Mantis - Rafaela Gómez - E-Book

Mantis E-Book

Rafaela Gómez

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Beschreibung

En esta novela, Rafaela Gómez teje con maestría un relato que explora las complejidades de la dinámica familiar, la lucha contra la enfermedad y la búsqueda espiritual. La historia sigue a Fernanda, quien regresa a su hogar después de una larga ausencia, embarcándose en un intento desafiante de reconectar con su madre, una figura clave en su vida llena de complicaciones y emociones profundas. Mantis ofrece una narrativa desgarradora y poderosa que entrelaza las voces de varias mujeres de una familia en un lugar remoto de Chile. Con habilidad, Gómez desentraña una trama llena de fracturas y deseos no cumplidos, donde el pasado se entrelaza ineludiblemente con el presente. La presencia omnipresente de la Mantis-madre persigue a la protagonista a lo largo de la historia, llevándola a buscar la curación en los paisajes desolados de la pampa y en las tradiciones religiosas.

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Seitenzahl: 170

Veröffentlichungsjahr: 2023

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MANTIS

© 2023, Rafaela Gómez

© Neón, noviembre 2023

Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia @neonediciones

www.neonediciones.com

Av. Providencia 1208 OF 207 2P, Providencia, Santiago de Chile

ISBN Edición Impresa: 978-956-9984-28-0

ISBN Edición Digital: 978-956-9984-29-7

Edición: María Paz Rodríguez y Katherine Hoch

Diagramación: Carolina Zuñiga

Arte de portada: Josefina Gajardo y Edith Cornejo

Le agradecemos la compra de este libro, ya que apoya al autor y al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

A mi madre,la mujer que más admiro.

«Ni me nombra ni me ama ni me odia.

Era mi madre, y yo era su leche»

Gabriela Mistral

Ya han pasado dos meses desde que me vi de rodillas frente a la taza del baño. Apenas los restos de los dos churros rellenos que compré en un carrito en la calle. No logré sacar casi nada, ya había pasado más de una hora desde que me los comí. Las manchas en mi abrigo delataban lo rápido que me había tragado esa masa de harina, que más que harina era azúcar, más que azúcar era aceite, preciso para pegotearme los dedos como los de la Pati y no tener con qué limpiarlos. Ni siquiera me fijé en la persona que me los vendió, aunque la manera de preguntarme cuál de todos los rellenos quería, me hizo pensar que ya llevaba tiempo en esto. No me apuró por más que me demoré en decirle que lo quería con chocolate. En el largo silencio sabía que aún me podía arrepentir. Luego el impulso, el «gracias por su compra. Que lo disfrute, señorita». Lo que sigue del recuerdo es vago, apenas unas imágenes de haberme dejado caer contra el piso mientras intentaba tragar mi saliva con normalidad. No quise ver el fondo de la taza, el sabor a sangre lo sentía en mi boca y eso era suficiente. Fue la alerta para pedir ayuda. Por mientras, el efecto era el mismo, con los brazos estirados sobre el suelo, con mi nuca sobre la cerámica fría, sentía que podía flotar. Acto seguido: mi habitación en la casa de mi madre. Solía quedarme despierta planeando lo que comería al otro día. Supongo que ahora, pensando en lo que me enfermó. La causa no la sé, la psicóloga siempre me lo pregunta. Me dice que recuerde, que vuelva a los lugares donde me he sentido incómoda. Entonces veo el poste de luz que dejaba entrar los débiles rayos que dieron fuerza a la presión en mi estómago. En mi habitación, creí que algo subía por mi garganta, me iba dejando moretones y ante el mínimo movimiento esta sensación liberaba a mi fobia. Comenzó por cortar mi voz, por lo que no pude hablar. Me quitó el hambre, entonces se volvió en mi obsesión por el relieve, en introducir los dedos a la garganta, a mi garganta, con mis dedos. Y eso me tenía que bastar.

Cuatro años me costó saber que estaba enferma, se llama bulimia, Fernanda, y el primer paso es hacer consciente la enfermedad, me dijo la psicóloga en la tercera o cuarta sesión que tuvimos. En ese entonces no hacía más que corresponderle con mi mirada a esa sonrisa que en el arco a medias, me daba golpes condescendientes en mi hombro. Quizá cuántas veces al día le deben repetir lo mismo: hoy vomité, me di un atracón, no puedo parar de llorar. Por ahora no me ha parecido cosa vana estar aquí con ella, aunque suelo pensar que sentarme en su consulta y responderle que no, apenas me ofrece un café, es una vivencia vana: me di un atracón, no puedo parar de llorar, hoy vomité. Me parecía lejana la vez que me preguntó qué día me iría a casa, que no podía creer que estuviera a punto de subirme al avión. Mientras arrastro la maleta para mostrar mi carnet y el embarque, pienso en sus indicaciones más como una carga que un apoyo, todavía no he sido capaz de decírselo a Clarina, mi madre, la psicóloga insiste que es el momento, que la terapia será mucho más eficiente. Ese momento había llegado, el semestre había concluido, por lo que debía volver para pasar el resto de las vacaciones. En el asiento delantero las manos de una niña me hicieron muecas todo el viaje, ambas intentando alcanzarnos sabiendo que llegaríamos a casas diferentes. El café que había bebido me retorcía el estómago y mis intentos por no mirar por la ventana, sacaban sonrisa tras sonrisa en el rostro de mi compañera. ¿Cómo hacerle entender? Parecía de unos cinco años y mis gestos le eran un chiste. En el fondo igual debía entenderme, o al menos eso creo, cuando fijaba su mirada en mis puños como si me extrajera algo malo de adentro. El resto del viaje la niña no volvió a mirar hacia atrás, seguro la mamá le dijo que no molestara. En el menú del avión no incluyen nada con menos de doscientas calorías. Solo brownies y galletas. Pido un agua. Intento no mirar hacia afuera, inclino el respaldo del asiento y con mis piernas recogidas me ovillo hacia el otro lado. Cierro los ojos para no intimidar a la mujer que va al medio. No puedo quitarme de la cabeza que debo decirle a mi madre que estoy enferma, pero antes de convencerme ya estoy frente a la casa mientras Clarina me recibe con los brazos de par en par. Lleva un vestido negro, la cartera es del mismo color. Algo sospeché, pero no me atreví a preguntar. Me parecía que había pasado tiempo desde la vez que Clarina me dijo que la tía Rosa estaba enferma, que no tenía plata para comprar los remedios. Mi abuela siempre la encontró buena mujer, no entendía cómo alguien tan buena, podría enfermarse de la nada. Mi madre estaba convencida de que los problemas de los otros la enfermaron, pasaba horas metida en la iglesia. A mis siete años muchas veces la acompañé. Para la misa siempre usaba una falda que le llegaba un poco antes del talón y un tomate que no servía para ocultarle las canas sueltas. Copiaba cómo la tía Rosa juntaba sus manos para rezar. Nunca me pregunté qué rezaba. La miraba fijo por si le lograba robar alguna palabra de la boca. Para Clarina, la tía Rosa fue su segunda madre, aunque mi abuela no puede saber algo así. Supe entonces, al verla en ese traje negro, que su otra madre estaba muerta. No pensé en nada más que sentarme en la mecedora del jardín hasta que los ojos se me fueron cerrando. El sol incapaz de hacerme hablar: que vomito, que se llama bulimia. Pongo en orden el vómito de las 14:00 y el de las 16:00. Antes de bajarme del avión, la mujer que iba al lado se compró un brownie, no podía dejar de mirar cómo lo comía. Se dio cuenta y me compró uno. Parecía mayor, fue incapaz de resistirse a una niña hambrienta. Aunque tengo veinte, siempre me dicen que parezco de doce. Llamó a la azafata, pagó el brownie y me lo dio mientras su sonrisa le dejaba ver los dientes sucios. Me lo comí, la psicóloga dice que debo ser más permisiva, aunque sé cómo termina cada vez que intento seguir sus indicaciones. Siempre son un peso más que un alivio. Me tomé toda el agua para que botarlo fuera más fácil, luego sucedió, como siempre sucede.

Cuando Clarina se fue al funeral, la casa quedó vacía y decidí prepararme un café. En la mesa de la cocina sigue el mismo jarrón de vidrio en el que guarda galletones de chocolate y de manzana. Cuando se acaban compra cualquier otro tipo de dulces, los más simples, del supermercado. Saco solo un galletón mientras acerco el café hasta la mesa. Finjo que no me da miedo vaciar el frasco completo, y entre un sorbo y otro la impulsividad comienza a notarse. Intento identificar qué es lo que me causa esto. Pienso en mi madre, pienso en la tía Rosa. Luego no soy capaz y todo se ve borroso. Saco otro galletón. Me digo, está bien, solo uno más. El estómago se infla, bebo del café. Al lado del hervidor veo una botella de plástico vacía, me paro para llenarla, entonces comprendo en qué acabará todo. Siento a Clarina y a la tía Rosa en mi garganta. Bebo agua mientras saco otro galletón y me lo como rápido. Mientras más agua, más fácil expulsar la comida. La sensación de tener a Clarina y a la tía Rosa en mi garganta. Luego otro más, y bebo agua. En la cocina mi madre ha puesto la copia de El Angelus que le dio su segunda madre. En él hay dos campesinos que miran hacia el suelo porque algo intentan decir: que hay un cuerpo muerto bajo la canasta de frutas como los restos de galletón en la tina y las manos que llevo hasta mi pecho, hirvientes por el agua para decirme que estará todo bien, que no volveré a vomitar.

Fernanda entra a la habitación con los ojos pegados al piso. No alza la vista hasta sentarse en el sillón. Eso le da seguridad. Me responde que no apenas le ofrezco un café. Siempre responde que no, como la mayoría de las chicas. Se frota una mano con la otra. Está nerviosa, no le agrada venir para acá. Todavía no se siente cómoda. Si algo no me gusta es iniciar preguntando «¿cómo estás?», algunos colegas concuerdan conmigo. Por la sesión de la semana pasada, intuyo que está ansiosa por su regreso a casa, así que le pregunto sobre eso.

– ¿Qué día te vas, Fernanda?

Se demora en responder, normal.

– Aquí no hay presiones, tómate tu tiempo.

Corre la vista hacia la ventana, se queda un par de minutos mirando sobre ella. Comienza a mover el pie izquierdo. La ansiedad le aumenta. Luego lo detiene de manera repentina. Espero a que me de una respuesta. Fernanda es una chica de pocas palabras, como la mayoría de las chicas que asisten a mi consulta.

– En tres semanas más –me responde.

– Quedan un par de sesiones para preparar el viaje. ¿Cómo te sientes al respecto?

Le toma más tiempo responder que el habitual.

– Está bien si no quieres hablar del tema.

– La tía Rosa se va a morir –interviene abrupta.

Recuerdo que hablamos un poco de ella. Esto es indicador que le preocupa más cómo estará su madre que cómo se sentirá con su retorno a casa.

*Presenta una obsesiva atención en su madre.

*Se siente desprotegida.

– Me comentaste en sesiones anteriores que ella es muy importante para tu mamá.

No me mira. La vista la mantiene sobre la ventana. Nos quedamos unos tres minutos sin decir nada. Le respeto su silencio, hasta que el estómago le cruje.

– ¿Cómo vas con la pauta de la nutricionista? ¿Has estado realizando las cinco comidas diarias? Sabes que si no lo has hecho es mi deber informarle que reagenden nuevamente una cita.

– Me voy en tres semanas más, y la tía Rosa se está muriendo, eso es lo que importa.

– Bien, Fernanda, entonces cuéntame cómo te hace sentir.

– Mal, ¿cómo me haría sentir ser hija de una madre muerta? –me responde. Me responde con rabia.

– Recordemos que debes dejarle cierta responsabilidad a tu madre. Confía en su capacidad. Además, la muerte de tu tía es solo un posible escenario. No ha sucedido.

– ¿Y si sucede?

– Entonces debemos pensar en cómo eso repercute en ti.

Silencio de cinco minutos. La vista sobre la ventana.

– Eso va a destruir a mi madre... –me comenta con la voz entrecortada. Se rasca la cabeza. Sube la vista hacia mí para luego desviarla hacia abajo. No suele mantener mucho tiempo el contacto visual. Sigue ansiosa. Se mira los pies. Antes de volver a hablar suspira hondamente.

– Sabes que eso me destruirá a mí, ¿verdad?

Destaco al margen unas cuantas cosas:

*Dependencia emocional hacia la madre.

*Miedo al abandono.

El aroma a café da aviso del desayuno recién hervido, los sorbos cuestan. Las preguntas de Clarina mantienen su simplicidad: ¿cómo amaneciste?, ¿dormiste bien?, mientras en la pared apoya su brazo como si no pudiese con su propio peso. Le digo que me iré a bañar. En la cocina toma el hervidor y se sirve más café. No necesito verla para deducirlo. Apenas termina vuelve a rellenar la taza porque no soporta la suciedad. En el baño, el vapor ha empañado la ventana, tras ella veo cómo se asoma una silueta. No tiene idea que mi mirada le corresponde. Seguro se pregunta, ¿lo descubrí?, entonces la respuesta sería no, no tenía nada que corroborar, la silueta sabe que vomito, pero tras la ventana lo único que hay son los trapos húmedos con los que limpia la Pati y deja secar sobre una planta. A veces me pregunto si la Pati sabe que me meto los dedos a la garganta, aunque nunca me ha hecho ningún comentario. Cuando salgo de la ducha me detengo frente al espejo. En la hora de la confrontación se triza la imagen, divido mi cuerpo en partes infladas que, tras cada exhalación, hacen un centímetro más del torso, de los brazos y de las piernas. Estamos gordas, me diría. Estoy obesa, me digo. Mi madre en la cocina se detiene y me grita que no me deje el pelo mojado, probablemente en su interior susurra: sí, se lo voy a secar yo. La situación me parece incómoda, pero Clarina insiste, forcejea mi cabello, lo sujeta como si fuese esa típica madre que aparece en los comerciales de fideos o champú, con una sonrisa de oreja a oreja, con las mejillas rosadas y los dientes blancos. Las madres miran a esas madres por la tele y desearían haber tenido una así. Se cuestionan si ellas calzan en esos cuerpos blandos. Una que otra le grita a la tele que seguro así llamamos a los niños a la mesa para que se coman las verduras. Seguro así les lavan el cabello sobre todo cuando están inquietos y el agua lo salpica todo. Seguro alguien las ayuda a limpiar. Seguro esas madres limpian con la misma sonrisa de oreja a oreja, cocinan y lavan la loza con las mejillas rosadas y la espalda erguida. Entonces mi madre me peina como si estuviésemos en un comercial de champú, pero sin la misma sonrisa, aquí ninguna pretende fingir nada. Sostiene mi cabello mientras las agujas del cepillo se incrustan como si me fueran a salir antenas. Le digo que pare, o al menos eso quisiera decirle. A Clarina nunca se le dieron bien estas tareas, seguro lo sabe, seguro se incomoda. Me jala y me jala el pelo. A mis veinte años, Clarina todavía me jala el pelo. Esas formas de acercarse me parecen absurdas, pero por algo hay que empezar. ¿Le habrá jalado así el pelo mi abuela? En esta sucesión de eventos, la neblina de la mañana ha hecho lo suyo y el cielo ya está despejado. La ventana hace que el trayecto hasta el baño sea una vertiente de recuerdos; una sensación que apesta a las náuseas de días anteriores. Ahí viene y no puedo evitarlo. Por atrás de la ventana la silueta me hace no sentir tan sola. Luego el reflujo. Vaciar la botella de agua en esta deshidratación que aumenta. Inútilmente intento tocar mi rostro cuando ansío la caricia, pero se desvanece en el espejo. Sé que en momentos así todo es un engaño, los trapos en la planta, la buena madre que me peina, la reiterada forma en que las manos me duelen y eso no significa que estoy viva.

Una de las ventajas de estar aquí, es que no tengo que cocinar, de eso se encarga la Pati. Luego no hay ventajas. Tiene la insistencia de llenar todo de aceite con sus dedos cortos. Lleva tres años trabajando en la casa. Ahí hay sudor puro, pelos erizados por el vapor de la olla, manos pegoteadas que le dejan arrugas a las servilletas. No tienes idea, Pati, lo que es sentir que una gota de aceite te rompa el cuerpo; el sebo que insiste en unir mi piel con la tuya; con las manchas aglutinadas de tus lunares. ¿Acaso no te das cuenta cómo no puedo mirarte porque no quiero que me lo transfieras por tus ojos? ¿No te das cuenta cómo evito tu sonrisa porque se te junta el borde del labio con el lunar arriba de tu boca?, ¿que no soporto el aceite en los fideos y que mi mirada te rehúye? Clarina siempre le dice que se ponga los lentes para cocinar, aunque según ella ve perfecto. Así empieza con su labor todos los días en la casa. Casi ni se ve, todo lo hace en poco tiempo. A veces creo que la Pati tiene más de dos brazos, como si debajo de su delantal verde, nos ocultara a mí y a Clarina cinco brazos más que se esconden apenas cualquiera piense en entrar a su territorio. Lo hace bien, sé que presagia a los que intentan acercarse antes de que esté listo. Esta mujer tiene un tercer ojo, aunque esté al borde de quedarse ciega. Clarina me lo ha dicho: la comida la ha ido dejando así, Fernanda, ciega, si es bien buena para el diente, pero intento no aferrarme a las opiniones de mi madre. En el caso de mi abuela, siempre nos dijo que tuviéramos cuidado, que ella le siente las uñas por debajo de sus delantales. Yo le digo abuela, nunca la has visto en persona. Mis santas no mienten, me responde sin ponerse a la defensiva, desde acá me lo confirma mi sangre. Entonces calla como si alguien más la escuchase, y así, desde su cuerpo inclinado y esa voz dura que tiene, áspera y reseca, apenas termina de vaciar sus pulmones, me hace su cómplice y lo dice: Fernandita, la sangre me hierve.

La Pati quiere que una de las dos se atragante porque ella está que revienta, diría Clarina. Y probablemente yo también diría lo mismo.

– Sabe que puede confiar en mí –me dice mientras termina de pelar las últimas papas para meterlas al horno–. Además, yo estoy tan feliz con que esté de regreso.

Algo me dice que sospecha, me ve delgada, pero ella se está quedando ciega. La Pati es peligrosa, algo de razón tiene mi abuela, no me hace tonta. Propaga con sus pelos enroscados olores cuando el agua está a punto de hervir. Puedo acostumbrarme a la presión del estómago, al hambre que soporto como señal de dignidad. Puedo acostumbrarme, sí, y sé que de a poco es más sencillo vivir con esto; vivir enferma y no por obra tuya, tú no me has contagiado no te vengas a dar ese privilegio; esta es mi enfermedad; la corona que me he ido ganando a causa de actos solemnes, de mantener mi boca limpia mientras tú vacías los estantes y lames las sobras de los platos ajenos, te devoras la suciedad, Pati, mírate. Yo puedo soportarlo todo, todo menos una cosa y no necesito que me mires así con esa cara de compasión. No cierres tus ojos como si te diera lástima, entiende que no me duele, que es solo un comentario, solo una cosa a la que no me voy a acostumbrar, y sé que sabes lo que quiero decir, sé que lo sabes porque tu frente tirita, se expande y se comprime para anunciar respuestas que intuyes gracias a tu tercer ojo. Sin él no serías nada, Pati, serías una pobre cocinera que no hace más que comer. Entonces tiendes el mantel sobre la mesa, en la cabecera la silla de Clarina vacía, nada nuevo. Los dedos cortos de la Pati son suaves. Los extiende hasta mi mano para traspasarme su calor porque sabe perfectamente a lo que no me iba a acostumbrar:

– ¿Su mamá de nuevo no va a comer, cierto?