Maestros de la Prosa - Antón Chéjov - Antón Chéjov - E-Book

Maestros de la Prosa - Antón Chéjov E-Book

Anton Chejov

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Beschreibung

Bienvenidos a la serie de libros de los Maestros de la Prosa, una selección de los mejores trabajos de autores notables.El crítico literario August Nemo selecciona los textos más importantes de cada autor. La selección se hace a partir de las novelas, cuentos, cartas, ensayos y textos biográficos de cada escritor.Esto ofrece al lector una visión general de la vida y la obra del autor.Esta edición está dedicada a el escritor ruso Antón Chéjov, un maestro del relato corto, considerado uno de los más importantes autores de este género en la historia de la literatura. Chéjov compaginó su carrera literaria con la medicina; en una de sus cartas, escribió al respecto: "La medicina es mi esposa legal; la literatura, solo mi amante".Este libro contiene los siguientes escritos:Los Campesinos; Vanka; Los mártires; Aniuta; Un drama; Historia de Mi Vida; Carta a un Vecino Erudito; ¿Qué es lo que más se da en las Novelas, Relatos, Etcétera?; Ejercicios Veraniegos de la Colegiala Nadienka N.; Papá; Fecha Solemne; Las Mil y Una Pasiones o una Noche Terrible; Por unas manzanas; Antes de la boda; A la americana; El día de San Pedro; Los Temperamentos; En el vagón; Salón des Variétés; Juicio Sumarísimo; La Oficina de Anuncios de Antosha CH.; Tareas de un matemático loco; ¡Se Olvidó!; Una vida en preguntas y exclamaciones; Confesión, U Olía, Zhenia, Zoia; El encuentro de la primavera; Calendario el despertador del año 1882; El Espigón Verde; Entrevista Vana; El Corresponsal; Esculapios Rurales; Se Estropeó el Asunto; Historia Ruin.¡Si aprecias la buena literatura, asegúrate de buscar los otros títulos de Tacet Books!

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Tabla de Contenido

Título

El Autor

De Madrugada

Los Campesinos

Vanka

Los Mártires

Aniuta

Un Drama

Historia de Mi Vida

Carta a un Vecino Erudito

¿Qué es lo que más se da en las Novelas, Relatos, Etcétera?

Ejercicios Veraniegos de la Colegiala Nadienka N.

Papá

Fecha Solemne

Las Mil y Una Pasiones o una Noche Terrible

Por unas manzanas

Antes de la boda

A la americana

El día de San Pedro

Los Temperamentos

En el vagón

Salón des Variétés

Juicio Sumarísimo

La Oicina de Anuncios de Antosha CH.

Tareas de un matemático loco

¡Se Olvidó!

Una vida en preguntas y exclamaciones

Confesión, U Olía, Zhenia, Zoia

El encuentro de la primavera

Calendario el despertador del año 1882

El Espigón Verde

Entrevista Vana

El Corresponsal

Esculapios Rurales

Se Estropeó el Asunto

Historia Ruin

About the Publisher

El Autor

Antón Pávlovich Chéjov  fue un médico, escritor y dramaturgo ruso. Encuadrable en la corriente más psicológica del realismo y el naturalismo, fue un maestro del relato corto, siendo considerado como uno de los más importantes escritores de este género en la historia de la literatura. Como dramaturgo se enclava dentro del naturalismo, aunque con ciertos toques de simbolismo, y escribió unas cuantas obras, de las cuales son las más conocidas La gaviota (1896), Tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). En estas obras idea una nueva técnica dramática que él llamó de «acción indirecta», fundada en la insistencia en los detalles de caracterización e interacción entre los personajes más que el argumento o la acción directa, de forma que en sus obras muchos acontecimientos dramáticos importantes tienen lugar fuera de la escena y lo que se deja sin decir muchas veces es más importante que lo que los personajes dicen y expresan realmente. Chéjov compaginó su carrera literaria con la medicina; en una de sus cartas escribió al respecto: La medicina es mi esposa legal; la literatura, solo mi amante.

Chéjov nació en Taganrog, el puerto principal del mar de Azov. Su abuelo fue un antiguo y muy digno siervo o mujik que ahorró céntimo a céntimo la cantidad necesaria para poder comprar su libertad y la de sus cuatro hijos en 1841. Su padre, Pável Yegórovich Chéjov, director del coro de la parroquia y devoto cristiano ortodoxo, pero violento y demasiado entregado al alcohol, impartió a sus seis hijos, de los cuales Antón era el tercero, una disciplina férrea, que a veces adquiría rasgos despóticos, obligándolos a asistir al coro, a trabajar en el negocio familiar y a estudiar simultáneamente. Ese es uno de los motivos por los que Chéjov siempre fue un amante de la libertad y de la independencia. La madre de Chéjov, Yevguéniya Yákovlevna, cuyo apellido de soltera era Morózova, era una gran cuentacuentos, y entretenía a sus hijos con historias de sus viajes junto a su padre, un comerciante de telas, por toda Rusia.

El padre de Chéjov empezó a padecer serias estrecheces económicas en 1875, su negocio quebró y se vio forzado a huir a Moscú para evitar la cárcel. Hasta que no concluyó el bachillerato en 1879, Antón no pudo reunirse allí con su familia; comenzó a estudiar medicina en la Universidad de Moscú y, para ayudar en casa y sufragar también sus estudios pane lucrando, Chéjov empezó a escribir relatos humorísticos cortos y caricaturas de la vida en Rusia bajo el pseudónimo de «Antosha Chejonté», sin demasiada veneración por el pueblo ruso o las austeras ideas tolstoianas; por eso escribió: «Algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y la negativa a comer carne». No pretendía aportar un mensaje nuevo o «encantar» afectadamente, y con ese fresco descaro y falta de prejuicios fue desarrollando un género que llegará a dominar como pocos, constituyéndose en uno de los referentes del mismo de toda la literatura universal, junto con Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant, Jorge Luis Borges y Leopoldo Alas. Los publicaba bajo mil pseudónimos y a lo largo de toda su vida, de suerte que todavía desconocemos cuántas historias escribió Chéjov en total, aunque sí se sabe que ganó con rapidez fama de buen cronista de la vida rusa. Carta a un vecino erudito fue el primero, y el último La novia. Frente al humor y brevedad de los primeros, los últimos son largos, tristes y melancólicos. Ninguna palabra sobra en ellos.

Chéjov se hizo médico en 1884 y ejerció sucesivamente en los pueblos de Voskresensk, Zvenigorod y Bákino (óblast de Tula), pero siguió escribiendo para diferentes semanarios. En 1885 comenzó a colaborar con la Peterbúrgskaya Gazeta con artículos más elaborados que los que había redactado hasta entonces. En diciembre de ese mismo año, fue invitado a colaborar en uno de los periódicos más respetados de San Petersburgo, el Nóvoye Vremia (Tiempo Nuevo). En 1886 Chéjov se había convertido ya en un escritor de renombre. Ese mismo año publicó su primer libro de relatos, Cuentos de Melpómene; al año siguiente estrenó su drama Ivanov y ganó el Premio Pushkin gracias a la colección de relatos cortos Al anochecer; su nueva colección, La estepa (1888), fue igualmente bien acogida.

En 1887, a causa de los primeros síntomas de la tuberculosis que acabaría con su vida, Chéjov viajó hasta Ucrania. A su regreso se reestrenó en Moscú su obra La gaviota; la obra había sido un fracaso un año antes en el (imperial) Teatro Alexandrinski de San Petersburgo, y el resonante éxito que cosechó fue debido en gran medida a la compañía del Teatro de Arte de Moscú que, dirigida por el genial actor y director de escena Konstantín Stanislavski, se había visto en la necesidad, para extraer toda la significación contenida en el texto creado por Chéjov, de crear un método interpretativo radicalmente nuevo que rompía con el tono declamatorio del teatro anterior y establecía los nuevos principios de subtexto y cuarta pared para expresar de manera adecuada las tribulaciones interiores y los sentimientos íntimos que caracterizaban a los personajes del drama psicológico y simbolista de Chéjov.

Antón Pávlovich escribió tres obras más para esta compañía: Tío Vania (1897), Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904), todas ellas grandes éxitos, y durante sus ensayos conoció a una actriz de la compañía, Olga Knipper, que será su esposa a partir de 1901. En el ínterin, sin embargo, y deshecho por el fallecimiento de su hermano Nikolái, había conseguido autorización para la experiencia más importante de su vida, el viaje en 1890 a las prisiones de la isla de Sajalín, la más oriental del imperio ruso, en apariencia con libertad, aunque las autoridades procuraron limitar hábil y discretamente el campo de sus investigaciones. Se documentó muchísimo antes de su «viaje al infierno», como el propio escritor definió, al siniestro destino reservado a miles de condenados. Aquel interminable viaje, equivalente a menudo a una expedición polar, cuya ida duraba ochenta y dos días, cuando aún no existía el ferrocarril transiberiano y debía hacerse en coches de caballos, vapores y precarios carruajes, y su regreso a Moscú por el trayecto más largo, a través del océano Índico y Ceilán (que acaso Chéjov eligió para curarse de recientes horrores los ojos y el alma) perjudicó considerablemente su salud, cuando ya se hallaba afectada por la tisis, y en cambio le proporcionó la certidumbre que necesitaba para afirmarse plenamente en sus convicciones; no se dejó engañar por los guías: la cárcel, en la brillante sociedad rusa de la época, no era una necesidad lamentable y lamentada como pretendían los altos funcionarios satisfechos, sino la consecuencia lógica de un régimen de despotismo y el fundamento de un orden despiadado. El libro que escribió sobre su experiencia en la isla del penal es probablemente la obra que más trabajo le dio, y tardaría casi cinco años en publicarlo, en 1895.

Fuera de esta faceta como autor teatral, Chéjov continuaba destacando como autor de relatos, creando unos personajes atribulados por sus propios sentimientos, que constituyen una de las más acertadas descripciones del abanico de variopintas personas de la Rusia zarista de finales del siglo xix y principios del xx. Entre ellos cabe destacar el relato Campesinos, de 1897, por su realista descripción de los personajes de la dura vida rural rusa; el inquietante La sala nº 6, de 1892, y el apasionado La dama del perrito, publicado en 1899, que surgió como contraposición a Anna Karénina, de Tolstói, ya que el propio autor afirmó que no deseaba «mostrar una convención social, sino mostrar a unos seres humanos que aman, lloran, piensan y ríen. No podía censurarlos por un acto de amor». También quería con sus escritos hacer una crítica social de la clase alta, y para ello usó personajes y frases incisivas que hacían a sus lectores reflexionar sobre la sociedad en que vivían. Por ejemplo, su relato corto A Nincompoop culmina con la frase «qué fácil es derrotar al débil en este mundo». Con ello demostraba que solo las personas poderosas son libres para controlar el destino de quienes dependen de ellos para sobrevivir. Al respecto de los personajes de Chéjov, Léon Thoorens afirma:

Sus análisis psicológicos se reducen siempre al mismo lema: la desgracia de los seres humanos es consecuencia de su cobardía ante ellos mismos. Cada existencia está fundamentada en la intimidad, y si algunas veces conserva su secreto es signo de grandeza y heroísmo, pero casi siempre esa intimidad es tan lastimosa y nimia que pretender mantenerla es signo de necedad. Este esquema analítico se puede aplicar a La gaviota, a El jardín de los cerezos y a los héroes grises y opacos de muchas de sus narraciones.

El anarquista Kropotkin describe el alcance de la escritura de Chéjov con:

Nadie mejor que Chéjov ha representado el fracaso de la naturaleza humana en la civilización actual, y más especialmente el fracaso del hombre culto ante lo concreto de la vida cotidiana.

En 1891 hizo su primer viaje a Europa, en compañía de su editor Suvorin, y en seis semanas visitaron Viena, Venecia, Bolonia, Florencia, Roma, Nápoles, Niza y París. En 1892 se compró un terreno y una casa en Mélijovo, a setenta kilómetros al sur de Moscú, y se trasladó a ella con sus padres; trabajó como médico para prevenir una epidemia de cólera. En 1894 hizo un segundo viaje a Yalta y en 1895 tuvo su primer encuentro con León Tolstoy y publicó como libro La isla de Sajalín. En 1896 construyó la primera de tres escuelas en la zona de Mélijovo; es el año del estreno primero y desastroso de La gaviota en el Teatro Imperial Alexandrinski de San Petersburgo. En 1897 cayó gravemente enfermo y publicó Los campesinos, cuya cruda visión de la vida rural causó furor; pasó el invierno en Niza reponiéndose y se interesó por el caso Dreyfus. En 1898 murió su padre, conoció a Olga Knipper y se dedicó a recaudar fondos para paliar la hambruna que había provocado la pérdida de las cosechas en Samara; consiguió, con la ayuda de los maestros, clérigos y miembros de la Cruz Roja locales, suministrar más de 412 000 comidas a 3000 niños de la región. Es el año del éxito en el reestreno de La gaviota por la compañía del Teatro del Arte dirigida por Constantín Stanislavski en Moscú.

A fin de recuperarse de su tuberculosis, Chéjov vendió la casa de Mélijovo en las cercanías de Moscú y se compró otra en la balnearia ciudad de Yalta, en Crimea, tierra natal de Pushkin, para reponerse en compañía de su familia (incluida su madre, que estaba tan enferma como él y con la que había vivido casi toda su vida y a la que estaba muy unido), una cocinera y el perro teckel de Olga, Schnap, recibiendo ocasionalmente la visita de su hermana, de su nuevo joven amigo el escritor Máximo Gorki y otras francamente latosas a las que con demasiada frecuencia tenía que hospedar. Adoptó a dos perros más, Túzik y Kashtanka, pero a este último se lo llevó un médico amigo y fue sustituido por otro, Shárik, para aliviar el enorme disgusto de la cocinera. A comienzos de 1899 abandonó a su editor Suvorin, con el que estaba muy descontento, y firmó un contrato leonino con el editor alemán Adolf Marx para publicar sus Obras completas por setenta y cinco mil rublos, cifra enorme para la época, pero que aun así se reveló mal negocio para Chéjov; asimismo recaudó fondos para construir un sanatorio de tuberculosos y fue elegido miembro de la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia el 17 de enero de 1900, aunque dimitirá dos años más tarde cuando se prohibió la designación a su amigo Gorki a causa de sus actividades subversivas; visitó a León Tolstoy y viajó con Máximo Gorki por el Cáucaso. El 25 de mayo de 1901 contrajo matrimonio con la actriz Olga Leonárdovna Knipper, que había actuado en sus obras, y en febrero de 1902 concluyó su penúltimo relato, El obispo, en cuyo enfermo protagonista, el obispo Piotr, es fácil reconocer al propio escritor.

Chéjov había pasado gran parte de sus cuarenta y cuatro años gravemente enfermo a causa de la tuberculosis que contrajo de sus pacientes a finales de 1880. La enfermedad le obligaba a pasar largas temporadas en Niza (Francia) y posteriormente en Yalta (Crimea), ya que el clima templado de estas zonas era preferible a los duros inviernos rusos.

En mayo de 1904 ya se encontraba gravemente enfermo, por lo que el 3 de junio se trasladó junto con su mujer Olga al spa alemán de Badenweiler, en la Selva Negra. Desde allí escribió cartas a su hermana María Chéjova (Masha), en las que se podía apreciar que Chéjov estaba más animado. En ellas describía las comidas que le servían y los alrededores, y aseguraba que se estaba recuperando. En la última carta que llegó a redactar se quejaba del modo de vestir de las mujeres alemanas. Falleció el 15 de julio de 1904.

Su cuerpo fue trasladado a Moscú en un vagón de tren refrigerado que se usaba para transportar ostras, hecho que disgustó mucho a Máximo Gorki. Está enterrado junto a su padre en el cementerio Novodévichi en Moscú.

Aunque ya era conocido en Rusia antes de su muerte, Chéjov no se hizo internacionalmente famoso hasta los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, cuando las traducciones de Constance Garnett al inglés ayudaron a popularizar su obra.

Las obras de Chéjov se hicieron tremendamente famosas en Inglaterra en la década de 1920 y se han convertido en todo un clásico de la escena británica. En Estados Unidos, autores como Tennessee Williams, Raymond Carver o Arthur Miller utilizaron técnicas de Chéjov para escribir algunas de sus obras.

De Madrugada

Nadia Zelenina volvió, con su mamá, del teatro, donde se había representado Eugenio Oneguin, de Puchkin.

Cuando se halló sola en su cuarto, se desnudó de prisa, deshizo sus trenzas, y con la larga cabellera rubia cubriéndole la espalda, se sentó, en saya y peinador, ante la mesa. Quería escribir una carta parecida a la que Tatiana, la heroína de la obra que acababa de ver, escribe a Eugenio Oneguin.

«Le amo a usted—escribió—; pero usted no me ama.» Quería poner cara triste, compungida; pero sus esfuerzos fueron vanos, y se echó a reír.

Tenía no más diez y seis años, y no amaba a nadie. Sabía que era amada por el oficial Gorny y por el estudiante Grusdiev; pero entonces, al volver del teatro, quería dudar de su amor. ¡Es tan interesante ser desgraciada! Hay algo de poético en el amor no compartido. Si dos se aman y son felices, no ofrecen interés alguno; ¡eso es tan corriente y tan vulgar!

«No me hará usted creer nunca que me ama—escribía, el pensamiento puesto en Gorny—. No puedo creerle a usted... ¡Es usted tan inteligente, instruido y seri!... Tiene usted mucho talento, y, sin duda, le está reservado un envidiable porvenir; mientras que yo soy una joven poco instruída, sin talento ninguno y nada interesante. Sólo puedo ser un obstáculo en su camino, y no quiero serlo. Ya sé que le gusto, y que hasta se cree un poco enamorado de mí, en quien piensa haber hallado su media naranja; pero se da usted, al cabo, cuenta de su error y se dice, quizá, amargamente: «Dios mío, ¿por qué habré encontrado en mi camino a esta muchacha?» Estoy segura de que lo piensa usted, aunque es demasiado bueno para decírmelo con franqueza... Al escribir las últimas líneas, Nadia tuvo lástima de sus propias desgracias, lloró un poquito y continuó, haciendo pucheros: «No puedo abandonar a mamá ni a mi hermano. A no ser por eso, me retiraría a un convento, y procuraría ocultar mi dolor bajo un hábito negro. De ese modo quedaría usted libre, y encontraría, de seguro, su felicidad al lado de otra. Hay momentos en que la tristeza me abruma hasta tal punto, que quisiera morirme.»

Nadia lloraba tan copiosamente, que no podía ya distinguir las líneas. Ante sus ojos se agitaban todos los colores del arco iris, y lo veía todo como a través de un prisma. Se reclinó en su sillón y se absorbió en sus pensamientos. ¡Dios mio, cuan interesantes son los hombres! Pensó en la bella y dulce expresión del rostro de Gorny cuando hablaba de música, arte que él adoraba. Hacía visibles esfuerzos para hablar con calma; pero la pasión se imponía y vibraba en su voz. Ea sociedad, donde la indiferencia y la fría reserva son reputadas de buen tono, hay que ocultar el entusiasmo. El oficial Gorny lo ocultaba, más, a su pesar, no siempre del todo, y nadie ignoraba su pasión por la música. Tocaba admirablemente el piano, y, de no ser militar, sería, de seguro, un virtuoso célebre.

Recordaba que Gorny le había hecho una declaración de amor durante un concierto sinfónico.

Las lágrimas de Nadia se secaron, y siguió escribiendo: «Me alegro mucho de que haya conocido usted al estudiante Grusdiev. Es un hombre muy inteligente, y estoy segura de que le querrá usted. Ayer estuvo con nosotros hasta las dos de la mañana, e hizo nuestras delicias. Es lástima que usted no estuviese. Grusdiev dijo muchas ingeniosidades.»

Nadia colocó las manos en la mesa y apoyó la cabeza en ellas. Su cabellera, suelta, se desparramó sobre la carta. Recordó que Grusdiev la amaba también, y pensó que tenía el mismo derecho a su carta que el oficial Gorny. ¿No seria, en efecto, mejor escribirle al estudiante?

De pronto, una inmensa y serena alegría llenó todo su ser, y le pareció que flotaba en la suavidad de unas ondas acariciadoras. Una risa gozosa sacudió sus hombros, y experimentó la sensación de que todo reía también en torno suyo, incluso la mesa y la lámpara. Para justificar ante sí misma su regocijo inexplicable, procuró pensar en algo cómico. Y recordó a Grusdiev, jugando el día anterior con su perro, cuyos graciosos saltos hacían reír a todos.

—¡No; amaré más bien a Grusdiev!—decidió.

Y rompió la carta escrita al oficial.

Se esforzó en no apartar su imaginación de Grusdiev, de su amor; pero, a pesar de todo, su imaginación propendía a otras cosas distintas de aquéllas, como su mamá, sus paseos, sus clases de música, sus trajes nuevos, y se complacía evocándolas. Todo le era propicio a Nadia, feliz hasta donde una niña de diez y seis años cabe que lo sea. Presentía que, en lo futuro, su vida sería aún más interesante. La primavera se acercaba; después llegaría el verano y se iría toda la familia a la casa de campo. Gorny y Grusdiev también irían y le harían la corte. Le contarían mil cosas divertidas, y jugarían con ella al «tennis». Se pasearían, a la luz de la luna, en su vasto jardín, bajo el cielo estrellado. De nuevo, una risa gozosa la sacudió toda, y no sabiendo ya qué hacer con su enorme, con su desbordante alegría, se sentó en la cama, alzó los ojos hacia el viejo icono, y murmuró:

—¡Dios mío, qué hermosa es la vida!

Los Campesinos

I

El camarero del Hotel Eslavo Nicolás Chikildieyev habia enfermado. Un día, perdido casi por completo el vigor de las piernas, se había caído de bruces en mitad del pasillo llevando en la mano una fuente de jamón con guisantes. Y se había visto obligado a dejar su colocación. Habíase gastado, cuidándose, todos sus ahorros y los de su muijer, y ya no le quedaba nada para vivir. Cansado de su ocio forzoso, decidió irse al campo con su familia. "Está uno mejor en su casa—se dijo—, y vive con más economía, y por algo dice el proverbio que hasta las paredes le ayudan."

Llegó a su casa—en Jukov— al obscurecer. Sus añoranzas infantiles le hablaban del terruño como de algo claro y suave, y al volver a ver su casita, se aterró: tan sombría, angosta y sucia era. Su mujer, Olga, y su hija, Sacha, miraban perplejas la enorme chimenea, negra de humo y de moscas. ¡Cuántas moscas, señor!... La chimenea estaba combada; las vigas de las paredes, torcidas. La casa parecía a punto de caerse. Había pegados a las paredes, junto a los iconos, pedazos de periódicos y etiquetas de botella en lugar de cuadros.

¡Miseria! ¡Miseria!... Las personas mayores estaban en el campo. Una niña como de ocho años, pelirrubia, sucia, estaba sentada en la chimenea, y ni siquiera miró a los recién llegados. En el suelo, junto a una horcadura, ronroneaba un gato blanco.

Sacha le llamó.

—Miss, miss, miss...

—Es sordo—dijo la chicuela—. No oye nada.

—¿De veras?

—Le pegaron una paliza...

Nicolás y Olga comprendieron, al punto, lo que era allí la vida; pero callaron. Colocaron en un rincón el equipaje y salieron de la casa. El aspecto de la inmediata era también muy pobre; pero la de más allá—la última de la fila—tenía tajado de cinc y cortinas en las ventanas. Estaba aislada y carecía de cerca. Era un mesón. En la paz taciturna del campo erguíanse sauces, saúcos y serbales. Más allá veíase el río, de orillas altas y pedregosas. Había, esparcidos por tierra, multitud de tiestos, de pedazos de ladrillo rojo y de montones de basura. Al otro lado del río se extendía una vasta pradera color verde claro, segada ya, en la que pastaban numerosos caballos, cerdos y vacas. A la derecha, sobre una colina, agrupábase un caserío entre la iglesia, de cinco cúpulas, y la casa señorial.

—¡Qué bien se está aquí!—dijo Olga, persignándose al mirar a la iglesia—. ¡Qué tranquilidad, Dios mío!

En aquel momento se oyó tocar a vísperas—era sábado—. Dos niñas que llevaban un cántaro de agua se detuvieron para oír las campanas.

—Es la hora de comer en el Hotel Eslavo—dijo Nicolás con melancolía.

Sentados en la orilla escarpada del río, Nicolás y Olga contemplaban la puesta del Sol, cuyos fulgores de oro y púrpura se reflejaban en el agua, en las ventanas de la iglesia, en el cielo, en el aire, sereno y puro, como nunca lo habían visto en Moscú. Ya puesto el Sol, el rebaño pasó mugiendo, pasaron las manadas de ocas... La suave luz crepuscular se extinguía en el aire; descendía, lenta, la noche.

Entre tanto, habían vuelto a casa el padre y la madre de Nicolás, flacos, encorvados, sin dientes, ambos de la misma estatura, y las dos cuñadas, María y Fekla, que trabajaban en una finca de la otra ribera. María, la mujer de Kiriak, tenía siete hijos, y Fekla, la mujer de Dionisio—a la sazón soldado—, dos. Cuando Nicolás entró en la choza y vió a la familia; cuando vió todos aquellos cuerpos de diversos tamaños que se agitaban en las cunas, en todos los rincones del camaranchón; cuando vio el ansia con que las mujeres y el viejo comían pan negro mojado en agua, comprendió que había hecho mal en irse allí, enfermo, sin dinero y, por añadidura, con la impedimenta de su hija y su mujer.

—¿Dónde está mi hermano Kiriak?—preguntó, acabados los saludos.

—Está de guardabosque en casa de un comerciante—contestó el padre—. Es buen muchacho, pero demasiado bebedor.

—¡De poco nos sirve!—se lamentó la vieja—. Son unos tarambanas estos mujiks. Se llevan de casa más que traen. A Kiriak le gusta beber; pero el viejo tampoco le hace ascos a la bebida, y no hay que décir que conoce el camino del mesón. ¿No clama al cielo esto?....

Hicieron te en el samovar, en honor de los recién llegados. El te—que olía a pescado—, el azúcar gris, el pan, la vajilla, eran desagradables; también lo eran los temas de la conversación: miserias, enfermedaides... No habían acabado aún la primera taza, cuando se oyó de pronto en el patio una voz de borracho que gritaba:

—¡María!

—Juraría que es Kiriak. Cuando se habla del lobo...

Todos callaron. Momentos después volvió a oírse la misma voz áspera y como subterránea:

—¡Maaaría!...

María, da mayor de las nueras, palideció y se agazapó contra la chimemea. El espanto en el rostro de aquella mujer, fea y corpulenta, de aspecto varonil, resultaba cómico. Su hija—la niña a quien los recién llegados habían encontrado sentada en la chimenea—se echó a llorar.

—¡Bah!... ¿Os va a matar, tontas?—exclamó Fekla, hermosa mujer, corpulenta y fuerte también.

El viejo contó que a María le daba miedo vivir con Kiriak en el bosque, y que el guarda, cuando se emborrachaba, iba a buscarla, armaba escándalo y la vapuleaba.

—¡Maaaría!—oyóse gritar en la puerta.

—¡En nombre de Jesucristo, defendedme, tened piedad de mí!—balbuceaba María, trémula, tiritante, como bajo una ducha helada—. ¡Por favor, defendedme!

Todos los chiquillos prorrumpieron en llanto, y Sacha, mirándoles, también se echó a llorar. Se oyó toser al borracho, y un gran mujik, cuya cabeza cubría una gorra de piel, y cuya faz, de barba negra, parecía terrible a la débil luz de la lamparrilla, entró en la habitación. Era Kiriak. Se acercó a su mujer y, sin decir palabra, le dio un puñetazo en las narices. Ella, silenciosa, aturdida, inclinó la cabeza y empezó a sangrar copiosamente.

—¡Qué vergüenza!—murmuró el viejo—. ¡Delante de los huéspedes! ¡Qué pecado!

La vieja, encorvada, pensativa, callaba. Fekla balanceaba la cuna...

Orgulloso del susto que les había dado a todos, Kiriak cogió a María por un brazo y la arrastró hacia la puerta, aullando como una fiera, para parecer aún más terrible; pero en aquel momento advirtió la presencia de los huéspedes y se detuvo..

—¡Ah, ya habéis llegado!—exclamó, soltando a su mujer—. El querido hermano con su familia...

Se persignó, mirando al icono. Luego continuó, muy abiertos los rojos ojos de borracho:

—El querido hermano con su familia ha llelgado a la casa paterna..., ha llegado de Moscú..., de la capital..., de la ciudad de las ciudades... Con vuestro permiso...

Se sentó en el banco ante el samovar, y empezó a beber te a grandes y ruidosos sorbos, en medio del silencio de los circunstantes... Cuando hubo bebido a su gusto, se tendió en el banco, y momentos después roncaba.

Acostáronse todos. Nicolás, como enfermo, al lado del viejo, en la chimenea; Sacha, en el suelo, y Olga, en la porchada, con las otras mujeres.

—No llores, tonta—decía, tendida en el heno al lado de María—; no llores. Hay que tener paciencia y sufrir con resignación. La Sagrada Escritura dice: "Si te dan una bofetada en la mejilla izquierda, presenta la derecha." ¡Sí, pobrecita!

Luego empezó a contar, en voz queda, monótona, su vida en Moscú, donde había sido camarera de chambres garnies...

—En Moscú—decía—las casas son grandes, de granito, hay un sinfín de iglesias... En las casas, paloma, hay señoras y caballeros muy guapos y muy bien educados.

María dijo que ella no había estado nunca no ya en Moscú, ni siquiera en la capital de provincia más próxima; era ignorantísima, no sabia ni el Padrenuestro.

La otra nuera, Fekla, que las oía desde lejos, era también muy ignorante. Ninguna de las dos quería a su marido. Ella le temía al suyo, y cuando estaba junto a él temblaba de miedo y la ponía mala el olor a aguardiente y tabaco.

—Tú también te fastidias junto a tu marido, ¿verdad?—le preguntó a Fekla.

Fekla contestó:

—No hablemos de eso.

Callaron. Hacía frío. El gallo cantaba en el patio y no las dejaba dormir. Cuando la luz azulada del amanecer empegó a entrar por las rendijas, Fekla se levantó, sin ruido, y salió. Las pisadas de sus pies desnudos se alejaron veloces.

II

Olga se fué a la iglesia, acompañada de María. Caminaban alegres por la senda que conducía al prado. Olga respiraba con delicia el aire campesino, y María adivinaba en su cuñada un alma propincua, familiar. Un buitre volaba sobre el prado casi a ras de tierra.

El río aun yacía en la sombra, la niebla envolvía gran parte del paisaje; pero el sol naciente iluminaba lo alto de la montaña, y la iglesia brillaba.

—El viejo no es malo—contaba María—; pero la vieja tiene un genio endiablado y siempre está gruñendo. Cuando se acaba el pan y compramos harina en el mesón, dice que comemos demasiado.

—¿Qué se le va a hacer, hija? Hay que tener paciencia. Nuestro Señor dijo: "Venid a mí cuantos sufrís"...

Olga hablaba con lentitud, arrastrando las palabras, y andaba con el paso vivo de las devotas. Leía todos los días el Evangelio en alta voz, y, aunque casi no las comprendía, las palabras santas conmovíanla hasta hacerla llorar. Había vocablos, como, por ejemplo, Virgen santísima, que pronunciaba con el corazón dulcemente oprimido. Creía en Dios, en su Santa Madre, en todos los santos; creía que no se debía ofender a nadie en el mundo, ni a las gentes sencillas ni a los alemanes ni a los bohemios ni a los judíos, y que era pecado incluso maltratar a las bestias; creía que así estaba escrito en los libros sagrados, y por eso, cuando pronunciaba las palabras de las Escrituras, aunque casi no las comprendía, se pintaba en su rostro una dulce emoción.

—¿De dónde eres?—preguntó María.

—Soy de Wladimir. No me llevaron a Moscú hasta los ocho años.

Se acercaron al río. En la ribera opuesta una mujer se desnudaba junto al agua.

—Es Fekla—dijo María—. Ha ido a ver a los trabajadores de la finca de la otra orilla. ¡Es terrible!

Fekla, morena, los cabellos sueltos, fresca y robusta como una muchacha, se lanzó al agua, cuya superficie empezó a azotar con los pies, levantando un blanco hervor de espumas.

—¡Es terrible!—repitió María.

Por debajo de unas no muy sólidas tablas, colocadas a través del río, nadaban en el agua pura y transparente numerosos mujoles. El rocío brillaba en los verdes matorrales reflejados en la corriente. ¡Qué espléndida mañana! ¡Qué feliz seríase en el mundo si no existiera la miseria, terrible, implacable, de la que no había manera de hurtarse! Una simple mirada atrás evocaba todo lo ocurrido la víspera, y el encanto de bienandanza flotante alrededor desaparecía como por ensalmo.

Llegaron a la iglesia. María se detuvo a la puerta, sin atreverse a avanzar. Ni siquiera se atrevió a sentarse, aunque la misa no empezaba hasta las nueve. Y permaneció en pie todo el tiempo.

Cuando el sacerdote comenzaba a leer el Evangelio se notó de pronto una rumorosa agitación entre los fieles, que le abrían paso a la familia del Señor: dos jóvenes vestidas de blanco, con grandes sombreros, y un muchacho grueso y sonrosado, vestido de marinero. Su aparición impresionó agradablemente a Olga, que se dio cuenta al punto de su condición comme il faut. María los miraba de reojo, con gesto sombrío, como si fueran monstruos capaces de aplastarla si no se apartaba.

Y oía estremecida la voz de bajo del diácono, pareciéndole oír gritar: ¡Maaaría!"

III

La nueva de la llegada de Nicolás y su familia se había propalado por la aldea, y después de la misa acudió mucha gente a verlos. Acudieron entre otros, Leonichevi, Matveivichi e Ilichevi, los tres a pedir noticias de sus parientes colocados en Moscú. Todos los muchachos instruidos se iban a Moscú de criados o de camareros, mientras que los de la otra orilla preferían ser panaderos. Hacía muchos años, en tiempos de la servidumbre, un tal Luka Ivanich, mujik de Jukov, confvertido ya en personaje legendario, había llegado a sumiller en un "club" de Moscú. Y sólo admitía a su servicio conterráneos. Sus favorecidos, a su vez, hacían ir a sus parientes, a quienes colocaban en cafés y restaurantes.

Nicolás tenía nueve años cuando le enviaron a Moscú. Iván Makarich, de la familia Matveivichi, empleado a la sazón en el teatro Ermitage, lo tomó a su cargo. Y ahora, dirigiéndose a los Matveivichi, Nicolás decía despaciosamente:

—Iván Makarich es mi bienhechor, y le debo pedir a Dios por él a todas horas, pues gracias a él soy lo que soy.

—Padrecito—se lamentó una vieja de elevada estatura, la hermana de Iván Makarich—, no sabemos nada de él.

—Estaba de servicio en el teatro de Omóm; pero he oído decir últimamente que tenía una colocación fuera de la ciudad... Ha envejecido mucho. Antes había veranos en que se sacaba hasta diez rublos diarios; pero ahora los negocios se han echado a perder, y además está tan cansado...

Las mujeres miraban los pies de Nicolás, calzados con botas de fieltro, y su cara pálida, le decían plañideras:

—¡No puedes ya trabajar, Nicolás Osipich! Decirte otra, cosa sería mañana...

Y todos acariciaba a Sacha. Aunque había cumplido diez años, era tan bajita y tan delgada que apenas representaba siete. Entre las otras niñas; curtidas por la intemperie, con los cabellos mal cortados, vestidas con blusones descoloridos, ella, rubia, de ojos grandes, negros y profundos, adornada la cabeza con una cinta roja, como una bestezuela cogida en el campo, era una figura un poco extraña.

—Sabe leer—dijo Olga, contemplándola con ternura—. Léenos algo, hijita...

Buscó el Evangelio, se lo dió, y continuó rogándole:

—Léenos un poco y los buenos cristianos escucharán.

El libro era viejo, pesado; sus tapas, de piel, estaban sucias por los bordes, y olía a convento. Sacha arqueó las cejas y empezó a leer, arrastrando las palabras:

—"El ángel del Señor se apareció a José, que dormía. Levántate—le dijo—y huye a Egipto con el Niño y su Santa Madre..."

——"Con el Niño y su Santa Madre"—repitió Olga, emocionadísima.

—"Huye a Egipto y permanece allí..., conforme te digo."

El "conforme te digo" hizo subir de punto la emoción de Olga, que no pudo ya contenerse y prorrumpió en llanto. María, viéndola llorar, estalló en sollozos, y la hermana de Iván Makarich no tardó en imitarla. El viejo comenzó a toser y buscó una golosina para su nieta; pero como no la encontrase, expresó su contrariedad con un ademán desesperado.

Cuando terminó la lectura los vecinos se fueron, haciéndose lenguas de las buenas prendas de Olga y Sacha.

Con motivo de la fiesta toda la familia permaneció en casa. La vieja, a quien todos, su marido, sus nueras, sus nietas, llamaban la bruja, quería hacerlo todo por sí misma: ella encendía la chimenea, hervía el te en el samovar, hasta tomaba parte en las faenas del campo; y decía luego, lamentándose, que estaba rendida. Siempre la inquietaba la manía de que se comía demasiado y el temor de que el viejo y las nueras se quedaran sin trabajo. Ya se le antojaba que las ocas del mesonero asaltaban su huerta, y corría con un garrote, gritando hasta desgañitarse, por entre las coles, tan poco lucidas como ella; ya le parecía que el cuervo acediaba a sus pollos, y le perseguía, poniéndole de vuelta y media. Se pasaba el día gruñendo y gritando, y a veces sus voces eran tales, que la gente se detenía ante la casa.

A su pobre marido lo trataba muy mal; le llamaba a cada momento gandul y otras lindezas. Verdaderamente, él no era una alhaja, y, de no estar siempre ella pinchándole, no hubiera trabajado nada y se hubiera pasado la vida sentado en la chimenea diciendo chirigotas.

Durante largo rato le habló a su hijo de sus enemigos, se quejó de sus vecinos, que, según él, estaban siempre dándole disgustos. Su hijo le escuchaba aburrido.

—Sí—decía el viejo, con las manos en las caderas—. Sí, ocho días después de la Ascensión vendí el heno a treinta copecs, según me proponía... Pues, bien: cuando me iba, por la mañana temprano, con el heno, sin molestar a nadie, salía del mesón el baile Antip Sedelnikov. Al verme me dijo: "¿Adonde vas, hijo de perro?", y me pegó.

Kiriak tenía un dolor de cabeza terrible, a causa de la borrachera de la víspera, y se sentía avergonzado ante su hermano.

—¡Qué demonio de vodka!—balbuceaba, sacudiendo la doloridísima cabeza—. Perdonadme,, hermanos, perdonadme, os lo suplico.... ¡Qué vergüenza!

En celebración de la fiesta se compró en el mesón un arenque, con cuya cabeza se hizo una sopa. Púsose la familia a tomar el te al mediodía, y lo estuvo tomando hasta que comenzó a sudar, rebosante de te, todo el mundo. Luego, viejos, hijos, nueras, nietos, congregáronse alrededor de la cazuela de la sopa. La vieja, precavida, había guardado el arenque.

Al obscurecer, un alfarero encendió el horno en la colina. Abajo, en el prado, las muchachas, en corro, cantaban. Sonaba un acordeón. En la otra ribera ardía también un horno y cantaban las muchachas, cuyos cantos embellecía y poetizaba la distancia. En el mesón, los campesinos vociferaban y se insultaban de tal modo, que Olga, estremeciéndose, decía al oírles:

—¡Dios mío!

La asombraban aquellas constantes injurias, sobre todo en boca de viejos, ya con un píe en la sepultura. Los niños y las muchachas las oían sin inmutarse, habituados a ellas desde la cuna.

A media noche habíanse apagado los hornos; pero en el prado y el mesón seguía la gente divirtiéndose. El viejo y Kiriak, ebrios, cogidos de las manos, haciendo eses, se acercaron a la porchada, donde dormían Olga y María.

—Déjala—intercedía el viejo—, déjala... Es una buena mujer... Eso es un pecado...

—¡Maaaría!—gritó Kiriak.

—Déjala... Eso es un pecado... Es muy buena...

Se detuvieron un momento junto a la porchada, y se fueron.

"¡Me gustan las flores,

las flores del campo!

cantó con voz estridente el guardabosque.

¡Me gusta cogerlas

por huertos y prados!"

Luego escupió, lanzó unos cuantos juramentos y entró en la casa.

IV

Era un día muy caluroso de agosto. La vieja había encargado a Sacha de la custodia de la huerta. Las ocas del mesonero podían realizar uno de sus asaltos, mientras ellas, junto al mesón, cogían avena y charlaban tranquilamente. Dejando ojo avizor al macho, para que viese si ella acudía con el garrote, podían irse acercando, cautelosas... Pero las ocas se paseaban por la otra ribera, en larga procesión blanca. Sacha, que empezaba a aburrirse, viendo que no intentaban ninguna invasión, echó a andar hacia el río...

La hija mayor de María, Motka, de pie sobre una enorme piedra, contemplaba, inmóvil, la iglesia. María había tenido trece hijos; pero sólo le quedaban siete, todos hembras, la mayor de ocho años. Motka, descalza, sin más ropa que un camisón, estaba como petrificada; ni siquiera advertía que el sol, que le daba de lleno, le había puesto la coronilla punto menos que al rojo. Sacha se detuvo a su lado y le dijo, mirando a la iglesia:

—En la iglesia vive el Señor. La gente se alumbra con lámparas y velas; el Señor, con lamparillas rojas, azules, verdes, como ojos. El Señor se pasea de noche por la iglesia, y la Virgen y San Nicolás van detras de él..., tup..., tup..., tup..., ¡y el sacristán tiene un miedo...!

Sacha calló breves instantes.

—Sí, paloma—añadió, imitando a su madre—; y cuando venga el fin del mundo, todas las iglesias volarán al cielo.

—¿Con las cam-pa-nas?—preguntó Motka con voz opaca.

—Con las campanas. Y cuando se acabe el mundo, los buenos irán al Paraíso y los malos al fuego eterno. Si, paloma. A mamá y a María les dirá el Señor: "Como no le habéis hecho daño a nadie, id a la derecha, al Paraíso." Y a Kiriak y a la vieja les dirá: "Id a la izquierda, al fuego." Y los que no ayunan irán también al fuego.

Miró al cielo, con ojos muy abiertos, y prosiguió:

—Mira al cielo sin pestañear, y verás a los ángeles.

Motka obedecdó y hubo una pausa.

—¿Los ves?—preguntó Sacha.

—No veo nada—contestó con su opaca voz Motka.

—Yo sí los veo. Son pequeñitos y vuelan por el cielo, moviendo las alas chiquitinas, como los mosquitos.

Motka se quedó meditabunda unos instantes, y preguntó:

—¿La vieja irá al infierno?

—Irá, paloma.

La piedra estaba en lo alto de una cuesta cubierta de una hierba tan verde y tan suave, quedaban granas de tomarla y de tenderse sobre ella. Sacha se tendió y rodó hasta abajo. Motka imitó a su prima y rodó también hasta abajo, muy seria. En el raudo descenso se le subió la camisa casi a la cabeza.

—¡Bravo, bravo!—gritó Sacha, encantada.

Tornaron a subirse a la piedra para rodar de nuevo; pero en aquel momento oyeron la voz estridente que tanto conocían. ¡Qué horror!... La vieja, desdentada, huesuda, encorvada, la rala cabellera al viento, echaba de la huerta a las ocas, armada de un palo, y gritaba:

—¡Han puesto las coles hechas una lástima las sinvergüenzas! ¡Mal rayo las parta!

Al ver a las niñas tiró el palo, cogió una rama seca, y asiendo a Sacha por el cuello con sus dedos sarmentosos, duros, empezó a pegarle con ella. Sacha lloraba de dolor y de espanto... El macho de las ocas, andando torpemente y alargando el pescuezo, se acercó a la vieja y la increpó con energía, en su áspero idioma. Luego volvió junto a sus blancas compañeras, que le hicieron objeto de una calurosa ovación. La vieja, después de pegarle a Sacha, la emprendió con Motka, cuya camisa tornó a subirse. Desesperada, llorando a moco tendido y chillando. Sacha se dirigió a la casa, seguida de Motka, que también plañía y llevaba tan mojado el rostro—pues no se secaba las lágrimas—como si acabase de sacarlo de una palangana.

—¡Dios mío!—exclamó Olga, estupefacta, cuando entraron—. ¡Virgen Santísima!

Sacha comenzó a contar lo ocurrido, y en aquel momento irrumpió la vieja en la estancia vociferando y renegando.

Fekla se enfadó, y se disgustó toda la familia.

—Eso no es nada, no es nada— decía Olga, muy pálida, acariciando la cabeza de Sacha—. Es un pecado enfadarse con la abuelita.

Nicolás, que no podía ya soportar los gritos constantes, el hambre, el humo, la suciedad; que odiaba y despreciaba aquella miseria; que se avergonzaba de su familia ante su mujer y su hija, bajó sus piernas de la chimenea y le dijo a su madre, con voz llena de enojo:

—¡No tiene usted derecho a pegarle!

—¡Revienta de una vez, carroña!—gritó Fekla, furiosa—. ¡Os ha enviado aquí el diablo!

Sacha, Motka y las demás chiquillas se agazaparon todas en un rincón de la chimenea, detrás de Nicolás, atemorizadas y mudas. En el silencio trágico se oían latir sus corazones. Cuando en una familia hay un enfermo incurable, cuya enfermedad dura mucho tiempo, y en ciertos momentos se desea de un modo tímido su muerte, sólo los niños piensan en ella con horror. Y las chiquillas, reteniendo el aliento, con una expresión triste en el rostro, contemplaban a Nicolás y sentían ganas de llorar y de decirle algo cariñoso, al pensar que moriría pronto.

El enfermo se apretó contra Olga, como buscando protección, y habló así, con voz queda y trémula:

—Olga, querida mía, no puedo continuar aquí. Me falta valor. Escríbele, por Dios, una carta a tu hermama Klavdia Abramovna diciéndole que venda todo lo que tiene y nos envíe dinero para irnos. ¡Dios mío, quién pudiera ver, aunque fuera soñando o por un agujero, nuestro Moscú!

Al obscurecer, en medio del casi absoluto silencio de los circunstantes, presas todos de una extraña angustia, la terrible vieja se puso a mojar cortezas de pan negro en agua y a chuparlas despaciosamente. María, después de ordeñar a la vaca, entró con el cántaro de leche y lo colocó sobre el banco. La vieja fué vertiendo la leche en los jarros, con mucha pachorra, muy contenta, en la seguridad de que nadie la tocaría hasta pasada la vigilia de la Asunción, luego de verter en un platillo algunas gotas para el hijo de Fekla, bajó los jarros a la cueva, ayudada por Fekla y María. Motka, en cuanto su abuela, su tía y su madre salieron de la habitación, se bajó de la chimenea, se acercó al banco donde había dejado la vieja la taza de madera con las cortezas, y derramó en el agua un poco de la leche destinada a su primo.

La vieja no tardó en volver, y siguió chupando las cortezas. Sacha y Motka, sentadas en la chimenea, la miraban, congratulándose de su segura condenación al fuego eterno por quebrantamiento del ayuno. Acostáronse, muy consoladas, y Sacha soñó que en un enorme horno, como los de los alfareros, un diablo, todo negro y con cuernos de vaca, perseguía a la vieja, blandiendo un palo semejante al que usaba ella para espantar a las ocas.

V

El día de la Asunción, hacia las once de la noche, las muchachas y los mozos, que paseaban por el prado, empezaron a gritar y a correr en dirección a la aldea. Los que se hallaban en la falda de la montaña no se dieron cuenta en el primer momento de lo que sucedía.

—¡Fuego! ¡Fuego!—oyeron gritar desesperadamente—. ¡Socorro!

Volvieron la cabeza, y un cuadro horrible, inenarrable, se ofreció a sus ojos. ¡Sobre el tejado de paja de una de las últimas casas de la aldea se alzaba una columna de fuego de tres metros de altura, de la que se desprendían espesa humareda y multitud de chispas. El fuego no tardó en prender en todo el tejado. Oíase su siniestro crepitar.

Un resplandor trémulo y rojo, más intenso que la luz de la Luna, envolvía la aldea. Negras sombras se agitaban sobre el paisaje. Olía a incendio. Los campesinos, que corrían motaña arriba, sin aliento, mudos de espanto, se atropellaban, se caían, y, cegados por el deslumbrante resplandor, no se reconocían unos a otros. Era horrible ver a las palomas volar sobre el fuego, por en medio del humo, y oír cantar, tocar el acordeón, reír a los que aun no sabían nada.

—¡Es la casa del tío Semenovich!—gritó una voz ronca.

María, a la puerta de su casa, lloraba, se estrujaba las manos, castañeteaba los dientes, aunque el fuego era en el otro extremo de la aldea. Salieron las niñas, en camisa, y Nicolás, con las botas de fieltro. Ante la casa del teniente alcalde empezaron a golpear sonoramente una plancha de hierro.

Bum..., bum..., bum... El precipitado y tenaz martilleo encogía el corazón y daba escalofríos. Las viejas sacaban los iconos. Se hacía salir de los establos al ganado. Baúles, pieles, barriles, eran amontonados a las puertas de las casas. Un garañón negro, al que no se dejaba ir con los demás caballos porque los mordía y los coceaba, comenzó a dar botes al verse en libertad, y se lanzó luego al galope por toda la aldea, que recorrió unas cuantas veces, deteniéndose al cabo ante un carro, sobre el que descargó una lluvia de coces. Empezaron a tocar a fuego en la iglesia. En las inmediaciones de la casa incendiada, el calor era sofocante, y la claridad tal, que se veían, como si el Sol las alumbrase, las más menudas briznas de hierba. Sobre uno de los cofres que 9e había conseguido sacar estaba sentada Semenevich, un campesino rojo y narigudo, con la boina calada hasta las orejas. Su mujer gemía tendida en el suelo y casi sin conocimiento. Un viejo octogenario, exiguo y barbudo como un gnomo, vecino de una aldea próxima, se paseaba, destocado y con un envoltorio blanco en la mano. El fulgor del incendio brillaba en su cabeza calva. El baile Antip Sedelnikov, moreno, de cabellos negros— un verdadero cíngaro—, se acercó a la casa hacha en mano, y destrozó a hachazos, una tras otra, todas las ventanas, no se sabe con qué objeto. Después la emprendió con la escalinata.

—¡Agua, mujeres!—gritaba—. ¡Acercad la bomba! ¡Daos prisa!

Los campesinos, que momentos antes empinaban el codo en el mesón, arrastraban la bomba, borrachos perdidos, dando traspiés, haciendo eses y con las lágrimas en los ojos.

—¡Bribones, agua!—les gritaba el baile, no menos borracho que ellos—. ¡Trabajad, picaros!

Las mujeres y las muchachas corrían a la fuente, llenaban de agua jarros y cántaros, los vaciaban en la bomba y volaban por agua de nuevo. Olga, María, Sacha y Motka tomaron parte en la faena. Numerosos chiquillos trabajaban en el manejo de la bomba. El baile dirigía la manga, ya hacia la puerta, ya hacia las ventanas, y la obturaba en parte con la punta del dedo, lo que hacía más sibilante el chorro.

—¡Muy bien, Antip!—le animaban voces aprobatorias—. ¡Muy bien!

Y Antip entraba en el vestíbulo, sin temor al fuego, y gritaba:

—¡Agua, agua, cristianos; haced un esfuerzo! ¡Duro, duro!

Los campesinos, en compacto grupo y mano sobre mano, contemplaban el fuego. Nadie sabia por dónde comenzar, nadie sabía qué hacer... El incendio proyectaba su fulgor siniestro sobre los montones de heno y de trigo, sobre las porchadas, sobre los haces de hierba seca. Kiriak y el viejo Osip, su padre, hallábanse entre los campesinos, borrachos los dos. Y para excusar su pereza, el viejo decía, dirigiéndose a su mujer, sentada en el suelo:

— ¡No hay por qué apurarse! Tenemos la casa asegurada..

Semenovich refería, encarándose ora con uno, ora con otro de los que le rodeaban, cómo había ocurrido el incendio.

—Ese viejecito del envoltorio, antiguo cocinero del general Jukov, que en paz descanse, llegó a casa esta tarde, y me dijo, como acostumbra: "Déjame pasar la noche"... Naturalmente, echamos un trago... Mi mujer se puso a encender el samovar, para ofrecerle al viejecito una taza de te, y tuvo la mala ocurrencia de hacerlo en el vestíbulo. El fuego subió por el tubo, llegó a la paja del techo... y ¿para qué seguir contando?... ¡Gracias a que hemos podido escapar!... El viejo no ha tenido tiempo ni de salvar su gorra. ¡Qué desgracia!

Seguían sonando los golpes en la plancha de hierro y las campanadas de la iglesia. Olga, envuelta en el rojo resplandor de las llamas, miraba, con horror, volar a las palomas por en medio del humo y temblar a los corderillos. Antojábasele que los sonidos del campaneo y del golpear en la plancha horadaban su alma a manera de agujas, que el fuego no iba a acabarse nunca, que Sacha se había perdido... Y cuando el techo de la casa se vino abajo con estrépito, pensó que iba a arder la aldea entera, y, sin ánimos ya para seguir llevando agua, se sentó a la orilla del río, junto a los dos cántaros... Las demás mujeres empezaron a llorar a gritos, como si se hubiera muerto alguien.

Mientras tanto, por el lado opuesto de la aldea llegaban dos carros con obreros y una nueva bomba. Precedíales, a caballo, un joven estudiante, con la cazadora blanca desabrochada. Empezaron todos al punto a trabajar. Cuatro obreros y el estudiante, que, con la faz enrojecida, lanzaba penetrantes e imperiosas voces de mando, como si fuera para él la extinción de un incendio una cosa muy fácil, subieron a la vez, hacha en mano, por una escala de que venían provistos. Y los campesinos asistieron a una concienzuda labor de derribo: fueron derribados el establo, la cerca...

— ¡No dejéis derribar!—gritó alguien—. ¡No dejéis derribar!

Kiriak se dirigió a la casa con aire decidido, como para impedir que se siguiese derribando; pero uno de los obreros le hizo girar sobre los talones y le dio un puñetazo. Oyéronse risas. El obrero le dio otro puñetazo a Kiriak, que perdió el equilibrio y se volvió, a gatas, a su sitio.

Dos bellas muchachas con sombrero, al parecer hermanas del estudiante, llegaron momentos después. Detuvieronse a cierta distancia de la casa incendiada. El estudiante dirigía la manga de la bomba hacia un montón de vigas no apagadas del todo aún.

—¡Georges!—le gritaron las dos muchachas, en tono de reproche—. ¡Georges!

El incendio había sido extinguido. Hasta aquel momento nadie se dio cuenta de que era ya de día ni de que las caras de todos parecían de enfermos, como sucede siempre al amanecer, cuando se apaga el brillo de las últimas estrellas. Camino de sus casas, los campesinos se reían, acordándose del cocinero del general Jukov y de su gorra quemada. Sentíanse inclinados a tomar a broma el incendio, y hasta se diría que, en su fuero interno, se dolían dé que se hubiera acabado tan pronto.

—¡Bien ha trabajado usted, señor!—le dijo Olga al estudiante—. Debía usted ir a Moscú: allí casi todos los días tenemos incendios.

—¿Es usted de Moscú?—preguntó una de las muchachas.

—Sí, señorita. Mi marido ha sido camarero del Hotel Eslavo. Esta niña es mi hija.

Y Olga señaló a Sacha, que tenía frío y se apretaba contra ella.

—También es de Moscú—añadió.

Las dos muchachas le dijeron al estudiante algunas palabras en francés, y él joven le tendió veinte copecs a Sacha. El viejo Osip lo observó todo, y una dulce esperanza se pintó en su semblante.

—Gracias a Dios, no hacía viento, señoría. Si hubiera hecho viento, en un abrir y cerrar de ojos...

Tras una pausa, el viejo Osip, un poco confuso, añadió:

—Hace fresco... No vendría mal media botellita para entrar en calor...

No le dieron nada, y se fué, arrastrando los pies.

Olga se quedó a la orilla del río, y vio cómo pasaban al otro lado los carruajes.

Los señores siguieron a pie por el prado. El carruaje les esperaba al lado opuesto.

—¡Son tan amables y tan guapos!—le dijo Olga a su marido, cuando llegó a su casa—. ¡Las muchachas son dos querubines!

—¡Que revienten!—profirió Fekla, hecha una furia.

VI

María se creía muy desgraciada, y decía que quería morirse. A Fekla, por el contrario, la pobreza, la suciedad, las injurias constantes, no le causaban enojo alguno. Comía lo que le servían, se acostaba donde y como podía, tiraba la basura a la puerta de la casa, andaba descalza por los charcos. Desde el primer momento aborreció a Olga y a Nicolás, justamente porque aquella vida no les gustaba.

—¿Qué se les ha perdido aquí a estos marqueses moscovitas?—se decía con malevolencia.

Una mañana de septiembre, Fekla, roja de frío, robusta, arrogante, subió del río con dos cántaros de agua. María y Olga estaban sentadas a la mesa y tomaban te.

—Parecéis dos señoras—les dijo, burlona, su cuñada, dejando los cántaros en el suelo—. Os habéis acostumbrado a tomar te todos los días... Vais a inflaros con tanto te.

Y clavó en Olga una mirada de odio.

—¿Has engordado así en Moscú, barrigona?—añadió.

Cogió la escoba y descargó con ella un golpe sobre el hombro de Olga.

Las dos cuñadas, estupefactas, limitáronse a exclamar:

— ¡Ave María Purísima!

Luego, Fekla se encaminó de nuevo al río, con un bulto de ropa sucia. Iba echando sapos y culebras por la boca y se le oía desde la casa.

No mucho después, una noche estaban todas, menos Fekla—que se había ido a la otra ribera—, hilando seda. Se la procuraban en la manufactura vecina, y toda la familia ganaba, con el trabajo del hilado, unos veinte copecs semanales.

—El campesino estaba mucho mejor que ahora cuando era siervo—decía, hilando, el viejo—. Todo era a sus horas: el trabajo, la comida, el descanso. No faltaban, para la comida, la sopa de coles y los puches, ni, para la cena, los puches y la sopa. El campesino podía comer cuantas coles y cuantos pepinos quisiera. Y las costumbres eran otras, había más seriedad, mucha más seriedad.

Alumbraba la estancia una lámpara que ardía mal y echaba humo. Cuando se interponía alguen entre la ventana y la luz, se veía blanquear en las paredes, en el suelo, en los muebles, el fulgor de la Luna llena. El viejo Osip contaba, recreándose en sus recuerdos, cómo se vivía antes de la manumisión en aquellos mismos lugares donde ahora la vida era triste, miserable. Había muchas cacerías, con lebreles y otros perros de ojeo, y se les daba a los campesinos aguardiente siempre que se hacía una batida; se les enviaba caza a los jóvenes señores que residían en Moscú; se castigaba con el látigo a los siervos desobedientes o se les mandaba al patrimonio de Tver, y a los buenos y dóciles se les premiaba.

La vieja tomó la palabra cuando su marido calló, y empezó a contar cosas de su juventud, que recordaba con todo lujo de detalles. Habló de su ama: una mujer buena y devota, casada con un calavera. Las hijas de la pobre señora también se casaron mal todas: una con un borracho, otra con un ricachón, la tercera con su raptor, a quien prestó ayuda la vieja, una muchacha entonces, y las tres murieron jóvenes, de padecer, como su madre. La vieja, evocando estas memorias, casi lloraba.

De pronto llamaron a la puerta. Todos se estremecieron.

—¡Tío Osip, déjame pasar la noche!

El viejecito calvo, de la gorra quemada, el cocinero del general Jukov, entró. Se sentó, prestó un rato atención silenciosa a la conversación y metió baza, al cabo, refiriendo una historia, a la que siguieron otra y otra... Nicolás, que estaba sentado €n la chimenea, con las piernas colgando, le preguntó qué platos se guisaban en su época, y y le habló de albondiguillas, de chuletas, de todo género de sopas y salsas. El cocinero, que tenía una memoria felicísima, le nombró platos que ni se conocían ya. Había uno, por ejemplo, que se llamaba "al levantarse", y cuyo principal componente eran ojos de vaca.

—¿Se hacían chuletas a la mariscala?—preguntó Nicolás.

—No.

Nicolás sacudió escépticamente la cabeza, y dijo:

—¡Hay algunos cocineros...!

Las muchachas, todas sobre la chimenea, miraban abajo, sin pestañear. Parecían un grupo de querubines en una nube. Les gustaban mucho los cuentos y suspiraban, se estremecían, palidecían, ya encantadas, ya temerosas, escuchando. A la vieja, su narradora predilecta, la oían inmóviles, reteniendo el aliento.

Se acostaron todos en silencio. Y los viejos, recién removidos sus recuerdos, pensaban en lo dichoso que se es cuando se es joven, en lo dulce que es el recordar la juventud, aunque no haya sido feliz, en lo que nos espanta la idea de la muerte cuando la sentimos ya acercarse...

Se apagó la luz. El fulgor de la Luna llena, que entraba por las dos ventanas; el silencio sólo turbado por el balanceo de la cuna, hacían pensar en que la vida pasa y no vuelve...

El sueño, el olvido. De pronto, un golpecito en el hombro, un leve soplo en la mejilla. Y el sueño de nuevo y malestar, y la turbadora, la inquietante idea de la muerte. Una vuelta en el lecho, la idea de la muerte huye...; pero otras, tristes, enojosas, acuden: la de la miseria, la del pan cotidiano, la de lo cara que está la harina..., y otra vez el pensamiento amargo de que la vida pasa y no vuelve...

—¡Dios mío!—suspiró el cocinero.

Alguien llamó muy suavemente a la ventana. Sin duda era Fekla. Olga se levantó, y, bostezando, rezando en voz baja, abrió la puerta del vestíbulo; pero solo entraron el viento y la claridad del plenilunio. Se veían por la puerta abierta la calle solitaria y la Luna, que caminaba por el cielo.

—¿Quién es?—preguntó Olga.

—Soy yo— contestaron—, soy yo.

Junto a la puerta, Fekla, muy arrimada a la pared, tiritaba y castañeteaba los dientes, desnuda de pies a cabeza. Parecía más pálida, más bella y más extraña, bañada por la luz lunar, que acentuaba el encanto de la negrura de sus cejas y de la lozana robustez de su pecho.

—En la otra ribera—explicó—unos mozos me han desnudado y me han dejado venir así. Me he venido en cueros, ya lo ves, como me parió mi madre. Tráeme algo para vestirme.

—¡Pero entra, mujer!—dijo Olga muy quedo y temblando también.

—Temo que los viejos estén despiertos...

La vieja, en efecto, se había despertado y estaba inquieta y renegando. El viejo preguntó:

—¿Quién es? Olga fué de puntillas por una camisa y una falda y se las llevó a Fekla, que se vistió en un santiamén. Luego entraron las dos, procurando no ser oídas.

—¿Eres tú, hermosa?—refunfuñó la vieja, adivinándola—. ¡Y que no revientes, corretona!...

—No te apures, paloma, no te apures— decía Olga, abrigando bien a su cuñada.

Nuevo silencio. Todos estaban desvelados: el viejo, por un dolor de espalda; la vieja, por, sus preocupaciones y su mala sangre; María, por el miedo; los niños, por la sarna y el hambre.

Fekla empezó a llorar a gritos; pero se contuvo en seguida. Durante un rato oyéronse, de cuando, cuando, sus sollozos, cada vez más débiles, y al cabo se calló.

De hora en hora sonaban las campanadas del reloj; mas no era posible tomarlas en serio. Una hora después de sonar cinco sonaron tres.

—¡Dios mío!—suspiraba el cocinero.

La claridad que entraba por las ventanas no se sabía a punto fijo si era de la Luna o del alba.

María se levantó y salió. Se la oyó ordeñar a la vaca y decir:

—No tengas cuidado.

La vieja salió también. No era de día aún; pero se distinguían todos los objetos. Nicolás, que no había pegado los ojos, se bajó de la chimenea, sacó del cofre verde su frac, se le puso y, acercándose a la ventana, acarició sus mangas y sus faldones, y se sonrió. Luego se lo quitó, lo guardó en el cofre y se acostó de nuevo.

María volvió y se puso a encender la chimenea. No estaba aún despabilada del todo. Acaso recordando un sueño o las historias de la víspera, dijo, desperezándose:

—¡No, la libertad es mejor!

VII

Llegó el "jefe". Se