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Era una tentación peligrosa, pero irresistible... Para evitar que su corazón quedara hecho pedazos en manos de Darius Maynard, la empleada de hogar Chloe Benson había abandonado su amado pueblo. Al regresar a casa años después, aquellos pícaros ojos verdes y comentarios burlones todavía la enfurecían... ¡y excitaban! Darius sintió una enorme presión al verse convertido repentinamente en heredero. Sin embargo, siempre había sido la oveja negra de la familia Maynard. Y no tenía intención de cambiar algunos de sus hábitos, como el de disfrutar de las mujeres hermosas.
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Sara Craven. Todos los derechos reservados.
EL FINAL DE LA INOCENCIA, N.º 2147 - abril 2012
Título original: The End of Her Innocence
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0024-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
PERO cuento contigo, Chloe –protestó la señora Armstrong, perpleja–. Creí que lo sabías. Además, piénsalo bien: todo un verano en el sur de Francia. Nosotros estaremos fuera mucho tiempo, por lo que tendrás la villa para ti sola. ¿No te resulta tentador?
–Por supuesto –reconoció Chloe Benson–. Pero como le dije al presentar mi dimisión, señora, tengo otros planes.
«Y continuar en el servicio doméstico, por muy lucrativo que pueda resultar, no forma parte de ellos», pensó. «Buen intento, querida Dilys, pero no, gracias».
–Estoy muy decepcionada –le advirtió la mujer con irritación–. No sé qué dirá mi marido.
«Dirá “Mala suerte, lo mismo de siempre”, y volverá a sumirse en su Financial Times, como suele hacer», pensó Chloe, conteniendo una sonrisa.
–Si se trata de una cuestión de dinero, de que tienes una oferta mejor, estoy segura de que podríamos llegar a un acuerdo.
«Nada de eso. Es el amor y no el dinero lo que me impulsa a irme de aquí», quiso aclararle.
Se recreó un momento pensando en Ian: en su figura alta y corpulenta, su cabello rizado y sus ojos azules y sonrientes; imaginando el momento en que se dejaría caer en sus brazos y le diría: «He vuelto a casa, cariño, y esta vez para siempre. Decide un día para la boda y allí estaré».
Sacudió la cabeza.
–No se trata de eso, señora. Simplemente, he decidido encaminar mi carrera en una nueva dirección.
–Qué desperdicio, cuando eres tan buena en lo tuyo.
¿Qué talento se requería para decir: «Sí, señora. Muy bien, señora»?, se preguntó Chloe, irritada. O para coordinar una casa con todas las comodidades imaginables y algunas más. O para asegurarse de que el resto del personal desempeñaba su trabajo con eficacia.
Independientemente de lo que ocurriera en la City, el multimillonario Hugo Armstrong quería una existencia sin problemas en Colestone Manor, su casa de campo. Le aburrían las cuestiones domésticas cotidianas, deseaba que cualquier problema se resolviera rápida y discretamente, que se pagaran las facturas y sus invitados se sintieran atendidos como en un hotel de lujo. Quería la perfección con el mínimo esfuerzo por su parte. Y, mientras Chloe había sido el ama de llaves, se había asegurado de proporcionársela.
Sabía que era joven para el puesto, y había tenido que demostrar muchas cosas. Afortunadamente, sus referencias la describían como inteligente, enérgica, buena gestora y con capacidad de trabajo.
Las responsabilidades del puesto eran múltiples y las jornadas de trabajo largas, pero su apabullante salario compensaba de sobra los inconvenientes.
Eso sí, no se esperaba que ella tuviera vida propia. Navidad y Pascua, por ejemplo, eran momentos de máxima actividad en la mansión. Tampoco había podido asistir al trigésimo aniversario de boda de tío Hal y tía Libby porque los Armstrong habían decidido dar una fiesta en su casa el mismo fin de semana. Ese mes, su salario había recibido un extra considerable, pero eso no había compensado el haberse perdido una ocasión tan especial con sus seres queridos, la única familia que conocía. Todavía se sentía culpable al respecto.
Pero desde el principio había sabido que el trabajo exigía dedicación completa. Afortunadamente, ya quedaba poco para su anunciada dimisión: solo una semana más. Nadie era indispensable, se dijo mientras regresaba a su habitación. Su agencia enviaría una sustituta rápidamente que pronto se haría cargo de la gestión de la casa, así que no los dejaba en la estacada. Además, en su despacho había un ordenador actualizado regularmente con detalles de los proveedores que surtían a la mansión, las preferencias de la familia y un completo registro de las comidas servidas a los invitados en los últimos seis meses y las habitaciones que habían utilizado. Su sucesora disfrutaría de un relevo fácil y cómodo.
Eso sí, echaría de menos su apartamento, admitió cerrando la puerta tras ella y mirando alrededor. Aunque pequeño, tenía de todo y además lujoso, incluida una cama extragrande dominando el dormitorio. Se le haría raro volver a dormir en su modesta habitación, con tía Libby poniéndole la bolsa de agua caliente aunque no la necesitara y asomándose a darle las buenas noches.
No sería por mucho tiempo. Tal vez Ian querría que se fuera a vivir con él antes de la boda, pensó con placer. De ser así, accedería sin dudarlo. Ya era hora de que tanto cortejo fuera recompensado. De hecho, ¿cómo había logrado contenerse hasta entonces? Se sentía parte de una especie en extinción, virgen todavía a los veinticinco años. Aunque se había mantenido así por decisión propia: su piel suave, ojos almendrados y boca carnosa atraían la atención masculina desde que era adolescente.
Ella tenía dieciséis años cuando Ian había llegado a The Grange, la finca y clínica veterinaria de tío Hal, para hacer las prácticas de su carrera. Desde el primer momento, ella había sabido que estaban hechos el uno para el otro.
Nada más graduarse, él había regresado a trabajar allí, y ya era socio.
Pronto sería su marido, se dijo sonriendo para sí. Él había esperado a que terminara su carrera de Periodismo para proponerle matrimonio, pero ella lo había pospuesto porque quería disfrutar de su recién alcanzada libertad. Quería escribir en revistas pero, al no encontrar empleo, de manera temporal había ingresado en una agencia de servicio doméstico, dado que contaba con la experiencia de tía Libby. Trabajaba por la mañana temprano y se labró una reputación de ser rápida, eficaz y alguien en quien se podía confiar.
Cuando la habían apodado «Chloe la limpiadora», se había reído.
–Un trabajo honesto a cambio de un salario honesto –había contestado.
Algo en lo que siempre había creído.
A Ian no le había hecho gracia que se fuera a trabajar a Colestone Manor.
–Está muy lejos de aquí –había protestado–. Creí que ibas a buscarte algo por la zona y por fin íbamos a poder pasar tiempo juntos.
–Y eso haremos –le había asegurado ella–. Pero es una oportunidad de ganar mucho dinero.
–Mi sueldo no es precisamente bajo –había replicado él, tenso–. No vivirías en penuria.
–Lo sé –había contestado ella, y lo había besado–. Pero ¿tienes idea de lo que cuesta una boda, por pequeña que sea? Tío Hal y tía Libby han hecho mucho por mí toda mi vida. Este gasto puedo ahorrárselo. Además, el tiempo pasa volando. Ya lo verás.
Solo que no había sido así. A veces, Chloe dudaba de si habría aceptado el trabajo de saber que era tan absorbente; los Armstrong esperaban que ella estuviera disponible en todo momento.
Durante el último año, la comunicación con su familia y con Ian había sido casi siempre a través de notas rápidas y llamadas de teléfono. No la mejor manera, desde luego.
Pero todo aquello quedaba atrás; ya podía concentrarse en el futuro y convertirse en la sobrina y la prometida perfectas.
Gracias a sus ahorros, no tendría que ponerse a buscar trabajo inmediatamente. Podía tomarse el tiempo de encontrar lo que buscaba y quedarse un par de años hasta que decidieran empezar una familia. «Todo va a salir a la perfección», se dijo y suspiró feliz.
Estaba terminando de prepararse un café cuando llamaron a su puerta y Tanya, la niñera de los gemelos de los Armstrong, asomó la cabeza.
–Los rumores no hablan de otra cosa –anunció–. Dime que no son ciertos, que al final no te marchas.
–Sí que me voy –respondió Chloe con una sonrisa, sacando una segunda taza.
–Es una tragedia –se lamentó Tanya, derrumbándose sobre una silla–. ¿A quién acudiré cuando esos mocosos mimados me vuelvan loca?
–¿Qué has hecho con ellos, por cierto, atarlos a las sillas de la guardería?
–Dilys se los ha llevado a un tea party solo para madres –contestó Tanya sombría–. Le deseo suerte.
–Yo compadezco a la anfitriona –replicó Chloe, sirviendo el café.
–Compadéceme a mí. Seré la que tenga que aguantar a los niños en el sur de Francia mientras Dilys y Hugo se dan la gran vida de mansión en mansión y de yate en yate –dijo la joven–. Lo único que me animaba era saber que tú también estarías allí. Estaba segura de que ella iba a convencerte de que no te marcharas.
–Desde luego que lo ha intentado –le informó Chloe alegremente, ofreciéndole una de las tazas–. Pero sin éxito. Me voy a vivir mi vida.
–¿Tienes otro empleo en perspectiva?
–No exactamente –respondió Chloe–. Voy a casarme.
–¿Con el veterinario del que hablaste, el de tu pueblo? No sabía que estabas comprometida.
–Aún no es oficial. Cuando me lo pidió hace tiempo, yo no estaba preparada, pero ahora lo de asentarme me parece una gran opción –afirmó, sonriendo.
–¿Y no te aburrirás de la vida en el pueblo después de todo este lujo y glamour?
Chloe negó con la cabeza.
–Nunca me lo he creído demasiado, igual que tú. Conozco mis prioridades, y este empleo solo ha sido un medio para alcanzar un fin. Aparte de cortarme el pelo cada mes y de salir al cine contigo las pocas veces que teníamos día libre, apenas he gastado nada. Así que tengo una buena cantidad de dinero en el banco –comentó, y sonrió ampliamente–. Suficiente para pagar una boda y para ayudar a Ian a reformar su casa, que lo necesita. Juntos, podemos hacer maravillas.
Tanya enarcó las cejas.
–¿Comparte él ese punto de vista?
Chloe suspiró.
–Ian cree que lo único que necesita una cocina son los fuegos, el fregadero y una nevera de segunda mano. También, que una bañera oxidada es una valiosa antigüedad. Pretendo educarlo.
–Buena suerte –le deseó su amiga con ironía, elevando su taza–. Tal vez haya renovado la cocina en honor a tu regreso, ¿no lo has pensado?
–Todavía no sabe que vuelvo. Quiero sorprenderlo.
–¡En Navidad! Debes de estar muy segura de él…
–De él y de mí –le aseguró Chloe, y suspiró–. Estoy deseando regresar a Willowford. Lo he echado mucho de menos.
–Debe de ser un lugar fabuloso para que lo cambies por la Riviera. ¿Qué tiene de tan especial?
–No es un pueblo particularmente bonito. Aunque el ayuntamiento se considera bastante espléndido, es de estilo jacobino.
–¿Y tiene al típico galán que se atusa el bigote antes de perseguir a las doncellas del pueblo?
Chloe sonrió.
–No creo que ese sea el estilo de sir Gregory –contestó tras una pausa–. Incluso aunque su artritis se lo permitiera.
–¿Está casado? ¿Tiene hijos?
–Es viudo y con dos hijos.
–El heredero y el segundón. Qué convencional.
–En realidad, no, porque ya no cuentan con el segundón. Hace algunos años hubo un gran escándalo y se convirtió en persona non grata.
–Eso me gusta más. ¿Qué sucedió?
Chloe desvió la mirada.
–Tuvo una aventura con la esposa de su hermano –respondió por fin–. Rompió el matrimonio. Fue todo muy sórdido. Tanto, que su padre lo expulsó.
–¿Y qué ocurrió con la mujer?
–También se marchó.
–Entonces, ¿están juntos? ¿Ella y… cómo se llama él?
–Darius –respondió Chloe–. Dudo de que alguien sepa dónde está o qué fue de él. O que le importe a alguien.
Tanya contuvo el aliento.
–El lugar es una clara mezcla de pasión y deseo ilícito. Ya entiendo por qué quieres volver allí. Además, el heredero necesitará otra esposa –dijo, guiñándole un ojo–. Tal vez podrías lograr algo mejor que un veterinario rural.
–Ni hablar –aseguró Chloe, apurando su taza–. ¿Sabes?, algunas personas consideraban a Andrew Maynard un estirado y no culparon a Penny, enormemente hermosa, por buscarse otra cosa. Pero Darius ya tenía mala fama, así que nadie se imaginó que él resultaría el elegido.
–¿Qué tipo de mala fama? –inquirió la joven, con ojos brillantes.
–Ser expulsado del colegio. Beber, apostar, mezclarse con lo peor del pueblo. Asistir a fiestas de las cuales la gente solo habla en susurros… –enumeró Chloe, y se encogió de hombros–. Además de rumores de que estaba metido en cosas aún peores, como peleas ilegales de perros. Nadie lamentó que se marchara, créeme.
–Todo eso le vuelve mucho más interesante que su hermano –afirmó Tanya.
Terminó su café y se puso en pie.
–Será mejor que me ponga en marcha. Quiero aprovechar que los pequeños monstruos están fuera para fumigar los armarios de los juguetes.
¿Por qué le había contado a Tanya todo aquello acerca de los Maynard?, se preguntó Chloe, una vez a solas. Habían transcurrido siete años desde entonces, debería haberlo olvidado.
De pronto, acudió a su mente un rostro masculino bronceado y arrogante, de pómulos marcados y boca grande y sensual. Bajo el cabello rubio asomaban unos atractivos ojos verdes que miraban al mundo con desdén, como desafiándolo a que le juzgara. Cosa que había sucedido, comenzando por su padre. Había sido condenado culpable, el adúltero que había traicionado a su hermano, y sentenciado al exilio. Aunque eso no debía de haber resultado muy duro para él, que siempre había sido inquieto. Willowford era demasiado aburrido para él.
«Sin embargo, para mí es perfecto», se dijo Chloe. «Un pueblo pequeño y decente con buenas personas. Un lugar donde echar raíces y criar a la nueva generación. Me proveyó de un hogar amoroso cuando era pequeña, y me ha dado a Ian. Es seguridad».
Sir Gregory había contribuido a ello. Hombre alto e imponente, pero sólido como una roca. El pilar de su comunidad. Andrew Maynard también era así, un apasionado del aire libre y la escalada, de un guapo más convencional que su hermano, cortés y algo distante. Un eslabón más en la línea sucesoria.
–Menos mal que no hay niños que vayan a sufrir –había dicho tía Libby cuando se destapó el escándalo.
Pero Darius siempre había sido diferente: el bromista de la pandilla, el recuerdo de tiempos locos con su sonrisa burlona y su voz ronca.
–Cielo santo, la pequeña Chloe ha crecido por fin. ¿Quién lo habría dicho?
De pronto, se dio cuenta de que estaba agarrándose tan fuerte al fregadero que le dolían los dedos, y se soltó con un grito ahogado.
Los recuerdos eran peligrosos. Sería mejor no remover las aguas por si luego no volvían a asentarse.
«Contrólate», se ordenó con impaciencia mientras regresaba al salón.
Aquello había sucedido mucho tiempo atrás, y debería quedarse en el pasado, a donde pertenecía. Si no olvidado, al menos ignorado, como si sir Gregory solo hubiera tenido un hijo. Como si ese hijo nunca se hubiera casado con la honorable Penelope Hatton y la hubiera llevado a The Hall para tentar y que ella a su vez fuera lamentablemente tentada.
«Ella me pareció lo más bonito que había visto nunca. A todos nos lo pareció. Creo que incluso la envidié. Pero ahora todo ha cambiado. Es a mí a quien le espera un futuro feliz con el hombre al que amo. Tal vez ella me envidiaría ahora», se dijo.
Cuando había salido de Colestone Manor llovía, pero ya había parado y un tímido sol comenzaba a hacer su aparición. «Buena señal», pensó Chloe feliz, encendiendo la radio y tarareando mientras conducía.
Para su sorpresa, había lamentado dejar la mansión. Después de todo, había sido el centro de su vida en el último año. Además, por egocéntricos e indolentes que resultaran, los Armstrong habían sido jefes generosos de la única forma que sabían, y además le gustaba el resto del personal. Les había agradecido con lágrimas en los ojos su regalo de despedida, un hermoso reloj para la repisa de la chimenea.
–Y en cuanto a ti –le había dicho a Tanya mientras la abrazaba–, voy a necesitar una dama de honor.
–Será un placer –había contestado la joven–. A menos que antes me detengan por estrangular a los gemelos.
Se detuvo a comer en un bar de carretera a falta de dos horas de alcanzar su destino. Mientras bebía una segunda taza de café, sacó su teléfono móvil del bolso.
La tarde anterior había llamado a tía Libby para anunciarle la hora de llegada prevista y, aunque su tía había estado tan cálida como siempre, ella había detectado algo detrás de sus palabras de bienvenida. Al preguntarle si todo iba bien, tía Libby había dudado.
–¿Has hablado con Ian? ¿Le has contado que regresas a casa, y que esta vez es para quedarte?
–Ya te lo he dicho, quiero sorprenderlo.
–Lo sé, cariño, pero no puedo evitar pensar que un cambio tan radical de vida, y que le concierne tanto a él, requiere de un aviso previo.
–No a menos que él esté enfermo del corazón y creas que el shock podría matarlo –bromeó Chloe–. ¿Es eso?
–Dios no lo quiera –se apresuró a responder su tía–. La última vez que le vi, parecía fuerte como un toro. Pero las fiestas sorpresa son horribles, siempre se divierten más los organizadores que los homenajeados. Es una opinión, cariño.
Tal vez tenía razón, decidió Chloe, y marcó el número de Ian. Saltó el contestador automáticamente, señal de que estaría trabajando. Dejó un mensaje y llamó a su casa, donde dejó otro mensaje.
«Ahora ya está avisado, tía Libby», pensó, y sonrió imaginando su sonrisa cuando la viera, su cálido abrazo, sus besos. Merecía la pena esperar. «Ahora que he regresado, no volveré a marcharme».
Le quedaban seis kilómetros para llegar cuando el aviso de falta de combustible se encendió. Quince minutos antes marcaba el depósito lleno. Chloe arrugó la nariz, preguntándose cuál sería la lectura correcta.
«Recordatorio: llevar el coche al taller de Tom Sawley a que lo mire. Sobre todo, antes de la próxima inspección técnica».
Afortunadamente, un poco más adelante vio una gasolinera.
Los tres surtidores estaban ocupados, así que se colocó en la fila más corta y se bajó del coche para estirarse un poco.
Entonces lo vio, aparcado junto a la pared, con una matrícula tan familiar como la suya propia.
«¡El todoterreno de Ian!», pensó feliz. Aún mejor: el capó estaba abierto, y él trabajando en el motor, con los vaqueros moldeando sus largas piernas.
Chloe creyó que advertiría su presencia y se daría la vuelta, pero estaba demasiado concentrado en su labor. Se acercó a él con una sonrisa traviesa, le acarició los glúteos y deslizó una mano entre sus muslos.
Él gritó y dio un respingo, golpeándose la cabeza contra el capó. Entonces, ella se echó hacia atrás ahogando un grito y deseó que se la tragara la tierra. Muda de horror, vio que el hombre se giraba, con su rubio cabello despeinado, y la fulminaba con sus ojos verdes.
–¿A qué demonios cree que juega? –preguntó Darius Maynard, furioso–. ¿O es que se ha vuelto loca?
CHLOE dio otro paso atrás, abochornada.
«Que todo esto no sea más que una pesadilla», deseó, desesperada.
–¿Qué hace con el jeep de Ian? –preguntó cuando recuperó el habla.
–Es mío desde hace dos meses. Cartwright me lo vendió para comprarse un modelo nuevo.
–¿Lleva aquí dos meses?
–Más de seis, de hecho –respondió él secamente–. Si es que eso le importa, señorita Benson.
Ella se sonrojó aún más, si eso era posible.
–No lo sabía.
¿No se suponía que él se había desvanecido para siempre? ¿Cómo había sanado una herida tan profunda? Sir Gregory no era de los que acogían al hijo pródigo. ¿Y cómo se sentiría Andrew, el esposo traicionado?
Y, por encima de todo, ¿por qué nadie se lo había mencionado?
–¿Cómo iba usted a saberlo? –dijo él, y se encogió de hombros con indiferencia–. No ha estado por aquí para enterarse de las primicias.
–Estaba trabajando.
–Igual que hace la mayoría de la gente –replicó él–. ¿O se cree especial?
«No voy a entrar en su juego», se dijo Chloe, tragándose la impetuosa respuesta que le surgió. «Tiene razón. Por más que me haya impactado, su regreso no es asunto mío. Debo recordarlo».
–En absoluto –respondió, y miró su reloj–. Tengo que irme. Le pido disculpas por lo que acaba de suceder. Ha sido un error.
–Eso espero –replicó él–. Después de todo, usted y yo no teníamos una relación tan íntima como para tocarnos el trasero, ¿cierto, señorita Benson? No sabía que sí tenía ese tipo de relación con Cartwright.
–Claramente, usted también tiene que ponerse al día –dijo ella, y se giró–. Adiós, señor Maynard.
Se subió al coche, encendió el motor y dirigió el coche hacia Willowford.
«Estoy temblando como una hoja, lo cual es una ridiculez», se reprendió. «Sí, he quedado como una tonta, pero si hubiera sido otro, me habría ayudado a quitarle importancia a la situación, no a empeorarla. De todas las personas a las que no quiero volver a ver, él encabeza la lista. Ojalá pudiera ignorarle, pero siendo tan pequeña esta comunidad, es imposible. Por otro lado, puede que su regreso sea algo temporal… Eso espero».
Afortunadamente, estaría demasiado ocupada planeando su boda y su vida con Ian como para preocuparse por lo que hacían sus vecinos.
Había recorrido poco más de un kilómetro, cuando el coche se detuvo irremediablemente. Maldiciendo en voz baja, Chloe lo arrimó al arcén. Solo había pensado en escapar de la gasolinera, y aquel era el resultado. Algo más de lo que culpar a Darius Maynard, pensó furiosa.