqueó las cejas ante mi rápida respuesta. En su cara estaba escrito: «¿Un sello ofensivo? ¿Tú? ¿En serio?».

Seguramente esperaba que escogiera un medallón defensivo, o como mucho un anillo de proyección de ilusiones. Cualquier cosa menos un brazalete ofensivo. A fin de cuentas, eran el tipo de sellos que más riesgo implicaban.

—Esos chismes reparten fuerte —me había aclarado Isaac después de que Lazarus lo obligara a acompañarme a mi primer combate profesional—. Pero no ofrecen ninguna protección. Muy poca gente puede controlar un brazalete.

Bueno, pues entre esa gente estaba yo. Y no necesitaba protección.

El tirillas me observó unos segundos más, luego abrió una de sus tres cajas y me la puso delante. Contenía innumerables brazaletes de todo tipo, semejantes a los que ya me había puesto cientos de veces. Algunos eran de plata, otros de oro; unos eran muy simples, otros, más extravagantes. Solo se parecían en la placa heptagonal que todos tenían en el centro.

El sello.

Tenía un pirograbado que en pocos minutos se llenaría de magia. Lo evalué con ojo crítico. Era un círculo dividido por dos líneas, una vertical y otra diagonal. Conocía ese grabado, todos los brazaletes ofensivos lo tenían. Sin embargo, de inmediato detecté las imprecisiones en el dibujo y el trazo un tanto titubeante.

En cuanto el hombre me ofreció impaciente el brazalete, le quise echar mano de inmediato, pero Lily negó firme con la cabeza.

—Quiere uno bueno.

—Señorita, los grabados de los sellos son todos iguales. No es vuestro primer combate, ¿no? Estos chismes están todos homologados.

—Para nada. —Lily levantó el mentón—. Y mi amiga quiere uno bueno.

Incrédula, me quedé mirando a Lily. ¿De qué iba todo eso? Mi amiga sacó un saquito del bolsillo de la falda y lo puso con el puño cerrado sobre el mostrador.

Los ojos del hombre se entornaron hasta convertirse en meras líneas mientras se acariciaba reflexivo la barbilla. En ese momento, se hizo visible uno de sus tatuajes: en la parte inferior de la muñeca derecha vi cómo le despuntaba un ojo estilizado y abierto. La pupila, en vez de redonda, era heptagonal.

La mirada del hombre seguía pasando de Lily al saquito y del saquito a Lily. Como no contestaba, ella se inclinó sobre el mostrador y lo observó desde arriba con los ojos entornados.

—Escúchame bien: sé que tienes sellos mejores. Aquí dentro hay trescientas libras. Queremos uno bueno.

«¡Trescientas libras!». Era más de lo que nos pagaba Lazarus por todo un trimestre. ¿Cómo podía jugarse Lily tanto dinero?

El hombre volvió a frotarse el tatuaje con reticencia antes de esconderse detrás del mostrador y volver a aparecer con una caja estrecha que contenía más brazaletes, anillos y medallones, a cada cual más bonito. Me mordí el labio para que no se me notara la sorpresa. Hasta ahora me había enfrentado en doscientos siete combates profesionales. ¡Doscientos siete! Y me había tragado aquello de que todos los sellos eran iguales.

El hombre se aferró a la cajita.

—Estos imitan los poderosos sellos del Espejo. Son réplicas carísimas, ¿lo entendéis? No encontraréis nada mejor en ningún sitio.

Mi mirada pasaba de un sello a otro. Había un anillo con una esfera negra sostenida por dos manos. Otro tenía una banda atravesada con la cabeza de una serpiente en la parte superior. Junto a ese vi un brazalete de cobre dorado cuyo hueco para instalar la placa del sello estaba rodeado por un estilizado dragón con las alas abiertas a ambos lados.

Un escalofrío inexplicable me recorrió el cuerpo y abrí la boca sin pensármelo más.

—Este.

El hombre emitió un gruñido.

—Habéis tenido suerte, hoy estoy de buenas —rezongó—. Pero quiero el sello de vuelta en el mostrador en cuanto termine tu combate, bombón. ¿Entendido?

Me guardé un comentario por lo de «bombón» y cogí el sello. En el mismo instante que mis dedos tocaron el brazalete, supe que el hombre me había dado el mejor sello que había tenido entre las manos en mi vida. El dragón tenía un aspecto fascinante, con las amplias alas abiertas y con la placa para el sello justo donde debería latir su corazón. El grabado también era perfecto: cero imprecisiones. Las líneas seguían un trazado impoluto. Nunca había visto nada semejante.

—El soporte y el sello constituyen una unidad —me había explicado en su día Lazarus, en uno de sus pocos momentos de buen humor. Estábamos de pie en el tejado de la central eléctrica tras mi primera victoria en un combate amateur, contemplando desde abajo los rascacielos de los suburbios—. En principio da igual dónde se monte la placa con la magia. No importa si es en un anillo, un medallón o un brazalete. No importa la aleación: oro, plata o lo que sea. Pero cuanto mejor encajen ambas partes, cuanto mejor refleje el soporte el carácter del sello, mejor fluirá la magia luego a través de tu cuerpo.

Lily le pasó el saquito con el dinero al tipo responsable de las inscripciones y, después de que este hubiera contado los billetes furtivamente tras el mostrador, la seguí, caminando a su lado.

—¿Cómo lo has sabido? —le susurré.

Lily sonrió.

—Le oí comentar a Issac que se rumoreaba que había una organización clandestina en los heptadomos que distribuía sellos mejores a algunos luchadores. Le oí también decir que se llamaban «el Ojo», y que a algunos de sus miembros se les podía sobornar si se tenía el dinero suficiente. Me estaba marcando un farol.

—¿Y no dará el cante?

—¡Qué va! Los brazaletes son todos distintos. Y en cuanto al grabado… Ya lo has oído: «Estos chismes están todos homologados».

Pasé el dedo gordo con reverencia por el sello del dragón. Encajaba conmigo a la perfección, en todos los sentidos.

—Pero… —empecé—. El dinero. ¿Qué pasa si pierdo?

—No vas a perder.

La voz de Lily no albergaba ninguna duda.

—Y con la prima de ganadora me lo podrás devolver sin problema.

Eso era cierto. Trescientas libras a cambio de nuestra nueva vida.

Poco me parecía.

La siguiente fase del proceso de inscripción era la que más odiaba.

Aunque no era del todo cierto. Una parte de mí literalmente vibraba de expectación: notar correr la magia por tu flujo sanguíneo era una sensación incomparable.

Fuera de las arenas heptagonales, yo era Rayne Sandford, la chica de los suburbios a la que le temblaban las manos. Pero aquí era una luchadora que manejaba los sellos como nadie. Una de las mejores, ¡claro que sí!

Fuimos desde la mesa de inscripciones hasta la ventanilla en la que se dispensaba la magia. Ahora que iba a participar de forma oficial en un combate profesional, había que seguir un procedimiento. Una mujer de pelo muy corto me hizo un gesto impaciente para que me acercara. Retiré la tela de mi capa y extendí el brazo derecho hacia ella, ante lo cual levantó una de sus cejas bien depiladas. Al principio pensé que era por los visibles moratones que me había hecho en mi último combate, pero no: fijó la vista en el sello del dragón. Para demostrarle que todo estaba correcto, yo misma me lo puse y me lo ajusté a la muñeca. El frío metal brillaba sobre mi piel y, de nuevo, me provocó un escalofrío por todo el cuerpo. Una réplica de un sello muy poderoso, había dicho aquel hombre…

Eso tenía que ser una buena señal.

—¿Accedes, de forma voluntaria y en uso de tus plenas facultades, a que se te inyecte un grano de magia? —preguntó la mujer, y vi cómo, detrás de ella, una segunda esperaba con una tableta para que firmara mi consentimiento. La exoneración de responsabilidad obligatoria, por si la magia me provocaba algún daño excesivo.

—Accedo.

—¿Y tú te comprometes a acompañar a la participante hasta que se agote la magia?

Lily asintió, mirando a la cámara:

—Sí, me comprometo.

La primera mujer sacó una cajita. Presionó el pulgar contra un escáner de huellas digitales y, de inmediato, se abrió la tapa. Un resplandor frío nos cegó. Oficialmente era conocido como «azul invernal», por el destello blanco perla y la frialdad suave que emanaba siempre de la magia.

Si no supiera lo que era capaz de desatar aquello en una persona, hasta lo habría descrito como hermoso.

Siempre nos daban la misma dosis. No más de una gota por persona, un «grano»: sesenta y cuatro coma ocho miligramos, que costaban oficialmente trescientas cincuenta libras y que se guardaban en un vial de cristal heptagonal.

Mi mirada se clavó en el grano mientras la mujer lo extraía de la cajita. No podía evitarlo.

El anhelo de magia se manifestaba de múltiples maneras. En algunas personas, como Lazarus, era un profundo pozo sin fondo. En otras, un susurro incesante al oído. En mi caso, sin embargo, ese anhelo era como una serpiente que se aovillaba en mi subconsciente y esperaba. Normalmente ni me percataba de que estaba ahí. Pero ahora, la serpiente se había estirado y siseaba con expectación mientras yo extendía el brazo despacio. La serpiente sabía a la perfección lo que iba a ocurrir. Y ya había sido paciente durante mucho tiempo.

Sin dudar más, la mujer inyectó el grano en mi sello. Sentí la presión de la aguja a través del brazalete, pero no hice ninguna mueca. Luego, el grano resplandeciente y azul fluyó hacia mi interior y comenzó el intercambio: la sangre se mezcló con la magia hasta que mi cuerpo quedó totalmente unido al sello.

Me quedé sin aliento y agradecí tener cerca a Lily. Había pocos momentos en la vida en los que una se hiciera tan consciente de su cuerpo; la frialdad de la magia se transformaba en una ola de calor que lo iba incendiando célula a célula. Sentía cada partícula de piel, cada vello, cada gota de sangre que corría por mis venas. Como si mi cuerpo estuviera preso de una fiebre que transformaba cada célula en un fuego invisible.

La sensación no tardó en desvanecerse. Observé el vial. El grabado del sello estaba totalmente rodeado de magia azul invernal que iluminaba aquellas líneas claras y finas cuyo significado, en realidad, nunca me había interesado. Lo único que me interesaba era que la magia cargara el sello con lo que fuera necesario para ganar el combate.

Bajamos unas escaleras hacia la zona en la que había que esperar a que terminara el sorteo de las parejas. Nos dejamos caer en los bancos de madera, y Lily me quitó con cuidado la mochila de los hombros.

—¿Va todo bien?

«Mejor que bien», susurró una voz en mi interior. La magia me había calmado un poco el temblor de las manos, y sentía cómo todo mi ser se preparaba para usar el poder que se condensaba ahora en mis extremidades.

—Sí.

Le sonreí y me apoyé en ella mientras transcurrían los minutos. Finalmente sonó la señal, un gong estruendoso que informaba de la nueva ronda de combates. Siete, cada uno con dos participantes. Tensa, eché un vistazo hacia arriba, hacia el marcador en el que se iluminó mi número de inicio: mi combate tendría lugar en el cuarto heptágono, y mi contrincante se llamaba Dorian Whitlock.

¡Vaya mierda! El nombre no me sonaba de nada, lo cual quería decir que el tipo debía de llevar tiempo en la liga profesional. Conocía a casi todos los amateurs, no en vano había estado peleando por casi todo Londres. Lazarus nos dejaba cambiar de barrio a barrio a mí, a Isaac y a algunos otros, porque cada promotor solo podía registrar una cierta cantidad de luchadores por año. Nadie quería complicarse la vida por que un participante se desplomara por una dosis de magia demasiado alta. Que mi tarjeta de chip acumulara combates de diferentes promotores semana tras semana y que mi cuerpo estuviera cubierto de moratones no les importaba.

Así que era un profesional. Pues nada. La probabilidad de que me tocara enfrentarme a otro principiante era muy reducida. Ahora solo me quedaba esperar que Dorian Whitlock tuviera un punto débil… y que yo lo encontrara antes de que fuera demasiado tarde.

En pocos minutos empezaría la acción, así que adelanté un pie y me balanceé ligeramente. Luego me adentré en la zona de combate al lado de Lily.

Los siete heptágonos estaban rodeados de superficies vacías a las que solo podían acceder los árbitros y los acompañantes. Caminamos hasta el mío y constaté, con terror, que se hallaba justo debajo de la tribuna de los Superiores. Ninguno me estaba mirando, pero en cuanto comenzara el combate, sin duda lo harían.

Me empezó a entrar otro tipo de nerviosismo. A mí me daba igual lo que pensaran de mí los Superiores. Ese día, mi objetivo solo era acumular el máximo dinero posible. Aun así, todo mi cuerpo se tensó al saber que aquellas personas, a las que pertenecía la magia y que la usaban a diario, iban a estar observando cómo la manejaba yo. Seguramente toda esta parafernalia nuestra les parecía ridícula.

Pero daba igual. No podía permitirme ninguna inseguridad, me estaba jugando demasiado. Así que hice acopio de todo mi valor y di un paso hacia la luz que arrojaban los focos del techo del heptadomo.

—¿Rayne?

Fue la voz suave de Lily la que me hizo detenerme, y supe lo que iba a decir… porque lo decíamos siempre antes de un combate.

—Somos Inferiores.

Abracé a Lily y absorbí su aroma floral hasta la médula.

—Y a mucha honra —añadí, antes de entrar en la arena y dejar atrás a Rayne Sandford.

3

Mi contrincante todavía no estaba en la arena. En cuanto atravesé la línea, apareció ante mí el árbitro con una mirada seria. Era un hombre un tanto orondo y calvo, que llevaba unas aparatosas gafas sobre la nariz con las que, a modo de cámara térmica, seguiría nuestras firmas de magia durante todo el combate. Tras mostrarle mi sello para que lo verificara, me informó de las normas de seguridad que ya me sabía de memoria.

Recibir una estocada era una sensación parecida a que te rociaran con una mezcla de agua hirviendo y vidrio hecho añicos. Se suponía que los sellos que utilizábamos en los combates profesionales estaban algo debilitados, pero, aun así, hacían daño.

El árbitro esperó hasta que asentí y confirmé haber entendido todo para retirarse.

Miré fijamente a la línea exterior del heptágono. La arena parecía tan pequeña… La superficie de los combates amateur era casi el doble de grande. Aquí me tocaría controlar la magia de mi sello con más precisión que nunca.

Volví a observar la tribuna de los Superiores. En las paredes inferiores se reproducían imágenes del heptadomo y, cuando una cámara los enfocó, por fin pude verlos de cerca.

Había tres asientos. En el de la derecha divisé a una chica pálida con una melena azul que le caía hasta los hombros en elegantes rizos. Llevaba una chaqueta también azul y tenía cara de aburrimiento, como si hubiera preferido estar en cualquier lugar antes que allí.

A la izquierda estaba sentado un chico de tez oscura con el pelo corto y negro. Vestía una chaqueta de brocado lila y hablaba con un segundo tío que estaba sentado en medio. El cabello rubio platino de este enmarcaba unos rasgos finos, casi aristocráticos. Observaba el recinto serio mientras su mirada escaneaba todo el lugar sin que su cuerpo se moviera ni un milímetro. A diferencia de la chica del pelo azul, no parecía ni aburrido ni irritado, sino más bien… cansado.

Los camareros revoloteaban nerviosos a su alrededor, y tras ellos podían verse algunos hombres y mujeres de uniforme gris oscuro. Eran guardas o… soldados. En cualquier caso, llevaban el pelo rapado al cero y un tatuaje de un heptágono bien visible en la frente.

Tomé aire y me concentré en la sensación de calor que emitía el brazalete de cobre dorado de mi muñeca. «Todo va a salir bien». Me conocía todos los gestos que se necesitaban para activar la magia. Mi cuerpo era una prolongación del sello. Su magia reconocería el más mínimo movimiento de mi mano y reaccionaría.

El temblor había desaparecido totalmente de mis dedos.

Estaba lista.

En ese momento, mi contrincante entró en el heptágono. Era un joven de unos veinte años, delgado pero musculoso, con el pelo negro y una sonrisa torcida en los labios.

«Dorian Whitlock», recordé que se llamaba. Tenía un cierto parecido con aquel cantante coreano que le gustaba tanto a Lily, pero en su caso llevaba un corte de pelo en el que destacaba una especie de cresta, además de una enorme cantidad de piercings en las orejas. Vestía ropa suelta: un pantalón amplio y una camisa sencilla. Me observó brevemente y su mirada pareció quedarse clavada en el agujero que tenía en la media izquierda. Su sonrisa se hizo más amplia. Tal vez pensaba lo mismo que cada una de las personas que se agolpaban en las gradas o que estaban sentadas allá arriba, en sus tribunas: «Esta estúpida con su faldita va a caer a la primera».

Mejor así, mejor que todos apostaran en mi contra. Eso haría que mi prima de vencedora fuera todavía mayor.

Dorian estiró el brazo para que el árbitro identificara su sello. Había escogido un amuleto, un sello defensivo. Mal asunto: significaba que el combate iba a durar mucho. A los que llevaban amuletos les encantaba atrincherarse y dejar que corriera el reloj mientras su oponente se agotaba lanzando un ataque tras otro. Pero yo no iba a caer en esa trampa.

Mi mirada se desvió hacia la izquierda. Lily, instalada en la banda con nuestras dos mochilas, ya había examinado a mi oponente. Se mordía el labio inferior, como hacía siempre que estaba preocupada.

Eché un vistazo a las imágenes que se proyectaban en la columna heptagonal situada en medio de la cúpula. Hasta entonces casi todo habían sido anuncios, pero ahora se iluminaban los puntos que cada contrincante tenía acumulados de combates anteriores. Yo acababa de salir de la liga amateur, así que al lado de mi nombre aparecían los puntos de inicio: exactamente 7000. En el caso de Dorian, eran 14530.

El doble.

«Joder».

El árbitro echó un vistazo a su reloj y levantó una mano. El ruido se fue apagando en todo el recinto. En las otras arenas, las demás parejas también se preparaban para combatir.

Los focos se giraron hacia nosotros. No me atrevía ni a respirar. Menos mal que Dorian no podía escuchar cómo el corazón me latía nervioso contra las costillas. A mí me daba la sensación de que hacía un ruido ensordecedor, tan fuerte que llegaba incluso a la tribuna de los Superiores.

Una vez más, me concentré. La magia del sello del dragón se extendía por todo mi cuerpo, mis dedos hervían de ganas de lanzar los gestos correctos. Casi me parecía poder sentir las líneas y círculos que estaban grabados en la placa. Era mucho más fuerte que todos los sellos que había portado hasta entonces.

Lo iba a conseguir. A fin de cuentas, la semana pasada había noqueado a Isaac Moselby con solo tres gestos. Al muy gallito todo el mundo lo tenía por uno de los mejores luchadores amateurs de los suburbios.

Sonó un gong estremecedor. El sonido vibró por todo el heptadomo. Dorian Whitlock hizo una leve reverencia sin dejar de sonreír, y yo le imité. Empecé la cuenta atrás. Siete segundos entre un gong y el siguiente. Ahí empezaba todo. Los combates duraban un máximo de siete minutos. Si en ese tiempo ninguno de los dos era capaz de vencer a su rival, se procedía al desempate, cosa que yo debía evitar a toda costa: mis manos no podían controlar la magia con precisión durante tanto tiempo. Incluso si ahora parecían tranquilas, el temblor podía reaparecer en cualquier momento. Tenía que dejar a Dorian Whitlock fuera de combate lo más rápido posible. Por eso nunca me planteaba usar amuletos defensivos. Atrincherarme no me valía de nada. O acababa con mi contrincante durante la primera ronda, o ya no había nada que hacer.

Bajaron la iluminación de los proyectores de nuestro heptágono, la oscuridad se apoderó de las gradas. Me incliné y estiré los dedos en dirección al suelo en una pose neutra. Dorian clavó su mirada en mí, también él tenía las manos a ambos lados. En sus labios, una sonrisa segura de su victoria.

Entonces sonó el gong por segunda vez.

Mi mano derecha salió disparada hacia delante. Era el gesto más fácil de todos y el que requería menos magia: la estocada. De inmediato, una niebla de color azul invernal se desprendió de mis dedos. Restalló como el trueno hacia mi contrincante, más rápido de como solían hacerlo otros sellos a los que estaba acostumbrada. Pero Dorian se cubrió a tiempo con ambas manos, hizo aparecer un escudo mágico con forma de semicírculo parpadeante, y mi ataque rebotó.

Hasta ahí, todo totalmente previsible.

Probé con otras dos estocadas, porque solía funcionarme encajar una justo en el momento en que mi contrincante no estaba especialmente alerta. Y luego, una vez perdía el control, lancé otra más con la esperanza de ganar la partida.

Pero Dorian estaba alerta. Me esquivó con habilidad e invocó otro escudo cuando pasé rozándole, y mi magia se hizo añicos.

¡Vaya mierda! Cuando alguien peleaba como Dorian, no había manera de ser lo suficientemente rápida como para atravesar los escudos de su amuleto defensivo. Tenía que sorprenderlo con un ataque.

Escuchaba al público gritar enfervorizado desde las gradas, y la potente voz de Lily desde la banda; pero me obligué a ignorar todo el ruido.

Dorian avanzaba con pasos laterales lentos por el borde del heptágono. Yo hice lo mismo, para mantener las distancias.

Era hora de sacarlo de su zona de confort.

Levanté la mano en la que el sello continuaba brillando con un azul intenso. Mientras siguiera así, la magia me obedecería a pies juntillas. Si la luz empezaba a parpadear… entonces sí tendría que preocuparme.

Moví la mano hacia abajo con un gesto abrupto y luego avancé veloz. Parecía como si mi cuerpo hubiera sido catapultado, atravesado por un impulso hacia delante. Durante unos pocos segundos fui más rápida de lo que debería haber sido posible.

De inmediato, lancé un segundo gesto. Empecé a dar golpecillos con los dedos en distintas direcciones. Unos puntos diminutos iluminaron el aire: minas, mi gesto favorito. Consumían una gran cantidad de líquido azul, sí, pero también eran muy efectivas. Casi ni se veían, y si te alcanzaban, ya no había escudo que valiera.

Dorian tardó unos segundos en tocar una y hacerla explotar. Le oí gruñir de dolor.

Me disparó una estocada, y luego dos más. Dorian las había lanzado tan seguidas y con tanta habilidad que no las iba a poder esquivar, o por lo menos no echándome a correr.

Abrí los dedos hasta hacer aparecer en el suelo una plataforma redonda y azul, y salté con precisión sobre ella.

Me catapulté unos metros hacia mi contrincante. Iba flotando por el aire, dispuesta a arrojar una estocada, cuando de repente una niebla azul invadió todo el heptágono.

¿Pero qué coño era eso? ¡No veía nada!

La gente que portaba medallones podía usar los gestos defensivos con mucha más fuerza. Si hubiera sido yo la que hubiera conjurado esa niebla mágica, no habría sido capaz de inundar con ella ni la mitad de una superficie tan grande. Sin embargo, con el sello de Dorian, la niebla era tan densa que casi me cegaba por completo.

El público tampoco podía ver el combate. Los únicos que podían vernos, gracias a sus gafas de alta tecnología (o, por lo menos, distinguir nuestras firmas de magia), eran los árbitros.

Disparé tres estocadas mágicas a la nada, pero no oí nada: no había alcanzado a Dorian. Entonces percibí un movimiento a mi izquierda. Cerré los puños. Tenía que darle sí o sí. En cuanto distinguí una silueta, dibujé una línea recta de arriba abajo con la mano: estasis. No era un gesto fácil de ejecutar: la línea debía alcanzar exactamente al objetivo, si no, la magia perdía potencia, y lo único que se conseguía era desperdiciarla. Me salió a la primera: paralicé a Dorian por completo. El efecto solo iba a durar un par de segundos, pero sería suficiente. Apreté los puños, los separé como si estuviera retirando la vaina de una espada e inicié un movimiento de barrido hacia delante. Unas cuchillas mágicas azules aparecieron a mi alrededor, zumbaron hacia mi oponente y… se hicieron añicos.

Solo en ese momento me di cuenta de que Dorian estaba totalmente cubierto por una capa protectora. No era un escudo normal: parecía haberse acorazado. Un gesto tan potente consumía mucha magia. Pero, por ahora, lo había salvado.

Sin duda, había subestimado lo superior que era el nivel de los combates del heptadomo comparado con el de los amateur. Aterrada, me percaté de que la luz azul invernal de mi sello iba perdiendo intensidad. Apenas me quedaba magia. El grano estaba prácticamente agotado. Si llegaba a ese punto, se habría acabado todo. Quien se quedara sin magia antes sería declarado perdedor del combate.

El sello de Dorian no podía estar mucho mejor: la niebla costaba casi medio grano; de hecho, él también parecía estar vacilando antes de volver a atacarme. Nos movíamos en círculo, evaluándonos. La respiración me resonaba con fuerza en los oídos. Tenía que ganar a Dorian Whitlock. «¡Diez mil libras!».

«Hazlo por Lily».

«Hazlo para no tener que volver a ver a Lazarus Wright».

De repente, algo me arrastró con tal fuerza que ni siquiera el gesto antigravedad que utilicé pudo salvarme. Algo había tirado de mí. Caí de bruces al suelo, respirando con dificultad.

¡Una inmovilización mágica! Dorian me había atado los brazos y las piernas con finas cuerdas azules. Y como la inmovilización era un gesto defensivo, su sello lo hacía mil veces más fuerte.

De pronto apareció delante de mí. Tenía el pelo negro revuelto y se le había enrojecido la piel allí donde mi magia le había alcanzado. A pesar de eso, sonreía.

—Buena pelea, Rayne Sandford —me consoló, aunque el combate aún no había llegado a su fin.

Su arrogancia me cabreó tanto que cerré los puños. Solo tenía una oportunidad. Así que golpeé con fuerza el suelo, desesperada, y mi sello emitió una ola de magia que se disparó en todas las direcciones. Un gesto rotundo… con un alto precio. Era el último que sería capaz de ejecutar, dado que la magia de mi sello ya empezaba a titilar y pronto se agotaría. ¡Tenía que funcionar!

Pero la inmovilización que me atrapaba era más fuerte. La ola de magia se disolvió.

—Lo siento, en serio. —Dorian inclinó la cabeza y se arrodilló ante mí.

«Yo también», pensé, o más bien casi exclamé, mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. A lo lejos, me pareció escuchar gritar a Lily. Gracias a sus gafas, estaba claro que el árbitro sabía lo que estaba pasando. Ahora empezaría a contar los siete segundos, si es que no había comenzado ya.

Siete segundos sobre la lona y habría perdido.

Me comenzaron a temblar las manos con tal intensidad que el hormigueo que sentía en los dedos empezó a quemarme. Mi último gesto debía de haberme dejado tocada de verdad, porque el calor se me iba extendiendo por el flujo sanguíneo, desde el brazo derecho hacia el resto del cuerpo. Iba a perder. Ese combate, las trescientas libras de Lily, cualquier posibilidad de reconducir nuestras vidas. Si perdía, en un par de días Lazarus se enteraría de que tenía licencia para competir en la liga profesional, y entonces sí que haría todo lo posible para que nunca pudiéramos abandonar la ciudad.

Era nuestra única posibilidad.

«¡Levántate y pelea!».

El pensamiento se asentó en mi mente. Me tensé hasta que sentí que me vibraba todo el cuerpo. Un dolor punzante me recorrió el brazo, y de repente pasó algo que no había visto en toda mi vida: la última gota de azul invernal que quedaba en mi sello se transformó en algo tenebroso, oscureciéndose más y más hasta volverse totalmente negra.

La poca magia que quedaba en mi cuerpo salió al exterior en oscuras bocanadas que atravesaron mi piel. Deshizo como si nada la inmovilización que me apresaba, e incluso la niebla empezó a disiparse lentamente; era como si aquella nube negra hubiera disuelto toda la magia a nuestro alrededor.

—¿Qué co…? —gruñó Dorian.

El pánico se apoderó de su mirada, hizo un gesto de protección apresurado, pero los hilos de magia negra lo calaron como si su escudo nunca hubiera existido, con tal ímpetu que fue a dar con sus huesos en el suelo. La magia se derramó sobre su cuerpo y más allá, para, finalmente, esfumarse.

Dorian se quedó desplomado, inconsciente, y por un terrible segundo pensé que lo había matado. Me arrastré hasta él y le tomé la mano. Su cara estaba perlada de sudor y su pulso era débil, pero estaba vivo. Me separé de él y, al dejar caer su mano, descubrí un tatuaje que se vislumbraba por debajo de su manga. Era el mismo que le había visto al hombre de las inscripciones: un ojo con una pupila heptagonal.

Esa organización clandestina de la que había hablado Lily… ¿Pertenecería Dorian a ella?

El aire que nos rodeaba se fue aclarando a medida que se disipaba la niebla. Aturdida, miré hacia los monitores de la columna central. Se había activado la cuenta atrás de siete segundos. Seguí los dígitos mientras apretaba las manos contra mi cuerpo. ¿Se habría percatado alguien de algo? No, el árbitro que había aparecido a mi lado solo observaba a Dorian, tendido en el suelo, comprobando si sería capaz de levantarse.

No lo hizo.

Cuando hubieron transcurrido los siete segundos, todo sucedió al mismo tiempo: un aplauso prendió a mi alrededor, primero dubitativo y luego frenético, porque, obviamente, nadie alcanzaba a entender cómo podía haber ganado una niñata como yo; el árbitro levantó mi mano todavía temblorosa y me declaró ganadora; Lily, infringiendo todas las normas, vino corriendo al centro del heptágono para abrazarme. No dejaba de saltar, sonriendo de oreja a oreja.

—¡Lo has conseguido! —gritaba una y otra vez, y me besaba las mejillas. Dejé que me diera un largo abrazo, mientras el personal sanitario entraba corriendo en la arena para ocuparse de Dorian Whitlock.

Miré hacia arriba, hacia la tribuna de los Superiores. La chica del pelo azul y el chico de la chaqueta lila charlaban, pero el rubio se había quedado sentado estoicamente en su asiento. La única diferencia era que ya no parecía cansado. Más bien al contrario: mientras sus acompañantes conversaban a su alrededor, él me miraba fijamente. A mí. Como si pudiera adentrarse en mi mente y arrebatarme todos mis secretos.

Y esos ojos… analíticos, penetrantes, curiosos… me inmovilizaron con una magia totalmente diferente.

4

Las próximas veinticuatro horas iban a ser las más difíciles de mi vida, pero empezaron como cada mañana, con el mismo juego cruel.

Lazarus estaba sentado en su escritorio, asignando tareas. Primero, a los miembros de la banda que lo acompañaban desde hacía años; luego, a los recién llegados, y muy al final, a nuestro grupo: los cuatro últimos huérfanos que quedábamos. Nos obligaba a estar diez minutos haciendo cola ante él por el simple placer de ignorarnos. Con toda la calma del mundo, sujetaba su intercomunicador (la fina pantalla a través de la cual organizaba toda su vida) como si tuviera que confirmar algún detalle superimportante antes de poder prestarnos atención.

Yo no tenía ni idea de por qué seguía siempre aquella puta rutina. ¿Se creía muy original? ¿Era una demostración de poder? ¿O simplemente quería comprobar cuánto tardaba en que se me hincharan las narices y saltara por encima del escritorio para meterle una buena hostia? Fuera por lo que fuere… ese sería el último día que me tocaría aguantar a Lazarus Wright. Me lo había prometido a mí misma.

En silencio, miré de reojo a mi alrededor. Lily estaba en la cola, justo a mi lado, con expresión neutra, pero yo la conocía lo suficiente para saber que estaba nerviosa. El día anterior habíamos llegado como si nada a nuestra habitación del orfanato. Por dentro, nos sentíamos como si flotáramos. Y no solo porque hubiera ganado un combate en un heptadomo, sino porque nadie se había percatado de que Lily y yo habíamos estado en Brent. Nadie sabía que había entrado en la liga profesional, nadie sabía nada de mi prima de ganadora… Y así debía seguir siendo hasta el día siguiente.

Porque para entonces la Federación de Sellos de Combate ya habría transferido el dinero a mi tarjeta de chip, y podríamos así poner en marcha la segunda parte de nuestro plan. Hasta entonces, no podíamos permitirnos ningún fallo. Si no, todo habría sido en vano. Y conocía a Lazarus. La más mínima sospecha de que tramábamos algo bastaría para que no nos perdiera de vista.

Por eso aquel día me obligué a estar todavía más quieta de lo normal, a pesar de lo mucho que me dolían los brazos y las piernas; aunque eso no era nada raro tras un combate, por alguna razón esa vez el dolor era más intenso de lo habitual.

Con un escalofrío, recordé la magia negra que se había liberado de mi interior. Las bocanadas de vapor oscuro, el frío… No tenía ni idea de qué había sido aquello.

Aunque eso no era del todo cierto. En los suburbios hacía tiempo que corrían rumores de que se estaba extendiendo una epidemia. Una enfermedad de la magia. Oficialmente se había desmentido su existencia, pero la realidad era que había gente que la contraía y moría. Además, cada vez se veían más figuras tiradas por las esquinas, con el cuerpo cubierto de venas oscuras. Se decía que la enfermedad empezaba poco a poco, y que iba extendiéndose hasta que la gente simplemente se caía redonda y moría. Solo que… eso no era lo que me había pasado a mí en la arena, ¿no? Vale, la magia se había vuelto más oscura, pero había salido de mí a raudales. Me había rescatado y había desaparecido sin dejar rastro.

Fuera lo que fuera lo que hubiera pasado, no había ningún motivo para preocuparse. Se lo contaría a Lily en cuanto estuviéramos lejos de Londres. En ese momento nos teníamos que centrar en nuestra huida.

Volví a echar un vistazo de reojo, esta vez a mis otros dos compañeros. Isaac y Enzo miraban al frente, la personificación de dos soldados perfectos. Isaac se había ido tatuando todo el torso y, aunque estaba tan delgado como nosotras, la tinta lo hacía parecer mucho más amenazador. Por el contrario, Enzo era el típico mazado descerebrado, aunque su firme intención de impresionar a Lazarus era igualita a la de Isaac.

Antes, cuando vivían más niñas y niños en el orfanato, Enzo, Isaac, Lily y yo éramos amigos. Pero mientras que a nosotras los abusos de Lazarus nos habían llevado a querer huir cada vez más desesperadamente, ellos dos tomaron el camino contrario; se habían acostumbrado a la vida de los Nightserpents. Y desde que gané a Isaac en un combate de sellos, estábamos en permanente pie de guerra. Yo amenazaba con arrebatarle su puesto de número uno de Lazarus en las arenas, y eso él no lo podía permitir.

En ese momento nos llegó un gruñido desde el escritorio. Lazarus parecía estárselo pasando en grande con algo que le llegaba por el intercomunicador. Se estiró y puso las piernas sobre la mesa sin dignarse a mirarnos. Me empezaron a temblar las manos. ¿Estaba de coña? Llevábamos allí plantados casi un cuarto de hora.

—¿Qué te pica, petardilla? —gruñó de pronto, mientras dejaba el intercomunicador a un lado.

Cerré los puños. El apodo me ponía de los nervios. «Se enciende como un petardo», había dicho sobre mí una vez Isaac, y desde entonces Lazarus me llamaba «petarda» a todas horas.

—¿Y bien? —prosiguió.

—Nada, solo estaba pensando —dije, una respuesta breve. Había aprendido que las respuestas cortas eran las que ofrecían menos posibilidad de ataque.

—¿Pensando? —Lazarus emitió un sonido despectivo—. Que estés pensando nos cuesta demasiado dinero. —Su mirada se dirigió con desaprobación a mis manos temblorosas—. Mejor vete a hacer unos ejercicios de relajación y desconecta. Estoy harto de estarte comprando todo el tiempo pastillitas para esos temblores tuyos.

Isaac se rio por lo bajo, lo cual no hizo más que llenarme de ira. Lazarus sabía igual de bien que yo que mis betabloqueadores costaban una ínfima parte de lo que él necesitaba para satisfacer su adicción a la magia. Era él quien se compraba a todas horas aquellas malditas monedas, los happy-uppers, y quien se las pegaba al brazo a la mínima oportunidad. Su dormitorio, que me tocaba limpiar a mí, estaba lleno de aquella mierda, y más de una vez me había encontrado a Lazarus atontado en el suelo, riéndose como un lelo.

—No le des más vueltas —masculló Lazarus—. Es un rollo psicológico, nada más.

—De eso sabes tú bastante —le dije, y los ojos de Lazarus se entornaron hasta convertirse en dos líneas.

Lily susurró mi nombre, una clara advertencia, pero ya era demasiado tarde. Lazarus se levantó de la silla, dio la vuelta al escritorio y me agarró por el cuello.

—Ándate con cuidado, petarda. Todavía me perteneces. Y mi paciencia no es infinita.

Apretó tan fuerte que me costó tragarme un gemido de dolor apagado. Presionaba sus dedos gordos justo encima del localizador que me había implantado en la nuca, bajo el nacimiento del pelo. Era el símbolo personal de nuestra banda, una «prueba de confianza», había dicho Lazarus entonces. Además, muy convenientemente, enviaba una alarma a su intercomunicador en cuanto alguien cruzaba los límites de la ciudad. O si alguien intentaba arrancárselo.

Yo lo había intentado dos veces.

Lazarus se apartó de mí, y lo miré directamente a la cara. Era increíble lo mucho que su adicción a la magia lo había ido cambiando a lo largo de los años. Antes, Lazarus tenía, por lo menos superficialmente, un aspecto agradable, incluso atractivo. Pero no ahora. Las ojeras, las arrugas… La magia lo estaba consumiendo poco a poco y se notaba, por mucho que el Gobierno defendiera que no provocaba adicción. Tal vez fuera cierto en cuanto a una adicción física, pero el ansia por la felicidad que ofrecían los happy-uppers se había cincelado desde hacía tiempo en el rostro de Lazarus. Y cada vez lo volvía más imprevisible.

—¿Me has oído, petarda? —preguntó, respirándome en la cara.

Sentí la mano de Lily en la mía y supe lo que me quería recordar. «No te dejes provocar. No te arriesgues ahora. Porque se dará cuenta de lo que tenemos entre manos».

—Alto y claro —dije. Sentía la bilis en la garganta.

Satisfecho, Lazarus se volvió a sentar, sonriente. Se repanchingó, y luego empezó a pasarnos lista con la mirada.

—Venga, os toca ir al mercado de Cable Street, en concreto al traficante de grano de la segunda planta. Hay que aligerarle un envío que tiene para nosotros.

Hizo un gesto para que Isaac se acercara y le transfirió algo por el intercomunicador. Seguramente dinero.

—Nos hace precio de amigos, claro está. Si tiene dudas, le aclaráis que se puede dar con un canto en los dientes por tenerme como comprador, ¿entendido?

Asentimos. Un mal presentimiento se me iba asentando cada vez más en el estómago. Iba a ser uno de esos encargos. Justo hoy.

Sabía perfectamente de qué envío hablaba Lazarus. Se trataba de magia. La quería para una de las legendarias fiestas que organizaba cada poco tiempo en la ciudad. Pero al día siguiente, todo eso habría quedado atrás…

—Agarrad los granos y desapareced sin llamar la atención —nos indicó Lazarus—. Y más os vale no cagarla.

—No te preocupes, Laz. —Isaac me observó lleno de satisfacción—. Hoy no se va a pasar nadie de la raya.

Ya casi estábamos en la puerta cuando Lazarus nos volvió a llamar:

—Por cierto, Lily, hazme un favor y no te pongas mañana por la noche el mismo vestidito de flores de siempre, ¿vale? Nuestros clientes esperan algo más exclusivo de tu parte.

En silencio, Lily y yo volvimos a nuestra habitación para prepararnos para la salida. El espacio en el que dormíamos desde hacía unos años estaba en el sótano de la antigua central, entre turbinas inservibles.

Aunque ponía un pie delante del otro, por dentro me sentía paralizada. «Nuestros invitados esperan algo más exclusivo de tu parte», había dicho Lazarus. Sus palabras retumbaban en mi cabeza. En momentos así, me preguntaba cómo nuestra vida podía haberse vuelto tan horrible.

Recordaba perfectamente la época en que el orfanato era un lugar limpio, agradable y en paz. No importaba que estuviera ubicado en un barrio empobrecido de Londres, lejos del centro tornasolado de la ciudad. Gracias a Mimzy, la antigua directora, siempre nos habíamos sentido como en casa. Nos hacía galletas de canela, nos leía libros y jugaba al escondite conmigo y con Lily por el hangar derruido de la antigua central todo lo que le aguantaban las piernas. Íbamos al colegio y llevábamos una vida tan normal como era posible en los suburbios.

Pero entonces, hacía cinco años, Mimzy murió, y su hijo apareció de la nada. Al principio sentimos alivio, porque Lazarus rescató el orfanato del cierre, pero al cabo de pocos meses Lily y yo nos percatamos de lo que se cocía en realidad: Lazarus había escogido el orfanato como nuevo centro de operaciones de su banda, y con los Nightserpents nuestra vida se fue convirtiendo poco a poco en un infierno.

Los huérfanos éramos para Lazarus un recurso y, a la vez, el mejor camuflaje que podría haberse imaginado. Nuestra presencia había evitado redadas y controles, y así él pudo seguir afianzando su poder.

Actualmente, Lazarus era el rey secreto de los suburbios, y en el orfanato hacía tiempo que, quitándonos a Enzo, Isaac, Lily y yo, no vivía ningún huérfano.

Al llegar a la habitación, Lily llenó una mochila y, en vez de ponerse unos vaqueros, se ajustó una falda que le caía suave sobre las caderas. Se peinó y, con ayuda de un espejo de mano, se puso algo de colorete sobre la tez morena. Estaba preciosa. Lo era, tanto que antes siempre fantaseaba con que llegaría a ser una modelo famosa y que participaría en desfiles en París. En otra época, su belleza me había parecido un regalo…, pero en realidad representaba un peligro terrible.

—Como sigas así, te va a salir humo por las orejas. —Lily me sonrió a través del espejo, estaba claro que se había dado cuenta de cómo la miraba—. Piensas tan en alto que escucho tus pensamientos desde aquí. No tienes que preocuparte por mí, Ray, de verdad.

—¡Claro que me preocupo por ti! Ya has oído lo que ha dicho Lazarus.

Lily miró en dirección a la puerta para cerciorarse de que estábamos solas, y luego se acercó a mí.

—Sí, ¿y? Mañana por la mañana llega el dinero. Para cuando empiece la fiesta, nosotras ya estaremos lejos de la ciudad. —Como no le contesté, me rodeó con sus esbeltos brazos—. Todo va a salir bien. Ya hemos conseguido lo más difícil. Lo que hiciste ayer fue increíble. ¡Tu oponente tenía casi 15000 puntos, y aun así lo noqueaste! La gente estaba fuera de sí. —Se retiró y su sonrisa orgullosa dio paso a un ceño fruncido—. ¿Te pasa algo? Antes parecías agotada. ¿Todavía te duran los efectos secundarios de la magia?

Bufé.

—Tendré efectos secundarios mientras tenga que seguir respirando el mismo aire que Lazarus.

Lily volvió a sonreír, pero en su rostro permanecieron las arrugas de preocupación. Ella solo había dejado entrar en su cuerpo un único grano de magia. Lazarus quería comprobar si tenía perfil de luchadora. Pero daba igual que probara con un anillo, con un medallón o con un brazalete: a Lily no le sentaba bien la magia. Al principio me sentí aliviada. En mi inocencia, me había alegrado pensar que Lily nunca tendría que salir a una arena… hasta que me di cuenta de lo que significaba. Si Lily no participaba en los combates, no ganaba dinero, y eso era totalmente inaceptable para Lazarus. Todo el mundo debía contribuir. Isaac y yo combatíamos con los sellos, Enzo ayudaba en los robos, y Lily… A Lily, Lazarus le asignó sus malditas fiestas.

Eran el último grito entre la gente rica del centro de Londres, pagaban un riñón por asistir. Iba la típica jet set adicta a la adrenalina y la aventura de la que carecían sus acomodadas vidas de lujo. La lista de asistentes era totalmente exclusiva, y el lugar en el que se celebraban las fiestas se mantenía en secreto absoluto hasta el último momento.

No tenía ni idea de lo que iba a exigirle Lazarus a Lily. Si se tenía que poner guapa solo para bailar y ligar con la gente para que compraran suficientes granos o… o si tenía que hacer otras cosas. Tampoco nos íbamos a quedar a averiguarlo. Para entonces ya habríamos desaparecido de la ciudad.

Lily pegó su frente a la mía:

—Solo veinticuatro horas más —me susurró. Luego se insinuó en sus labios una sonrisa descarada—. He estado pensando que deberíamos quemar el sillón de Lazarus antes de marcharnos. Y su despacho, de paso.

Me invadió una carcajada inesperada.

—Explotaría de la ira.

—Sería nuestro regalo de despedida de los suburbios. —Se echó su bolsa al hombro, y yo cogí la mía—. Por cierto, los Superiores no se llevaron a nadie al Espejo —me contó de camino al exterior.

—¿Eh?

—En el combate. He estado pendiente. No ha salido nada en las noticias.

Ah, ya. Recordé a la mujer de la cola de inscripción, la que estaba cubierta de tatuajes de sietes. Esperaba su invitación al paraíso del Espejo. Qué sorpresa que no le hubiera salido bien.