Madre Flora - Iskra Leyla Pavez Soto - E-Book

Madre Flora E-Book

Iskra Leyla Pavez Soto

0,0
11,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"Madre Flora es un homenaje a unas mujeres sencillas que son y han sido como una de esas hojas de los bosques caducifolios, que van alfombrando el suelo, alimentando la tierra y proporcionando un soporte más mullido para los pasos de las mujeres que van llegando después de ellas. Iskra nos lleva de la mano a conocer la vida de su madre a través de su propia voz, en esta suerte de biografía/autobiografía, que constituye uno de los aspectos más originales de este libro (…). Flora ve una necesidad, se siente interpelada por ella y no puede volver la cara o cerrar los ojos, al contrario, Flora responde: que hay hambre en una barriada, organiza un comedor comunitario; que van a desahuciar a sus vecinos, moviliza a las autoridades y al obispo; que las mujeres deben reconocerse como personas y empoderarse, allí está ella para enseñarlas y acompañarlas; que la dureza de la vida ha alejado a las clases humildes de la instrucción y de la cultura, pues nunca es tarde para aprender, al contrario". Lourdes Gaitán Muñoz.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 243

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Madre Flora.Una biografíaAutora: Iskra Pavez Soto Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño de portada: Sergio Cruz Imagen de portada: “Todas íbamos a ser reinas”, Flora Soto. Fotografía solapa: Eva Vera Primera edición: julio, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N°2020-A-9270 ISBN: Nº 9789563386394 eISBN: Nº 9789563386400

Para mi familia

Prólogo

Mi madre no encaja en el arquetipo o cliché que acude sin remedio a la mente cuando se invoca a las madres: una persona comprimida en las jerarquías masculina/femenina o en el culto de la Gran Madre, la Virgen María, la Madre Naturaleza o la madre de los anuncios con efecto difuminado de las revistas para padres.

Siri Hustvedt1

Siri Hustvedt dedica parte de su libro al recuerdo de su madre, recientemente fallecida, evocando su vida, tal como aquella se la había contado, rememorando los tiempos y las conversaciones que compartieron entre ellas. Hustvedt reflexiona sobre la maternidad, como mandato social y como experiencia propia, valora el tránsito de su madre hasta llegar a ser ella misma, e interpreta aquello que sabe de su vida a la luz de su propio pensamiento como mujer intelectual que está viviendo su vida en un contexto histórico y social muy diferente.

Hay cierta semejanza entre el trabajo de Hustvedt y el que Iskra Pavez nos presenta en Madre Flora. En el fondo ambos son homenajes a unas mujeres sencillas que son y han sido como una de esas hojas de los bosques caducifolios, que van alfombrando el suelo, alimentando la tierra y proporcionando un soporte más mullido para los pasos de las mujeres que van llegando después de ellas.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre los textos de las dos autoras y así, mientras Siri habla de sus recuerdos, Iskra nos lleva de la mano a conocer la vida de su madre a través de su propia voz, en esta suerte de biografía/autobiografía, que constituye uno de los aspectos más originales de este libro que comentamos. Iskra escribe como hija, con amor, pero sobre todo con respeto. Describe acontecimientos y contextos para situarlos en los tiempos en los que sucedieron las cosas alrededor de la vida de su madre, interpreta como socióloga, o explica como trabajadora social, algunos de estos acontecimientos. Pone nombres de hoy a algunas de las decisiones que Flora ha ido tomando en su vida, a las actividades que ha llevado a cabo, a las motivaciones que pudieron inspirarla.

Pero lo que realmente nos arrastra como lectoras es la historia de vida de Flora contada por esta con su propia voz. Cada tramo de vida relatado: infancia, primera juventud, maternidad, independencia, madurez, nos va permitiendo conocer a la niña huérfana, a la adolescente que aspira a emanciparse y superarse, a la joven con inquietudes políticas, a la madre luchadora, a la activista social… Y eso la lleva de un sitio a otro, de la provincia a la capital y vuelta. Más que de migrante su vida parece de nómada. Sabe que parte de un territorio (“yo soy de Talca”, reafirma), pero va recorriendo lugares (de modo forzado o elegido) en la búsqueda de sí misma, hasta llegar a encontrar acomodo allí donde su yo se confunde con el espacio físico, construido con sus manos y protegido por una higuera, que en su sentido bíblico significa “seguridad y calma”.

En su trayectoria de vida encontramos sucesos para los que hoy tenemos un nombre (“maltrato”, “violencia obstétrica”, “feminismo”, “patriarcado”), pero que ella parece que vivía desde otros ángulos (“todo tiene una razón”, “todo sucede por algo”). Sin embargo, sin ponerle tampoco una etiqueta, a lo largo de su relato nos habla frecuentemente de “una cadena de cuidados” engarzada por todas las mujeres que la han protegido, acompañado, aconsejado, soportado en distintos momentos (“yo siempre he tenido amigas”).

Sin tampoco definirse a sí misma como cuidadora, ningún otro rasgo principal ha tenido su relación con los demás. Su cuidado tenía una causa cuando estaba en el internado (colaborar en el bienestar de todas, devolver algo de lo que le habían dado). Su cuidado como madre se corresponde con la idea de maternidad que podemos atribuir a una mujer sencilla enfrentada en soledad a la crianza y supervivencia de sus hijos. Pero ¿y su cuidado hacia los demás cuando ya ni las deudas familiares, ni las necesidades de los hijos lo hacían necesario? Iskra hace alguna mención a su enraizada religiosidad, a su idea de la justicia social, a su cierta experiencia de compromiso político (quede claro, no partidista). Todo esto puede ser cierto, pero escuchando sus palabras parece que, sencillamente, Flora ve una necesidad, se siente interpelada por ella y no puede volver la cara o cerrar los ojos, al contrario, Flora responde: que hay hambre en una barriada, organiza un comedor comunitario; que van a desahuciar a sus vecinos, moviliza a las autoridades y al obispo; que las mujeres deben reconocerse como personas y empoderarse, allí está ella para enseñarlas y acompañarlas; que la dureza de la vida ha alejado a las clases humildes de la instrucción y de la cultura, pues nunca es tarde para aprender, al contrario.

Frente a la presencia permanente de mujeres en su vida, los hombres se encuentran en la periferia de la vida de Flora. No los ha necesitado para crecer como persona, a veces parece que ha tenido que darse fuerza a sí misma, reforzándose en sus propios valores: su habilidad con las manos, sus dotes de mando. El hermano, digamos que parece haber hecho lo que ha podido, tratando de recuperar los lazos fraternos y de ejercer de hermano mayor, siguiendo los cánones convencionales. Es bonito saber de su tranquila reconciliación al final. Su relación con el hombre que no quiso que fuera su marido, pero sí el padre de sus hijos, responsabilidad que este eludió concienzudamente, recuerda en cierto modo a otro pasaje de Siri Hustvedt hablando de su madre:

Ella había estado inmersa en un mundo en el que las mujeres satisfacían las necesidades de los hombres, no porque los percibieran como fuertes, sino porque eran tantas sus debilidades que había que consentirlos…”. Me educaron así, ya sabes” (p. 58).

Con el fallecimiento de este padre ausente, desaparecieron por fin estos mandatos sociales, desapareció el miedo que la había acompañado tantos años y pudo ser ella misma, sin remordimientos.

Antes de terminar este prólogo, debería dejar dicho que tuve ocasión de conocer a Flora en su primera visita a España. Debería decir que, al empezar la lectura de este texto descubrí, casi con sorpresa, que ella nació apenas unos años antes que yo. Que con ayuda de las ubicaciones histórico-temporales con las que nos sitúa Iskra a lo largo del relato he ido recordando detalles de mi propia biografía, aunque he tenido que correr con la lengua fuera para seguir el curso de la agitada vida de Flora. Dicho queda, pues. Y de este modo me puedo situar en el ahora, tanto el suyo como el mío, que encuentro reflejado en la foto con tulipanes de fondo que acompaña el relato, una imagen donde el tiempo se vuelve a conjugar en presente (como en la infancia) donde ya no cuenta el pasado ni el futuro, sino lo que la vida nos ofrece cada día. Un tiempo donde ya no decimos fui, ni seré, sino que decimos SOY.

En Madrid, a 6 de marzo de 2023, Lourdes Gaitán Muñoz.

1Madres, padres y demás. Apuntes sobre mi familia real y literaria. Seix Barral, 2022. (p.34)

PREFACIO La higuera

Cada verano nos sentábamos a conversar con mi madre debajo de la higuera que tiene en el patio de su casa en Colina. El clima tibio nos adormecía y una suave brisa nos refrescaba. Ambas somos mujeres de sangre caliente, alérgicas al sol, basta con estar expuestas un par de minutos debajo de sus rayos y nos enronchamos enteras. Por eso, disfrutamos de la sombra. A menudo le decía que su vida debía escribirse y siempre me respondía que sí, con una mirada tímida y una sonrisa satisfecha.

¿Qué tiene de especial la vida de mi madre que la hace digna de contarse?

“Es la higuera el más bello de los árboles todos del huerto”, decía la poeta uruguaya Juana de Ibarbourou en su famoso poema titulado “La higuera”. Un árbol áspero y de ramas grises que bien podría representar a los seres sensibles. “Si ella escucha / si comprende el idioma en que hablo, / ¡qué dulzura tan honda hará nido / en su alma sensible de árbol!”.

La identidad de Flora ha estado marcada por el sentimiento de orfandad. Desde que tengo memoria la he oído referirse a sí misma como una niña huacha que creció en un internado de monjas, bajo una férrea disciplina, en el sur de Chile. El estigma de ser huacha ha creado en ella un desarraigo primigenio. Según la Real Academia Española, la palabra huacho o guacho provendría del quechua wajcha que significa indigente o huérfano. En Chile, el concepto se utiliza como sinónimo de huérfano y hasta hace poco (1998) también aludía a aquellos hijos bastardos o ilegítimos, los cuales nacían fuera del matrimonio (en contraste con los legítimos que nacían dentro).

Mi madre egresó del internado siendo aún menor de edad. Cuando era una joven independiente se reencontró con un hermano perdido que vivía en el campo y durante un tiempo deambuló en procesos de migración circular entre el Maule y Santiago. Durante la segunda mitad del siglo XX, Flora y el país se desarrollaron. Ella se enamoró de un compañero militante en el fervor de los setenta, con quien tuvo cuatro hijos, pero sufrió malos tratos de su parte. Logró sobreponerse e incluso desarrolló su capacidad de liderazgo y la puso al servicio de su comunidad. A pesar de la adversidad que tuvo que enfrentar en la infancia y la flaqueza de sus huesos en la etapa mayor, Flora se siente realizada como mujer madre, abuela y bisabuela. Su biografía podría representar a la de varias mujeres chilenas que han tenido que sobrevivir a la pobreza y/o a la violencia y, así y todo, lograron salir adelante.

La motivación para escribir la vida de mi madre radica en mi admiración por su capacidad de sobrevivencia a contextos extremos que sin duda le formaron el carácter. Varias veces intenté llevar a cabo este proyecto, pero por diversas razones el asunto quedaba rezagado. El terreno de la escritura (auto)biográfica siempre es difícil, pero, en este caso, el principal desafío ha sido encontrar el equilibrio entre las dos voces que se complementan y, en ocasiones, entran en conflicto. Por un lado, aparecerá la voz de la hija escritora que además de narrar la biografía de su madre pretende hacer una reflexión sociológica y, a ratos, impugnadora. Por otro lado, se mostrará el relato oral de Flora que nos cuenta su versión de la historia. Entonces, el recuerdo estalla y el discurso se transforma en una disputa por la memoria individual y familiar.

¿Para quién es este texto?

¿Quién será la protagonista?

¿De qué material están hechos los recuerdos?

¿Cómo mantener la lealtad familiar cuando el fuego de la escritura te quema por dentro?

En esta crónica mi madre hablará de los episodios dolorosos mediante el uso de metáforas, las cuales deberán ser sometidas a la interpretación. Frases cortas y confusas que serán las grietas a través de las cuales se permitirá la digresión de mi voz reflexiva o impugnadora.

La escritura (auto)biográfica ha sido una contradicción permanente entre mi deseo de respetar la voz y los silencios de mi madre y mi necesidad de escribir y (d)enunciar. Escribo con miedo y bloqueo, también con esperanza e ilusión. Soy una hija escarbando el pasado para contar la historia de su madre y de su abuela y, de paso, hacer un punto de inflexión.

Las fuentes de información que utilicé para elaborar esta biografía son las que paso a explicar en detalle:

Libreta roja Moleskine: Corría el año 2011, yo recién había vuelto de estudiar un posgrado en España y mi hermana mayor comenzaba sus estudios universitarios, después de haber criado a sus hijos. Ella tenía que hacer un trabajo sobre la historia familiar. Con la excusa de la tarea y para ponernos al día, nos juntamos un par de veces las tres hijas con nuestra madre a tomar de­sayuno en un café del centro de Santiago. Mientras Flora hablaba, yo iba tomando notas en la libreta roja Moleskine. Para su trabajo, mi hermana mayor había recopilado una serie de documentos, como certificados de nacimiento o defunción y me facilitó copia de sus hallazgos. A medida que pasaba el tiempo, en esta y otras libretas fui recopilando diferentes datos del itinerario vital de mi madre y/o de la historia familiar. Algunos surgían como parte de la investigación para diferentes escritos, pero se reservaban para este proyecto biográfico que venía fraguándose desde hacía más de una década.

Archivo personal: Mi madre me facilitó algunos de sus documentos privados, como viejos carnés de identidad y credenciales, rumas de fotografías antiguas, cartas dobladas con firma y timbre y su respectivo sobre; certificados, títulos, carpetas y cuadernos en los cuales ella había registrado su trayectoria. Era como si supiera que algún día se necesitaría ese tesoro del pasado que permanecía escondido entre destartalados cajones.

Entrevistas de Sofía: Sofía Colomés era colaboradora de mi equipo de investigación en la universidad y le pedí ayuda cuando no podía seguir avanzando. Juntas elaboramos un guion de entrevista biográfica, siguiendo los pasos que decían los manuales de investigación social. Sofía fue hasta Colina a sentarse debajo de la higuera e hizo una serie de entrevistas cara a cara con mi madre, tomando los resguardos que dictaban las medidas sanitarias porque fue durante la época de la pandemia. Después, transcribía de manera textual y revisábamos conjuntamente; mi madre debía aprobar el contenido. Todos los recursos salieron de mi bolsillo, porque este fue un proyecto autogestionado y eso lo hacía más lento. En el desayuno del año 2011, cuando registré en la libreta roja Moleskine, mi madre dijo algunos nombres y contó varias anécdotas que luego no fueron mencionadas en las entrevistas de Sofía. Creo que esto refleja cómo el paso del tiempo ha ido afectando la memoria de mi madre. Por lo tanto, tuve que cotejar y verificar todos los datos con las fuentes de información de las cuales eché mano.

Las entrevistas realizadas por Sofía estaban contenidas en nueve horas de grabación que ella misma había transcrito a lo largo y ancho de ciento cincuenta y cinco páginas, corregidas y aprobadas. Pero no sabía qué hacer con todo ese material. Mi intención era que se oyeran las dos voces: la mía y la de mi madre, con sus muletillas y modismos, pero, como ya se ha dicho, fue un reto encontrar el camino. En esos momentos, mi sobrino Matías me ayudaba a reordenar la información y, así, reafirmaba el sentido de la escritura (auto)biográfica familiar. Además, mi amigo Octavio me recomendaba bibliografía especializada y mi amiga Iria leía lo avanzado con voz crítica. Así lograba superar los bloqueos.

En las siguientes páginas, la trayectoria biográfica se presentará ordenada por décadas a fin de dotar al escrito de contexto histórico; además, se usarán palabras clave o subtítulos para ordenar la información. En el Anexo se incluye el árbol familiar que se construyó utilizando el instrumento de intervención social llamado genograma. Se han editado algunos nombres y datos de personas que podrían sentirse afectadas con la información que aquí se presenta, por lo cual se ha dejado en anonimato a ciertos personajes para evitar eventuales conflictos.

Para referirme a mí misma, a veces, usaré la voz en primera persona singular y, por lo tanto, las frases comenzarán con el yo, el mi o me referiré a mi madre; mientras que en otras ocasiones, utilizaré la tercera persona singular, entonces hablaré de Flora y yo seré “la hija menor”. En casos puntuales usaré la tercera persona plural para enfatizar la dimensión generacional. La variación del punto de vista narrativo se utilizará para tomar distancia de los hechos, atendiendo al contenido de las frases, pero también con el objetivo de hacer fluida la lectura. Además, se expondrán extractos de las entrevistas a mi madre realizadas por Sofía, citas textuales que aparecerán en cursiva, tal como se muestra a continuación:

Mi hija me dijo que quería escribir mi biografía y yo le dije “sí”, porque me preguntó si acaso… “Sí”, le dije yo, “mira, por muchas cosas”, le dije, “una, para, para dar a conocer que todos no nacimos de una manera, en fin, como lo tenemos todo. (…) Pueden ahí darse cuenta de que esta es la persona que lo ha conseguido. Uno dice ya, soy capaz de esto, entonces puedo hacer más”.

Siéntense debajo de la higuera, la sombra es ancha y generosa, caben todas las voces, les voy a contar la historia de mi madre, conversemos.

Esos locos años veinte

Esta historia comenzó hace aproximadamente un siglo, en los llamados locos años veinte. Después del fin de la Primera Guerra Mundial, cuando el capitalismo mostraba su mejor cara. Fue la bella época de los magnates bancarios que finalizó abruptamente debido a la crisis económica de 1929. Como veremos, las crisis formarán parte de este modelo económico que cada cierto tiempo traerá abundancia y luego escasez. Es el péndulo de la historia que gira sin cesar.

En los años veinte nacieron Brunilda y Manuel —los padres de Flora—, más concretamente en la ciudad de Talca, en el sur del país, en la Región del Maule. Sabemos con exactitud que Manuel nació en 1921, porque esa fecha aparece en el certificado del Registro Civil. Sobre Brunilda sabemos menos, pero lo más probable es que también haya nacido en el mismo tiempo. Suponemos que se conocieron en torno a los años cuarenta, cuando ambos eran unos jóvenes veinteañeros. Podríamos pensar que en esa época era normal que a esa edad ya formaran pareja y tuvieran hijos, sin embargo, visto ahora, en retrospectiva, los consideraríamos precoces o un par de chiquillos inmaduros. No sabemos si se amaron con locura o fueron encuentros fugaces, solo tenemos la certeza de que de esa unión nacieron dos criaturas, por lo tanto, el vínculo tiene que haber durado al menos un par de años.

En 1943 nació el hijo mayor de la pareja, Héctor, tímido y noble. Dos años más tarde, el lunes 22 de enero de 1945, llegó al mundo Flora, menudita e inquieta.

Según el recuerdo de mi madre, Brunilda era una muchacha esbelta, que usaba el cabello trenzado con cintas rosadas, olía a jazmín y a lavanda (“olor de madre”) y hacía trabajos de ocasión, de personalidad afable, amiga de sus amigas. En cambio, Manuel era maceteado (“gordo”), se dedicaba a los trabajos de gasfitería, apestaba a petróleo, máquinas y fierros y era conocido como un hombre mujeriego. Mi madre siempre decía que yo me parecía a su madre, la abuela Bruni, aunque no podría haber precisado en qué.

Recién acabada la Segunda Guerra Mundial, la sociedad se hallaba devastada ante su propia crueldad y la joven Brunilda se vio sola con dos criaturas a su cargo, sin el apoyo de nadie, porque el abuelo Manu se había ido a comprar cigarros... Unas amigas le hablaron de ir a probar suerte a la capital; las madrinas se ofrecieron para cuidar a los niños mientras tanto. Héctor, el hermanito mayor de cinco años, se fue con la mami Laura al campo y Flora, que en ese entonces tenía apenas tres, fue dejada con su madrina, la tía Olga, en Talca. Brunilda no sería la primera ni la última mujer que se viera obligada a emigrar y a tener que dejar a sus hijos al cuidado de otra mujer, normalmente su propia madre, hermana o vecina.

La abuela Bruni seguramente viajó a la Región Metropolitana llena de culpas, con una sensación de desgarro en las entrañas. Formó parte del creciente flujo migratorio del campo a la ciudad que poblaría la periferia santiaguina. Una vez allí, trabajó como nana, cuidando de otras guaguas y ahorrando dinero para enviar remesas y así costear los gastos de la crianza de la pequeña Flora. Durante un par de años resultó bien la estrategia migratoria de la abuela Bruni. Sin embargo, a poco andar, el destino cayó sobre nuestra familia como una maldición. Una hipótesis dice que fue un accidente de tránsito en una esquina de la Gran Avenida, otra que la abuela Bruni tuvo una enfermedad terminal. En cualquier caso, murió en completo anonimato en algún hospital público de Santiago. No hay rastro de ella en el Registro Civil.

La abuela Bruni y todo el elenco de personas que la acompañaron eran personajes desconocidos para mí. Ya que, como se ha dicho, mi madre siempre se había narrado a sí misma como una niña huacha. No obstante, la realidad es que toda niña huacha tiene una madre y un padre que le dieron la vida y la tarea de la biógrafa es poder llegar a configurar a esos personajes para poder contar la historia completa. Flora evitaba referirse a este tema y centraba su relato en el abandono y los castigos que sufría en el internado. Aprendí desde chica que este era un terreno delicado y confuso. Una historia rota que había quedado extraviada en el sur. Para contar su historia he tenido que (re)crear a las figuras marentales y parentales e insertarlas en la vida de Flora, porque desaparecieron demasiado pronto. Sin embargo, aún queda mucho por descifrar.

Abuela Bruni, ven al auxilio de tu nieta huacha.

Abuelo Manu, acompáñame a contar la historia de tu hija Flora, mi madre.

Década de los cuarenta

De cero a cinco años

El fin de una guerra

El año 1945 será recordado por el término de la Segunda Guerra Mundial, concretamente el 2 de septiembre. Acto seguido, se formó la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a la cual se integró nuestro país y se firmó la Declaración de los Derechos Humanos. En ese momento en Chile gobernaba el radical Juan Antonio Ríos y el último mes de ese año, el 10 de diciembre, Gabriela Mistral recibió el Premio Nobel de Literatura.

En los años cuarenta, se vivía una pobreza bastante dura en el campo, lejos de los debates sobre la llamada cuestión social que se daban en la capital. En el campo había escasez de trabajo y poca capacitación, por eso muchas personas se vieron obligadas a buscar oportunidades en la ciudad. La historiografía lo ha denominado como el proceso de migración campo ciudad, hecho que dio pie a la conformación de las primeras tomas de terrenos en la periferia santiaguina.

Yo soy de Talca

Flora tenía el recuerdo de haber vivido con su madre durante la primera infancia, de su padre oía rumores, probablemente no compartían el mismo domicilio. Tal vez, el ímpetu de Flora se forjó en esta primerísima infancia, cuando compartió experiencias significativas con su madre y su hermano. El periodo que va de los cero a los tres años se considera clave en toda trayectoria vital, porque se sientan las bases de la personalidad y se construye el vínculo de apego. Las palabras que utilizó Flora para narrar el recuerdo con su madre reflejaban un ambiente cálido, a diferencia del tono impugnador o resentido que asomaba cuando se refería a su padre. En esta breve reminiscencia aparecieron figuras femeninas que acompañarán a Flora durante toda su vida y, tal como lo hicieron con Brunilda, le entregarán apoyo y contención:

Mi mamá con mi papá se separaron cuando yo tenía como tres años y mi mamá empezó a trabajar por cuenta de ella, porque mi papá era mujeriego. No le daba a ella. Pero como a los tres o cuatro años (…) mi mamá me dejó donde unas amigas, donde la madrina mía de bautismo. En esa casa. Y después ella vio que una amiga, por ahí, le ofreció trabajo para Santiago, porque yo soy de Talca.

La separación hermanal

No sabemos si el abuelo Manu aportaba con los gastos de la crianza infantil, durante el tiempo que Flora estuvo al cuidado de su madre. Solo sabemos que la situación se hizo insostenible para la joven Brunilda y que tomó la decisión de emigrar a Santiago. Vale la pena reiterar que Brunilda y Manuel eran dos jóvenes de no más de veinte años, una pareja primeriza, en un contexto rural de crisis y pobreza.

Así las cosas, Brunilda emigró a Santiago y dejó a la pequeña Flora al cuidado de su madrina, la tía Olga, que vivía en Talca. Según el recuerdo de mi madre, en ese momento se produjo la separación con Héctor, su hermanito mayor, quien dada su condición de hombre fue acogido por la mami Laura (cuñada de la tía Olga) una mujer mayor que lo recibió argumentando que necesitaba ayuda para las pesadas labores del campo. Esta dispersión del grupo hermanal ha sido ampliamente desaconsejada en los procesos de adopción de hoy en día, pero en esa época fue la única solución que encontraron las mujeres que se hicieron cargo:

Yo tengo un hermano. Una abuelita que vivía en el campo, que venía a visitar a esa gente, se llevó a mi hermano para el campo, para Camarico. Cerca, entre Talca y Curicó. (…) Porque era hombre y le servía allá en el campo a ella. Entonces (dijo) “yo lo crío”. Se quedó con él. Y él se quedó ahí para siempre.

La abuelita Hortensia

La madre de la tía Olga era una mujer de avanzada edad y una de las pocas figuras femeninas con las cuales Flora llegó a desarrollar un vínculo de apego que aún recuerda con cariño. La casa de Talca era más bien un caserón donde convivían varios grupos familiares y había una alta presencia infantil. Mi madre declaró que en ese tiempo no tenía su cama propia, sino que debía dormir con la tía María, hermana de la tía Olga:

Hasta los cinco o seis años estuve ahí, en esa casa. Y ahí vivía harta gente (…) la abuelita Hortensia, la tía María, la tía, ¿cómo que se llamaba la otra tía…?, la que estaba a cargo mío, ya hasta el nombre se me olvidó. Y ellas se preocupaban de mí, pero, así, de entrada y salida, porque trabajaban. Y la tía María estaba ahí, a cargo de los niños y mío también.

La chiquillada

Flora se integró como una más a la chiquillada del caserón de Talca y empezó a crear vínculos con las personas que vivían ahí. En su imaginación de niña recreó a una familia y puso lazos hermanales dentro de la cofradía infantil. El caserón era de puertas abiertas y la pequeña pasaba gran parte del día jugando en la calle con un montón de amigos “a pata pelá ”, se hizo “buena pa’ la piedra” y mejoró su puntería. Era una infancia que hoy podría ser considerada como una niñez en situación de calle o negligencia. Mi madre recordaba que como tenía la piel delicada y no se bañaba a menudo, le picaba el sudor del juego, el llamado “piñén” dibujaba mapas en su epidermis, ella se rascaba y se le hacían heridas.

A fines de la década de los cuarenta había pocos automóviles en las calles de las ciudades y en las ciencias sociales aún no se hablaba de la sociedad del riesgo, teoría que sería propuesta por el sociólogo alemán Ulrich Beck en los años ochenta. A la luz del tiempo, la vida en el caserón parece una postal bucólica:

Y eran tres niños ahí: el Lucho, el Bernardo y la María y yo, ahí, en esa casa. (…) como era chica yo creía que eran hermanos míos. Comíamos todos juntos, jugábamos todos juntos, nunca tuvieron una, cómo decir, en fin, “tú no eres de esta casa”, ninguna cosa, nada. Pero sí, yo me arrancaba para la calle a jugar con mis amigos. Tenía un montón de amigos. Y me pasaban a buscar los chiquillos, todos los chicos. Puros niños, de cinco, seis años, siete tendría. Pero yo era la que mandaba.

El río

Flora comentaba que en el caserón de Talca no usaba zapatos ni tenía horarios, vivía en total libertad. El recuerdo dio paso a una imagen idealizada, donde la niña podía disfrutar de la naturaleza y bañarse en un canal de regadíos:

Porque imagínese, cuando estaba chica, o sea ahí, cuando quedé en esa casa, yo salía con los amigos, qué sé yo, puros cabros chicos. Me iban a buscar a mí y ahí organizábamos el juego, qué sé yo, y salíamos por una parte y recorríamos ahí cerca de un río. En fin, nos bañábamos, en fin, ¡qué no hacíamos!”.

La yapa

Mientras Brunilda trabajaba en Santiago, la pequeña niña Flora desplegó formas de buscarse la vida, tal como lo han hecho históricamente los niños pícaro