Madrid:frontera - David Llorente Oller - E-Book

Madrid:frontera E-Book

David Llorente Oller

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Beschreibung

Soy Madrid:frontera (y me dirijo a ti, lector): Sabes que hay gente a la que le han quitado la voz y ya solo les queda el llanto o el silencio. Tú mismo, en algún momento, has apretado los puños ante la injusticia y cargas sobre la espalda más peso del que se puede soportar. Seguro que has contemplado la desesperación ante ti, pero te niegan lo que has visto con tus propios ojos y te dicen que eso de lo que hablas no ha existido nunca. Probablemente creas que a ti también te están dejando sin voz y te preguntas si no acabarás como los demás, condenado al llanto o al silencio. Bien. Debes saber que yo he venido a poner las cosas en su sitio para ajustar cuentas con el pasado. Que llego de la mano de un escritor que de repente toma conciencia de su enorme responsabilidad y te agarra de las solapas y te grita: ¡Despierta! Que vengo a hablarte de la verdad, aunque mis páginas quemen. Yo soy eso, el punto de inflexión. Y vengo a decirte que jamás debes perder la esperanza. M:f Con Madrid:frontera, David Llorente irrumpe una vez más en el panorama literario con una novela que fractura los esquemas del género negro y flirtea con lo fantástico, para construir esta compleja distopía que cuestiona la decadente realidad y reescribe nuestro futuro.

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Veröffentlichungsjahr: 2016

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David Llorente nace en Madrid en 1973.

En esta ciudad publica las novelas Kira, premio Francisco Umbral de novela corta 1998, y El bufón, premio de narrativa Ramón J. Sender 2000.

En el año 2002 se traslada a vivir a Praga (República Checa), donde escribe las novelas Ofrezco morir en Praga y De la mano del hermano muerto, esta última también traducida al checo.

En esta ciudad crea el grupo de teatro Séptimo miau, cuyas obras escribe y dirige él mismo.

Ha representado por casi todos los países de Europa Central y del Este y ha obtenido diversos premios en varios festivales de teatro internacionales.

Algunas de sus obras han salido publicadas en el libro Los árboles dormidos.

Soy Madrid:frontera (y me dirijo a ti, lector):

Sabes que hay gente a la que le han quitado la voz y ya solo les queda el llanto o el silencio.

Tú mismo, en algún momento, has apretado los puños ante la injusticia y cargas sobre la espalda más peso del que se puede soportar.

Seguro que has contemplado la desesperación ante ti, pero te niegan lo que has visto con tus propios ojos y te dicen que eso de lo que hablas no ha existido nunca.

Probablemente creas que a ti también te están dejando sin voz y te preguntas si no acabarás como los demás, condenado al llanto o al silencio.

Bien.

Debes saber que yo he venido a poner las cosas en su sitio para ajustar cuentas con el pasado.

Que llego de la mano de un escritor que de repente toma conciencia de su enorme responsabilidad y te agarra de las solapas y te grita: ¡Despierta!

Que vengo a hablarte de la verdad, aunque mis páginas quemen.

Yo soy eso, el punto de inflexión.

Y vengo a decirte que jamás debes perder la esperanza.

Madrid:frontera

Madrid:frontera

Madrid:frontera

David Llorente

Primera edición: enero de 2016

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por: EDITORIAL ALREVÉS, S.L. Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a 08034 [email protected]

© David Llorente, 2016 © de la presente edición, 2016, Editorial Alrevés, S.L. © Diseño: Ernest Mateu

ISBN: 978-84-16328-37-6 Código IBIC: FA

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Saben, y lo que saben una sola vez les basta para siempre. Ya no tienen curiosidad por saber más, puesto que podría debilitarse su fuerza de argumentación.

WISLAWA SZYMBORSKA,Discurso de recepción del Premio Nobel, 1996.

1. LA MADRE DE TODAS LAS DESGRACIAS

El padre Simeón

Te llamas Igi W. Manchester. Tienes treinta años y tu vida es un interminable día de lluvia. Es algo que no debes olvidar jamás. La pérdida de la identidad (no saber quiénes somos) es la madre de todas las desgracias. ¿Entiendes?

Sí.

Bien.

Ahora puedes abrir los ojos. En el techo de tu habitación hay una frase (que no has escrito tú) que dice: «Sigue durmiendo». No debes hacerle caso. Levántate.

¿Aunque todavía sea de noche?

No te equivoques. Hace muchos años que es de noche. El sol (recuérdalo bien) debe empezar a lucir dentro de ti. Eres tú (Igi W. Manchester) el que debe hacer que un día vuelva a amanecer en la ciudad de Madrid. ¿Entiendes?

Sí.

Bien.

Por el pasillo de la pensión te encuentras con el señor Nausía. Te recuerda que le debes cinco meses y te pregunta cuándo le vas a pagar.

¿Qué le respondo?

Le dices la verdad. El señor Nausía, entonces, te propone un trato: Que desocupes tu habitación y te instales en el sillón de orejas del cuarto de estar.

¿Lo acepto?

Lo miras a los ojos y le dices lo siguiente: Me llamo Igi W. Manchester. Tengo treinta años. Mi vida entera es un interminable día de lluvia. La pérdida de la identidad (no saber quiénes somos) es la madre de todas las desgracias.

¿Sirve de algo?

No.

El señor Nausía te dice que si no aceptas su última oferta (la de instalarte en el sillón de orejas del cuarto de estar), será mejor que te vayas a la calle y que no vuelvas más.

¿Qué hago?

Das un portazo. El ascensor no funciona. Los escalones están llenos de mendigos. Tienes que caminar por encima de ellos para salir a la calle.

¿A qué calle?

Las calles de Madrid ya no tienen nombre. Esta calle por la que caminas (en realidad) es una avenida que atraviesa la ciudad de punta a punta. ¿Quieres que le pongamos un nombre? La podemos llamar avenida del Hambre. ¿Te parece bien?

Sí.

Deberías haber cogido el paraguas. El agua cae sobre los tejados, sobre las farolas, sobre los charcos.

¿Y sobre los contenedores de basura?

También.

La lluvia tiene un sonido monótono y adormecedor, como si el cielo rezara (por nosotros) una letanía. Uno, cuando escucha la lluvia, solo puede entornar los ojos y dejarse invadir por la tristeza.

¿Yo también?

La verdad es que tú no deberías.

Atraviesas la avenida del Hambre y caminas por encima de las ruinas del museo del Prado. Entre sus escombros duermen los mendigos. Una mano te agarra de un tobillo. Alguien te pide un trozo de pan. Echas a correr.

¿Me he asustado?

Un poco.

Te guareces de la lluvia en una parada de autobús. Te acuerdas de que ya no pasan autobuses. La gente (decían) ya no tiene necesidad de ir a ningún lugar. Pero es mejor que no pienses en los viejos tiempos (de los que, por otra parte, ya apenas te acuerdas). Es mejor que lo reduzcas todo a lo más básico: Tienes hambre. Debes encontrar comida.

¿Dónde?

Has llegado al antiguo Jardín Botánico. Por aquí (ahora) deambulan los desempleados. El olor de las plantas (la lluvia no puede evitar, a pesar de todo, sacarle el olor a todo lo que moja) te recuerda aquellos paseos que dabas, al caer la tarde, al lado de una mujer. Pero ya te he dicho que no sirve de nada pensar en los viejos tiempos.

¿Por qué?

Porque no.

Terminas de bajar la calle y llegas a la iglesia de los Jerónimos. Está rodeada de alambres para contener a los mendigos, que se amontonan (recostados como animales) en las escaleras de la entrada.

¿Qué hacen ahí?

El padre Simeón abre la ventana de la sacristía y lanza una bolsa de basura. La bolsa de basura (negra, de veinte litros de capacidad) vuela por encima de la alambrada y cae a los pies de las escaleras. Los mendigos (que parecían aletargados) se levantan. La lucha por la basura (apréndelo de una vez) es encarnizada y cruenta.

No sabía que el hambre era esto.

Desengáñate. Todavía no sabes lo que es el hambre.

Un par de agentes de policía se acerca a ti y te pide la documentación. Uno de ellos te llama pordiosero.

¿Le contesto?

Pues no.

Te duele tanto la cabeza que te la reventarías contra una pared. Repito: ¿Qué te pensabas que era el hambre?

No sé.

En la esquina de la calle hay una tienda de alimentación.

¿Entro?

Sí.

Paseas por el pasillo de la fruta y estás tentado de estirar la mano y guardarte una manzana en el bolsillo.

¿No lo hago?

No. Esta vez no.

El vigilante (¿en qué se transforma un hombre cuando le das un uniforme?) camina detrás de ti, a menos de dos metros de distancia. Sabe que se te está pasando por la cabeza la idea de estirar la mano y meterte una manzana en el bolsillo. Es más, está deseando que estires la mano y te guardes una manzana en el bolsillo. Nada le gustaría más (nada compensaría más sus largas horas de aburrimiento) que tener un motivo para retorcerte el brazo por detrás de la espalda y echarte a la calle de una patada en el culo. Te acercas al mostrador. Le dices al dependiente que no tienes dinero. Solamente quieres una manzana. Nada más. La lluvia (en la calle) golpea contra el asfalto. El vigilante te retuerce el brazo por detrás de la espalda y te echa a la calle de una patada en el culo.

El suelo está helado.

La lluvia cae encima de ti. Pones una rodilla en el suelo, luego la otra rodilla, luego un pie, después el otro pie, mientras dices (en voz baja, para ti mismo): Me llamo Igi W. Manchester. Tengo treinta años. Van a necesitar algo más que una patada en el culo para conseguir que (tras una caída) no me vuelva a levantar.

¿Y me levanto?

Sí.

Te sientes mal. Primero meas contra una tapia y después te acuclillas entre dos coches y te pones a cagar. Levantas los ojos al cielo. Te acabas de convertir (y lo sabes) en uno de esos hombres que cagan entre dos coches.

Tengo frío.

Has llegado a la antigua calle de Alcalá. La gente espera en la puerta del supermercado.

¿Qué espera?

Salen dos vigilantes nocturnos (ya todo es nocturno en la ciudad de Madrid). Arrastran (entre los dos) seis enormes bolsas de basura. Las llevan al callejón y las tiran dentro de los contenedores. Luego vuelven al supermercado y cierran la puerta. Alguien te empuja y te tira al suelo.

¿Por qué?

Levantas la cabeza. La gente entra en el callejón y vuelca los contenedores de basura. Has visto un paquete de galletas.

¿Soy uno de ellos?

Me preguntas si eres uno de ellos. ¿Tan pronto has olvidado que la pérdida de identidad (no saber quiénes somos) es la madre de todas las desgracias?

Perdona.

Te levantas y corres al callejón. Te abres paso a codazos. Alcanzas la montaña de basura y metes las manos hasta los codos. Alguien te da un empujón y te aparta a un lado. Debes ser más agresivo. De lo contrario te quedarás sin comer.

No quiero quedarme sin comer.

Ves que un niño se guarda un trozo de pan debajo de la camiseta. Se lo quitas por la fuerza y sales corriendo del callejón.

¿Adónde?

Te apartas cien metros. Te acuclillas detrás de un árbol y empiezas a morder el mendrugo de pan. Te duele la boca. Es como si te empezaran a salir los dientes otra vez.

¿Voy a por más?

Mejor quédate donde estás.

Los dos agentes de policía (los que te llamaron pordiosero) han entrado en el callejón. Les dicen a los mendigos que saquen las manos de la basura y que vuelvan a sus casas (nadie sabe muy bien a qué casas se supone que deberían volver). Luego agarran al niño, se lo llevan a un portal y le pegan un par de hostias.

¿Por qué?

No es que haya hecho nada (aparte de comer basura, que está prohibido). Es mera gimnasia. A los agentes les apetecía soltar un poco los músculos. Se lo decía uno al otro: Estoy acartonado y como entumecido.

¿Me detienen?

No.

Óliver

Cruzas la carretera del Acantilado y entras en el parque del Retiro. La hierba está llena de gente que duerme (o que no tiene fuerzas para levantarse).

¿Hay sitio para mí?

No.

Sigues avanzando. Te vas metiendo en lo más profundo del parque. Una mujer se pone a tu lado y te pregunta si quieres que te la chupe.

¿Quiero?

Le contestas que no. Ella te dice que tiene un hijo al que alimentar. Estás a punto de recomendarle que vaya a los contenedores de basura, pero te callas (seguramente las chupadoras de pollas fueron comedoras de basura que decidieron dejar de serlo). Le preguntas su nombre.

¿Cómo se llama?

Se llama Olivia. Te pregunta (es evidente que no tienes dinero) qué estás haciendo en esa parte del Retiro. Miras a tu alrededor. Las mujeres han hecho un pequeño jardín de arena para dejar a sus hijos mientras trabajan. Los hombres (como sombras entre sombras) entran y salen de los arbustos. Olivia se detiene un momento y se estira una media. Te pregunta si has leído A las que amamos, de Aleksandar Tišma.

Lo leí en la universidad.

Olivia te coge de la mano y te lleva a otro lugar del Retiro, cerca del estanque. Debajo de un arce plateado hay una vieja barca de madera. Dentro de la barca está su hijo. Se le adivina (en la piel de la nuca, en los ojos inclinados, en la única línea de la palma de la mano) una enfermedad mental. Se llama Óliver. Le pregunta a su madre si ha traído algo de comer. Le contesta que no. Óliver no llora. Óliver (con la transparencia de los animales) se entristece.

¿Me invita a entrar en la barca?

Sí.

Miráis cómo cae la lluvia. Debajo del arce plateado no os mojáis. Os fijáis en las luces de la ciudad, que brillan (sin calor) más allá de las verjas del Retiro. Olivia te dice que la vida en la ciudad de Madrid se ha convertido en una novela de Peter Handke. Todo es simple y terrible. Tú dices que sí. La lluvia cae sobre el estanque y lo llena de burbujas y de ondas.

¿Es bonito?

No.

Olivia mira a su alrededor y saca un libro. Lo abre por una página cualquiera y pasa las yemas de los dedos por el papel. Te dice que nunca olvidará la primera vez que leyó a Kenzaburo Oé. Padres de niños enfermos. Niños sin hígado, que echan excrementos de color blanco. Pronto deja de hablar. ¿De qué sirve levantar el dolor al cielo? El cielo solo responde con lluvia. Y la lluvia hace lo único que sabe hacer: Caer.

Vienen hombres.

Se oyen voces en la oscuridad (sombras que se mueven entre sombras). Olivia se guarda la novela, sale de la barca y se va a trabajar.

¿La sigo con la mirada?

No.

El niño te observa. Te pregunta si eres el novio de su madre. Le dices que no. Óliver (vuelve a entristecerse) juega con una hoja que se ha caído del arce plateado. Dice que su madre ha tenido muchos novios. A él (sin embargo) no le ha gustado ninguno. Todos se apartaban de él. Como si pudiera contagiarles lo mío (dice).

Está muy delgado.

Coges al niño de la mano y lo sacas de la barca. Te pregunta dónde lo llevas. Le dices que vais a buscar comida. Óliver da un salto y dice: Yupi.

¿Dónde encuentro yo comida?

Por esta zona del Retiro no hay ningún tipo de iluminación. Óliver te aprieta la mano. Le dices que no tenga miedo. Tú mismo lo protegerás de los animales salvajes (sean cuales sean). Óliver dice: Mi madre me ha dicho que todos los animales han desaparecido. Sintieron vergüenza del hombre y se fueron. Hay niños pequeños que jamás hemos visto un animal. Nuestras madres nos cuentan historias de perros y de gatos y nosotros no sabemos qué imaginarnos.

Hay dibujos en los libros.

Le hablas de los pájaros. Óliver suelta una carcajada y dice que eso sí que no se lo cree. ¡Animales que pueden volar! Y suelta una carcajada.

Me gusta cuando se ríe.

Llegáis al estanque y le preguntas a Óliver si tampoco quedan carpas debajo del agua. Óliver te mira con los ojos encendidos. Eres tan gracioso. Animales debajo del agua. ¿Cómo diablos iban a respirar? Tú no respondes.

¿Volvemos a la barca?

No.

Por suerte, encuentras un contenedor de basura (de tamaño mediano) que aún no ha sido saqueado.

¿Por qué?

Levantas la tapa (de color naranja) y ves que (efectivamente) está lleno de bolsas de basura. Coges la que está más arriba y la abres. Hay dos medios plátanos y un cartón de zumo de pera. Te agachas al lado de Óliver y le dices que habéis encontrado comida. Óliver te da un beso en la mejilla y dice: Yupi.

¿Dónde nos lo comemos?

Entráis en un teatro de títeres y os sentáis en la grada. Le dices a Óliver que no se lo coma todo (hay que dejar algo para mamá). Óliver sonríe cuando oye la palabra «mamá». ¿Eres su novio? (te pregunta).

No.

Os coméis los medios plátanos y os bebéis la mitad del zumo de pera. ¿Comprendes ahora por qué nadie buscaba en esa basura? Le han echado lejía (a veces lo hacen para alejar a los mendigos).

Joder.

No puedes hablar. Tu lengua se ha puesto tan gorda que crees que acabarás ahogándote. Abres la boca e intentas vomitar. Estás perdiendo el conocimiento. Luego todo es oscuridad.

Quiero volver en mí.

Ya. Bueno. Da igual lo que quieras.

El doctor Argüelles

Ha pasado mucho tiempo desde que te desmayaste. Puede ser que sigas en la grada del teatro de títeres, desmayado (envenenado con lejía). O puede que alguien te haya encontrado y te haya llevado al hospital. Esta última posibilidad (sin embargo) es muy remota. En los hospitales de Madrid no dejan entrar a la gente como tú.

Me encuentro bien.

No.

Estás soñando (¿los sueños de la inconsciencia son sueños realmente?). Estás en el centro de la avenida del Hambre. Delante de ti hay un grupo de antidisturbios. Ahora todo te parece normal. Después te preguntarás qué puede significar un sueño como ese.

¿Despierto ya?

Sí.

Oscuridad. Oyes (es lo primero) el sonido de la lluvia. Luego abres los ojos. El techo es de color blanco y tiene manchas de humedad. Una de esas manchas tiene forma de pájaro. Te acuerdas de Óliver. Miras a tu alrededor. No lo ves.

¿Dónde estoy?

La enfermera se llama Sonia. Te dice que te han hecho un lavado de estómago. Tu sistema digestivo está lleno de heridas (de llagas). Por suerte, la lejía no te llegó a los intestinos.

¿Dónde está Óliver?

Sonia (la enfermera) te dice que el cadáver del pequeño Óliver está en la habitación de al lado.

Mierda.

Cierras los ojos. Sonia dice que no los cierres. Tienes que estar bien despierto y, lo que es más importante, tienes que irte ya.

¿Por qué?

Este es un hospital clandestino. Atienden a esas personas que (en la ciudad de Madrid) no tienen derecho a ponerse enfermas.

Me siento débil.

Lo estás.

Sonia te levanta de la cama (te vistes) y te lleva a la sala de curas. El doctor Argüelles quiere darte algo para las quemaduras de la lengua y del paladar.

Está ocupado.

Está atendiendo a otro paciente. Lo trata con familiaridad. El paciente le pide morfina. Nada más que morfina.

¿Por qué?

Una mañana se despertó con un dolor en la espalda. Estuvo un mes intentando que lo atendieran en algún hospital. Fue en vano. Al final llegaron a sus oídos los servicios clandestinos del doctor Argüelles. Le descubrió un cáncer de pulmón que le había hecho metástasis en las vértebras. El paciente se llama Norberto. Pide morfina. Nada más que morfina.

¿Qué son esos golpes?

La policía ha entrado en el hospital clandestino. El doctor Argüelles (sin perder la calma) intenta hablar con ellos, pero ellos tienen órdenes de no hablar con nadie (mucho menos con una persona culta como un doctor).

¿Y qué hacen?

Los policías rompen los aparatos de medicina. Después prenden fuego a las cortinas y las alfombras. Por último (mientras las llamas se hacen grandes) sacan las porras y os dan un par de hostias a cada uno.

¿Y Óliver?

Olvídate de él.

Todos (Sonia, Norberto, el doctor Agüelles y tú) salís por la puerta del piso (el hospital clandestino) y bajáis las escaleras. Norberto (sin embargo) va mucho más despacio. Tiene que ayudarse de dos muletas.

¿En qué calle estamos?

Las calles de Madrid (ya deberías saberlo) no tienen nombre. Puedes llamarlas como quieras. Nadie (por ahora) te va a meter en el calabozo por eso.

Hay una plaza con muchos cines.

Llámala, entonces, la plaza de los Cines.

Norberto te pregunta si tienes algún lugar donde dormir, además de la calle. Le dices que no.

¿Por qué lo pregunta?

Te dice que lo sigas. Se agarra a las muletas (que chirrían, desengrasadas) y empieza a caminar. Las muletas (sin los tacos de goma) resbalan en el suelo mojado. Norberto está a punto de caerse. Intentas ayudarlo, pero te aparta violentamente de un manotazo. Compadécete de ti mismo (te dice).

¿Adónde vamos?

Sería conveniente que dejaras de hacer siempre las mismas preguntas.

Norberto

Los mendigos se aglomeran en los contenedores de basura. Los mendigos se acercan a la puerta de los bares y piden que les den algo (cualquier cosa que haya por el suelo). Los mendigos se sientan en los bordillos de las aceras y meten alambres en las alcantarillas (a ver qué pescan). Si miras bien, verás que solamente hay mendigos a tu alrededor. A la ciudad de Madrid habría que abastecerla diariamente de basura.

Calle de los Cines, número 144.

Norberto vuelca el peso de su cuerpo encima de las muletas y va subiendo las escaleras de una manera lenta y dificultosa. No quiere que lo ayudes. El hombre (dice, entre dientes) se define por sus limitaciones.

¿En qué piso vive?

A Norberto le tiembla la mano cuando mete la llave en la cerradura. Su piso (te dan ganas de ponerte un pañuelo en la boca) huele a lo mismo a lo que debe de oler la muerte. Norberto tira las muletas al suelo y se tumba en el sofá. Te pide, por favor, que le administres la morfina.

¿Cómo se hace eso?

Los músculos de su rostro se relajan. Los ojos (de felicidad) se llenan de lágrimas. Respira (por fin) profunda, regularmente. Ahora (te dice) quiero dormir. Después te enseñaré algo. Le tapas con una manta (hace meses que le cortaron la calefacción). Te sientas en una silla. Cierras los ojos (Sonia te dijo que no los cerraras). Tú también estás muy cansado.

¿Me duermo?

Sí.

Oscuridad. Oyes (lo primero) el sonido de la lluvia. Abres los ojos. Norberto está sentado en el sofá, mirándote.

¿Qué quiere?

Te pregunta si el olor de la basura te recuerda a tu infancia. Sueltas una carcajada. Norberto (por primera vez desde no se sabe cuánto tiempo) sonríe. Está satisfecho. No se ha equivocado contigo.

¿Conmigo?

Te dice que eres la única persona en la que puede confiar. Te dice que hace muchos años que no conoce a nadie como tú.

¿Qué tengo yo de especial?

Norberto hace un esfuerzo para levantarse del sofá. Camina hasta la ventana y te pide que te acerques. Señala muy lejos. ¿Sabes de dónde viene esa columna de humo? (te pregunta). Haces un cálculo y respondes: Más o menos de plaza Castilla.

¿He acertado?

Sí.

Norberto te pregunta (ahora) si sabes qué hay en plaza Castilla que echa tanto humo. A eso no sabes responder. Es el crematorio de libros (dice Norberto), y vuelve a sentarse en el sofá.

¿El crematorio de libros?

Norberto echa un vistazo a sus estanterías vacías. Te dice que había conseguido memorizar El Quijote y la Biblia. Pensaba volver a escribirlos cuando todo esto acabara (te explica). Pero ya no me queda tiempo.

¿Se refiere al cáncer?

Sí.

Así que los leí en alto y grabé mi voz (continúa). Luego escondí la grabadora en un sitio seguro, pero la policía lo encuentra todo. Me hicieron mucho daño. Tuve que decirles dónde estaba. Norberto se anticipa a tu pregunta. Algún vecino debió de oírme y me denunció.

¿Por qué me cuenta todo esto?

Norberto te pide que le acerques una muleta. Se levanta del sofá y se pierde por el pasillo. Al cabo de un par de minutos vuelve con un libro en la mano.

¿Una novela?

En realidad no es un libro, sino un cuaderno en el que ha escrito una historia. Preguntas cómo se titula. Te dice que se llama La crónica de los viejos tiempos. Su mano tiembla cuando te lo da. Toma (te dice), cuídalo y defiéndelo con tu vida. Dentro de poco no existirá un libro más importante que este, puesto que será el único.

¿Por qué me lo da a mí?

Dice que confía en ti. Dice que hace muchos años que no conoce a nadie como tú.

¿Qué tengo yo de especial?

Es la segunda vez que haces esa pregunta.

A Norberto se le empieza a pasar el efecto de la morfina y te pide que le pongas más. Que le pongas todo lo que queda.

¿No sería mejor dejar algo para mañana?

No.

Norberto vuelve a respirar con normalidad. Los dolores (la mayoría de ellos) han desaparecido.

¿Quiere tumbarse en el sofá?

No.

Norberto vuelve a apoyarse en sus muletas. Bajáis las escaleras muy despacio (Norberto dedica [lo has contado] más de cinco segundos en cada escalón).

¿Salimos a la calle?

Aún no.

Norberto te lleva al sótano. Abre una puerta y saca una maleta. Te dice que la lleves tú.

¿Qué hay en la maleta?

Ya te enterarás después.

Por la calle de los Cines solamente pasan mendigos. Muchos de ellos saludan a Norberto.

¿Lo conocen?

Sí.

Un mendigo joven (de la nueva generación de mendigos) se acerca a Norberto y le dice que la policía ha cerrado todos los contenedores. Los ha asegurado con cadenas y candados. Es imposible abrirlos (dice).

¿Y forzarlos?

La multa por romper un contenedor (por buscar basura, de hecho) es de setecientos cincuenta euros, una cantidad que no puedes pagar y que te acabará llevando a los calabozos, donde los policías (acartonados, entumecidos, necesitados de un poco de gimnasia) te romperán la espalda a porrazos.

¿Qué dice Norberto?

Norberto quiere que todos los mendigos lo sigan. Se van levantando del suelo. Son más de quinientos. Camináis por el medio de la calle. Ocupáis toda la avenida del Hambre. Cada vez se unen más.

¿Adónde vamos?

En realidad no llegáis muy lejos. Los antidisturbios han cortado la calle.

¿Por qué?

El viaje acaba aquí. Norberto camina hacia la fila de antidisturbios y te dice que hagas el favor de ir con él. Te tiemblan las piernas. Todos los antidisturbios te parecen iguales. Máquinas serviles, sin cerebro ni corazón.

¿Qué hace?

Norberto tira las muletas y se arrodilla. Luego gira la cabeza hacia ti y te dice que abras la maleta. Hay un bidón de gasolina. Quiere que se lo vacíes encima. Después (dice) encenderás una cerilla y demostrarás que no me he equivocado contigo.

No me jodas.

Te llamas Igi W. Manchester. Tienes treinta años y eres el tipo que tiene el bidón de gasolina. Tienes dos opciones.

¿Cuáles?