Luz poniente - Juan Ramón Biedma - E-Book

Luz poniente E-Book

Juan Ramón Biedma

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Beschreibung

Un sacerdote viaja a Sevilla en busca de cinco maletas, las cuales se cree que ocultan un manuscrito que contiene los secretos sobre el fin de la humanidad. Al llegar a la dirección indicada, obtiene una lista de los cinco guardianes que protegen la maleta. Con la ayuda de un guardacoches y la hija de un sacerdote, comienza la búsqueda; sin saber que una alianza heredera de la Inquisición tiene el mismo objetivo, por lo cual tendrán que pasar por persecuciones y amenazas mortales para encontrar el texto y entregarlo a un nuevo depositario.

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COLECCIÓN POPULAR

753

LUZ PONIENTE

JUAN RAMÓN BIEDMA

Luz poniente

Primera edición, 2019 [Primera edición el libro electrónico, 2019]

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel. 55-5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-6540-9 (ePub)ISBN 978-607-16-6445-7 (rústico)

Hecho en México - Made in Mexico

Para y por Rosaura Gracias a Paco Ignacio Taibo II, Cristina Macía y Justo Vasco. En insuficiente correspondencia

De los cinco apocalipsis que vendrán, el anuncio será el Apocalipsis de la Palabra.

Capítulo de Sofonías,El manuscrito de Dios

Por ejemplo, los Rosacruces afirman que poseen un libro en el cual se puede aprender todo cuanto esté contenido en los demás libros ya hechos y en los que están por hacer.

NAUDÉ, citado por FIGUER citado por GÉRARD ENCAUSSE

ÍNDICE

Prólogo. Roma, 2 de octubre de 1829, luz poniente

Sevilla a principios del nuevo siglo, día 360Hesperio M. Tertulli. Transjordania, diciembre de 1947Sevilla a principios del nuevo siglo, día 361Hesperio M. Tertulli. Padua, 20 de junio de 1954Sevilla a principios del nuevo siglo, día 362Hesperio M. Tertulli. Viena, 12 de enero de 1953Sevilla a principiosdel nuevo siglo, día 363Hesperio M. Tertulli. Atalaya, 11 de septiembre de 1949Sevilla a principios del nuevo siglo, día 364Hesperio M. Tertulli. Liechtenstein, 19 de febrero de 1912Sevilla a principios del nuevo siglo, final de añoHesperio M. Tertulli. Sevilla, 31 de diciembre de 1909

PRÓLOGO

Roma, 2 de octubre de 1829, luz poniente

El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte.

Macbeth, W. SHAKESPEARE

Primero, el cielo nocturno se volvió blanco.

Después se desprendió en millones de fragmentos sobre la ciudad.

Nadie en Roma recordaba una nevada como aquélla a principios del otoño.

Afrontando la galerna a un galope enloquecido, el vaho del jinete se confunde con el de su montura; no le importa el estruendo de los cascos sobre el empedrado de las antiquísimas callejuelas, no importan los lamentos de su caballo cuando le clava la fusta, no importan las lágrimas que le queman de frío los ojos enrojecidos; el conde de Neuchâtel, teniente de la Guardia suiza, ha sustituido su juramento de lealtad al sumo pontífice por otro juramento a una causa aún más elevada. Lo único que importa es que Dios haya estado de acuerdo con su elección.

A medida que se aleja del Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano, va reduciendo la marcha a un trote rápido. Aunque apenas se cruza con nadie por las calles sin luna, y ha cambiado el vistoso uniforme de alabardero que diseñara Miguel Ángel cuatro siglos atrás para la guardia por un tabardo de piel de camello y unos pantalones de cuero, el viento helado lo va serenando suficientemente para recordar las estrictas instrucciones de no atraer la atención de nadie sobre su presencia, sobre la carga que lleva en las alforjas y sobre la mansión a la que se dirige.

La alianza que se está forjando esa noche va más allá de los doscientos años que su familia ha dedicado al servicio del ejército de la Santa Sede; es más importante que su cabeza, más importante que su honor y, con toda probabilidad, más importante que la salvación de su alma.

Atraviesa las aguas semisólidas del Tevere por el Ponte Sisto y toma la Vía Arenula que lo lleva directamente a la Piazza del Gesù. Desde allí, un angosto callejón lo deja en la puerta posterior de la Villa Martius, donde ya lo esperan dos criados. Uno de ellos se hace cargo del caballo y el otro alumbra con un candil de aceite mientras el soldado extrae algo de las alforjas. A continuación, lo precede al interior del caserón.

Siguiendo los pasos del silencioso lacayo, deja atrás el patio de la casa aparentemente vacía, cruza la oscuridad de las cocinas y llega a la entrada de las bodegas. Desciende despacio a la escasa luz de la llama por una escalera inacabable excavada en los cimientos de la construcción, hasta que un estrecho recodo lo deja ante la claridad y los murmullos de una enorme sala de piedra.

En ella hay exactamente setenta y siete personas.

Siete filas de diez sillas ocupadas por juristas, políticos, militares de alta graduación, aristócratas, hombres de banca, miembros destacados del clero y otros prohombres demasiado importantes como para ser definidos según las categorías habituales constituyen el Consejo Secreto de los Setenta.

En una mesa alargada frente a ellos, cinco cardenales, ex inquisidores de distrito, y en un extremo, contrastando su tosco hábito de arpillera con los ricos ropajes de los prelados, un teólogo dominico que actúa como calificador del consejo.

Preside la mesa el inquisidor general, su eminencia Armand Denis du Mirabeau, cardenal de Lorena.

Todos esperan al teniente de la Guardia suiza, que avanza paralelo a la asamblea, rápido y nervioso bajo la inestable luz de los candelabros, rodea la mesa y se arrodilla ante el inquisidor general, entregándole el legajo robado que portaba en sus alforjas.

—Reverencia.

Por un momento todo se vuelve confusión en la mente enferma del cardenal, cree que el legajo que le tiende el recién llegado es el Manuscrito de Dios, la obra secreta que ha buscado durante tantos años y cuya posesión supondría para la Santa Alianza la llave definitiva con la cual recobrar el poder que se les escapa. Pero en seguida recuerda que no es ése el libro que le están entregando, que los médicos le han pronosticado pocos meses de vida y que otros deberán proseguir con la búsqueda del manuscrito.

Toma las hojas, extiende la mano para que el militar bese la piedra morada de su anillo y, en cuanto éste se retira, se concentra en el documento que lleva en su portada la firma y el sello de lacre del vicario de Roma bajo el título Cogitationes Nostras. Todos guardan silencio mientras pasa despreciativamente las páginas, con indiferencia, como si ya estuviera al tanto de su contenido.

Cuando concluye su examen, dirige su mirada rencorosa y su voz aspirada, llena de furia constreñida, al impaciente auditorio.

—Como sospechábamos, el nuevo papa, ese ser débil que lleva como inmerecido nombre Pío VIII, ha cedido a la extorsión de los correligionarios del demonio.

No hay reacciones entre los concurrentes.

Todos esperan que aquel anciano inmóvil traduzca en palabras las decisiones que van a cambiar el curso de sus vidas y de las vidas de tantas personas.

No los decepciona.

—Nos hemos reunido aquí para trazar una difícil senda. Para iniciar una nueva alianza en defensa de los valores que la propia madre Iglesia ya no sabe preservar por sí misma. En cuanto se haga público el breve que acaba de llegar a mi poder, la Santa Inquisición, el máximo instrumento de protección de la fe, con el que durante seiscientos años hemos combatido los peligros que acechaban a la divina Trinidad, habrá desaparecido formalmente.

De crudo y púrpura, el cardenal de Lorena, con los brazos apoyados en los brazos de su sillón tapizado de terciopelo, observa intensamente a aquellos espectadores procedentes de diversos puntos de Europa y de las Américas, atento a cualquier signo de disidencia. Un hombre sin expectativas personales que ya ha protagonizado otros momentos críticos de cuyo control se vio apartado en el último momento, que obtuvo el arzobispado de Malinas a los treinta y cinco años y el capelo cardenalicio a los cuarenta y dos; una carrera aparentemente imparable hacia el Patriarcado de Occidente truncada para siempre por un cónclave adverso. Es consciente de que llevará muerto muchos años cuando se produzca el desenlace de la empresa que está iniciando en estos días, pero va a asegurarse de que su paso por la historia de la humanidad tenga consecuencias definitivas.

—No voy a extenderme. Ya ha pasado el tiempo de las palabras. A todos los presentes nos constaba hace tiempo que esta situación podía producirse y nos hemos estado preparando para cuando llegara este momento. A todos los presentes nos constan las amenazas que se ciernen sobre nosotros: el mecanicismo, los socialismos y el libertinaje… y que las tres se resumen en una sola: la herejía. Y a todos nos consta cuál es nuestra obligación ante Dios Padre. No podemos permitir que el último baluarte de la Santa Cruz se desintegre en esta época en la que el diablo ha salido de su cautiverio para sentarse a la mesa de los dirigentes de los Estados. No vamos a renunciar al Santo Oficio.

Resuenan las palabras bajo la bóveda oscura, fría y húmeda de la vieja bodega. Se esconden tras los enormes toneles de roble donde envejece el coñac. Se depositan en los anaqueles junto a las polvorientas botellas horizontales.

Mas resuenan los silencios.

—Ya sé que nos esperan innumerables escollos. De itinere deserti quo pergitur post turbamentum. Nos aguardan décadas, siglos quizá, de durísimas contingencias, de velar en silencio. Tenemos que reconstruir el armazón judicial, administrativo y ejecutivo de la Santa Inquisición en toda la cristiandad. Redistribuir los distritos. Dotarlos de hombres fieles, de instalaciones adecuadas, de comunicaciones seguras y raudas, de medios monetarios suficientes, de procedimientos ágiles y prudentes, pero implacables. De un férreo sistema de control por el cual sea este consejo el único órgano jurisdiccional en materia doctrinal y de gobierno interno. Una tarea colosal, cuyas dificultades se verán extremadamente acentuadas por la indefectible necesidad de actuar siempre en el más estricto de los secretos.

A medida que se van agotando las fuerzas del cardenal, aumenta el brillo de sus ojos. En la misma proporción que disminuye el volumen de su voz, se hace más patente la resolución de sus palabras.

—Y, además, hemos de acostumbrarnos a convivir con la certeza de que ninguno de los presentes estaremos aquí para gozar del regreso de los tiempos en que vuelva a imperar la Gracia. La Alianza del Supremo y Santo Oficio que hoy nace seguirá existiendo aun cuando nuestros continuadores, y los continuadores de éstos, hayan abandonado este mundo. Nosotros nos marcharemos con el infinito tormento de haber transitado por el purgatorio… Hoy comienza una de las más cruentas guerras que se han librado en nombre del Señor. Los años interminables serán nuestro campo de batalla. Enterremos la acidia y la falsa misericordia. Nos han expulsado de los templos y de las plazas que legítimamente nos pertenecen, por lo tanto, tenemos que regresar a los subterráneos, adonde ya una vez nos relegaron. Seamos fuertes. El infierno nos espera.

Después de una pausa, el fiscal del consejo tomó la palabra.

De aquella primera sesión surgieron innumerables planes y disposiciones.

Entre ellas, el primer Auto de Fe In Abdito de la Alianza… Unos meses más tarde, el recientemente elegido papa Pío VIII fallecía por causas aparentemente naturales, convirtiéndose su pontificado en uno de los más cortos de la historia.

I. SEVILLA A PRINCIPIOS DEL NUEVO SIGLO, DÍA 360

¡Ay de vosotros que habitáis la ciudad Turdetana partida por el Gran Río, pueblo de perdición! Contra ti se dirige lo que dice el Señor: Yo dejaré que una Plaga de Sangre asole a mis falsos ministros y a los protegidos de mis falsos ministros y a todos los que entraron con fraudes por los umbrales de la casa de su Dios. Os dejaré a merced de las Potestades Tenebrosas para que sobrevuelen con su sombra los Cinco Capítulos en los últimos seis días de un Nuevo Milenio. Días de ira aquéllos, días de calamidad y de miseria, días de nublados y tempestades; desaparecerá la Palabra y no quedarán profanadores algunos y su sangre será esparcida como el polvo y sus cadáveres como la basura.

Capítulo de Sofonías,El manuscrito de Dios

Leemos cosas sobre los éxitos de Dios. No leemos nada acerca de Sus fracasos.

The Living Room, GRAHAM GREENE

1

LA OBERTURA del viento no permitía escuchar la lluvia en el interior de la iglesia a las afueras del pueblo.

La densa oscuridad de la lluvia no dejaba que el día amaneciera.

Ante el altar, a aquellas horas, el viejo estaba acostumbrado a decir misa para las únicas tres o cuatro personas que se levantaban voluntariamente antes de las siete de la mañana en Mairena del Alcor. Y menos con la tormenta que había comenzado durante la noche. Aurora, bostezando en la primera fila de las gradas, viuda, gorda y cincuentona; la limpiadora del templo, que no quería ofender a don Dámaso —el único que la ayudó cuando más lo necesitaba— viniendo directamente a trabajar sin haber asistido a la primera misa del día. En las hileras de bancos de la izquierda se sentaban las hermanas Santiago, rondando los setenta, consumidas y silenciosas, de un color marrón grisáceo, haciendo juego con los bancos. Ellas tres eran las incondicionales y nadie más, sólo de vez en cuando algún insomne o alguien que estuviera pasando por malos momentos. “…Caerá sobre ti la desgracia, y no sabrás de dónde nace: y se desplomará sobre ti una calamidad, que no podrás alejar con víctimas de expiación: vendrá repentinamente sobre ti una imprevista miseria…”

A pesar de su edad, Dámaso seguía teniendo una potente voz, grave de mosto y tabaco negro, que llegaba desde la entrada hasta el último rincón del ábside, perfecta para declamar terribles homilías como la que recitaba en aquel momento; además, las palabras del profeta Isaías sobre la ruina de Babilonia se ajustaban perfectamente a uno de sus temas preferidos: la irremisible decadencia del mundo en general y de Sevilla en particular. “… Estate con tus encantadores, y con la muchedumbre de tus hechicerías en que te has ejercitado desde tu juventud, por si acaso puede esto ayudarte algo, o puedes tú hacerte más fuerte. En medio de la multitud de tus consejeros te has perdido…”

Con voz profunda, pero sin una pasión excesiva: había terminado siendo un cura de pueblo y no quería ser otra cosa; en los últimos treinta años, los únicos acontecimientos que habían quebrado ligeramente la regularidad de su existencia fueron la muerte de su primo Antonio Jesús en accidente de tráfico y alguna crisis hipertensiva. No era fácil sacarlo de sus rutinas, de los tazones de café con leche acompañado por varias rebanadas de pan tostado con manteca de lomo a las cinco de la mañana, de su siesta de tres cuartos de hora antes del almuerzo, de las visitas al casino a media tarde. Poseía un pequeño repertorio de temas recurrentes con los que daba un poco de sentido a sus misas de cada día, pero al contrario de sus cuatro inseparables amigos del seminario, nunca había pretendido cambiar la naturaleza del mundo ni su propia naturaleza. “… Y si no, levántense y sálvense los agoreros del cielo, que contemplaban las estrellas y contaban los meses, para pronosticarte lo que te había de acontecer…”

A pesar de estar completamente habituado al suave claroscuro de velas que llenaba la iglesia y de entrecerrar los ojos tras las gafas bifocales, el sacerdote no pudo distinguir con nitidez si las puertas se habían abierto o el chirrido que había escuchado en el atrio se debía a un cambio de ritmo en la suite del viento. Igual había entrado alguien para protegerse de la lluvia y prefería quedar oculto en la oscuridad de la entrada.

No se interrumpió. Seguía teniendo un firme dominio del medio escénico y, de los cinco compañeros, él era quien mejores notas obtenía en oratoria. Los Cinco Custodios. En su juventud, todos pensaban que había un arzobispado como mínimo aguardando a Dámaso; después pasó el tiempo y se acostumbraron a verlo como un simple cura de pueblo cada vez que se reunían el último día del año para hablar por teléfono con el cardenal, en el Vaticano. En realidad, aparte de sus obligaciones como custodios, de las que nunca se apartaron lo más mínimo, apenas nada había quedado de sus propósitos de aquellos años. “… He aquí que se han vuelto como paja, el fuegolos ha devorado: no librarán su vida de la violencia delas llamas; éstas no dejarán brasas con que se calienten las gentes, ni hogar ante el cual se sienten: tal será el paradero de todas aquellas cosas por las cuales tanto te afanaste: los opulentos comerciantes, que trataban contigo desde tu juventud, huyeron cada cual por su camino: no hay quien te salve…”

Quizá, a su manera, sí que había triunfado. No le faltaron oportunidades ni aptitud, además de la protección del todopoderoso cardenal Tertulli que le habría despejado cualquier camino con sólo pedírselo, pero prefirió seguir engordando plácidamente en el pueblo que lo había adoptado, dejándose conducir por los calendarios, sin ambiciones y, por lo tanto, sin sobresaltos.

Después de todo, sí que había entrado gente en la iglesia.

Avanzando por las naves laterales, despacio, las sombras se van convirtiendo en seis, siete mendigos.

Dámaso interrumpe su lectura para controlar la arritmia que le golpea en el pecho. Piensa en que no debería tomar tanto café por la mañana mientras que confirma que nunca había visto a aquellos individuos en el pueblo. A medida que se acercan, puede distinguir a siete personajes grasientos, vestidos con harapos sucios empapados por la lluvia, esqueléticos todos, menos un jorobado que parece sonreír constantemente, silenciosos, decididos.

Lentamente, los mendigos se dividen en dos grupos, adentrándose en las gradas. Los cuatro de la izquierda llegan justo detrás de las hermanas Santiago, que no han reparado en su presencia y, con toda tranquilidad, cada uno extrae del interior de sus ropajes un cuchillo de cocina. Son cuchillos de distintos tamaños, viejos, mellados, mohosos. Siempre detrás de ellas, las agarran desmañadamente y empleando varios tajos transversales torpes, pero enérgicos, les desgarran la garganta hasta el hueso.

El sacerdote cierra la Biblia, da unos pasos y se queda de pie al principio de los escalones por los que se sube al santuario. No dice nada; no es que lo que ha visto no le haya impresionado, es que tiene otras cosas en las que pensar. La taquicardia se ha transformado en un dolor torácico opresivo que se le irradia al brazo izquierdo. Está cada vez más pálido. El sudor le moja la frente y la espalda bajo la sotana. Las arcadas le contraen todo el cuerpo.

El viento en staccato parece resonar en el interior de la iglesia.

Aurora, adormilada, no ha percibido la cercanía de los tres mendigos que han llegado a su espalda. Sólo se inquieta cuando nota el desplazamiento del párroco, su cara descompuesta. No tiene tiempo de preguntarle si se siente mal. El más alto de los tres hombres, un árabe de barba negra que le nace casi desde las cuencas de los ojos, la levanta por el pelo y le hunde un largo y ancho cuchillo en la zona lumbar. Sus dos compañeros lo imitan, acribillándole la espalda, la nuca. Sosteniendo todavía por los cabellos lo que ya no es más que un gordo cadáver, arrastra a la mujer fuera de las gradas, la deja caer boca arriba en la nave central, y reuniéndose con los miembros del grupo procedente de la izquierda, se dirigen hacia Dámaso.

Todos menos uno de ellos que permanece junto al cuerpo de Aurora. Un tipo de mirada líquida que sólo mide algo más de un metro y medio, sin orejas. No hay cicatrices en los extremos de su rostro renegrido, simplemente parece haber nacido sin orejas. Lleva un pantalón demasiado grande, así que no le cuesta nada meterse la mano por la cintura y comenzar a masturbarse tras la bragueta. Con la mano libre le separa las piernas a la muerta y le sube la falda, le baja hasta las rodillas los leotardos marrones de lana, las enormes bragas. Se agacha sobre Aurora que ahora está silueteada por una oscura mancha de sangre que le brota de las heridas de la espalda, apoya tímidamente la palma de la mano sobre los rizos grises del sexo, recreándose en la sorpresa de ser una vez en la vida bien recibido por una mujer; y continúa masturbándose salvajemente.

Unos metros más adelante los otros seis mendigos observan a Dámaso que se agarra el pecho como si intentara detener la fuerza que le ciñe el esternón. El oxígeno no le pasa de la garganta.

—¿Dónde guardas la maleta, cabrón? —le pregunta el más alto, con fuerte acento marroquí.

Inmediatamente, como una diligente respuesta, el cura cae por los escalones y queda tendido e inmóvil en una posición imposible.

Realmente han debido dejar las puertas abiertas porque las llamas de las velas rachean al compás del allegro que impone el viento del exterior.

El árabe se agacha sobre Dámaso y comprueba que ahora es un cuerpo sin pulso que no respira. Maldice en un idioma que los demás no entienden y los mira, compartiendo su decepción, esperando que alguien sugiera una forma de conseguir la información que el cura ya no puede proporcionarles. El jorobado parece tener la respuesta. Despacio, levanta el tacón de uno de sus viejos zapatones y lo hunde sobre la cara del muerto. A los otros debe haberles parecido una buena solución, ya que comienzan a golpear el cadáver de manera sistemática, acelerando el ritmo, alguno incluso se inclina para clavarle el cuchillo hasta el mango, más y más rápido, con entusiasmo. Con alegría.

En el exterior, el viento comienza un elaborado arabesco para acompañarlos que no terminará en muchos días.

2

Treinta y dos años más tarde, Sevilla es el extranjero. Con la lluvia resbalando sobre el parabrisas del Volkswagen Passat alquilado, Álvaro no reconoce las nuevas autovías de circunvalación, las anchas avenidas, los altos edificios marcados por distintivos publicitarios, la velocidad en la gente y en los otros vehículos a las 8:30 de la mañana de aquel 26 de diciembre. Tiene que perderse muchas veces, a pesar del plano apoyado en el asiento del acompañante, antes de llegar a la Alameda de Hércules —excepto algunos caserones reconstruidos, por fin un barrio en ruinas en medio de esta ciudad superficialmente rehabilitada— y preguntar a varios transeúntes reacios a detenerse bajo el aguacero para dar indicaciones al hombre de alrededor de sesenta años de barba gris perfectamente conjuntada con los pantalones de canutillo y la gorra marengo, el jersey negro de cuello alto y el chaquetón de cuero con el cuello forrado de piel de borrego que interroga con voz de cura a través de la ventanilla de su lujoso coche. Cuando la localiza, descubre que la calle Vulcano no es más que un derruido callejón de unos pocos metros.

Todos estos años residiendo en el Vaticano no han bastado para olvidar que la Alameda era la zona donde se congregaba la mayoría de los bares de alterne, de las pensiones por horas, de los burdeles de medio pelo y de las putas de calle. Ha leído en alguna parte que ahora existen en la ciudad otros puntos de reunión para ese mercado y que en este barrio sólo ejercen las profesionales al borde de una jubilación imposible, incapaces de competir con la oferta de las nuevas organizaciones, acompañadas por yonquis enfermizos que se venden en cualquier sitio por cualquier precio para cualquier cosa. De manera que, aunque a esta hora las calles están prácticamente desiertas, Álvaro no sabe qué es lo que va a encontrar en el número 1 de la calle Vulcano cuando aparca el coche en doble fila y sobrepasa el portal entreabierto.

Al fondo del umbral oscuro se ve una mesa camilla con botellas vacías y restos de comida en los ceniceros. Hay varias puertas con la pintura descolorida en diversos tonos y una escalera a la derecha. Todo tan sucio y devastado como el exterior hacía suponer. Cuando Álvaro está a punto de decidirse a preguntar en alguna de las puertas cerradas, llega una mujer sacudiendo un paraguas. Es una morena alta con un impermeable negro que permite ver la falda corta y una camisa que cubre pero no oculta unos pechos grandes de los que no tienen figura propia, sino que adoptan la forma de la mano que los moldea. Se enfrenta al hombre sin temor, evaluando su posible calidad de cliente tempranero, recibiéndolo con la mirada insolente y agitanada de sus ojos marcados por las arrugas de más de cuarenta años y una noche entera de trabajo.

—Buenos días, señora. ¿Podría indicarme dónde vive el señor Efrén…? Disculpe, pero no conozco su apellido.

—Me llamo Aleja —y se da la vuelta y comienza a subir la escalera.

Álvaro la sigue sin estar muy seguro de si es eso lo que ella pretende. Son cuatro pisos con ocho tramos de peldaños destrozados y más puertas, todas de colores carcomidos y alguna que deja escapar jadeos poco entusiastas. Cuando llegan al último rellano, ella saca una llave del bolso y habla con una dicción firme y descabelladamente culta antes de abrir la puerta.

—¿Viene usted del Vaticano, verdad?

—Efectivamente, verá…

—Él le está esperando. Escúcheme bien. No sé exactamente la edad que tiene, pero desde luego deben de ser más de ochenta años. ¿Para qué vamos a molestarnos en calcular la edad de Dios? Hace tiempo sufrió un accidente vascular cerebral, a consecuencia del cual perdió el uso de la pierna derecha y el brazo izquierdo. También le quedó un rictus extraño en la boca, y no ha vuelto a emitir una palabra desde entonces. Es demasiado orgulloso para hablar como si tuviera la lengua permanentemente trabada. Pero no se engañe. Es el hijoputa más sabio e inteligente que he conocido en toda mi vida. Si es que se puede decir que lo conozco…

Pronuncia la última frase con una dura sonrisa y abre la puerta a una habitación grande que sigue sin desentonar con la decadencia del resto del edificio. Las baldosas rotas, las manchas de humedad en la pared, la cama de matrimonio con las sábanas revueltas, la pequeña cocina en un rincón, el sofá con la funda desgarrada. Sólo hay dos puertas en el interior, la que permite ver un minúsculo cuarto de baño y la que golpea la mujer antes de invitarlo a pasar con un gesto de la cabeza y volverla a cerrar desde fuera.

Es una estancia enorme, que debe ocupar la mayor parte del ático. La pintura hace tiempo que desapareció de las paredes en los pocos espacios en que no están cubiertas por estanterías metálicas repletas de volúmenes antiguos, entre los que Álvaro observa innumerables tratados de exégesis bíblica, estudios sobre los libros apócrifos, sobre la cábala, la alquimia o la teosofía de autores que no recuerda haber encontrado ni en los catálogos más completos. Incunables redactados en latín, griego, hebreo, púnico, arameo, micénico e incluso en caracteres rúnicos. Tablas antiquísimas con genealogías desconocidas. Viejos sellos cilíndricos de incalculable valor utilizados como pisapapeles de papiros mutilados escritos en copto o de mapas trazados en pergaminos sobre geografías olvidadas. Un álbum abierto con extrañas monedas triangulares. Calendarios astronómicos indescifrables, escítalos y otros criptogramas. Hay más libros apilados en el suelo y el poco espacio disponible está ocupado por antiguas carpetas de las que asoman folios amarillentos. Pero ni un solo papel en el vencido escritorio de chapa colocado bajo la ventana, en el que apenas caben las dos potentes computadoras, los dos monitores, los dos teclados, los altavoces, el escáner y la impresora láser.

En pijama, con el pelo blanco hasta los hombros, prolongado en la espesa barba con la que intenta ocultar que medio rostro se le ha derretido como cera junto al fuego, sentado en un abollado sillón, observa la lluvia y controla la ciudad desde el ático, Efrén.

Álvaro duda un momento y después se sienta en una banqueta junto al anciano.

—Es curioso cómo hasta hombres de nuestra edad han quedado totalmente prendidos de la informática —afirma señalando el conjunto del escritorio—. Yo mismo no he podido evitar la tentación de cargar desde Roma con mi computadora portátil. Lo tengo en el maletero del coche —Efrén sigue sin dirigirle una mirada y el visitante habla para tranquilizarse—. Vengo directamente desde el aeropuerto, el tiempo de alquilar un vehículo; dadas las circunstancias, espero que sabrá perdonar la hora en que he irrumpido en su casa. Preferí no detenerme ni a dejar el equipaje. Ahora pasaré por el piso de mis padres… no sé muy bien cómo lo encontraré, después de tantos años deshabitado, aunque hay una agencia encargada de su mantenimiento, claro. Nunca quise venderlo. Quizá mi tío le comentó alguna vez… en realidad, no sé qué grado de conocimiento tenía con él… ni siquiera me he presentado. Me llamo Álvaro Tertulli, sobrino del cardenal Hesperio Tertulli… ¡Qué tontería…! Esa señora me ha dado a entender perfectamente que me estaban esperando.

Aguarda un minuto, pero la falta de reacción en el otro lo obliga a seguir hablando.

—Aunque por su carta se deduce claramente que está usted al tanto de la existencia del Libro, mi tío nunca me habló de usted. Ni siquiera me dijo que hubiera nadie más en Sevilla que compartiera el secreto, al margen de sus custodios. El papel que usted ha desempeñado estos cincuenta años, según me cuenta en su carta… un vigía sobre el terreno, el garante del perfecto cumplimiento al que están obligados los cinco discípulos de mi tío… Comprenderá mi sorpresa al saber de su existencia.

—…

—Entiéndame bien, no es que ponga en duda su información, me basta con su alusión al hallazgo del Manuscrito de Dios; nadie excepto mi tío estaba al tanto de esos detalles. Verá, la primera vez que me habló de todo este asunto, yo acababa de cumplir los veinticinco años, había terminado mis estudios de derecho y ciencias políticas tras ordenarme como sacerdote, y el cardenal me reclamó para el Vaticano, con la esperanza de que iniciara la carrera diplomática, aunque al final… Como le decía, ya entonces me comentó la importantísima misión que se estaba llevando a cabo en esta ciudad. Por eso, cuando anteayer recibí su mensaje… En fin, he venido lo antes posible.

Por primera vez, Efrén lo mira de frente.

Pero es obvio que sin intención de comunicarse.

—En su misiva sólo me decía que ha llegado el momento de reunir las Cinco Maletas, que sólo teníamos de plazo hasta final de año, que todos corríamos un gran peligro. Que debía visitar a los cinco guardadores según un listado que usted me facilitaría sin avisarles previamente por teléfono ni por ningún otro medio. Pero la verdad es que no sé muy bien… verá, a lo largo de estos años, mi tío me advirtió muchas veces que esto podía suceder, que cualquiera de los cinco podía recurrir a mí en cualquier momento, que debía estar preparado. Incluso cuando estaba agonizando, el año pasado, me recordó la tarea que dejaba en mis manos…

Efrén parece cansarse de escucharlo. Enfadado y utilizando hábilmente sólo la mano derecha introduce un disquete en la computadora. Pulsa el botón de encendido, suspende un momento el brazo en el aire, dejando a la vista un tatuaje con un pantáculo invertido algo más arriba de la muñeca, y en seguida aparece la banderola de Windows. Señala con el puntero del ratón el acceso al Explorador de Windows y selecciona una carpeta de documentos que lleva como título “Los Cinco Custodios”. Después, mediante el botón derecho del ratón, copia el archivo, selecciona el disco A y pega el documento en el disquete. Lo extrae de la disquetera y se lo entrega a Álvaro.

Álvaro lo sostiene un momento en la mano, sin decidirse a guardárselo, como si al hacerlo ya fuera irremediable asumir su contenido y lo que ello conlleva.

—Me imagino que aquí encontraré toda la información que voy a necesitar, direcciones… Como le decía antes, han sido demasiados años de oír hablar de este tema. Lo cierto es que no he llevado una existencia muy activa… Me imagino que cualquier amenaza, por grave que sea, si pasa el tiempo suficiente, termina por disolverse en los contornos de la leyenda… por eso me cuesta aceptar que ha llegado el momento de enfrentarme a esta misión —no hay ningún gesto amistoso que lo invite a seguir hablando, pero tampoco puede detenerse porque no hay nadie más a quien confiar sus dudas—. Verá, mi tío acumuló una gran cantidad de poder en la Santa Sede, y puso todas sus expectativas en que yo continuara su labor. Pero no era ése mi camino. Tengo un programa nocturno en la Radio Vaticana, donde presento reseñas de libros, películas, discos… y es a eso a lo que he dedicado toda mi vida. Como puede comprobar, no es la formación más adecuada para hacer frente a todo esto. No obstante, él se ocupó siempre de mí con un gran cariño… era toda mi familia. Ya que lo decepcioné en todo lo demás, espero poder estar a la altura… Y confío en que usted me ayudará a llevarlo a cabo.

La única respuesta de Efrén es volver a concentrarse en la lluvia.

Vigilando para que se componga correctamente el rompecabezas de las calles y las personas en la ventana.

Como si desde siempre hubiera estado en ese ático.

¿Para qué vamos a molestarnos en calcular la edad de Dios?

De manera que Álvaro no tiene otra opción que ponerse de pie y abandonar la habitación tras tocar el hombro del anciano en busca de una despedida que no obtiene.

Aleja ya está en la cama, dormida. Con el pelo mojado extendido sobre la almohada. El cura observa los hombros desnudos asomando bajo las mantas y descubre que en los próximos días le aguardan distintos tipos de amenazas.

3

Riven salta de la cama temprano en su habitación del hostal, no cuando se despierta, sino cuando se harta de intentar dominar el angustioso duermevela en el que ha estado sumergido las últimas horas; no sabe cuántas, porque el reloj también lo ha vendido.

Desnudo en el centro del cuarto, pasa una rápida revista a sus pertenencias. Tiene unas botas, tres camisas caquis y una larga gabardina verde oscura del ejército que ha ido comprando en una tienda de deshechos militares. Dos pantalones vaqueros muy gastados y tres camisetas de manga larga para darse algo de calor debajo de las camisas. Tiene una navaja automática con una hoja ancha de diecisiete centímetros y el mango negro, de la que no se separa hace años, y un juego de destornilladores de precisión para desmontarla y engrasarla o repararla. Tiene unas pocas monedas como único capital. Tiene los hombros anchos, más de un metro ochenta de estatura y a pesar del pelo largo y la barba de varios días, es lo bastante guapo como para que pocos tomen en serio su actual ocupación de guardacoches.

Sin mirar por la ventana sabe que está lloviendo, es 26 de diciembre del año 2000 y algo, sonríe… las cosas deben ir realmente mal cuando uno se ha comido un bocadillo de mortadela con una lata de cerveza para cenar en Nochebuena y una lata de sardinas, repartidas entre el desayuno y el almuerzo, el día de Navidad.

Utilizando la gabardina como albornoz, sale al estrecho pasillo que conduce al inmundo cuarto de baño común para toda la planta de la pensión de la calle Capitán Vigueras, se da una ducha furiosa y regresa a la habitación.

Antes de entrar, surge la vieja propietaria del inmueble, que lo interroga.

—¿Te quedas un día más con el dormitorio? —dice sin ocultar su desprecio.

—Por supuesto. Usted y yo. Juntos para siempre.

—Tu puta madre.

En el cuarto, se viste despacio.

Del mismo modo que sabe que está lloviendo sin mirar por la ventana, es consciente de que tiene que reunir dinero para tomarse un café, comer algo, comprar tabaco, pagarle otra noche más a la dueña de la pensión si es que no quiere volver a dormir en un portal… e igualmente que ha escuchado toda la noche el sonido de la lluvia sobre el techo, sabe que hoy tampoco pondrá demasiado interés en resolver nada de eso. Porque su situación no dependía del dinero que consiguiera ni del sitio donde lo dejaran dormir.

No conoce su propia edad… cree que algo menos de cuarenta años.

Piensa en que ha pasado mucho tiempo desde que llegó a ser un hombre adulto, y poco después un viejo. Más tarde se murió. Y fue al infierno. Ni Dios había inventado un nombre para el lugar donde se encontraba en la actualidad.

4

Riven se protege de la llovizna bajo un árbol.

Al final de Capitán Vigueras, cerca del Equipo Quirúrgico Municipal, hay una confluencia de calles que constituyen su zona de estacionamiento. Es su territorio porque lo mantiene como propio a golpes de navaja frente al resto de los tipos desesperados que intentan buscarse la vida con las propinas de los conductores que escudriñan un sitio donde dejar su vehículo en medio de un sector habitualmente colapsado. A veces, cuando desaparece durante un tiempo, si consigue que alguien le encargue algún trabajo aún más sucio, degradante o peligroso y productivo que aquél, tiene que volver a reconquistarlo de la presencia de algún yonqui rabioso, que le reprocha, además, su falta de talento comercial; no se le saca partido a ese oficio si uno es demasiado orgulloso para perseguir gritando a los automóviles o para extender la mano una vez que se le ha proporcionado el lugar de estacionamiento; si te quedas mirando al propietario del coche con cara de “si quieres me das algo y si no, te vas con tus muertos, porque yo no voy a pedírtelo”.

Mucho menos en un día como hoy, en que las calles están casi desiertas. Riven recuerda otras fiestas de Navidad, la ciudad reconvertida en un enorme circo de compras y celebraciones, todo el mundo fuera de casa desde el 22 de diciembre, la fecha del sorteo de la lotería navideña, con el firme propósito de cumplir las consignas de los grandes almacenes de transformar el periodo en algo especial. Hasta hubo un tiempo en el que él participaba de todo eso; pero ésa era otra época. Otra vida. Este año parece que sólo transitan aquellos que van a cumplir deberes penosos e ineludibles y, por su actitud, da la impresión de que volverán inmediatamente a sus guaridas en cuanto cumplan con esas obligaciones.

Hace más de una hora que no se detiene un vehículo, y cuando al fin llega uno, se trata de una furgoneta destartalada de la que descienden cuatro personajes —tres hombres cuya edad y origen sólo viene definida por la suciedad de su piel y sus andrajos, y una mujer aún más sucia e indefinida que sus acompañantes— que aparentan necesitar unas monedas más que él.

Cuando los indigentes se pierden de vista, llega otro coche, un Volkswagen Passat gris metalizado conducido por un tipo con abrigo de cuero y gorra de pana que tiene el aspecto exacto de un aristócrata británico vestido para recorrer sus posesiones rurales. Por la matrícula de alquiler es posible que sea algo parecido a eso. Riven le da indicaciones hasta que el conductor logra estacionar el vehículo y vuelve a protegerse de la lluvia bajo su árbol cuando ve que el turista no va a salir del coche, sino que se dispone a consultar algo en una computadora portátil que saca de un maletín. Tarda sólo unos minutos en su examen de la pantalla, y sale tras volver a colocar la computadora en el maletín y dejarla en el interior del vehículo. Lo rodea hasta llegar al maletero, repara en Riven y se acerca a él.

—Perdone. Estaba distraído —le entrega un billete—. Gracias.

—Nada.

Álvaro regresa al coche y extrae del maletero un caro conjunto de tres maletas grandes y un neceser Louis Vuitton.

—Mire, no es asunto mío, pero… ¿piensa dejar el maletín con la computadora dentro del coche? —Le pregunta Riven, que ha vuelto a su lado.

—Eso había pensado. Voy a tardar sólo unos minutos, y… No es una buena idea, ¿verdad?

—No.

—Me habían dicho que Sevilla se había vuelto una ciudad peligrosa, pero no pensé que hasta ese punto. En fin, seguiré su consejo. Muchísimas gracias.

Una vez que se ha colgado del hombro el maletín, a Álvaro le parece aún más difícil cargar él sólo con todas las maletas. Como el chubasco cobra intensidad, toma una decisión y vuelve a acercarse a Riven.

—Disculpe que lo moleste de nuevo, pero creo que he traído demasiado equipaje. ¿Tendría la bondad de ayudarme a llevarlo hasta mi casa? Vivo a unos metros de aquí, en la avenida Menéndez Pelayo, y ni que decir tiene que lo compensaré por su tiempo.

—Diez.

—Desde luego —le entrega los euros.

A Riven le gusta el estilo del hombre porque recoge las maletas más pesadas y en ningún momento da la impresión de que su dinero le da derecho a comprar algo más que trabajo. Además, realmente vive muy cerca, en un portal antiguo de mármol, con dorados deslumbrantes en las rejas. Abre la puerta y le indica que es el primer piso. Mientras esperan el ascensor, Riven confirma que la ostentosa decoración se extiende al interior del edificio.

—Yo nací aquí, ¿sabe? Pero hace treinta y dos años que no vengo por Sevilla, desde que murieron mis padres. ¿Se me nota, verdad?

Riven no responde, pero lo mira interesado.

—Usted debía ser un crío en aquella época… Como es natural, todo ha cambiado mucho, pero hay algo que me inquieta especialmente y que quizá usted pueda aclararme. Verá, vengo directamente de Italia, un país mayoritariamente católico como éste y con una forma muy similar de celebrar las fiestas navideñas. Pues bien, es curioso el contraste entre la algarabía que he dejado allí, ya sabe, todo el mundo de compras, los barrios y las tiendas engalanadas, los preparativos para las fiestas y las cenas en familia… Sin embargo, esta ciudad parece vacía, completamente indiferente a estas fechas, sin un solo adorno, no sé… desolada.

En ese momento, llega el ascensor y suben a él.

—Yo también lo he notado. Será que este año las firmas publicitarias no estaban muy inspiradas. O que la gente se ha cansado de disimular que todo se está yendo al carajo.

Álvaro parece cortado por el tono de su acompañante y no continúa con el tema. Cuando el ascensor llega a su destino, Riven sale el primero y después deja pasar al otro para que le indique el camino hasta su puerta. Es un largo pasillo delimitado por una ventana a un extremo y que dobla sobre sí mismo al otro lado. De esa esquina surgen los cuatro.

Riven los reconoce inmediatamente como los tipos y la mujer con aspecto de mendigos que estacionaron la furgoneta hace un rato. Llevan un mugriento cuchillo de cocina cada uno y les están rodeando. Piensa que los han seguido en busca del equipaje, y se dispone a entregarles las dos maletas que lleva y a explicarles que por él pueden quitarle al viejo lo que deseen, cuando se convence de que no están allí únicamente para robarles.

El más decidido de ellos, un individuo amarillento con una traqueotomía apenas oculta por una sucia bufanda, se va derecho contra Álvaro, retrasando la mano del cuchillo para darse impulso.

Riven, sin soltar la maleta de la mano derecha para mantener el equilibrio, suelta la que lleva en la izquierda y con esa mano en el hombro de Álvaro, lo desvía de la trayectoria, al mismo tiempo que se apoya para levantar la pierna y patear la cara del atacante con su bota de soldado. El tipo cae de espaldas y suelta el arma para llevarse las manos a la garganta, pero no hay tiempo de comprobar los efectos de la patada. Lo primero es describir un arco con la pesada maleta para golpear a los otros dos hombres que están demasiado cerca. Uno de ellos sale despedido y el otro pierde el equilibrio, lo suficiente como para partirle la rodilla de una patada y pisarle el cuello en cuanto llega al suelo.

No son muy fuertes ni muy hábiles, pero está claro que no van a parar hasta que acabe con ellos.

Y la mujer ya está encima, con el cuchillo por delante.

Puede tener de treinta a cuarenta años, viste unas mallas y una camiseta de manga corta a pesar del frío, tiene unos profundos surcos en la cara, el pelo compacto de inmundicias y un asqueroso ramo de romero en la cintura que probablemente entrega junto con la buena suerte a cambio de una limosna.

Riven tiene que soltar la maleta para esquivarla. De un revés le hace soltar el arma, la aferra por el cabello y la impulsa hacia adelante para hundirle la rodilla en la cara. Dos veces. Va a hacerlo una tercera, pero piensa en que va a mancharse el pantalón de sangre, así que la deja caer inconsciente al suelo y se despide de ella pisándola entre los pechos con todo su peso.

Álvaro no se ha movido durante toda la escena, con las maletas en la mano, pálido y ahora mirando como un estúpido al único pordiosero que sigue en condiciones de atacar y que en ese momento se acerca a él. De manera que Riven saca la navaja del bolsillo al mismo tiempo que oprime el pulsador que la despliega y se interpone entre ambos. El otro tiene ventajas en la lucha cuerpo a cuerpo, ya que, por su forma de avanzar sin precauciones, está claro que le da igual que lo maten.

No hay problema.

Primero, Riven lo desarma lanzándole un tajo a la mano con la que empuña el cuchillo. Después, dos cortes dirigidos a la cara, demasiado rápidos para saber si le han acertado en los labios, en la nariz o en los ojos. A continuación, una patada entre las piernas para que deje de estar de pie. Y, para finalizar, la puntera de la bota contra la nuca para que no vuelva a levantarse.

Fácil.

Todo ha terminado.

Álvaro sigue en el mismo sitio. Paralizado. Sin reaccionar. No obstante, aunque es evidente el estado de shock que le ha producido el asalto, no parece asombrado. Más bien resignado. Intenta decir algo.

—No sé cómo darle las gracias…

—Deme cinco minutos para que me quite de en medio antes de llamar a la policía —lo interrumpe Riven.

—No puedo llamar a la policía.

—Entonces vámonos de aquí. No sé cómo no ha salido ningún vecino —Álvaro va a subir al ascensor sin preocuparse del equipaje—. Y recoja las maletas si no quiere que lo identifiquen.

En la calle sigue lloviendo, apenas circulan vehículos por la avenida ni personas por las aceras. Y aunque no se dirigen una palabra, es natural regresar juntos hasta el coche, volver a dejar el equipaje en el maletero, subir al automóvil y alejarse en dirección a cualquier sitio.

No a cualquier sitio.

Álvaro parece algo más tranquilo, a pesar de lo inquietante que resulta ver a Riven tomar un paquete de pañuelos de papel de la guantera y limpiar cuidadosamente la hoja de la navaja.

Al poco tiempo, un semáforo los obliga a detenerse.

—Mire, le quería preguntar… ¿tiene usted algo que hacer esta mañana? —pregunta Álvaro.

—No —levanta la navaja que acaba de limpiar y la guarda en el bolsillo—, de momento he terminado.

—Muy bien. Verá, tengo que ir a un pueblo, a Mairena del Alcor y, como le comentaba, ya no conozco esta ciudad. Estoy pensando en que ganaría mucho tiempo si usted aceptara conducirme hasta allí.

—Cincuenta.

—Perfecto —el viejo parece aliviado por haber obtenido sus servicios, y aún más por contar con su compañía—. Después de lo que ha hecho por mí, ni siquiera me he presentado. Me llamo Álvaro Tertulli… ¿y usted? —extendiendo la mano.

—Riven.

5

En la avenida de Kansas City, el viento se une al aguacero para dificultar el tránsito de las pocas personas que, parapetadas en sus paraguas, buscan vehículos o edificios o establecimientos o cualquier agujero para desaparecer.

Amas de casa que arrastran el carrito de la compra, ejecutivos aferrados a sus portafolios sin reconocer que ni llevan dentro nada importante ni ellos mismos son importantes en absoluto, estudiantes asqueados por el aburrimiento que serán lo bastante estúpidos como para pensar algún día que aquélla fue la mejor época de su vida, jubilados que nunca salen a la calle sin acarrear paquetitos absurdos para que la muerte se engañe pensando que aún son de alguna utilidad y no se los lleve por delante, un ciego con la ridícula sonrisa desenfocada de algunos invidentes que sostiene un bastón con empuñadura en forma de cruz y se deja guiar por un joven harapiento y desdentado.

El ciego y su lazarillo son los únicos que no llevan paraguas, los únicos que no aparentan ninguna prisa, los únicos que se dirigen a un destino concreto.

Cuando llegan a El Mirador su ropa está tan empapada que la lluvia ha perdido su significado. El mediodía debería ser la hora punta de las Galerías Comerciales, pero el lugar está prácticamente vacío, sólo algunos chicos ante las máquinas recreativas y dependientes hastiados en las tiendas de regalos que no reparan en un ciego y su acompañante encaminándose directamente a los ascensores para subir a la azotea del complejo.

El mal tiempo ha paralizado las obras que se están llevando a cabo en el tejado de las instalaciones; el agua discurre hacia los desagües de las esquinas entre los montones de mezcla casi disuelta, sobre las herramientas de albañilería, alrededor de la estructura de ladrillo visto de la atalaya de tres plantas que da nombre al centro comercial. No hay nadie allí, excepto un cura negro de dos metros cúbicos plantado ante la puerta de la torre que, a pesar de la sotana y el alzacuellos, tiene más aspecto de escolta que de sacerdote. Su acompañante arrastra al invidente hasta la entrada del mirador, lo orienta hasta el comienzo de los peldaños y se queda junto al cura mientras el ciego sube solo los tres tramos de escaleras que conducen a la terraza.

Allí lo espera el obispo regionario César Magallanes.

En una primera mirada se podría decir que es un hombre sobrio, muy apuesto, con algo más de cuarenta años… pero rápidamente comprendemos que su personalidad corresponde a esa clase de individuos cuya edad, estatura o extracción social ni están definidas ni importan lo más mínimo. Lo único que percibimos al conocerlos es que son excepcionalmente inteligentes y manifiestamente poderosos. Una fuerza que va más allá del cargo que ocupen en el estamento al que pertenezcan.

En voz baja, en los reducidos ámbitos donde tienen noticias de su labor, lo llaman el Guardaespaldas de Cristo.

Aunque el pequeño balconcillo del mirador concluye en un tejado a dos aguas que lo protege de la lluvia, se ha subido el cuello de la gabardina negra, exactamente de la misma longitud que la sotana, para resguardarse de las potentes ráfagas de viento que penetran libremente por cualquiera de los cuatro flancos de la construcción. Aguanta firme el temporal. Ausente. Solo. Indiferente al anciano ciego que sube resollando por los escalones. A la enorme cabeza calva húmeda de sudor y de agua que emerge en la embocadura del terrado, a las pupilas asimétricas e inútiles, al chubasquero amarillo abierto que deja ver un jersey barato adornado con una tira de cupones completamente mojados, al bastón con empuñadura en forma de cruz.

—Ilustrísima.

—Amador.

—Es un gran honor que un general se reúna con la tropa. Que el Estado Mayor se desplace hasta la vanguardia.

—Aciertas al decir que esta ciudad se ha convertido en un campo de batalla —el obispo habla con voz profunda y afilada en la que casi no se reconoce un leve acento portugués—. Pero sabes perfectamente que el verdadero “Estado Mayor”, como tú lo llamas, ni se acerca al frente ni tiene por qué hacerlo. Ése es precisamente mi trabajo.

—Sigue siendo un honor.

—Sigue siendo demasiado fácil honrarte. Quedan seis días para el final de año. ¿Han conseguido tus familiares la Primera Maleta?

—En cuanto recibí vuestro mensaje, envié a varios de ellos a la iglesia donde decía misa su guardador. Lamentablemente, ese estúpido cura de pueblo sufrió un infarto apenas iniciamos el interrogatorio.

—Ni me interesa ni tengo tiempo de escuchar tus recuentos de bajas. Está en juego algo mucho más trascendente que la desaparición de algunas personas. ¿Conseguiste la maleta?

Hay que estar ciego para ignorar la corrosiva mirada del obispo y continuar tranquilamente con el relato de los acontecimientos.

—Fue necesario eliminar a los testigos, claro, y salir inmediatamente de la iglesia. Afortunadamente, nuestro informante nos había proporcionado también el domicilio particular del cura. Por cierto, ¿han conseguido alguna pista acerca de la identidad de la persona que nos envía tan útiles noticias?

—¿Tienes la maleta?

—Por supuesto. Estaba en su casa. En un armario de la cocina, que, según las apariencias, era su habitación preferida…

—Así que no es un farsante… Un informante… después de tantos años tras el Manuscrito de Dios… —por primera vez se aprecia algo parecido a una emoción en el tono de su voz—. Después de tantas rutas que nos devolvían al comienzo del laberinto…

El viento racheado golpea sin tregua a los dos hombres. Desestabiliza sus cuerpos, les roba el sonido de las palabras, enturbia sus sentidos.

—Le preguntaba… ¿Han conseguido averiguar quién nos ha enviado los anónimos?

—Quedan cuatro maletas… y tanto por hacer… —aún ensimismado—. No. Tenemos a los mejores expertos de la Santa Alianza trabajando en ese tema. Hasta ahora, con lo único que contamos es con un par de fotocopias de hojas en las que se han adherido recortes de prensa hasta construir palabras. Sin huellas dactilares, por supuesto. Y un seudónimo, Belial.

—El Malo.

—Los mensajes han llegado en sobres baratos, de los que se adquieren en cualquier papelería por lotes. Llevan matasellos de Sevilla, pero eso apenas significa un lugar por donde comenzar a investigar. Es una técnica tradicional, pero bastante efectiva. Los expertos de Roma no se muestran muy optimistas.

—Hasta que cometa un error.

—No va acometer ningún error. Se identificará cuando llegue el momento de pasarnos la factura…

—Me sorprendería mucho que a mi edad me llegara una oferta por mi alma. Ni desde arriba ni desde abajo —con una risa estridente.

—O cuando… No. Él no va a convertirse en una pieza de este ajedrez. Es un jugador. Le basta con dictar movimientos según unas reglas que se nos escapan al ritmo de un cronómetro que él mismo regula. Le basta con observar el tablero arrasado. Sólo espero que desee sincronizarse con nosotros. El tránsito del Manuscrito a un nuevo depositario debe realizarse en los últimos seis días del año. Si no reunimos las cinco maletas en las que Tertulli dividió el libro secreto antes de perder la pista, habremos vuelto a perder nuestra oportunidad de salir de las catacumbas.

—La última vez que me convocó el Consejo de la Santa Alianza al Stato della Città del Vaticano no llegaron a detallarme la estrategia…

—¿Qué has hecho con el sobrino de Tertulli? —cortándolo.

Amador no insiste, pero abre demasiado los labios, en una sonrisa tan ciega como su mirada.

—Ha llegado a Sevilla esta mañana. Estamos en ello. Lo tenemos localizado. No debe preocuparse por ese tipo.

—A mí todo el mundo me preocupa.

Cuando habla de todo el mundo no se refiere a todas las personas con las que se relaciona, sino a la potencial amenaza que supone la existencia de la humanidad entera para el cumplimiento de su misión.

Como si toda la gente y todos sus actos fueran los hilos de un complicadísimo tapiz que teje en el interior de su cerebro y al que se retira, al igual que otras personas llevan siempre en el bolsillo un cuaderno de crucigramas donde refugiarse cuando la realidad deja de ser lo suficientemente estimulante.

Amador, en su habitual tono servil, trata de recuperar su atención.

—¿Se acuerda del comisario Arreciado? Anoche volví a reunirme con él. Me advirtió que podemos contar con su colaboración sólo en el caso de…

—Hay algo más que debes saber. En la primera carta no sólo nos anunciaba que se nos irían proporcionando las direcciones de los custodios. Con un lenguaje bastante alegórico, nos advertía de la existencia de una fuerza que podía interponerse en nuestro camino. No aclaraba su significado ni su naturaleza ni su procedencia… Ya nos ha demostrado que cumple sus predicciones… No me cabe duda de que hay otras potencias dispuestas a entrar en este juego. Quiero que me tengas al tanto de cualquier acontecimiento del que tengas noticias. Por insignificante que te parezca. ¿Está claro?

Está tan claro que el ciego no necesita responder.

El obispo vuelve a perderse en trenzados invisibles.

El viento cambiante impregnado de lluvia continúa castigándolos. Parece que las turbulencias que se anuncian para la ciudad ya han comenzado allá arriba.

6

Ambos se mueven mejor en los paisajes urbanos. De manera que, si hay que situarlos en un pueblo, mejor que sea un pueblo fantasma.

Siguiendo dócilmente las instrucciones de Riven, Álvaro ha conducido despacio por la carretera de Málaga y después, aún más despacio, por la desviación hacia Mairena del Alcor. Atravesando borrascas al ras de suelo. Iniciando conversaciones inexorablemente frustradas por el distanciamiento de su copiloto para olvidarse de la absurda escena de violencia que acaba de vivir en el pasillo de la casa de sus padres. Concentrando su atención en la carretera a través de los cristales empañados. Sin conseguir olvidar la escena ni siquiera un momento.

Procurando no obsesionarse con la complejidad y los peligros de la empresa que ha iniciado con la única compañía del extraño desconocido que le ha salvado la vida. Confiando en que el hombre al que van a visitar le aclare qué es lo que está ocurriendo.

Y cuando llega al pueblo, y reduce todavía más la marcha en busca de alguien que les indique la dirección de Dámaso, resulta que no hay ni una sola persona por las calles.

Ni ancianos bajo los soportales o niños dentro de los charcos ni amas de casa de regreso a su domicilio bajo el paraguas ni automóviles maniobrando por las estrechas callejuelas ni hombres en busca del almuerzo… sólo plazas desiertas, colegios vacíos, comercios con la cortina cerrada, ventanas oscuras. Puertas cerradas.

Ni un alma.

El perfecto pueblo fantasma.

Se dan por vencidos tras varios recorridos por el trazado irregular y demencialmente inclinado de las calles de la población tratando de encontrar por sí mismos la dirección del sacerdote y terminan por estacionar el coche frente al cuartelillo de la Guardia Civil.

—Espero que encontremos a alguien aquí dentro —Álvaro desciende del vehículo y se detiene al comprobar