Más cuentos, jaques y leyendas - Manuel Azuaga Herrera - E-Book

Más cuentos, jaques y leyendas E-Book

Manuel Azuaga Herrera

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Beschreibung

En los años treinta, el inmigrante húngaro Herman Steiner fundó un club de ajedrez en el corazón de Hollywood. Por allí pasaron Billy Wilder, Katharine Hepburn, Humphrey Bogart o Charles Boyer, entre otros nombres ilustres. El ajedrez ha sido testigo –y lo sigue siendo– de momentos clave en la historia contemporánea, como la paz en Oriente Medio, la Guerra Fría o el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. En el cine, ha servido de musa alegórica para Ingmar Bergman, Alfred Hitchcock o Arthur Penn. Dentro de las sesenta y cuatro casillas, encontramos pasajes extraordinarios. Es el caso del ajedrecista Mark Taimánov, quien se convirtió en uno de los mejores pianistas del siglo XX, o del indio Viswanathan Anand, pentacampeón del mundo, capaz de encontrar la jugada perfecta en décimas de segundo. «Un libro extraordinario lleno de historias que son, en realidad, obras de teatro». Juan Mayorga

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Manuel Azuaga Herrera

Más cuentos,

jaques y leyendas

Historias dentro y fuera del tablero

Prólogo deMiguel Ángel Oeste

© Manuel Azuaga Herrera

© Prólogo: Miguel Ángel Oeste

© 2023. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)

tel.: (+34) 955998232 •[email protected]

Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento

Ilustración de cubierta: Sr. García

isbn ebook: 978-84-19791-60-3

INTRODUCCIÓN

«Si no me hubiera convertido en compositor, me hubiera gustado ser un jugador de ajedrez, pero uno de alto nivel, alguien que compitiera por el título mundial».

Ennio morricone

«El peón es la causa más frecuente de la derrota».

Wilhelm Steinitz

«Es asombroso que, a pesar de dominar un mundo que se extiende desde el Indo, en el este, hasta Al-Ándalus, en el oeste, no pueda yo gobernar treinta y dos figuras de ajedrez en una extensión de tan pocos cuadrados».

Califa Al-Mamún

«La jugada está ahí, solo necesitas verla».

Savielly Tartakower

«Los actores no son más que piezas de ajedrez».

Alfred Hitchcock

Me acuerdo de que en mis años de estudiante en la Facultad de Periodismo, a finales de los noventa, nos marcaron a fuego una frase de Marshall McLuhan: El medio es el mensaje. La frase tiene su complejidad –lingüística, moral y filosófica– y ha pasado a convertirse en un adagio con forma de anuncio, en el eslogan perfecto de la teoría de la comunicación moderna. Una tarde, mientras­ escribía un artículo para el periódico, me vino la frase de McLuhan a la memoria, pero apareció doblemente transformada: El medio es el ajedrez. Y: El ajedrez es el mensaje­. En las dos versiones la palabra ajedrez se colocaba en el meollo, en el corazón de la cuestión semiótica, y en ambas cobraba pleno sentido lo que hago, que no es otra cosa que contar historias a través y a partir del ajedrez. Aquella tarde comprendí el proceso que me acompaña cuando escribo. Como si se tratara de una ley física de compensación, sucede que no importa por qué lado de la escritura ejerza una presión, pues el ajedrez siempre aparecerá por el otro extremo, disfrazado de medio o de mensaje. El ajedrez, lo digo en voz alta, no es solo un juego. Ningún juego ofrece tantas respuestas en nuestro fallido intento de explicar un poco mejor el mundo, acaso el modo en el que somos capaces de pensar como genios, en el que nos convertirnos en seres extraordinarios, dentro y fuera de un tablero. Ningún juego es tan cruel. Ni tan hermoso. Porque ninguno se parece tanto a la vida.

Los relatos que se recogen en Más cuentos, jaques y leyendas no son más que eso, fragmentos de vida. Treinta artículos publicados en Diario Sur, a doble página, con ilustración de Sr. García, al que agradezco desde estas líneas su talento creativo, su visión iconoclasta del arte. Y la preciosa cubierta de este libro. Les cuento un secreto. Según se acerca la fecha de entrega de un nuevo artículo de ajedrez para la sección «Culturas», le envío a Sr. García un correo electrónico con el avance del texto. Marco el porcentaje: «Ajedrez al 70%». Y le anticipo cómo quiero cerrar la historia. Por ejemplo: «­Botvinnik ganó el campeonato del mundo en 1948. Hay quien sostiene que hubo una conspiración, un plan secreto urdido por la KGB, por orden de Stalin, para que los jugadores soviéticos presentes en el torneo se dejaran perder, o hicieran tablas, en sus partidas contra Botvinnik. El elegido por el régimen debía ganar a cualquier precio. En fin, poco más podré contar, compañero». Bastan estas pinceladas telegráficas para que Sr. García se meta de lleno en la atmósfera de la historia y del personaje.

En las páginas de este volumen –continuación de Cuentos, jaques y leyendas– no encontrarán un solo diagrama de ajedrez. A veces hago mención a una partida, a una jugada concreta que, por algún motivo, es relevante. Pero, incluso en esos momentos, seguiremos deslizándonos por la pendiente de la literatura. En otras palabras, no necesitan saber mover un peón para la lectura de estos pasajes. Claro que, quien sienta la curiosidad, o quien sea aficionado al noble juego, podrá tomar buena nota de algunas joyas recomendadas. En realidad, mi deseo es que descubran aventuras fascinantes, que conozcan algunas casillas más allá de las sesenta y cuatro propias del juego, que nos movamos juntos por los márgenes vaporosos del tablero, entre lo real y lo legendario. Mi intención, les advierto, es ponerles en jaque. El gran maestro Víktor Korchnói dijo: «El ajedrez puede apoderarse de un niño como una fiebre». Tengan cuidado.

Las historias que tienen entre las manos están interconectadas, aunque a la vez funcionan como textos independientes. Les pido, por tanto, que las lean a su antojo, como mejor sientan, pues el orden de los artículos no respeta el orden cronológico de publicación en prensa. Les ruego también que, por prescripción del autor, lean un máximo de dos relatos al día. Lean con calma. Dejen que cada personaje tome su voz, que cada lugar sea necesario y que cada azar alcance su destino. Mientras me documentaba para el artículo Ajedrez, la perfecta armonía, descubrí que, en 1934, el pianista y compositor soviético Sergei Prokofiev acudió en París al Café de la Régence, el templo sagrado del noble juego. Ese día, Prokofiev dio jaque mate al maestro polaco Tartakower, uno de los jugadores más superlativos jamás conocidos. Cuando se revelan este tipo de encuentros, cuando descubro que personalidades del ámbito de la música, del cine, de la política, han caído bajo el influjo del ajedrez, no puedo seguir escribiendo. En el caso de Prokofiev, me puse a tirar del hilo con su maravilloso ballet Romeo y Julieta de fondo. Tras visitar algunas páginas de interés, llegué sin pretenderlo a otro prodigio, Igor Stravinsky, quien de una sola vez reveló el secreto: «Las profundidades de Prokofiev solo se activan cuando juega al ajedrez».

En el texto Ajedrez y política, las dos caras del tablero escribo: «El ajedrez ha estado (y está) presente en numerosos momentos de la historia universal, casi siempre como elemento accidental, otras como fuente de inspiración y, en ocasiones, como factor decisivo de la atmósfera intelectual de una época, del llamado espíritu del tiempo». Así es. El ajedrez ha sido testigo indirecto de momentos clave en la historia contemporánea, como la paz en Oriente Medio, la Guerra Fría o el asesinato de John Fitzgerald Kennedy. También ha servido de musa alegórica para directores de cine como Ingmar Bergman, Alfred Hitchcock o Arthur Penn, por citar ejemplos ilustres.

Para armar el artículo Vishy Anand, la aventura cósmica del chico relámpago tuve el honor de entrevistar al protagonista, Viswanathan Anand, pentacampeón del mundo, leyenda viva de este noble deporte. Igual me sucedió con otros grandes nombres del tablero, como Véselin Topálov, Ruslan Ponomariov, Vasili Ivánchuk, Pia Cramling, Julio Granda y Paco Vallejo. Todos ellos se entregaron a la causa de la conversación y contaron surelato de vida desde las profundidades que nombraba Stravinsky. Estoy en deuda con ellos. Y con todas aquellas personas que han participado, directa o tangencialmente, en la elaboración de estos cuentos, jaques y leyendas. Gracias por permitirme jugar en tándem esta nueva partida literaria.

Ojalá disfruten con la lectura de este libro con la misma emoción con la que ha sido escrito. O, en el peor de los casos, quede de manifiesto lo que decíamos al principio: el ajedrez no es solo un juego. Porque ninguno, no lo olviden, se parece tanto a la vida.

PRÓLOGO

Esto no va de ajedrez o el baile de Fred Astaire

Un libro sobre ajedrez tal vez pueda estar rodeado de cierto grado de seriedad para algunos lectores. Pero no un libro como este. Y, por supuesto, ni siquiera el ajedrez, que es un juego que expresa las cosas importantes que no se ven. Aquellas que se mueven en la memoria, la imaginación, las emociones y los sentimientos. Acaso porque en contra de lo que se considera al mover un peón, un alfil, una torre, un caballo, una dama, un rey o cualquier pieza blanca o negra por las sesenta y cuatro casillas de ese escenario repleto de deseos y esperanzas, también se establece una acción narrativa, musical, pictórica. Acaso porque el ajedrez es un juego dinámico y no estático que revela a los jugadores o, dicho de otra manera, que revela las vidas y sensaciones de esas personas. Acaso porque es una manera de descubrir o derribar máscaras para seguir adelante. Los movimientos a través del tablero y fuera de él, los gestos y movimientos, reflexionan sobre ellos, mientras ese ellos nos reflejan a nosotros. Quizás lo más relevante sea precisamente la naturaleza de la realidad que dejan traspasar.

Mate del pastor. Gambito de dama. Defensa eslava. Apertura italiana. Estas palabras podrían aludir a títulos de ficciones (y de hecho alguna alude a una serie de televisión), aunque en realidad se refieren a famosas aperturas de este juego que explora la mente y quiénes somos. Aunque resulte difícil de creer por la dificultad que conlleva, lo que Manuel Azuaga hace en Más cuentos, jaques y leyendas. Historias dentro y fuera del tablero, es escribir historias relacionadas con el ajedrez para poner en marcha los mismos engranajes mentales que en una partida de ida y vuelta por la existencia, mientras, tal vez, solo tal vez, los peones caminan, los caballos saltan, los alfiles corren, y las torres se deslizan para proteger al rey. Al mismo tiempo, nos coloca como lectores en lugares distintos que favorecen esa fascinación por lo que narra y, claro, por la forma de hacerlo. De ahí que no sean treinta textos sobre ajedrez. Son treinta relatos literarios de vida, de personas extraordinarias que se sintieron de un modo u otro fascinadas por el ajedrez, pero también cada una de estas piezas son aventuras estéticas y vitales que convierte la vida en literatura y viceversa. Treinta relatos o, más bien, treinta regalos que se unen a los que ya existen en Cuentos, jaques y leyendas. Historias dentro y fuera del tablero.

Manuel Azuaga habla por encima de cualquier consideración de amor, amistad, superación, fantasmas, decepciones, alegrías y las cosas relevantes del ser humano. Y lo hace con la curiosidad, el asombro, la perplejidad de los ojos del niño desprejuiciado que esconde cualquier adulto. Al hacerlo provoca que nos preguntemos a través de estos pedazos de vida en forma de cuento ¿quiénes somos? Que no olvidemos esas cualidades que de infantes nos parecen dadas y que a medida que las rutinas de la madurez crecen empiezan a aplastar el corazón. Que sigamos jugando como la primera vez que se descubre el desplazamiento de las piezas. Que activemos el reloj de juego, que representa y simboliza el reloj de la vida.

Más cuentos, jaques y leyendas. Historias dentro y fuera del tablero trata un poco de todo: de cine, música, literatura, cosas normales y extrañas de cualquier existencia, también de ajedrez como manera de fabricarse quizás una identidad. Manuel Azuaga lo hace desde la porosidad de la crónica periodística y el relato corto para atrapar lo insólito. Sin embargo, donde pone el acento, donde se proyecta la luz del foco es en la entidad literaria de cada texto. No hay prisa ni fugacidad periodística en estas piezas. Hay atención, un mimo por las palabras, la culminación y certeza de que cada una de las entradas se lea como un relato literario. Uno que mezcla géneros desde la condición mestiza de la realidad y la ficción. Desde el ensayo y la fábula.

Si estas treinta piezas funcionan como rescates de vida en forma de relatos literarios mestizos es sin duda alguna porque Manuel Azuaga en su concienzuda investigación de estos personajes ha sabido, por un lado, transmitir la alegría de esa búsqueda, y, por otro lado, se percibe que se ha divertido no solo en la exploración, también, y sobre todo, se ha divertido escribiéndolos. Elementos fundamentales del que nos nutrimos los lectores. Y estas cualidades aparentemente inocuas, pero complejas, afloran para desenterrar lo extraordinario de estas personas y su relación/entusiasmo/obsesión/con el ajedrez, al tiempo que nos hacen pasar una página tras otra con avidez.

Cómo denominar si no la peripecia del editor y periodista Herman Steiner que fundó un club de ajedrez en el corazón de Sunset Boulevard. Estrellas del celuloide como Charles Boyer, Billy Wilder, Douglas Fairbanks, Rosemary Clooney, Katharine Hepburn, Lauren Bacall o Humphrey Bogart encontraron el lugar perfecto para jugar. No obstante, la aventura de este húngaro que emigró a Los Ángeles no se queda aquí, aunque harán bien en leerlo. Pero no es el único relato que habla de la estupenda relación entre cine y ajedrez. En Toma 64. Ajedrez en la gran pantalla, el autor rescata no solo películas más o menos dignas de mención como En busca de Bobby Fischer (1993), sobre todo lo que hace es rascar las influencias de este juego en la dimensión alegórica y estética de cineastas como Ingmar Bergman, Alfred Hitchcock o Arthur Penn. Especial relevancia tiene esa partida de ajedrez contra la Muerte en la mítica cinta de Ingmar Bergman El séptimo sello (1957). No solo el cine, también la literatura se cuela en estas narraciones carismáticas con y de ajedrez que presentan paralelismos con el teatro y la vida en la necesidad humana de ordenar el mundo. Y es que Azuaga despliega una cadencia y un estilo para atrapar la atención de cualquier lector:

«Arrancaba la penúltima ronda y el búlgaro Véselin Topálov, conocido como D'Artagnan por su estilo audaz sobre el tablero, tenía al alcance la gloria, debía lograr medio punto contra el uzbeko Rústam Kasimdzhanov. Algunos cuentan que, por encima de las cabezas de ambos contendientes, se oyó cómo las espadas rozaban con violencia el brocal de sus vainas. La partida se convirtió en un canto al ajedrez romántico o, por qué no, en una novela de Dumas».

¿No tienen curiosidad por conocer qué sucedió? Lo tendrán que descubrir después de este prólogo, a no ser que se lo salten y vayan directamente a esta historia. Al ser un libro antológico, las piezas se pueden leer en el orden que uno desee.

Y así conocer la vida del ucraniano Ruslan Ponomariov, que fue campeón del mundo con menos años que Kaspárov y Fisher y terminó en España por amor. Una aventura que daría para una novela porque refleja el aire de los tiempos. Como la asombrosa peripecia de Mijail Tal, sus sacrificios, excentricidades y la historia del hipopótamo en el tablero. O la no menos extraordinaria peripecia de Víktor Korchnói, que fue el primer ajedrecista en huir de la Unión Soviética, como si se tratara de otra ficción inventada y cuyo duelo contra Kárpov por el título del mundo en 1978 es aún recordado como el más singular.

Estas historias y muchas más encontrarán en Más cuentos, jaques y leyendas. Historias dentro y fuera del tablero, el segundo de los libros de Manuel Azuaga. El libro es un baile de vida y movimientos por el tablero que representa el escenario del mundo, con sus deseos y sus frustraciones, sus enseñanzas y limitaciones. Una lectura que me hizo recordar algo que le preguntaron en una ocasión a Gene Kelly a propósito de Fred Astaire y la diferencia con los otros bailarines. Entonces el protagonista de Cantando bajo la lluvia comentó: «Muy sencillo. Nosotros bailamos: unos bien, unos mal y otros regular. Él, en cambio, hace otra cosa». Estoy seguro de que cuando lean este espléndido viaje que nos permite reflexionar sobre la naturaleza de las personas y las cosas relevantes de la existencia, tendrán la misma sensación que Kelly respecto a Astaire. No pierdan más tiempo y disfruten de la lectura de estos treinta movimientos de vida, historias de y con ajedrez que se convierten en literatura para llevarnos a los lugares que solo la literatura y la sabiduría de Azuaga sabe llevarnos.

Miguel Ángel Oeste

Vasili Ivánchuk o el misterio de la regla del siete

El ucraniano, considerado un genio, es quizás el jugador más carismático de la historia reciente del juego-ciencia

Les propongo un desafío matemático. Piensen en cualquier número de tres dígitos, el primero que les venga a la mente. También pueden elegir una cifra mayor, de cuatro, cinco o más dígitos, pero en ese caso el ejercicio mental se complica demasiado. Supongo que ya tienen un número, ¿verdad? La pregunta es sencilla: ¿es este número divisible por siete? Sin recurrir a una calculadora, existen varias formas de saberlo. Los matemáticos han descrito distintos criterios de divisibilidad del número siete, por lo que basta con aplicar uno de ellos para resolver el acertijo. Pero, ¿qué ocurre si no conocemos estos principios? En 1996, Vasili Ivánchuk, uno de los ajedrecistas más geniales de la historia del juego-ciencia, estaba concentrado en la resolución de este dilema. Vasili, trasgo de mente inquieta, se propuso averiguar la fórmula por su cuenta, sin más ayuda que su empeño. Pasó las horas descifrando, desfragmentado la verdad numerológica del número siete, hasta que, a las cinco de la madrugada, en el silencio de la habitación de un hotel de Las Palmas, dio con la respuesta. «No puedes imaginar la alegría que sentí», me confiesa. Les pido, por supuesto, que no olviden su número. Prometo ayudarles más adelante, pero ahora sigamos conociendo al personaje, al fantástico e irrepetible Vasili Ivánchuk.

A la mañana siguiente del hallazgo, con la fatiga de un animal noctámbulo, Ivánchuk debía enfrentarse nada menos que a Anatoli Kárpov en la primera ronda del Súper Torneo Mundial de ajedrez de Gran Canaria. Le recuerdo a Vasili esta circunstancia porque, lo reconozco, siempre me pareció una escena propia de El guateque. Pero él me responde al toque, con el travieso arrebato de un chiquillo que recuerda la partida como si la hubiese jugado ayer, no hace 25 años: «Sí, es cierto, me tocaba jugar contra Kárpov, pero eso no era lo más importante para mí. Todo salió bien porque, a pesar del esfuerzo y la falta de sueño, conseguí hacer tablas. Jugué la india de rey, pero con c6 y Db6», puntualiza. Vasili hace referencia a una variante del ajedrez, con negras, y señala que, en aquel duelo contra Kárpov, colocó un peón en la casilla c6 del tablero y la dama en la casilla b6. «Es un sistema muy interesante», añade satisfecho. Me doy cuenta de que habla en presente: «es un sistema», dice. Y es aquí que vislumbro en su rostro una sonrisa cándida, como la de Peter Sellers.

Ivánchuk nació en 1969 en Kopychintsy, una pequeña ciudad ucraniana, antigua tierra de cosacos. Su padre, Mijail, era abogado. Su madre, Maria Vasilievna, profesora. Gracias a ella, Vasili tuvo acceso a la biblioteca de la escuela y leyó su primer libro sobre el noble juego: Viaje al reino del ajedrez, de Yuri Averbach. El de Averbach es un libro precioso, muy recomendable, en el que se invita al lector a conocer «un reino que no se halla en ningún mapa, sino en el tablero». Desde muy pronto, Ivánchuk también mostró interés por las damas y el dominó, pero los más de 200 diagramas del reino mágico de Averbach actuaron como un conjuro en el agitado espíritu del muchacho. Hoy, a sus 52 años, Ivánchuk se sorprende cuando le pregunto por qué sus padres, preocupados por esta agitación desmedida, le prohibieron jugar al ajedrez. «Yo no recuerdo que me lo prohibieran», aclara. «Aunque, quién sabe, podría ser». Esperaba oír la historia del niño que jugaba a escondidas en su cuarto, la del despertador programado debajo de la almohada. Pero su respuesta es imprecisa, se parece mucho al olvido, así que empiezo a pensar que a Ivánchuk, si realmente existió un veto familiar, tampoco debió importarle tanto. No deja de ser algo que ocurre fuera del tablero, en un reino lejano.

En aquellos primeros años la figura clave en el progreso de Ivánchuk como ajedrecista fue Gennady Vassilenko, su primer entrenador. «Han pasado muchos años, pero aún seguimos en contacto», comenta Vasili, orgulloso. Vassilenko supo, desde un primer momento, que el chico llegaría lejos: «Como muy poco, serás gran maestro, Vasili», le decía. En 1985, Ivánchuk se proclamó campeón juvenil de la Unión Soviética, con un jaque mate bellísimo en la última ronda. Su consagración definitiva llegó en 1989 cuando, con solo 19 años, ganó el prestigioso torneo de Linares, el Wimbledon del ajedrez, por delante de Anatoli Kárpov, Ljubójevic y Nigel Short. La actuación de Ivánchuk fue tan memorable (no perdió una sola partida) que la revista British Chess Magazine se deshizo en elogios: «El margen de su victoria sobre todos los jugadores […] sugiere que Ivánchuk está cerca de unirse a las dos K (Kárpov y Kaspárov) en la cima de la élite del ajedrez». La prensa, aquí en España, tituló: «Ivánchuk, nueva estrella mundial». Revisando la hemeroteca, descubro que Rosa Conde, por entonces ministra portavoz del Gobierno, hizo la entrega del trofeo en Linares. No imagino una foto parecida hoy, por desgracia.

En muchos deportes de élite, no solo en el ajedrez, es habitual que alguna personalidad inaugure la competición con el llamado saque de honor. Este protocolo saca a Ivánchuk de sus casillas. «En ese instante previo a la partida estás concentrado y lo último que quieres es ver a un extraño en la sala de juego, salvo al árbitro y a tu rival», explica Vasili. «¿Te imaginas que en el boxeo alguien le soltara un gancho a uno de los púgiles justo antes de la pelea? Es absurdo que esto suceda en el ajedrez. Además, no me gusta que me toquen las piezas, esa es la verdad», confiesa.

La trayectoria deportiva de Ivánchuk es inabarcable, pero sí destacaré que ganó tres veces el torneo de Linares y que ha sido, durante décadas, uno de los jugadores más fuertes del circuito internacional. Quizás también el más pintoresco y querido. Chuky –así le llaman sus amigos– es algo así como un duende en el tablero, un tipo que, siguiendo los consejos de Averbach, disfruta no tanto del juego como de la «inimitable belleza del pensamiento humano». Es entrañable. En 1999, un día antes de volar a Batumi, en Georgia, para disputar el Campeonato de Europa por Equipos, Vasili vio Titanic con un joven compatriota, Ruslan Ponomáriov. «Yo ya había visto la película», matiza Ruslan, «pero fui al cine para pasar la tarde juntos». «De repente, ese mismo año», recuerda Ponomáriov, «Vasili empezó a estudiar turco. Aquello me sorprendió mucho. ¿Para qué estudia turco? Poco después, en 2000, jugamos una Olimpiada en Estambul. Entonces entendí que Ivánchuk solo estaba preparándose para poder comunicarse con la gente».

En 2002, Ivánchuk y Ponomáriov se vieron las caras en la final del campeonato del mundo de la FIDE. De los 128 jugadores que comenzaron las rondas eliminatorias, solo quedaron ellos, frente a frente. Esta vez no había butacas, ni acomodador, ni pantalla gigante ni luces a contraluz. En la primera de las partidas, Ponomáriov ejecutó un preciso movimiento de peón (c5) y Vasili no pudo más que rendirse. Creo que ahí ganó Ruslan el título, no en la séptima partida. Con tan solo 18 años, Ponomáriov se convirtió en el campeón del mundo más joven de la historia hasta ese momento. Los periódicos apuntaron a la falta de control emocional de Vasili como la causa principal de su derrota. «¿Qué te ha faltado para ser campeón del mundo?», le pregunto. «Nada», me responde. «He sido dos veces campeón». En efecto, Chuky ganó por partida doble la corona de laurel, una en la modalidad de ajedrez relámpago (2007) y otra en la de ajedrez rápido (2016). Estos logros, a mi juicio, desmontan por completo la teoría de que Vasili no domina, en los momentos decisivos, su sistema nervioso.

Uno de los momentos más divertidos en la trayectoria de Ivánchuk se produjo, precisamente, en Doha, capital de Catar, en la ceremonia de clausura del título mundial de ajedrez rápido de 2016. La escena se describe como sigue: en el tercer escalón del podio, el noruego Magnus Carlsen; en el segundo, en calidad de subcampeón, el ruso Alexánder Grischuk. Mientras tanto, en una mesa alejada, Ivánchuk juega una partida de damas, con peones de ajedrez, contra el gran maestro georgiano Baadur Jobava. Por la megafonía, una voz femenina narra la entrega de trofeos: «Y campeón mundial de ajedrez rápido…¡Vasili Ivánchuk!». El público arranca a aplaudir. Algunos espectadores que siguen la partida de damas avisan a Vasili para que acuda a recibir los honores. Entonces Ivánchuk, sin despegar su vista del tablero, arrastra su silla hacia atrás y corre algo más de 30 metros hasta llegar, por fin, al escenario. Debido a la inercia de la carrera, sube a la plataforma dando un salto. Recibe la medalla de campeón y un ramo de flores que huele con la curiosidad de un niño. El público sigue aplaudiendo, pero Chuky tiene la mirada perdida. Está en otro lugar. «Sí, es cierto, estaba pensando en la partida de damas porque tenía en mi cabeza un pequeño truco», reconoce. «Y lo mejor es que pude volver y ganar con esta trampa. Fue una bella combinación», me explica con regocijo.

La secuencia descrita (circula un vídeo en internet que les recomiendo) refleja muy bien quién es Vasili Ivánchuk, alguien capaz de zambullirse en una amistosa partida de damas cuando logra un campeonato del mundo. Alguien que vive y viaja por el reino de Averbach, desde su más tierna infancia.

* * *

¿Se acuerdan del número de tres dígitos? Para explicarles la regla de divisibilidad del siete me apoyaré, entre paréntesis, en un ejemplo. Al número que hayan elegido (252), quítenle la unidad (2). Ahora, al número resultante (25) le restamos el doble de la unidad extraída (2x2=4, por lo que 25-4=21). Repetimos el procedimiento con el número de dos cifras que ahora tenemos (21, múltiplo de 7) y si, como en el ejemplo, el resultado nos da cero (2 menos el doble de 1), sabremos que el número en el que pensamos (252) es divisible por siete. En fin, a lo mejor les he ahorrado media noche sin dormir, como le ocurrió a Ivánchuk. O a lo peor toda una vida, como en el bolero de Osvaldo Farrés.

Ajedrez, la perfecta armonía

La conexión entre música y ajedrez ha inspirado la obra creativa de Ennio Morricone, Prokofiev o el grupo sueco ABBA

El músico Ennio Morricone amaba el ajedrez. Estaba suscrito a las revistas especializadas L’Italia Scacchistica y Torre & Cavallo-Scacco! Tuvo como maestro a Stefano Tatai, doce veces campeón de Italia, y dejó clara evidencia de su entusiasmo por el noble juego: «Si no me hubiera convertido en compositor, me hubiera gustado ser un jugador de ajedrez, pero uno de alto nivel, alguien que compitiera por el título mundial». No llegó Morricone a esas cotas deportivas, pero sí demostró tener una fuerza más que aceptable. En cierta ocasión, en Turín, hizo tablas contra el excampeón del mundo Boris Spassky. También jugó contra Judit Polgar, la mejor jugadora de la historia, y contra Kárpov y Kaspárov. Desde la perspectiva creativa de Ennio, música y ajedrez eran dos mundos íntimamente fusionados. En su libro En busca de aquel sonido. Mi música, mi vida, dio pistas sobre este vínculo: «He encontrado fuertes puntos de contacto entre el sistema de notación musical, dividido entre duración y ­altura, y el ajedrez. Aquí las dos dimensiones siguen siendo espaciales, el tiempo es de lo que dispone el jugador para hacer el movimiento adecuado. Además, son combinaciones verticales y horizontales, disposiciones gráficas diferentes, como las notas en armonía». Cuando Morricone compuso la banda sonora de Los odiosos ocho (2015), de Quentin Tarantino, «iba descubriendo la tensión que silenciosamente crecía entre los personajes y pensaba en el estado de ánimo que se experimenta durante una partida de ajedrez». La pasión en blanco y negro de Morricone le llevó a lanzar un disco bajo el título Tablero de ajedrez musical. Y es que, para el director de orquesta italiano, «jugar es un poco como escribir música».

No fue Morricone el único que sintió esa doble fascinación artística. Música y ajedrez, o viceversa, han venido acompañándose a lo largo de los siglos como elementos necesarios para la creación de lo que llamamos cultura humana, son el neutrón y el protón de un mismo núcleo atómico. El electrón, al rodear este núcleo, estaría representado por otra materia que es un misterio y a la vez es mágica: las matemáticas. Es por ello que en el ajedrez, la música y las matemáticas aparecen niños prodigio. En cambio, en campos como la literatura o el cine, nadie puede escribir una obra maestra durante la infancia.

Uno de los casos más prodigiosos que conocemos lo protagonizó el francés François-André Danican Philidor. En 1732, con seis años, Philidor ingresó como paje en la Capilla del Palacio de Versalles, bajo el reinado de Luis XV. El canto de Philidor era el de un zorzal. El escritor inglés Richard Twiss describió cómo Philidor aprendió las reglas del ajedrez por observación, viendo jugar a los músicos de la orquesta real. Cuando la voz de Philidor dejó de sonar como la de un castrato, el chico, con 14 años, abandonó la corte. Para entonces ya había escrito algunas óperas cómicas y motetes. El joven Philidor, huérfano como en un cuento de Dickens, viajó a París. Visitó el Café de la Régence, santuario del noble juego. Allí conoció a Kermur Sire de Légal, el mejor jugador de Francia, quien se convirtió en su maestro, dentro y fuera del tablero. En poco tiempo, Philidor superó a Légal. Y a todo aquel que lo desafiara. Escribió un reglamento de ajedrez e introdujo una máxima que sigue siendo una ley sagrada para cualquier aficionado: «Pieza tocada, pieza movida». En paralelo, Philidor siguió componiendo óperas y comedias líricas. Estas otras piezas eran aclamadas en los teatros y la gente acudía al Café de la Régence para verlo jugar, para contar que estuvieron cerca del prodigio. Hoy, gracias a sus partidas, aún pueden acercarse a Philidor. O viajar al pasado a través de su música. Escriban en cualquier buscador «La Marche des Mousquetaires», seguido de «Philidor». Si es posible, pónganse unos auriculares. Sentirán que escuchan la obra de un ser extraordinario, un tipo triunfal que comprendió el juego como nunca nadie lo había hecho porque en su cabeza de corcheas y escaques blancos y negros se reveló el mayor de los secretos: «Los peones son el alma del ajedrez».

En 1934, siglo y medio más tarde, el pianista y compositor soviético Sergei Prokofiev acudió al Café de la Régence, al eterno lugar de los hechos. Ese día, Prokofiev dio jaque mate al maestro polaco Tartakower, uno de los jugadores más superlativos de la historia del ajedrez. Veinte años antes de esta hazaña, Prokofiev ya había demostrado su fuerza de juego al ganarle una partida a José Raúl Capablanca, a quien cariñosamente llamaba «Capablanchik». Es cierto que lo hizo durante una exhibición de simultáneas pero, hasta ese momento, el cubano no había perdido nunca una partida en esta modalidad. El campeón del mundo Mijail Botvinnik también se enfrentó varias veces a Prokofiev y calificó su estilo como «vigoroso y directo». Otro músico imprescindible, Igor Stravinsky, dijo: «Las profundidades de Prokofiev solo se activan cuando juega al ajedrez».

La música y el ajedrez, en su perfecto maridaje creativo, van dibujando un paisaje tridimensional lleno de coincidencias y territorios comunes. Así, al citar a Prokofiev, aparece al toque su buen amigo el violonchelista Gregor Piatigorsky, para algunos el mejor intérprete de cuerdas de todos los tiempos. Gregor escapó de las autoridades soviéticas, en un tren de ganado, y acabó en Francia, violonchelo en mano. Se casó con Jacqueline, una escultora y ajedrecista que pertenecía a la familia de banqueros Rothschild. Pero los nazis ocuparon París y el matrimonio huyó a Nueva York, donde fijó residencia. Jacqueline Piatigorsky logró ser la segunda mejor ­jugadora de Estados Unidos. Mujer culta y con vocación bohemia, jugó con Prokofiev y con Marcel Duchamp. Su casa era un lugar de encuentro para artistas e intelectuales. Durante años, Jacqueline se convirtió en la gran mecenas del ajedrez estadounidense. Celebró la Copa Piatigorsky, un par de torneos que reunió a algunos de los mejores jugadores de la época. En su segunda edición (1966), en Santa Mónica, el ruso Boris Spassky logró el triunfo, por delante de un jovenzuelo que ya deslumbraba: Bobby Fischer. El matrimonio Piatigorsky parecía una pareja de Hollywood. He encontrado un documental, An Afternoon with Gregor Piatigorsky (1978), con una bellísima escena en la que vemos a Jacqueline jugar al ajedrez con su marido. De fondo, la voz en off de Gregor y el chelo que suena, tranquilo y melodioso.