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En Proust siempre hay sol, hay luz, hay matices, hay sentido estético, hay alegría de vivir. Jorge Luis Borges Más de veinte años antes de empezar a publicar En busca del tiempo perdido, Marcel Proust daba sus primeros pasos como escritor. Su colaboración con la revista Le Mensuel, entre noviembre de 1890 y septiembre de 1891, constituía hasta 2012 un aspecto inexplorado de su trayectoria literaria. En ese año se publicaron en Francia, por primera vez, los once textos publicados allí por Proust, recobrados por el bibliófilo francés Jérôme Prieur, autor de un extenso estudio introductorio. Esta es la primera traducción de estos textos al español, realizada por Matías Battistón.
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Seitenzahl: 142
Veröffentlichungsjahr: 2005
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Marcel antes de Proust. Textos recobrados de Le Mensuel. Marcel Proust. Proust, Marcel Marcel antes de Proust : textos recobrados de Le Mensuel - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2016. 136 p.
Proust, Marcel Marcel antes de Proust : textos recobrados de Le Mensuel / Marcel Proust. - 1a ed. . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2015. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga Traducción de: Matías Battistón. ISBN 978-987-3847-74-5 1. Filosofía Moderna. I. Battistón, Matías, trad. II. Título. CDD 190
Marcel antes de Proust. Textos recobrados de Le Mensuel.
Marcel Proust
Traducción / Matías Battistón
Corrección / Hernán López Winne
Diseño de tapa e interiores / Víctor Malumián
Ilustración de Marcel Proust
Juan Pablo Martínez www.martinezilustracion.com.ar
© Éditions des Busclats, 2012
© Ediciones Godot, 2016
Ediciones Godot ©
Colección Exhumaciones
www.edicionesgodot.com.ar
Buenos Aires, Argentina, 2016
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Impreso en Color EFE, Paso 192, Avellaneda, República Argentina, en Enero de 2016
Marcel antes de Proust
Jérôme Prieur
A Dominique Janvier
Contengan el aliento. No se muevan. Estamos a sus espaldas. Desatamos el cordón que André Gide no desató al recibir el manuscrito de Por el camino de Swann, empaquetado por Céleste. Abrimos el manuscrito que Gide, según la ficción o leyenda, no habría leído. Demasiado largo, demasiadas frases, demasiadas frases demasiado largas, demasiados detalles, demasiadas partículas nobiliarias, demasiados salones, demasiado todo. Demasiado Proust.
No, Céleste no sigue detrás de la puerta del cuarto revestido de corcho, y Swann no existe, no más que Albertine. Nada existe todavía, ni la tía Léonie, ni Gilberte, ni Saint-Loup, ni Vinteuil, ni los Verdurin, ni los Guermantes, ni Elstir, ni Cottard, ni nadie.
Estamos solos.
Descubrimos a alguien que promete ser un gran escritor.
Descubrimos a Proust. En nuestro interior sabemos que esto no implica demasiado mérito de nuestra parte. Proust nos esperaba desde hace muchísimo tiempo.
Cada nuevo lector, es cierto, inventa a Proust, pero hace falta decir que a través de los años, las épocas, las generaciones, las circunstancias, e incluso los países, las culturas, los años luz, es él el que nos inventa a nosotros, el que nos observa. Después de un siglo, nos hemos ubicado bajo su mirada. ¿Acaso lo había comprendido todo, este diablo de hombre, recostado en su telaraña? ¿Lo había visto todo, registrado todo, descifrado todo? ¿Supo antes que yo eso que ni sé formular sobre el tiempo, el amor, los celos, el sufrimiento, el deseo, la tragedia de cada vida, la comedia humana y su ronda de máscaras? Proust lo había experimentado todo, y hemos tardado tanto en entenderlo nosotros, en creerle…
No hagan ruido, porque entre los arbustos de estas páginas hay pequeñas almas que comienzan a abrir sus alas, figuras que van delineándose en trazos punteados, bocetos todavía difusos, todo un hervidero de formas, de pinceladas ligeras, de notas musicales. Pisadas impresas en la nieve inaugural. Proust antes de Proust. Marcel antes de Proust. Un tal Marcel Proust. Acaba de cumplir diecinueve años, el 10 de julio de 1890, cuando ve aparecer sus primeros textos publicados en una revista, una revista de verdad.
Su colaboración con LeMensuel (de noviembre de 1890 a septiembre de 1891) precede lo que durante mucho tiempo se consideró su debut literario, la publicación en marzo de su primer texto, “Un conte de Noël” [Un cuento de Navidad], en Le Banquet.
Sin embargo, Proust no es un principiante. Hace años que sueña con publicar. Quiere ser publicado, lo desea con toda el alma. Se inicia entre 1887 y 1888, con la bandita del liceo Condorcet (él es el mayor del grupo, formado por Daniel Halévy, Jacques Bizet, Robert Dreyfus). Ardor editorial de donde surgirán una docena de fascículos que van a conformar el sumario de revistas de los alumnos del liceo, copiadas a mano o reproducidas con papel carbón, revistas a través de las cuales Proust y sus amigos intentarían tomar por asalto las artes y la literatura. Su ambición era absoluta:
Una publicación que no es ni naturalista, ni idealista, ni decadente, ni incoherente, ni progresista, ni delicuescente, puede parecer extraordinaria. Pero más extraordinario es que haya una publicación naturalista, idealista, decadente, incoherente, progresista y delicuescente. La revista de arte y de literatura, no obstante, es tanto lo uno como lo otro. Sin tomar partido ni hacer distinciones de género, aceptamos todo lo que nos parezca digno de leerse.
Eso anuncia la presentación del primer número de esta serie de revistitas artesanales, Le Lundi, seguida de La Revue verte -cuya circulación consistirá en un solo ejemplar- y, más tarde, de La Revue lilas1. “Por medio del análisis, la música, el diálogo, la poesía, queríamos explorar, conocer, expresar”, dirá Daniel Halévy2. Es que estos tres jóvenes emprendían una gran aventura, “la posesión del universo”.
A pesar de su talento y su cultura, “mi amorcito de porcelana” -dixit Laure Hayman, mote que la pluma de Paul Borget transformaría en “porcelana psicológica”-, nuestro querubín, tiene el don de exasperar. “Era él, con sus ojos grandes de oriental, su gran cuello blanco, su corbata flotante. Algo había ahí que no nos gustaba, y respondíamos con alguna frase brusca, empujándolo un poco […]. Decididamente, era muy poco varón para nosotros”, agrega Daniel Halévy en sus recuerdos parisinos.
Sus gentilezas de niña frustrada, sus melindres, sus artimañas, sus caricias, la manera asidua en que cortejaba a sus camaradas y sus propuestas endiabladamente insistentes lo hacen intragable, pero cuando uno se lo dice, sus ojos de largas pestañas cobran un aire aún más apenado y triste. En cualquier caso, Marcel no se desanima. Es “pegajoso”, invasivo, pero infaliblemente logra lo que busca.
Y lo peor de todo es que lo sabe muy bien. Sufre como un mártir, pero también lo disfruta3.
El pastiche de autorretrato que bosqueja en una carta a Robert Dreyfus en septiembre de 1888 es atrapante. Le encanta entregarse a la comedia, lo que no le impide ser un espectador ultra lúcido de sí mismo y juzgarse sin la menor piedad. “¿Conoces a X, querida, es decir a M. P.? Te confieso que, por mi parte, me desagrada un poco, con su impulsividad y sus adjetivos. Sobre todo, me parece muy loco o muy falso. Juzguen ustedes. Es lo que yo llamaría un hombre adicto a declararse. Después de ocho días da a entender que siente por uno una amistad considerable, y so pretexto de querer a un camarada como a un padre, lo quiere como a una mujer […]. Simula estar burlándose de nosotros y nos insinúa que tenemos unos ojos divinos y que nuestros labios lo tientan. Lo molesto, querida, es que al dejar a B, a quien acaba de mimar, se va a adular a D, a quien pronto abandona para postrarse a los pies de E y subirse luego a las rodillas de F. ¿Es una p…, un loco, un fumista, un imbécil? Creo que nunca lo sabremos. De hecho, quizá sea las cuatro cosas a la vez”4.
1889. La Torre Eiffel cubre ahora el cielo de París. En otoño, Proust se exilia en Orléans. Lo llaman para hacer el servicio militar. Una suerte de año sabático lejos de sus padres, que no obstante velan por él. El pequeño Marcel puede escribirle a su mamá una vez por día. Ella responde con largas cartas. En diciembre, le recomienda a su nenito querido que se imagine que cada mes es una tableta de chocolate; si se olvida de comerse todos los cuadrados, significa que el tiempo habrá pasado más rápido de lo previsto, y con él, el exilio. Pero luego se retracta y añade, como buena madre: “Creo que estoy divagando y que acabo de decir una torpeza, cuyo único resultado sería empeorar tu indigestión”5.
Un metro sesenta y ocho, según su libreta militar. El joven fue fotografiado en uniforme, y parece un personaje sacado de alguna comedia de teatro de revista más que un soldado. Al enlistarse por voluntad propia -acto entusiasta y completamente ridículo de su parte- ha encontrado en efecto un modo de escapar a la conscripción obligatoria, la cual, después de votarse la ley Freycinet, tendrá una duración de tres años para todos. En ese momento llegará a su fin la elección por sorteo y el uso de reemplazantes, personas a quienes los hijos de familias más acomodadas podían pagarles para que hicieran por ellos el servicio militar.
Orléans está lejos de la Guinea, de Sudán, de Dahomey. Ahí solo envían a los soldados de oficio, encargados de cumplir el deber civilizatorio que tienen las razas superiores para con las inferiores, como había dicho Jules Ferry en su discurso ante la Cámara de diputados, el 28 de julio de 1885. La caserna provincial es un observatorio de la sociedad francesa. Esta le permite al joven literato mezclarse con los hombres de la tropa tanto como con los aristócratas de las dos noblezas, la antigua y la del Imperio, que forman el cuadro superior. Nuestro voluntario no parece haber brillado por sus servicios, ni descollado por sus hazañas gimnásticas (no logrará aprender a nadar). Proust dista de querer hacer carrera en el ejército, pero los jóvenes oficiales no dejan de fascinarlo. Gracias a los contactos paternales del doctor Adrien Proust, este soldado raso a menudo es su invitado. Incluso llega a cenar con el prefecto. Su teniente, Armand-Pierre de Cholet, miembro del Jockey Club, del Cercle de la Rue Royale y de la Société Hippique, le regala una fotografía suya, con una dedicatoria que dice mucho sobre la travesía infernal del pobre petit Marcel: “Al voluntario condicional Marcel Proust, de parte de uno de sus verdugos”6.
El soldado Proust se aloja en la ciudad, porque sus crisis de asma incomodan a sus compañeros de habitación. Esto no impide que se aburra enormemente en el 76º Regimiento de Infantería, primer batallón, segunda compañía. En Orléans no pasa nada. El mayor mérito de la caserna Coligny es su cercanía a París, donde Marcel puede regresar cada fin de semana, de franco. Asiste al salón de Madame de Caillavet, en la Avenue Hoche, y acecha a la pareja secreta que forman su amigo Gaston de Caillavet, al que codicia, y su novia Jeanne Pouquet, a la que no se priva de cortejar también en secreto, para el gran descontento de la joven, molesta por ese tontito de Proust, como lo llama ella...
Juego de máscaras, teatralización del deseo, iniciación, la primera gran pena no está ausente del relato de aprendizaje de estos años formativos, pues a principios de enero muere la muy querida abuela de Marcel. La noche anterior, mientras ella agonizaba, él logra juntar fuerzas para escribirle a Anatole France una tarjeta de felicitaciones, donde le confiesa su admiración. A mediados de noviembre de 1890, Proust queda finalmente liberado de sus obligaciones militares. Regresa y se aloja una vez más en el gran departamento de sus padres, muy cerca de la Place de la Madeleine, en el 9 del Boulevard Malesherbes. Al final de su vida, Fernand Gregh (nacido dos años antes que Proust, Gregh fallecería treinta y ocho años después que él) podía volver a ver ese escenario de juventud cuando cerraba los ojos: “Un interior bastante oscuro, lleno de muebles pesados, cubierto de cortinas, atiborrado de tapices, todo en negro y rojo, el departamento típico de la época, que no estaba tan lejos como pensamos del sombrío bric-à-brac balzaciano”7.
Proust se incribe en la École libre des sciences politiques [Escuela libre de ciencias políticas], y no sorprende que haya elegido la vía diplomática. En el hotel de Mortemart, en el frenético corazón del barrio de Saint-Germain, lo encontramos bajo el influjo de tres maestros de la elite, los dos Albert -Sorel y Vandal- y Anatole Leroy-Beaulieu, que dejaron una gran impresión en su manera de ver el mundo. Solo habían pasado veinte años desde la caída del Segundo Imperio y la derrota de Francia ante Prusia en 1870.
Es entonces que Proust comienza a publicar en Le Mensuel. Esta modesta revista hace su aparición en octubre de 1890, dirigida por otro joven, Otto Bouwens Van der Boijin, compañero de Proust en el liceo Condorcet y quizás en la École libre. Otto está ubicado muy cerca del parque Monceau, y también vive con sus padres, en el 45 de la rue de Lisbonne. Su padre, de origen holandés, como su apellido deja en evidencia, es un arquitecto parisino de renombre.
Marcel no tiene más que subir por el Boulevard Malesherbe y doblar en Lisbonne para llegar a la “sede” de la revista: quince minutos a pie separan las dos casas. Sin embargo, después de Marcel Troulay -quien fue el “inventor”, junto con Anne Borrel, de estos escritos de juventud desconocidos durante tanto tiempo8-, Jean-Yves Tadié, que ha explorado este período mejor que nadie9, resaltó un hecho capital: hay un secreto que aún perdura.
Otto Bouwens “atraviesa como un meteorito invisible la biografía de Proust hasta el día de hoy”. “¡Extraña desaparición -agrega J.Y. Tadié- la de este personaje con el que Marcel seguramente habrá tenido alguna desavenencia y al que dejó de frecuentar!”. Muy extraña, si pensamos que gracias a él Proust vio sus textos impresos por primera vez en su vida.
Singular ausencia. Extraña desaparición.
El rastro del “barón Otto” se pierde en el terreno parisino. El 3 de enero de 1894, Maurice Leblanc apadrinará su ingreso a la Société des gens de lettres [Sociedad de escritores]. ¿Su hermana, antigua compañera e intérprete de Maurice Maeterlinck, habrá tenido algo que ver? El hecho es que Le Mensuel consagra varias páginas a La intrusa de Maeterlinck en mayo de 1891. En L’Annuaire des gens de lettres [Anuario de escritores] de 1894, Bouwens todavía figura como adjunto -no remunerado- de la Biblioteca de Arsenal, en la cual detentará un cargo temporal en 1905, con el poeta José María de Heredia como jefe. En 1902, Otto Bouwens debía contar con ingresos considerables, porque se lo lista como uno de los generosos donadores que hicieron posible el homenaje al administrador de la Biblioteca Nacional, Léopold Delisle, miembro del Instituto. Gracias a la edición de 1908 de Paris-Mondain, la guía del gran mundo parisino y las colonias extranjeras, sabemos que ahora Bouwens se ha mudado y vive en el 25 de la rue Pierre Charron. También sabemos que después, en 1909 por lo menos, es dueño de un chalet en Deauville, “Bel Abri” [Bello refugio], porque figura entre los abonados al servicio telefónico. En algún momento se habrá casado, además, porque junto a su nombre figura el de una baronesa en la guía telefónica. Pero no se trata solamente de un erudito con dinero, que se interesa en la historia y participa en los trabajos de la Société des études historiques [Sociedad de estudios históricos], en sus comisiones, sus comités. Otto compone música para piano, unas cuarenta piezas con títulos melancólicos: “Air champêtre” [Aire campestre], “Paysage” [Paisaje], “Causerie pour piano” [Conversación para piano], “Les Roseaux” [Las cañas], “Adieu funèbre” [Adiós fúnebre], “Feuillets d’album” [Hojas de un álbum]. Compuso la música de la obra Carmosine, de Alfred de Musset, que se representó el 7 de marzo de 1897 en la casa de Alfred Vaudoyer y su esposa, en el 132 de la Avenue de Villiers. Pero no es solamente un romántico: va de aquí para allá, siempre poseído por el demonio del teatro. Una decena de dramas y comedias: L’Ornière [El atolladero], L’Argent et l’honneur [El dinero y el honor], Trop riche [Demasiado rico]… L’Entrave [El obstáculo] se anuncia el 13 de agosto de 1904 en L’Humanité [La humanidad] de Jean Jaurès, lo que echa algo de luz sobre las inclinaciones políticas del inclasificable barón. En cambio, será Le Figaro el que anuncie, el 13 de marzo de 1913, el súbito fallecimiento de su madre, que había enviudado hacía seis años y, alguna vez, había donado a la biblioteca del conservatorio un manuscrito de puño y letra de Johann Sebastian Bach.
Además de su efímera relación con Proust, Otto Bouwens colaboró, entre 1900 y la década de 1920, con un curioso excéntrico, André de Lorde, prolífico autor de culto del Grand Guignol y del teatro del absurdo avant la lettre. Digamos que su colega de la Biblioteca de Arsenal se convertía por las noches en “el maestro del terror”. Más allá de estos fugaces fragmentos biográficos, ¿qué hay para decir? Otto Bouwens Van der Boijin era casi un sosías de Proust. Nacido en 1872, morirá el mismo año que él, en 1922.
El silencio que guarda Proust al respecto de Otto Bouwens nos permite suponer que tal vez las ideas y la literatura no fueron lo único que los había unido. Pelea sentimental o despecho amoroso, rechazo o desprecio, el abismo que se abre entre los dos jóvenes es lo suficientemente vertiginoso como para que nos imaginemos la intensidad de la atracción que podría haberlos unido. A menos que haya habido entre ellos algo más turbio, algo que uno de los dos podría haber considerado como una traición; porque, de lo contrario, ¿cómo se explica que el nombre mismo de Otto Bouwens no figure siquiera en la inmensa correspondencia de Proust, donde, a pesar de las ilusiones que uno pueda hacerse, al final no se lo menciona ni una sola vez?
Sin embargo, ¿por qué no habríamos de conjeturar que Otto Bouwens quizá se oculte entre las innumerables máscaras que Proust exhibe a lo largo de En busca del tiempo perdido? ¿No podríamos llegar aunque sea a descubrirlo bajo algún nombre distinto? ¿Y por qué no buscamos primero en Le Mensuel?
Le Mensuel