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¿Se atrevería a decirle que tenía un heredero? Selena Blake no podía dejar de pensar en Alexis Constantinou. Antes de que sus expertas caricias le abrieran los ojos, no era más que una ingenua maestra. Desde entonces, soñaba todas las noches con una idílica isla del Mediterráneo y la tórrida aventura que le había robado la inocencia. Pero, del corto tiempo que habían pasado juntos, Selena conservaba un vergonzoso secreto. Y cuando, por motivos familiares, tuvo que regresar a Grecia, volvió a enfrentarse al hombre cuyas caricias la habían marcado para siempre. Al volver a ver a Alexis no pudo pasar por alto la pasión que los seguía consumiendo. Sin embargo, ¿se atrevería a contarle la verdad que había ocultado a todos?
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Seitenzahl: 193
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Sara Craven
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Marcada por sus caricias, n.º 2573 - septiembre 2017
Título original: The Innocent’s Shameful Secret
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-519-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Selena vio la carta en cuanto abrió la puerta. El sobre azul de correo aéreo destacaba sobre la estera marrón.
Se detuvo en seco al reconocer el sello griego y se le contrajo el estómago cuando apareció en su mente la imagen de altas columnas que se erguían bajo el cielo azul y la hierba oculta entre las piedras caídas a sus pies. Y el suave murmullo de una voz masculina bajo el sol, y la caricia de unas manos y unos labios, y el roce de una piel cálida y desnuda con la suya.
Ahogó un grito y soltó la bolsa de plástico que llevaba en la mano. Los limones que había en ella rodaron por el vestíbulo. Selena pensó que la carta solo podía ser de Millie. La alarma que había sentido se vio sustituida por un creciente enfado.
Casi un año de silencio. Y ahora, ¿qué? ¿Otra sarta de recriminaciones y acusaciones como la que su hermana le había lanzado en la última y desastrosa conversación telefónica que habían tenido?
«Es culpa tuya», la había acusado Millie llorando. «Tendrías que haberme ayudado, pero te has portado como una idiota descerebrada y lo has echado todo a perder para las dos. No te perdono y no quiero volver a verte».
Y le había colgado el teléfono con tanta fuerza que el ruido había parecido provenir de la habitación de al lado, no de una taberna a miles de kilómetros, en una lejana isla griega. Y Selena sabía que no hubiera podido alegar mucho en su defensa, suponiendo que su hermana hubiera estado dispuesta a escucharla, ya que, en efecto, se había portado como una idiota.
Sin embargo, había sufrido por su comportamiento de un modo que Millie no podía imaginarse, porque, desde aquella llamada, no había habido ningún intento de comunicación hasta ese momento.
Estuvo tentada de dejar la carta donde estaba, pisarla y entrar en el salón para comenzar la nueva vida en la que había estado pensando mientras volvía a su casa en autobús.
Pero la carta no se desintegraría ni se evaporaría. Y, a pesar de todo, le picaba la curiosidad.
Se agachó y la recogió, cruzó el salón y la dejó en la encimera de la cocina antes de llenar el hervidor para calentar agua.
Pensaba haberse preparado una jarra de limonada fría y tomársela en el pequeño patio para celebrar tranquilamente que iba a comenzar de cero. Sin embargo, lo que necesitaba en aquel momento era cafeína, se dijo, al tiempo que sacaba el paquete de café del armario.
Mientras el agua se calentaba, volvió al vestíbulo a recoger los limones y los puso en el frutero.
Había sido una estúpida al asustarse de aquella manera. ¿Había pensado ni por un momento que…?
«No sigas por ahí», se dijo con dureza. «Ni ahora ni nunca».
Se preparó un café y salió al patio. Se sentó en el viejo banco de madera mientras recapitulaba los sucesos de la mañana e intentaba recuperar el optimismo.
Se había quedado sola en el aula de la señorita Forbes pensando, angustiada, en qué iba a ocupar las vacaciones de verano de seis semanas sin sueldo que la esperaban, cuando entró la señorita Smithson, la directora del colegio.
–Lena, la semana pasada nos enteramos de que Megan Greig ha decidido no reincorporarse cuando acabe la baja por maternidad. Su puesto de profesora de apoyo ha pasado a ser permanente, en vez de temporal, y hemos decidido ofrecértelo –sonrió–. Has trabajado mucho y te has convertido en un miembro del equipo. Todos queremos que continúes con nosotros y esperamos que lo hagas.
–Pues claro –Selena estaba aturdida, ya que esperaba volver a estar sin trabajo y, probablemente sin casa cuando llegara la Navidad–. Me parece estupendo.
La señorita Smithson sonrió aliviada.
–Entonces, todos contentos. La semana que viene recibirás la confirmación oficial. Nos vemos el trimestre que viene.
La euforia le había durado a Selena mientras volvía a casa y hasta que había abierto la puerta.
No le apetecía que su hermana le echara otro sermón ni, la otra posibilidad a tener en cuenta, que le pidiera dinero. Si era así, Millie se llevaría una desilusión, ya que estaba sin blanca.
«Además», pensó, «tengo que considerar cuáles son mis prioridades, como, por ejemplo, buscar otro sitio para vivir donde se permita tener niños y animales».
Recordó que Millie y ella siempre habían querido tener una mascota, pero la tía Nora se había negado, probablemente porque pensaba que ya era suficiente con hacerse cargo de sus dos sobrinas huérfanas.
Con el paso de los años, Selena se había dado cuenta de que la señorita Conway había ofrecido un hogar a las hijas de su difunta hermana por sentido del deber, no porque les tuviera afecto. Y también por interés personal.
Su papel como pilar de la comunidad de Haylesford se habría resentido si se hubiera corrido la voz de que había llevado a sus sobrinas a un orfanato. Mucha gente habría pensado que la caridad comenzaba por uno mismo.
A los once años, destrozada por la muerte de sus padres, atropellados por un conductor que se había dado a la fuga, a Selena no le había importado dónde fueran a parar Millie y ella ni lo que les fuera a suceder, siempre que estuvieran juntas, a pesar de que eran totalmente diferentes, tanto en el físico como en la forma de ser.
Millie, dos años más joven que ella, era guapa, baja, llena de curvas rubia y de ojos azules. Selena era alta y muy delgada. Tenía los ojos grises y el cutis mucho más pálido que el de su hermana. Pero la diferencia más grande entre ambas residía en el cabello, ya que Selena lo tenía tan rubio que era casi blanco plateado y le caía en una melena lisa hasta media espalda.
«Un cabello como los rayos de la luna…».
El recuerdo la asaltó a traición. Seguía vivo contra su voluntad.
Nadie volvería a decírselo. Se había asegurado de ello hacía tiempo, al dejar los mechones plateados en el suelo de la peluquería de Haylesford y salir con una corta melena que le enmarcaba el rostro y le destacaba los pómulos.
«Otra diferencia entre nosotras», pensó, «es que ella se parece a mamá y yo a la familia de papá, que siempre decía que sus antepasados eran vikingos y que por eso teníamos el cabello de ese color».
Pero fuese cual fuese la razón de la renuencia de la tía Nora a acogerlas, no podía ser que no le gustaran los niños, ya que dirigía un colegio privado femenino. De todos modos, su tía las matriculó en una escuela pública, pero no les habló de los planes a largo plazo que tenía para ellas, pensó Selena con amargura.
Tomó un sorbo de café mientras se preguntaba por qué volvía sobre lo mismo una y otra vez, sobre todo cuando se había dicho que lo mejor para sobrevivir era olvidar el pasado y pensar únicamente en el futuro.
La carta de Millie seguía en la cocina. Era hora de enfrentarse a ella. Apuró el café y entró.
La única hoja de papel que había en el interior del sobre parecía haber sido arrancada de un bloc de notas.
Lena, tenemos que hablar. Es una emergencia. Llámame, por favor.
Millie había añadido el número de teléfono.
Selena estaba convencida de que sería para hablar de dinero. O tal vez se hubiera aburrido de vivir en una islita griega y quisiera volver al Reino Unido. Pero, ¿para hacer qué?, ¿para vivir dónde? Desde luego no en su casa, que era minúscula.
Millie no estaba cualificada para realizar trabajo alguno, salvo el de camarera. Y probablemente ya estuviera harta de llevarlo a cabo.
Y no era probable que su hermana creyera que la tía Nora se había puesto en contacto con ella para decirle que las había perdonado. Si era así, podía esperar sentada, ya que su tía había desaparecido para siempre de la vida de ambas.
¿Y por qué no la había llamado Millie si quería hablar con ella con tanta urgencia?
El número de teléfono que aparecía en la carta indicaba que su hermana seguía viviendo con Kostas en la taberna, llamada Amelia en su honor.
Y aunque a Selena la tentaba la idea de fingir que no había recibido la carta, Millie era su hermana, a pesar de todo, y le pedía ayuda.
–No puedo dejarla en la estacada –dijo en voz alta.
Agarró el teléfono. Contestó una voz masculina.
–¿Kostas? Soy Selena.
–Ah, has llamado –Selena percibió el alivio en su voz–. Me alegro, aunque sabía que lo harías. Le dije a mi Amelia que no se preocupara.
–¿Está Millie? ¿Puedo hablar con ella?
–Ahora no. El médico le ha dicho que descanse. Está durmiendo.
–¿El médico? ¿Está enferma? ¿Qué le pasa? ¿Es grave?
–No te lo puedo decir. Es cosa de mujeres, y está asustada. Se siente muy sola. Mi madre está aquí, claro, pero… No es fácil, ya sabes.
«Seguro», pensó Selena, al recordar a Anna Papoulis, de eterno luto por su difunto marido y con una perenne expresión de amargura en el rostro porque su hijo se había casado con una extranjera.
Pero el matrimonio había perdurado, lo cual era un alivio.
–Quiere estar contigo –prosiguió Kostas–. No deja de repetirlo y de llorar. Si vienes y estás con ella durante un tiempo, se pondrá mejor enseguida, lo sé. He preparado una habitación para ti, con la esperanza de que lo hagas.
Selena se quedó muda de la sorpresa.
«¿En serio cree que voy a volver a Rimnos? ¿Después de lo que pasó? Debe de haber perdido el juicio».
–No, es imposible –dijo por fin–. Me necesitan aquí.
–Pero las cosas han cambiado –insistió él–. La gente se ha marchado. La isla ha cambiado. Estarás a salvo con nosotros.
«Creí estar a salvo y que Millie era la que corría peligro. Pero fue a mí a quien traicionaron. Aún tengo las cicatrices».
–Y mi Amelia está deseando verte y estar contigo. Y yo no soportaría que la decepcionaras.
Así había comenzado todo, porque no había que decepcionar a Millie. Porque dos de sus compañeras de clase, Daisy y Fiona, se iban de vacaciones a Grecia por primera vez sin sus padres y le pidieron que las acompañara. La tía Nora se había negado en redondo a darle permiso porque solo tenía diecisiete años.
Sin embargo, la señora Raymond, la madre de Daisy, de quien había partido la idea del viaje, le dijo a su tía que había que conceder a las chicas cierta independencia y demostrarles que confiaban en ellas, ya que, al año siguiente, se marcharían para ir a la universidad.
Al oírla, Selena había pensado que tal vez lo hicieran Daisy y Fiona, pero que Millie solo lo conseguiría si se ponía a estudiar en serio.
La señora Raymond había añadido que Rimnos era una isla pequeña y tranquila en la que no había discotecas, que el hotel era un negocio familiar que tenía buena reputación, que las chicas estaban deseando que Millie las acompañara y que esta se sentiría muy decepcionada si no lo hacía.
Aunque de mala gana, la tía Nora acabó accediendo. Selena se encogió de hombros pensando que no era asunto suyo. No sabía lo equivocada que estaba porque, de repente, puso su vida patas arriba.
Kostas volvió a hablar.
–Si el coste es un problema, te pagaré gustosamente el billete a Mikonos y el viaje en el ferry hasta Rimnos. Te pido que vengas por Amelia. Está deseando verte.
–No es la impresión que me dio la última vez que hablé con ella por teléfono –dijo Selena en tono seco.
–En todas las familias se dicen cosas, cuando se está enfadado, que luego se lamentan. Apelo a tu compasión por tu hermana enferma.
Dicho así, Selena se dio cuenta de que no podía negarse. Sin embargo, se sentía intranquila, a pesar de que Kostas le había dicho que las cosas habían cambiado.
«Pero yo no», pensó. «Ahora lo sé. Y no lo haré hasta que reúna el valor para enfrentarme a mis demonios. Tal vez haya llegado el momento».
–Muy bien, Kostas –dijo lanzando un doloroso suspiro–. Saldré en el primer vuelo que encuentre, que me pagaré yo misma. Gracias, de todos modos. Te llamaré cuando sepa algo. Y dile de mi parte a Millie que espero que se recupere.
Empleó el resto del día haciendo tareas domésticas al tiempo que intentaba no prestar atención a la vocecita en su interior que le decía que no había aprendido nada de los errores pasados y que volvía a comportarse como una idiota, porque sabía que era muy improbable que Millie hubiera hecho lo mismo por ella si la situación hubiera sido la opuesta.
«Pero ella podría seguir viviendo como si tal cosa, mientras que a mí me sería imposible, sobre todo si su enfermedad se agrava».
Y, en ese caso, ¿qué atención médica podría recibir en un lugar tan pequeño?
«Si tiene que volverse a Inglaterra conmigo, tendré que arreglármelas y buscar una casa más grande para vivir».
Decidió acostarse pronto debido a todo lo que debía hacer al día siguiente y, también, con la esperanza de acallar temporalmente la vocecita interior.
Mientras se desnudaba fue elaborando una lista mental de lo que tendría que llevarse a Rimnos teniendo en cuenta el calor que hacía allí en verano.
Mientras agarraba el camisón se miró al espejo preguntándose si los acontecimientos del año anterior la habrían cambiado de forma significativa. Pero, aparte del corte de pelo, no observó ningún otro cambio reseñable. Sus senos seguían erguidos y redondos, su cintura estrecha, el estómago liso y las caderas suavemente curvadas.
«Parece que estoy sin estrenar», se dijo con ironía. Y la risa se le transformó en un sollozo.
Pasó una mala noche y, cuando sonó el despertador, estuvo tentada de apagarlo, taparse con las sábanas y quedarse donde estaba.
Era la salida de los cobardes, pensó, mientras se levantaba y se dirigía a la ducha.
Primero fue a la agencia inmobiliaria para hacerles saber sus requisitos para la nueva vivienda y, después, a comprarse varios pantalones cortos de algodón, camisetas y un bañador.
Como no sabía cuánto tiempo se quedaría ni si volvería sola, reservó un vuelo solo de ida en la agencia de viajes y compró euros, que tendría que gastarse con cuidado, ya que no disponía de fondos para comprar más.
Pero aún tenía pendiente la tarea más difícil, pensó al volver a salir a la calle, que la sometería a más presión. Sin embargo, esa vez, tenía una respuesta positiva que ofrecer, un plan de futuro factible.
En la calle, oyó que la llamaban. Era Janet Forbes, la profesora a la que ayudaba en la escuela, que se acercaba a ella sonriente.
–Me alegro de verte. Quería llamarte para charlar contigo. ¿Tomamos un café o tienes prisa?
–No, me parece estupendo.
Fueron a un café con terraza que daba al río. Sus orillas estaban llenas de gente que tomaba el sol, consumía helados y daba de comer a los patos.
–Quería decirte que estoy encantada de que sigamos trabajando juntas el próximo curso –dijo Janet mientras ambas tomaban un café sentadas bajo una sombrilla–. Megan es buena chica y muy seria, pero me daba la impresión de que el trabajo era para ella una forma de pasar el tiempo, mientras que tú…
Hizo una pausa.
–¿Nunca te has planteado sacarte el título de maestra? Creo que tienes cualidades. No es que quiera que dejes de trabajar conmigo. Ni se te ocurra pensarlo.
Selena estaba dispuesta a afirmar que estaba contenta con su suerte. Pero, cuál no sería su sorpresa cuando se oyó decir:
–Comencé a estudiar, pero no pasé del segundo año –se obligó a sonreír–. Por problemas familiares.
–¡Qué lástima! Siempre puedes retomar los estudios. Nunca es tarde para volver a comenzar.
–Tal vez algún día. Me encantaría, pero, en estos momentos, tengo otras prioridades.
–Pues piénsatelo para el futuro –la señorita Forbes se levantó–. Detesto que el talento se desperdicie. Tal vez cuando tus problemas familiares se hayan solucionado.
Mientras la veía alejarse, Selena pensó: «No te imaginas cuáles son. Y no puedo contarle ni a ti ni a nadie lo que pasó hace dos años».
«Ni que sigo luchando con las consecuencias».
Selena pensó que debiera marcharse del café y volver a la tienda a comprarse más ropa, pero tendría que contentarse con lo mínimo, ya que era lo único que se podía permitir.
El hecho de estar acostumbrada a vivir con poco la ayudaría si su vida cambiaba en la dirección que esperaba.
No «si su vida cambiaba», sino cuando su vida cambiara.
Para celebrarlo, pidió otro café con hielo.
Era curioso que, mientras ella se había dedicado a observar con atención a Janet Forbes y a admirar su forma de dar clase, su paciencia y su habilidad para motivar a los niños, esta la hubiese estado observando y hubiera decidido animarla a que estudiara.
Selena tenía dieciséis años y estaba encantada con sus notas cuando la tía Nora dejó caer la bomba: pagaría sus gastos en la universidad, y los de Millie si acababa yendo, con la condición de que ambas dieran clase en, Meade House, su escuela privada, cuando acabaran los estudios.
En caso contrario, Selena podía olvidarse de ir a la universidad. Tendría que dejar el instituto y ponerse a trabajar.
–Tengo que saldar las últimas deudas de tus padres y compensar los gastos que he tenido en vuestra educación –dijo su tía con frialdad–. Espero que tanto Amelia como tú me los devolváis.
Hizo una pausa para dejar que lo asimilara y añadió:
–No pongas esa cara, porque no te he condenado a muerte. En Meade House, tu hermana y tú tendréis garantizadas casa, carrera y seguridad. No te vendría mal mostrarte un poco agradecida.
Selena se había preguntado qué cara pensaba su tía que iba a poner cuando todos sus sueños y planes de marcharse de Haylesford y valerse por sí misma se habían evaporado.
Estuvo tentada de mandar todo al infierno y arriesgarse, pero sabía que no podía tomar decisiones que afectaran el futuro de Millie, que entonces tenía catorce años. Sería injusto.
Una vez que hubo aceptado, el estricto régimen de la tía Nora se relajó, lo que, al final, se tradujo en el permiso que dio a Millie, años después, para irse de vacaciones con sus amigas.
Selena había encontrado trabajo durante las vacaciones de verano en un café, donde no estuvo mucho tiempo porque su tía se resbaló en el jardín, un lluvioso día de julio, se cayó y se rompió una pierna.
La tía Nora la recibió en el hospital con gesto agrio.
–No me dejarán volver a casa hasta que no aprenda a usar las muletas. Pero, incluso con ellas, necesitaré ayuda. Y Amelia se marcha a Grecia dentro de diez días.
«¡Qué suerte tiene Millie!», pensó Selena.
Su tía era todo menos paciente y la tuvo de un lado para otro desde por la mañana hasta por la noche, con la ayuda de una campanilla que tenía en la mesilla.
Además, Millie cambiaba continuamente de opinión sobre lo que meter en la maleta, por lo que había pedido que la dejaran usar la lavadora y la tabla de planchar de forma exclusiva, lo cual fue un nuevo motivo de queja para la tía Nora.
Selena se sintió aliviada cuando la señora Raymond llegó con Daisy y Fiona para llevarlas al aeropuerto.
–El doctor Bishop dice que necesitaré sesiones de fisioterapia cuando me quite la escayola –le anunció su tía a la semana siguiente–. Me ha dado una lista de fisioterapeutas que atienden a domicilio.
–¿No pueden dártelas en la Seguridad Social?
–No de la forma que necesito –dijo su tía–. El doctor Bishop afirma que la fractura ha sido tan grave que probablemente tendré que volver a aprender a andar.
Selena pensó que el doctor Bishop decía a su tía lo que quería oír. Esperaba que el fisioterapeuta fuera más sensato.
Millie, salvo una postal en la que decía que Rimnos era estupenda, no había vuelto a dar señales de vida.
La tarde en que las chicas volvían, ella tuvo que ir al centro a pedir prestados en la biblioteca unos libros para su tía. Cuando volvió, esperaba que Millie hubiera llegado, pero el equipaje no estaba en el vestíbulo.
Pensó que el vuelo se habría retrasado. Oyó que su tía la llamaba a gritos. Parecía enfadada. La encontró sentada en la cama, con las mejillas arreboladas.
A Selena la asaltó el terrible recuerdo del accidente de sus padres, y el estómago se le contrajo de miedo.
–¿Ha… ha pasado algo?
–Pues sí –respondió su tía temblando de furia–. Parece que tu hermana se ha liado con un gamberro de esa isla y ha decidido quedarse. No puedo hacer nada al respecto, así que tendrás que irte y traerla de vuelta antes de que el mal sea irreparable.
Selena se dejó caer en la silla más cercana. Era típico que su tía contemplara la situación en términos de la vergüenza que le supondría personalmente en vez de pensar en el peligro que suponía para Millie y su futuro.
–¿Quién es ese hombre? ¿Lo conocen Daisy y Fiona?
–Es el barman del hotel Olympia, que es donde se alojan. Se llama Kostas –la tía Nora pronunció su nombre con disgusto al tiempo que le tendía un papel que había arrugado con la mano–. Tu hermana nos manda esta nota. La señora Raymond ha sido incapaz de mirarme a los ojos. Toda la culpa es suya por, en primer lugar, permitir ese viaje y por insistirme en que dejara ir a Amelia. Pero eso, desde luego, no le impedirá contar a toda la ciudad lo ocurrido. Seguro que ya ha empezado.
Selena leyó la nota con el ceño fruncido. Millie se limitaba a decir que no iba a volver a Inglaterra porque quería a Kostas y se iba a quedar con él.