6,99 €
¿Quién no guarda en su memoria pequeños recuerdos? A veces intrascendentes, otros de notable significado. Objetos, personas, situaciones que han llenado las primeras etapas de la vida. Historias mínimas, trabajos de aventura o actividades fundacionales. Esta obra es una mirada nostálgica y literaria que nos lleva a esas historias en las que se conjugan varias cosas imperceptibles que requieren una observación detallada en una narrativa amena y placentera. Casi poética. Esperemos que este primer libro sea la puerta de entrada al enorme mundo de las letras bien conjugadas, armoniosamente presentadas y de fructífera producción literaria.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 78
Veröffentlichungsjahr: 2022
“A Mirtha, Rocio y Rodrigo”
“A mi Parientes cercanos y lejanos”
“A mis amigos/as y en especial a Juan Carlos que se fue antes de tiempo”
La laguna mesetaria, escondida entre las lomas que rodeaban el pueblo era el lugar último en la retirada de los hermanos Chiquichano. Eran varios, sumados a sus amigos y compadres descendientes de los primitivos aborígenes.
Arribaron desde el interior chubutense donde comenzaba a sobrar gente y faltar trabajo rural. Vecinos de rancherío y pobreza en un Trelew pequeño.
Temprano se realizaban las reuniones previas, entre nuestro delegado y el de ellos, para arreglar determinadas condiciones del encuentro deportivo. Finalmente, casi nunca se respetaban.
Nos enfrentábamos en una serie de partidos de fútbol en los terrenos del ex-Ferrocarril del Chubut. Abandonado por una pésima decisión de la centralidad porteña, gran succionadora de recursos y de gente, de anular los trenes que tantas alegrías nos dieron a los habitantes del Valle.
No importaba el número de jugadores que pondríamos en la canchita, importaba cómo nos íbamos a defender al final del partido en el que, indefectiblemente con un triunfo o una derrota, terminaría a los piedrazos.
En consecuencia, era importante tener una estrategia y algunos pertrechos. Las piedras redondas pequeñas calzaban perfectamente en el cuero de las gomeras. Las chatas alentejadas que ergonómicamente se adaptaban al ser aprisionadas entre el pulgar y el índice y al lanzarse manualmente permitían un mayor alcance. Las de artillería pesada, bochas semiesféricas que entraban en el cuenco de la mano y podían ser hirientes si azarosamente lograban alcanzar a alguien dentro de una distancia moderada. Empíricamente sabíamos que las más oscuras eran más dañinas (ahora conozco las razones petrológicas) que las blancas o claritas.
A veces ganábamos y los corríamos hasta la Laguna y otras, la mayoría, nos atormentaban a toscasos y huíamos presurosos y desorganizados buscando el refugio en nuestros respectivos hogares.
Transpirados y perseguidos, escudriñábamos por encima del paredón si la batalla iba a continuar o si, en alguna tregua, armábamos otro partidito.
Cosas de chicos sin intervención de adultos, tutores, psicólogos, consejeros ni policías. Hoy casi imposible de lograr.
Cierro mis ojos y veo volar los pájaros de mi valle nativo.
Inundan con aleteos agitados la atmósfera silenciosa de la primavera que tímidamente avanza.
Las chacras escapan del reciente pasado, de grises invernales y de vidrios empañados con cristales de agua congelada.
Estrechez de álamos alineados como cortinas cortavientos.
Arboles enflaquecidos y despojados de sus hojas verdemente vivas.
Rocíos matinales convertidos en escarcha transparente.
De madrugada, los barrosos caminos valletanos, son horadados por las ruedas angostas y filosas de los carros lecheros apurados en llevar al pueblo el líquido blanquecino y saludable.
Con mis hermanos, esperamos el timbrazo decidido y repentino de don Evans, quien cotidianamente avanza presuroso sobre sus alpargatas que se han hundido en todos los barros cercanos.
Su carricoche queda detenido frente a la puerta de chapa. Con las riendas sueltas, el caballo exhala el vapor agitado y pulsante parecido a una nubecilla instantánea.
Permanece el animal atento al consabido y estridente silbido del lechero que lo lleva a moverse, arrastrando el carro, hacia la entrada del próximo vecino.
El logrero se apresura en verter el líquido en la medida justa.
La leche, recientemente ordeñada, cae en una catarata blanquecina y desordenada dentro de los recipientes que mi madre inmediatamente posa sobre las hornallas encendidas.
Completado el despacho, se retira presuroso chapoteando por la galería de entrada de la vieja casa.
Deja sus rastros telúricos a lo largo del pasaje de baldosas en damero.
Los gorriones de la parra se espantan temerosos de que la cuestión sea con ellos.
No van muy lejos. Se ocultan entre las aciculadas ramas del imponente pino erguido en el centro del patio y rápidamente retoman su matinal griterío coral.
El sachet de leche pasteurizada nos robó las emociones, tranquilizó las aves urbanas, e interrumpió el ritual de los pisos enlodados.
Tres higueras tenía mi casa paterna.
Brevas prematuras y más tarde, higos.
Eran retorcidos lugares de escalamiento.
Hojas lobuladas y extrañas que recordaban el pudor de Adán y Eva.
Picor rezagado por subir entre ellas con el torso desnudo.
Higos en almíbar caseros, preparados por las manos hábiles de una madre, que se consumían todo el año en ocasiones especiales.
Símbolo de la aridez mediterránea narrada por abuelos inmigrantes.
Cúmulos de recuerdos en árboles casi centenarios que reposan mudos en la soledad del patio ya ajeno.
Era la costumbre anual concurrir con el Batallón de Exploradores de Don Bosco a las fiestas patronales de los pueblos y ciudades cercanos a Trelew. Las visitas más esperadas, por las parroquias, eran la pequeña Camarones y la otra, indudablemente, la prolija Puerto Madryn. La organización y el traslado implicaban una logística carente de errores.
Más o menos se repetía el mismo esquema. El Batallón acudía con la banda de música y sus instrumentos de viento y percusión, incluida las secciones de comunicaciones, sanidad e ingeniería. Los integrantes cargábamos los instrumentos y las mochilas dando la apariencia de cierto adiestramiento profesional. Luego, la rutina era la de participar en la interminable y consabida Misa. Repetida en gestos, rezos y recomendaciones de pureza y castidad dirigidos a una comunidad local creyente de los milagros de su entronizado santo y a una congregación de adolescentes y niños a punto de explotar con los cambios hormonales.
Finalmente se producía la Procesión de la efigie del Patrono Protector de la localidad, donde se destacaba la banda. Sus trombones, clarinetes, redoblantes y bombos, esmeradamente lustrados, resplandecían al sol y disimulaban las desafinadas notas de algún integrante que no había ensayado lo suficiente.
Todos vestíamos uniformes verde militar. Con polainas y zapatos de cuero brillosos, britches de caballería, chaqueta cerrada al cuello y un pullover debajo para soportar el invernal frío. Birrete de lado cubriendo parcialmente la cabeza al que algunos mayores acompañaban con un engominado jopo imitando a los héroes de celuloide de las películas de guerra norteamericanas, muy en boga por aquellos tiempos.
Lo más gratificante era el “tercer tiempo”. Cuando las formalidades llegaban a su fin y se servía el chocolate, las masas, las facturas y las tortas fritas puestas, por las esmeradas damas parroquiales, sobre las mesas cubiertas de almidonados manteles. Todos se aflojaban la botonera de las chaquetas, liberaban la anudada traba de las polainas y revoleaban al aire los verdes birretes. Las chicas de la localidad se acercaban curiosas a ver esos soldaditos de carne y hueso y sonrisas juveniles.
Ella, comenzó a aproximarse, junto a otras que no brillaban igual manera. Su media melena rubia casi blanca, sus vivaces ojos azules y su sonrisa amplia y repentina, la distinguía entre todas. El flechazo cupidiano atravesó lo largo del salón indiferente a toda la feligresía.
Se impuso la cercanía antes de que terminara la fiesta y empezara el regreso en los incómodos colectivos contratados. El tiempo apura y las presentaciones se remiten a lo necesario. “¿Cómo te llamas?”, “¿Dónde vivís?”, “¿No venís por Madryn?”, “¿A cuál año vas?”, “Dame tu dirección que te escribo”, y la esperanza se selló con un beso furtivo y prometedor. A los pocos días, una carta manuscrita con caligrafía pareja y atractiva llegó a sus manos. Un suave olor perfumado en el papel revelaba intenciones urgentes.
Visitas posteriores de paseos con manos enlazadas, pedidos y ruegos. Pocos lugares que resguarden la intimidad y el regalo inesperado de una camisa de mangas largas y rayas verdes. Una modernidad imprevista en el habitual atuendo juvenil de aquellos años. Un cambio de época y un salto a la madurez y a la seducción.
Como todo amor adolescente y distante, se fue muriendo con el rápido paso del tiempo. El verano con sus acechos y distracciones fue definitivamente apagando lo que nunca ardió intensamente.
Quedó como único recuerdo aquella camisa verde. Descartada, también, por el presuroso y necesario cambio de talle.
Hace unos días hice milanesas. Con la adecuada proporción de huevos batidos, una pizca de ajo y sal, unas hojas de perejil fresco y luego rebozadas con pan rallado. Eran grandes, de nalga, me dijo el carnicero. Finalizada la tarea previa no había otra cosa que hacer, más que freírlas.
Las comimos acompañadas de sendos huevos fritos como lo hacían cuando iba a trabajar a la planta pesquera en Caleta Olivia y nos esperaban en ese pequeño boliche con milanesas o bifes “a caballo”.
Sobró una sola, que reposó unos días dentro de la heladera. Abría la puerta y la luz la iluminaba cubierta con una película que la protegía de la deshidratación y del olvido.
Finalmente anoche comí un pedazo y el solo hecho de hacerlo me encendió el recuerdo de mi madre y sus milanesas preparadas fritas y frías que nos entregaba para nuestras excursiones y campamentos en las chacras del Valle.
Montábamos temprano en nuestras bicicletas y recorríamos con entusiasmo juvenil esas seguras calles pueblerinas, de pocos autos y ardientes soles primaverales.
Creía tener una bicicleta vistosa. Verde brillante con una prolija y pequeña cartuchera porta herramientas que colgaba detrás del asiento. Cómodo éste, no como los actuales, finitos y preparados para glúteos pulposos. También tenía su inflador trabado en el tubo inferior del cuadro que llegaba hasta la corona y la cadena aceitada desde el día anterior.