Mala suerte si ando solo - Rogelio Alaniz - E-Book

Mala suerte si ando solo E-Book

Rogelio Alaniz

0,0

Beschreibung

El protagonista de Mala suerte si ando solo comparte con el lector la evocación de su vida azarosa. No es una vida cualquiera: desde chico ha vivido al margen de la ley y hoy, a sus setenta años, se encuentra solo con sus recuerdos. No se queja, sabe que él mismo cosechó lo que ha sembrado: no tener a nadie que lo quiera ni a quien querer. Narra con mirada escéptica el mundo del que fue partícipe: mujeres, excesos, asesinatos, pero también amores, alianzas y muy pocos amigos. No cualquier persona se define como un verdadero delincuente, pero nuestro personaje lo hace: Lo que abunda en estos pagos es el oficio de delincuente, pero la profesión de delincuente escasea. Y explica con habilidad esa diferencia. Se trata de un hombre inteligente y bien parecido que proviene de un barrio humilde donde sobrevive el más fuerte, y que siempre fue consciente a dónde quería llegar y de qué modo lo conseguiría.  Con la palabra justa, sin regodeos ni desmesuras, Rogelio Alaniz cuenta las memorias de este hombre del hampa, que se ha hecho a sí mismo con valentía pero sin escrúpulos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 207

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Mala suerte

si ando solo

Rogelio Alaniz

Mala suerte

si ando solo

Rogelio Alaniz

Índice
Portada
Legales
Mala suerte si ando solo

Alaniz, Rogelio

Mala suerte si ando solo / Rogelio Alaniz. - 1a ed. - Santa Fe : Palabrava, 2022.

Libro digital, EPUB - (Nordeste / Patricia Severín ; 1)

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-4156-51-8

1. Novelas. I. Título.

CDD A863

Mala suerte si ando solo

Rogelio Alaniz

Editorial Palabrava

Diagonal Maturo 786

Santa Fe

[email protected]

www.editorialpalabrava.com.ar

Colección nordeste

Directora de colección: Patricia Severín

Coeditora: Viviana Rosenzwit

Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

Santa Fe www.sugoilab.com

Primera edición en formato digital: diciembre de 2022

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto 451

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN 978-987-4156-51-8

Mala suerte si hoy te pierdo,

mala suerte si ando solo.

El culpable soy de todo,

ya que no puedo cambiar.

Francisco Gorrindo

Ayer cumplí setenta años. Vivo solo y lo celebré solo. Nadie me llamó por teléfono, nadie me escribió una tarjeta o una carta. Nadie se ocupó de maldecirme o desearme lo peor. Si dentro de un rato o mañana me muriera, muy pocas personas se enterarían de la novedad. Y de ese puñado de personas, lo que puedo asegurarles es que ninguna me quiere, si es que la palabra querer le está permitida a un tipo como yo. Lo repito: estoy solo. No me quejo, pero tampoco lo festejo. A la soledad me la busqué. Para bien o para mal hice todo lo necesario para llegar a este lugar. Las pocas personas que están a mi lado lo hacen porque les pago, porque me necesitan o porque me tienen miedo. Miedo. Sospecho que es el sentimiento más perdurable que he podido despertar a mi alrededor. A veces me lo propuse; a veces me salió bien sin querer porque supongo que a la corta o a la larga uno inspira los sentimientos que se merece. Que mis enemigos me hayan tenido miedo, nunca me hizo perder el sueño. Sí me preocupó que las pocas personas que quise me hayan tenido miedo. Dicho esto, agrego que alguna vez hubo personas que me quisieron. No les fue bien. Algunos o algunas se arrepintieron de haberlo hecho. Otras, muy pocas, fueron leales, pero el que no fue leal fui yo. Las dos o tres personas que a mi manera quise, no se enteraron de la novedad. Y si se enteraron, no me creyeron. Y supongo que tenían buenas razones para no creerme. Todo esto lo digo sin orgullo y sin culpas. Y lo digo con la seguridad que dispone quien a esta altura de la vida carece de ilusiones y esperanzas. En realidad, y para serles sincero, les confieso que ilusiones y esperanzas no recuerdo haber tenido. Sí tuve ambiciones. Y fui ambicioso porque siempre me respeté. Soy de los que creen que nadie puede ambicionar algo en la vida si no se respeta. Y en esta vida, por lo menos la vida que me tocó vivir, respetarse y hacerse respetar es más o menos lo mismo. Después, muchos años después, aprendí que mi ambición tenía un nombre: poder. Para bien o para mal nunca creí en otra cosa. Todo lo que hice y dejé de hacer fue en nombre de esa fe. Sé que el poder cobra sus tributos. El más alto es la soledad. Nunca me costó mucho pagar ese precio porque solo estuve siempre. No sé cuándo me voy a morir, pero supongo que no faltará mucho. La muerte no me asusta. Nunca me asustó. Pero me gusta la vida y desde pibe, desde muy pibe, aprendí a defenderla. Y a juzgar por los resultados no lo hice mal. Sé, como cualquier hijo de buena vecina, que alguna vez nos morimos. Lo que no sé es cómo llegará la muerte. Posiblemente sea antes de que alcance el nuevo milenio. No sé si moriré en una cama. O si alguno de mis enemigos logrará hacer aquello que durante años intentaron hacer muchos, pero no pudieron porque yo fui más rápido o porque tuve un poco más de suerte. Siempre tomé precauciones para cuidar el cuero. No hubiera llegado a los setenta años si no lo hubiese hecho. Pero siempre supe que a un tipo como yo, en algún momento, lo traicionan. Los tres hombres que hoy cuidan mi casa los elegí personalmente. Sé que responden no porque sean leales, sino porque están muy bien pagos. Pero también sé que en esta vida siempre hay alguien dispuesto a pagar un poco más.

No les voy a decir dónde vivo porque a nadie le importa. E incluso a algunos, por razones de seguridad, no les convendría saberlo. Imaginen un lugar con algunos cerros en el horizonte, muchos árboles, cantos de pájaros y casas con tejas. Con lo que les digo alcanza para sugerirles que estoy lejos de los lugares en los que habitualmente me moví. Mi casa en particular no es nada del otro mundo. Dispone de todas las comodidades y seguridades que necesito. Pero no mucho más. Nunca me gustó la ostentación. Soy lo que se dice un hombre de fortuna, pero vivo con lo justo. No me privo de nada, pero mis exigencias son modestas. Son las exigencias de un hombre solo que decidió apartarse del mundo para morir en soledad y en paz. Alguna vez tuve tres amigos importantes. A uno lo mataron y yo después me encargué de ajustar cuentas con el asesino. El otro me traicionó. Sé que no le quedó otra alternativa, pero lo hizo. También está muerto. Al tercero se lo llevó el cáncer. Y de ese señor no hay manera de vengarse. A una de las dos mujeres que quise en mi vida la violaron y después murió en mis brazos. Esto ocurrió hace más de medio siglo. Recuerdo los detalles, pero lo que más recuerdo es el momento en que pronunció mi nombre antes de morir. Los violadores pagaron por ello. Y no en los tribunales precisamente. A la otra mujer que amé, la asesinó su amante. Y después se suicidó. Con lo que me privó del placer de la venganza. Tuve una hija. La conocí cuando ya estaba en los primeros años de la universidad. Estudiante y de izquierda. Quería cambiar el mundo con las armas. Un disparate total, pero a esa altura del partido yo no estaba en condiciones de discutir con ella. O la aceptaba o nada. La quise mucho. La quise mucho y la protegí hasta donde pude. Después pasó lo que yo temía que fuera a pasar.

Como ya adelanté, mi vida no fue una vida modelo. Siempre lo supe y jamás me preocupó demasiado saberlo. Viví al margen de la ley desde mi adolescencia. O tal vez desde antes. Cuando nací, mi padre estaba en la cárcel por robo a mano armada. Después me enteré de que estaba allí porque mi madre lo había delatado. Así fue la cosa. A la mujer que me trajo al mundo no se le ocurrió nada me jor que enamorarse de un comisario. A mi viejo le dieron diez años de cárcel, pero solo cumplió la mitad. En un motín alguien lo atravesó con una faca. Murió sin conocerme y sin reconocerme. Para esa época yo tenía cuatro o cinco años y vivía con una tía, hermana de mi viejo. A mi madre la perdí de vista. Y para siempre. Nunca supe que quisiera estar conmigo. Yo nunca hice nada para acercarme a ella. Mi pobre tía trató de hacer lo que pudo. Con una pensión y trabajando de doméstica no es mucho lo que se puede hacer. No me lamento. Creo que lo mejor que tengo se lo debo a ella. Y probablemente lo peor. A su manera me quiso. Y yo también la quise. Más que quererla, creo que la respetaba. Y querer y respetar no siempre es lo mismo. Tía Marta no solo me quiso, sino que me enseñó que para vivir en este mundo debía respetarme y hacerme respetar. Y que la única ley que valía era la que yo fuera capaz de dictarme. Después, mucho después, supe que de joven había hecho la calle. Y que dejó el oficio cuando formó pareja con tío Pedro. Tío Pedro seguramente fue un hombre importante en su vida, porque su foto era la única que había en casa. Ella nunca habló mucho de él. Una vez y no recuerdo bien por qué motivo, me dijo que fue el hombre de su vida. Y nada más. Muchos años después —ella ya había partido de este mundo— me contaron que a tío Pedro lo mataron en un tiroteo. Tía Marta era una mujer derrotada. Si la respeté, es porque a pesar de su derrota dispuso de las energías necesarias para hacerse cargo de mi vida. Las pocas caricias que recibí en mi infancia me las dio ella. No fue una madre sustituta porque no podía serlo. Pero hizo lo que pudo.

Yo sé que personas cultas podrían encontrar explicaciones o justificaciones a mi vida. No pretendo darme ese lujo. No me justifico. Escribo, eso sí. Alguna vez contaré dónde adquirí esas habilidades. Pero antes de aprender a escribir yo ya había aprendido muchas cosas, tal vez las cosas más importantes que se necesitan en mi ambiente para abrirse paso. Aprender fue una de mis pasiones constantes. Para un tipo que nació donde yo nací, aprender es indispensable, decisivo. Vengo de donde vengo. De abajo. Mi única certeza entonces era que todo estaba preparado para que fuera nadie. Desde muy pibe supe que la vida no me regalaría nada. Que eso que algunos llaman oportunidades o privilegios a mí me estaban negados. Lo aseguro sin temor a equivocarme: quienes nacen en las condiciones en que nací yo, nunca saldrán del barro. Algunos pocos, con mucho esfuerzo y sacrificio, podrán levantar cabeza. Yo siempre supe —no se bien por qué, pero lo supe— que existía una posibilidad de salir a flote. Algunos lo hacen trabajando duro y respetando las leyes. Yo nunca estuve en ese lote. Seguramente trabajé duro, pero aprendí que, para salir de donde venía, lo primero que tenía que hacer era no respetar las leyes. Sabía o presentía que lo que me proponía no era fácil, pero era lo mejor que podía hacer. Hoy a estas decisiones las explico con palabras, pero en aquellos años no necesité de palabras. Hice lo que pude hacer con lo que tenía a mano. Supongo que cualquier persona en mis condiciones habría hecho algo parecido. Y si no lo hizo, allá él. No lo critico, pero tampoco voy a permitir que me critique. Lo digo sin eufemismo porque a esta edad puedo permitírmelo: fui, soy, un delincuente. Por lo menos esta es la calificación que creo que merece quien no respeta las leyes. Y yo no las he respetado. Y no solo no las respeté, sino que más de una vez me di el lujo de ponerlas a mi servicio. Soy un delincuente. No tengan ninguna duda al respecto. Mi diferencia con otros delincuentes es que yo lo reconozco. Y además no me arrepiento. Seguramente me equivoqué más de una vez. Y sospecho que pude haber infligido sufrimientos a personas que tal vez no lo merecían. Lo siento por ellos, pero no vayan a creer que pierdo el sueño. Cuando se apuesta como yo aposté, es necesario hacerse cargo de todo. Rápido y sin remordimientos. He matado, pero no me reconozco como asesino. He matado y he ordenado matar. Pero todos los que murieron se merecían ese destino. Nunca maté a un inocente, lo cual no quiere decir que yo sea inocente. No tengo culpas. Hice lo que tenía que hacer. Y lo hice bien. Para dormir no necesito pastillas. Tampoco para estar despierto. Cumplí setenta años y según mis médicos estoy sano. Respecto de mi salud espiritual no es mucho lo que puedo decir. No soy creyente y tampoco visito psicólogos. Converso conmigo, pero lo necesario. Mis muertos no me hacen perder el sueño. Tampoco se presentan en mis sueños. Nunca disfruté por matar a alguien, pero nunca dudé cuando creí que debía hacerlo si pretendía respetarme a mi mismo y proteger a las personas que dependían de mí. Alguna vez alguien, una mujer me dijo que yo no era un Dios para decidir quién debía o no morir. Le respondí que no metiera a Dios en estos menesteres. Yo no maté por creerme un Dios. Lo hice porque era él o yo. O ella o yo. Debo decir, y no a modo de disculpa, que perdoné no sé si muchas vidas, pero sí unas cuantas. Y no crean que soy un cínico si les digo que si bien nunca me arrepentí de haber decidido una muerte, algunas veces me arrepentí de haber perdonado algunas vidas. Una en particular.

Cometería un exceso verbal si dijera que no tuve infancia. Jugué con los chicos del barrio, alguna vez corrí detrás de una pelota, pero desde ya adelanto que la vida de un chico en el mundo de los pobres no es una vida feliz, por más que existan algunos momentos felices. Fui a una escuela donde aprendí a leer y a escribir, pero no mucho más. Todo lo demás —y no fue poco— lo aprendí en la calle. A mis maestras casi no las recuerdo. Supongo que deben haber sido mujeres, pero mucho más no sé. No voy a decir que me trataron mal en la escuela, pero más de una vez me recordaron de la peor manera de dónde venía. A veces los padres de mis amiguitos; a veces mis propios amiguitos; más de una vez alguna madre. Desde muy chico supe que el mundo al que había llegado no era un lugar agradable para vivir. Por lo menos, para mí no lo era. Terminé sexto grado, y ni a mi tía ni a mí se nos ocurrió que podía continuar los estudios. Esa posibilidad en mi casa no existía. Ni siquiera como esperanza o ilusión. Las alternativas eran trabajar de changarín o cadete. O robar. Yo elegí robar. Por supuesto, mi tía nunca lo supo. Y si lo hubiera sabido no creo que habría podido hacer mucho para impedirlo. Es más, creo que hubiera estado de acuerdo, pero por las dudas no quise ponerla a prueba. ¿Para qué? Si entre ella y yo ya estaba todo dicho. A los trece años yo ya era un pibe atrevido. Algo atolondrado, como corresponde a esa edad, pero no tanto. Para bien o para mal, siempre fui lo que se dice, un tipo serio. No porque no me riera, sino porque vaya uno a saber por qué motivos pensaba muy bien lo que hacía o dejaba de hacer y evaluaba las consecuencias. Era un pibe y me equivoqué muchas veces. Pero aprendía. Aprendí a calcular; aprendí a no dejarme llevar por los primeros impulsos; aprendí a controlar mis enojos, a ocultar mis alegrías, a disimular lo que pensaba. Desde mi adolescencia supe que disponía de una ventaja importante: era lo que se dice un chico lindo; un churro, como decían las mujeres entonces. Fui un chico lindo y después un buenmozo. Esa verdad me la decía el espejo, pero sobre todo me lo decían de diferentes modos, pero siempre con el mismo tono, las mujeres. A los dieciocho años medía algo más del metro ochenta. Tenía ojos verdes, sonrisa irresistible y buen lomo. Pinta engrupidora, me dijo cuando recién me iniciaba una puta veterana de la noche. Y me gustó la frase. Está claro que la pinta es un atributo que cotiza con las mujeres. Pero también cotiza con los hombres. Y no necesariamente con los maricas. Alguna vez, una vieja pirata intentó tentarme con la posibilidad de ser modelo. Por supuesto que le dije que no. A esa altura de mi vida, ninguna empresa publicitaria podía pagarme lo que yo ganaba en la noche. Lo digo sin pedantería y sin soberbia: nunca necesité acosar a una mujer porque por lo general eran ellas las que me acosaban. No recuerdo que una mujer me haya rechazado. Me traicionaron o las traicioné. Pero eso vino después. Una sonrisa, un gesto, una frase, alcanzaba y sobraba. Después llegaban otras complicaciones. Pero como se dice en estos casos: eso es otra historia. Por lo pronto, aprendí que la pinta, además de dar satisfacciones con las mujeres, abre puertas y relaciones. También envidias, resentimientos y algún que otro enemigo, porque en esta vida nada es gratis. Sé que hay muchos que aseguran que la pinta es lo de menos. Allá ellos. Yo sé que la pinta importa y en algunos momentos importa mucho, por lo que hay que aprovecharla mientras dure, porque como todas las cosas de este mundo, la pinta alguna vez se va o en algún momento deja de brillar. A la pinta, como a cualquier don que nos llega gratis, hay que saber administrarla. Como ocurre con otros dones de la vida, a la pinta hay que merecerla. Es lindo, pero boludo, es una de las peores humillaciones que puede recibir un hombre de parte de una mujer. Yo sabía la impresión que causaba, pero nunca fui fanfarrón. Para esto, como para las cosas más importantes de mi vida, preferí lo que se dice el perfil bajo. También con la pinta hay que hacer lo que corresponde, pero no mucho más. Después, un hombre debe disponer de otras habilidades, pero les aseguro que una buena pinta da un hándicap que si lo saben aprovechar otorga una ventaja decisiva. Y por venir de donde venía y vivir como viví, toda ventaja debía ser aprovechada.

Nunca pretendí pasarme de vivo. Pero siempre supe que si además de pobre era boludo, estaba cocinado. ¿Qué es ser vivo o qué es ser boludo? Son preguntas difíciles de responder. Pero un hombre que pretenda caminar por la vida, si no sabe al primer golpe de vista la diferencia de uno y otro, está en problemas. Muchos años después, un profesor con el que compartí una temporada en la cárcel me dijo que yo era un tipo muy inteligente. En ese momento le contesté que de mí había escuchado decir muchas cosas, menos lo que ahora él me atribuía. Él mismo me dijo que la inteligencia es una virtud difícil de definir, pero fácil de reconocer. No sé si soy inteligente o muy inteligente. Sé que mi cabeza funciona y funciona con rapidez. Siempre supe dónde estaba parado. Y siempre imaginé o pensé dónde quería estar parado. Fue el profesor el que me dijo que esa capacidad para entender dónde se está, dónde se quiere estar y qué hay que hacer para pasar de un lugar a otro se llama inteligencia. Nada de lo que hice habría podido hacer sin esa agilidad mental, sin ese golpe de vista, sin esa capacidad para decidir sobre la marcha o en situaciones límites. Y decidir bien. Si a eso le llaman inteligencia, pues bien, soy inteligente.

Mi primer escenario en la vida fue ese barrio de calles de tierra, zanjones infectos, casas miserables, gente que sobrevivía como podía. En ese territorio me inicié como ratero. Me inicié o me iniciaron. Porque aunque algunos no lo crean, en esos barrios también existen las jerarquías y los privilegios. Los que mandan y obedecen; las víctimas y los victimarios. Aprendí a entrar en las casas cuyos propietarios estaban de vacaciones o en esas residencias que se llamaban casas de fin de semana, habitualmente desocupadas. Siempre había alguien que se encargaba de marcarnos el blanco y del resto nos encargábamos nosotros. Lo robado se lo llevábamos a un tipo que le decían el Vasco. Era rengo, tenía una cicatriz enorme en la mano y era el encargado de pagarnos por nuestros servicios y de acomodar la mercadería que llevábamos. Durante un año o un año y pico me dediqué a esos menesteres. El Vasco nos decía que tomáramos nuestras precauciones, pero que no nos hiciéramos problemas si caíamos presos, porque siendo menores saldríamos enseguida en libertad. A mí el oficio de robar mucho no me agradaba. Y mucho menos me agradaba entregar la mercadería a un tipo que nos pagaba chirolas por lo que hacíamos. Más de una vez me pregunté si efectivamente tenía sentido correr riesgos por ganancia tan baja, ganancia que si bien me permitía atender mis necesidades, estaba muy por debajo de mis ambiciones. Las ambiciones. Tan necesarias en la vida y tan peligrosas. No me conformaba con ser un raterito. Quería más. Y lo quería ya. Además, me tenía confianza, mucha confianza. Conclusión, con un amigo empezamos a trabajar por la libre. No duró mucho, pero mientras duró no nos fue mal. Por lo menos no nos fue mal hasta esa tarde cuando del lugar al que entramos salieron cuatro o cinco tipos armados. Hasta ese momento nunca nos habíamos tiroteado con nadie. Apretábamos y nos llevábamos la plata. Los asaltos los planificaba yo, pero mi amigo era un buen socio. Guapo, decidido. Nunca matamos a nadie. No me gustaba matar. Nunca me gustó hacerlo. Pero mi amigo y yo sabíamos muy bien que si era necesario había que matar. Que nadie se asuste o se persigne. Si salís a la calle de caño y no estás decidido a matar, mejor quedate en tu casa. Pero aquella tarde no nos fue bien. Siempre en este oficio hay algo que no sale bien. A veces no es grave, pero otras veces lo es. Esa tarde lo fue. Hubo plomo de ida y vuelta. La prudencia aconsejaba que nos entregáramos. Pero nosotros no éramos prudentes. Yo bajé a uno. Fue el que venía de frente. Después supe que murió en el acto. Siempre tuve buena puntería. Y además estaba preparado para hacer lo que hacía. Bien preparado. Con los otros tipos nos tiroteamos un rato y después intentamos escapar. Allí fue cuando hirieron a Raúl, mi amigo. Un tiro en el pecho que lo dejó boqueando. Me las arreglé como pude para subirlo al auto y salir de pique. Más no pude hacer. Raúl murió arriba del auto un par de horas después. Tal vez, menos. Una lástima.

Tenía quince, dieciséis años. Vivía con su madre y dos hermanitas. No pude hacer nada para salvarlo. Limpié el auto y lo dejé a él adentro. Lo encontraron unas horas más tarde. A esa altura yo ya estaba a más de cien kilómetros del lugar. Me aguanté un par de semanas en la casa de unos amigos. Cuando supe con certeza que no me buscaban volví a la ciudad. Tenía algunos pesos y me las podía arreglar por un tiempo. No sabía muy bien qué hacer, pero de lo que estaba seguro era que nunca más saldría a ganar la plata con un fierro en la mano. No era miedo, era prudencia. El Vasco se contactó conmigo para que regresara al oficio de ratero de casas desocupadas. No le dije ni que sí ni que no. Porque a esa altura del partido yo sabía muy bien que nunca debía decir lo que estaba pensando. Según supe después, creo que quiso apretarme. Pero o no se animó o consideró que no valía la pena correr el riesgo. Nunca más supe de su vida.

Como andaba desocupado y con algunos pesos en el bolsillo, me dediqué a probar suerte con el naipe. Y con el taco. El taco de billar se entiende. Era bueno. Para el naipe y para la carambola. Nada del otro mundo, pero mucho mejor que la mayoría. Esas virtudes yo no sé si vienen con uno, pero de lo que estoy seguro es que algo de eso hay. Para ciertos oficios es como que se nace. Y en mi caso les digo que yo nací para el escolazo. Y eso lo supe de entrada. Desde muy pibe. Desde cuando jugábamos a la casita robada en la escuela. Tengo manos delgadas y dedos largos. Dedos hechos para acariciar las cartas, como me dijera alguna vez Tissera. Fue por ese tiempo que empecé a vivir del naipe. Nada del otro mundo, apenas como para pucherear. Pero prefería ganar poco en una mesa de póker, o de monte, o de siete y medio, que ganar mucho con un fierro en la mano. Jugar a las cartas juega cualquiera, pero jugar bien lo hacen muy pocos. Yo estaba entre esos pocos. No es un oficio ligero. Por el contrario, es exigente. Y a veces muy exigente. Reclama atención, memoria, velocidad para decidir, capacidad para semblantear al que está sentado al frente. Y un poquito de suerte. Un jugador en serio no toma alcohol mientras juega. El alcohol es un lujo que no puede permitirse. A lo sumo algo de café. Y no demasiado. Alguna vez le escuché decir a un viejo tahúr que las exigencias del oficio no son muy diferentes a las de un atleta. Me pareció que exageraba. Después le di la razón. La única distracción que me permitía entonces era jugar al billar. Con el tiempo compré mi propio taco. Horas taqueando solo en la mesa de billar. Todo era una fiesta para los ojos y para el oído: el color verde del paño, los colores de las bolas, su deslizarse, el choque entre ellas, el taco delicado y preciso. El billar no es un oficio para vivir. Pero un buen jugador de billar es siempre respetado. Y cuando a uno en el ambiente lo respetan, las puertas se abren con más facilidad. Cuando pienso que en aquella época era un muchachito de diecisiete, dieciocho años, no puedo menos que recordar con algo de afecto a ese pibe que empezaba a abrirse camino en la vida sin otros recursos que su habilidad, su descaro y su coraje.