Más que un acuerdo - Julia James - E-Book

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Julia James

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Beschreibung

Bianca 3062 Su esposa por conveniencia… lo dejó con ganas de más. El millonario italiano Dante Cavelli estaba furioso: para heredar la empresa por la había trabajado toda su vida, se tenía que casar en menos de tres meses. Distraído y frustrado, se tropezó sin querer con la camarera Connie Weston, y descubrió que la solución de su problema estaba delante de sus narices. En cuanto a Connie, casarse con Dante era la respuesta a sus problemas económicos; y, por primera vez, se pudo concentrar en sí misma. Su recién conquistada confianza cautivó a todo el mundo; sobre todo, a su abrumadoramente atractivo esposo. Pero, al rendirse al deseo en Roma, violaron los términos de su puramente pragmático matrimonio.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Julia James

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Más que un acuerdo, n.º 3062 - febrero 2024

Título original: Contracted as the Italian Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411805889

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

DANTE Cavelli estaba sentado en un taburete, en la coctelería de uno de los hoteles más elegantes del West End de Londres, con sus largos dedos cerrados sobre una copa de martini dry. Acababa de mirar la hora y, según el fino y asombrosamente caro reloj de oro que llevaba, ella llegaba tarde.

Echó un vistazo a su alrededor. La cálida luz del local le mostró las desperdigadas mesas y el enorme piano blanco que estaba en una esquina, donde una pianista tocaba suaves temas de blues. Era muy atractiva, y su larga melena rubia, que le caía sobre un hombro, le resultó tan tentadora que sopesó una idea durante unos instantes, aunque la rechazó enseguida. Habría estado fuera de lugar.

Su mirada se desvió entonces hacia la entrada, con el ceño fruncido sobre sus largas y oscuras pestañas. Bebió un poco, dejó la copa a un lado y dio unas golpecitos sobre la bruñida barra sin apartar la vista del mismo sitio.

Una mujer se detuvo en ese momento en el umbral y, si la pianista rubia había captado su atención segundos antes, aquella la devoró. Estaba entre la brillante luz del vestíbulo del hotel y la suave de la coctelería, en un claroscuro que la enfatizaba.

Y la enfatizaba maravillosamente. Tan maravillosamente, que Dante se sintió como si todo su cromosoma Y se hubiera activado de repente.

En primer lugar, por su cuerpo, embutido en un vestido de cóctel de color esmeralda oscuro que moldeaba cada centímetro de su impresionante figura hasta las rodillas, dejando ver unas piernas perfectas y unos zapatos de tacón alto a la moda. En una mano, llevaba un bolsito a juego con el vestido y, en cuanto a la otra, la tenía levantada justo por encima de sus exquisitos senos, como si estuviera ligeramente nerviosa.

Dante se preguntó por qué podía estar nerviosa con semejante cuerpo.

Y con semejante cara.

Al estar al contraluz, no pudo ver bien sus rasgos, pero distinguió unos pómulos esculturales, unos ojos intensos, una boca sensual y un cabello de color aparentemente caoba recogido en un moño, que revelaba un largo y fino cuello y acentuaba su delicada barbilla.

Por supuesto, Dante deseó ver más de aquella mujer. Deseó verlo todo.

Justo entonces, otra persona entró en el local y obligó a la desconocida a apartarse un poco para dejarla pasar. Gracias a ello, la luz del vestíbulo la iluminó por completo, y él se quedó absolutamente perplejo.

Era imposible.

No podía ser. Debía de estar soñando.

–Non credo… –musitó.

Y las palabras resonaron en su atónita mente.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Doce meses antes

 

Dante iba a demasiada velocidad; sobre todo, tratándose de carreteras comarcales. La bomba que le había soltado su abuelo lo había enfurecido, y aferraba el volante del coche alquilado con expresión pétrea, consumido por la ira.

¿Cómo era posible que le hubiera pedido eso? Había estado a su disposición las veinticuatro horas del día; había hecho todo lo que se le antojaba y, por supuesto, le había sido completamente leal. Pero eso no había impedido que incluyera una exigencia inadmisible en su testamento.

Fuera de sí, echó un vistazo al ordenador del vehículo para ver cuánto faltaba. Estaba a punto de llegar a su destino.

Una boda, precisamente.

La ironía de la situación no le hizo ninguna gracia. Sin embargo, el hombre al que necesitaba ver en ese momento estaba allí: su abogado y viejo amigo Rafaello Ranieri.

Rafaello podía ser suave como la seda cuando quería, pero conocía muy bien su trabajo. No tenía más remedio, teniendo en cuenta que su bufete llevaba los asuntos de muchas de las familias más adineradas de Italia. Y, aunque Dante pertenecía a ese elitista grupo, nunca había necesitado de sus servicios profesionales.

Hasta ese momento.

Su humor mejoró un poco al pensar en él. Sí, localizar a Raf había sido tan difícil como averiguar dónde estaba la casa de campo del West Country donde se celebraba la boda en cuestión, a la que por lo visto asistía en calidad de amigo del novio; pero Raf era el único que lo podía liberar de la trampa que su abuelo le había tendido.

Media hora después, sus esperanzas saltaron por los aires.

–¡Vamos, Raf! –exclamó, mirándolo con enfado e incredulidad–. ¡Tiene que haber alguna forma de arreglarlo!

Rafaello encogió los hombros bajo su carísima chaqueta, le devolvió la copia del testamento que le acababa de dar y respondió, con una sonrisa casi sarcástica en su saturnina cara:

–Me temo que no. Tu abuelo lo dejó bien claro, y no encuentro ni el menor resquicio. Pero dime, ¿quién va a ser la afortunada que eche el lazo a uno de los solteros más deseados de Italia? Hasta donde yo sé, nunca has tenido una relación seria con nadie.

Dante lo miró con rabia.

–No me vengas con esas. No tengo tiempo para ese tipo de cosas, y lo sabes de sobra. Estoy demasiado ocupado.

Su amigo alcanzó la copa de champán que había dejado en la mesita de la sala en la que se habían metido, para poder estudiar el testamento lejos de los invitados a la boda.

–Bueno, se supone que eso es lo que tu abuelo intentaba rectificar, ¿no? Se quería asegurar de que mantengas una relación con alguien. Aunque nada impide que elijas la otra opción… renunciar a tu herencia.

–¡He trabajado muy duro para conseguirla! ¡Me deslomé por él! ¡Hice todo lo que pidió!

La indignación de Dante había dado paso a un sentimiento más contradictorio, una mezcla de frustración, decepción y asombro. Su abuelo lo había criado desde niño porque su padre, un hombre que no había trabajado en toda su vida, se había matado en un accidente de tráfico en él que también había muerto su esposa; y, en cuanto a su madre, su idea de trabajar consistía en pintarse las uñas y elegir el vestido que se iba a poner para ir a alguna fiesta.

En consecuencia, Dante entendía perfectamente que su abuelo le hubiera inculcado que el dinero no caía del cielo y que había que trabajar mucho para conseguirlo. Y eso era lo que había estado haciendo durante los últimos doce años, desde que terminó la carrera de Economía: trabajar a destajo para él, en calidad de subdirector y futuro heredero, porque le había prometido que se lo dejaría todo.

Y, en lugar de eso, le había engañado.

–No te lo tomes tan a pecho –dijo Raf, ya sin tono de burla–. Es verdad que el testamento no tiene ningún resquicio, pero la cláusula del matrimonio no es de carácter eterno. No significa que tengas que estar casado hasta el fin de tus días.

Dante entrecerró los ojos, comprendiendo lo que su amigo estaba insinuando.

–¿Hay un plazo mínimo? –preguntó sin más.

Rafaello sopesó el asunto mientras tomaba un poco más de champán.

–Te tienes que asegurar de que tu matrimonio no parezca falso, porque incumpliría los términos del testamento. Ahora mismo, y calculando por encima, supongo que debería durar un par de años.

–¿Dos años? Dio… Tendré treinta y cinco para entonces. ¡Casi cuarenta!

Rafaello se volvió a encoger de hombros; esta vez, apiadándose de él.

–Bueno, digamos que dieciocho meses como mínimo, entonces. Seguro que puedes sobrevivir a un matrimonio tan breve.

–Me da igual que sea breve. No me quiero casar. Es lo último que desearía hacer –declaró, mirándolo con intensidad–. Raf, tú conocías a mi abuelo. Controló mi vida cuando estaba vivo, insistiendo siempre en que la empresa era responsabilidad mía; y ahora me intenta controlar desde la tumba. ¡Me ha atado de pies y manos! ¡Quiere que renuncie a mi libertad, a toda mi vida personal!

Rafaello frunció el ceño.

–No será tan grave si encuentras a una persona que no te exija nada, a alguien que también necesite un matrimonio de conveniencia. A fin de cuentas, solo sería una formalidad, que duraría un plazo relativamente corto.

–Como si eso fuera tan fácil –gruñó Dante.

Dante no hablaba por hablar. Efectivamente, era uno de los solteros más deseados de Italia, y sabía por experiencia que muchas de las amantes que había tenido habrían hecho lo que fuera por casarse con él. Si les proponía un matrimonio de conveniencia, aceptarían sin dudarlo; pero luego cambiarían de opinión y se quedarían embarazadas a propósito para encadenarlo con carácter permanente.

Sin embargo, Rafaello no compartía sus objeciones, e insistió en su idea.

–No veo por qué no. Solo tienes que encontrar a alguien que tenga sus propias razones para no querer un matrimonio de verdad. Mientras no levantéis sospechas que puedan quebrantar los términos del testamento, no habrá ningún problema.

Dante bufó, escéptico.

–¿Y dónde voy a encontrar una novia tan increíblemente conveniente?

–¿Quién sabe? –respondió Rafaello, pasándole un brazo por encima de los hombros–. Hasta puede que la encuentres aquí mismo, esta noche. Quédate un rato en la boda de mi amigo… Por si acaso.

Dante no dijo nada. Se limitó a bufar otra vez.

 

 

Connie estaba harta. Siempre le tocaban ese tipo de actos. En circunstancias normales, no habría estado allí, sino en casa, con su abuela; pero, además de limpiar un par de casas del barrio, solo podía aceptar trabajos de noche, y solo gracias a que la señora Bowen, una de sus vecinas, tenía la amabilidad de quedarse cuidando a su abuela.

Por desgracia, solo había dos tipos de trabajos nocturnos en aquel lugar: de camarera en el pub del pueblo o de camarera en Clayton Hall, una mansión que se alquilaba para bodas de postín. Las bodas siempre eran agotadoras, pero el sueldo era mejor que el del pub, y no estaba en posición de rechazar dinero.

Connie se estremeció al pensarlo. ¿Qué podían hacer? El dueño de la casa en la que estaban viviendo había vendido la propiedad, y el dueño nuevo las quería echar para alquilársela a turistas, porque era más rentable que tener inquilinos.

¿Dónde iban a ir?

Connie había dado vueltas y más vueltas a esa pregunta, y nunca encontraba respuesta. Casi todos los caseros del West Country estaban echando a la gente por el mismo motivo, y en el Ayuntamiento solo le habían dado dos posibilidades: la primera, un piso miserable en la ciudad y la segunda, llevar a su abuela a una residencia de ancianos.

Sin embargo, Connie no se sentía capaz de internarla, y tampoco la quería llevar a un piso sin jardín que seguramente exigiría subir y bajar escaleras y donde, para empeorar las cosas, no conocería a nadie. Las personas que sufrían demencia necesitaban familiaridad.

¿Cómo era posible que estuviera a punto de perder la casa que había sido su hogar durante casi toda su vida adulta?

Se lo preguntaba todos los días, y todos los días se quedaba sin respuesta.

No se lo podía creer.

Deprimida, salió al momentáneamente desierto vestíbulo por la puerta de servicio y recogió los vasos que los invitados habían dejado por ahí. Cuando ya no le cabían más en la bandeja, dio media vuelta para llevarlos a la cocina, pero alguien salió en el preciso momento en que ella intentaba entrar y la desequilibró. Media docena de los vasos que acababa de recoger cayeron al suelo y se rompieron en pedazos.

Connie soltó un gritó ahogado, de pura desesperación.

–¡Accidenti! –dijo un hombre a su espalda.

Ella se puso de cuclillas, dejó la bandeja en el suelo y se puso a recoger los restos. El desconocido se agachó también y la empezó a ayudar.

–Mi dispiace… lo siento.

Connie se giró hacia él.

Su mirada se topó con unas potentes y largas piernas flexionadas, que tensaban la tela de sus pantalones. Aquello ya la dejó perpleja, y lo que vio a continuación la dejó sin aire.

El hombre que estaba a su lado estaba en una liga muy superior a la suya. Cabello oscuro, ojos oscuros y una cara tan atractiva como la de un galán de cine. Era tan guapo que no lo podía dejar de mirar, y solo recuperó el aplomo cuando se dio cuenta de que se había quedado boquiabierta, como una tonta.

Él volvió a decir algo en italiano o, al menos, en un idioma que a Connie le pareció italiano, porque no entendía ni una palabra. Pero esta vez no se lo dirigió a ella, sino a un segundo hombre.

Connie se levantó con un último trocito de cristal y dijo:

–Lo siento mucho.

–No ha sido culpa tuya –replicó el que parecía una estrella de cine–. Por desgracia, los vasos tenían bastante líquido. Tendrás que pasar la fregona.

Ella, que no se había dado cuenta, tragó saliva.

–Ah, sí… sí, claro. Yo…

No sabía ni qué decir. Su cerebro había sufrido un cortacircuito por culpa del impresionante hombre que había surgido de la nada. Pero el que estaba con él, de expresión saturnina, la sacó del trance al decir con brusquedad:

–La fregona.

Su tono fue desdeñoso, como la mirada que le echó. Ella se ruborizó, hundió inconscientemente los hombros y se dirigió a la puerta de servicio.

Connie estaba acostumbrada a que la trataran con desdén, y no le habría sorprendido que un hombre tan atractivo la despreciara aún más que el resto. Pero no había sido él quien le había faltado al respeto, sino el otro. De hecho, el galán había sido amable con ella y hasta se había molestado en ayudarla a recoger los cristales.

Tras soltar un suspiro, salió de su hechizo como pudo, entró en la cocina y se fue a buscar la fregona.

 

 

Dante echó un vistazo a su alrededor, sin entusiasmo alguno. Rafaello había estado charlando un rato con su amigo y su novia, y él estaba de invitado inesperado, aunque supuso que a nadie le molestaría que un hombre rico y razonablemente atractivo se hubiera sumado a la celebración.

–¿Por qué no te vas a… ? ¿Cómo es esa expresión? Ah, sí, reconocer el terreno –dijo Rafaello con su estilo lánguido–. A ver si hay alguna mujer libre que cumpla tus requisitos. Por lo que he visto, ya has llamado la atención de unas cuantas.

Dante se limitó a fruncir el ceño. Evidentemente, su amigo encontraba graciosa su situación, pero a él no le hacía ninguna gracia.

Justo ahora, cuando por fin había recuperado su libertad, la iba a perder de nuevo.

Estaba agradecido a su abuelo. Le había dado la estabilidad que sus padres no habían podido darle y se había encargado de que recibiera una buena educación. Pero era extremadamente controlador y, aunque lo quería con toda su alma, se sintió súbitamente liberado cuando sufrió el infarto que acabó con él.

Se sintió como si hubiera recuperado su vida, como si de repente fuera libre para hacer lo que quisiera, sin obligaciones ajenas, sin tener que responder siempre ante otra persona. Podría tomar sus propias decisiones.

Desde luego, aún tenía que dirigir Cavelli Finance, pero eso no le molestaba en absoluto. Tenía planes para ampliar el negocio y aprovechar las nuevas oportunidades de inversión; particularmente, en el campo de las inversiones verdes, que su altamente conservador abuelo había bloqueado una y otra vez, a pesar de sus recomendaciones.

Pero, en lo tocante a su vida personal, tenía la esperanza de poder hacer lo que le viniera en gana y, por supuesto, eso no incluía casarse con nadie ni fundar una familia, lo cual no significaba que pretendiera llevar una vida tan disipada como la de sus padres. Seguro que había un término medio.

Y ahora, su difunto abuelo regresaba de entre los muertos para esclavizarlo otra vez.

La frustración y la rabia lo dominaron de nuevo, y con el agravante de que ni siquiera podía beber para ahogar sus penas, porque se alojaba en un hotel del pueblo y tendría que conducir para volver. Además, tampoco estaba de humor para eso. Quería hundirse en su enfado y dejarse llevar por él, tan oscuro y taciturno como su irresoluble problema.

 

 

Connie corrió por el camino que llevaba a las puertas de la propiedad, porque había empezado a llover. La gente seguía de fiesta en la mansión, pero ella había avisado a los organizadores de la boda de que tenía que estar en casa a las once de la noche. No podía pedir a la señora Bowen que se quedara con su abuela más tiempo y, además, se tenía que asegurar de que se acostara en la cama.

Si no llegaba pronto, se contentaría con echar una cabezadita en un sillón. Últimamente, ni siquiera sabía qué hora era.

Mientras corría, se volvió a preguntar qué diablos iban a hacer cuando las echaran de la casa. No se lo podía quitar de la cabeza. Y encima, estaba tan cansada que estuvo a punto de tropezar en la grava y caerse.

Al llegar a las puertas de la verja, se acercó al panel electrónico e introdujo el código que le habían dado. Luego, abrió el bolso y empezó a buscar la linterna que llevaba en él, porque tenía que recorrer casi un kilómetro por una carretera a oscuras para llegar al pueblo; pero tardó tanto en localizarla que las puertas se empezaron a cerrar.

Justo entonces, un coche apareció a toda velocidad. Obviamente, su conductor intentaba salir antes de que las puertas se cerraran del todo; y lo consiguió, aunque pasando tan cerca de ella que la grava que levantaron las ruedas dio en las piernas a Connie.

Al sentir el súbito dolor, soltó la linterna sin querer, y se tuvo que agachar a buscarla. Ni siquiera se dio cuenta de que el coche se había detenido.

–¿Te encuentras bien?

Connie reconoció la voz al instante. Suave y profunda, de acento italiano.

–Se me ha caído la linterna.

Él se bajó del vehículo y se puso de cuclillas a su lado, como había hecho en la mansión.

–Ah, aquí está –dijo el galán de cine.

Connie la alcanzó y se levantó.

–Gracias.

El impresionante hombre se incorporó a su vez, y ella descubrió que estaba aún más guapo bajo la luz de los faros y con la lluvia cayendo sobre su oscuro cabello y sus increíblemente largas pestañas.

Pero también descubrió que estaba frunciendo el ceño.

–Tú eres la camarera a la que se le ha caído una bandeja.

–Sí.

Connie no dijo más. No había nada que decir.

–No llevas paraguas –observó él.

–Esto… No.

Ella intentó alejarse. Se estaba empapando, y aún tenía que llegar a casa. Pero él la agarró del brazo y dijo:

–Sube al coche. Y no me lo discutas, que yo también me estoy mojando.

Él dijo algo en italiano, y Connie tuvo la sensación de que había sido un comentario crítico sobre el maldito clima inglés. Luego, la llevó a la portezuela del copiloto, la abrió e intentó ayudarla a sentarse.

–No, no es necesario, de verdad…

Él arqueó una ceja.

–Claro que lo es. Te llevaré a tu casa. No puede estar muy lejos si pretendías ir andando –comentó.

–Está en el pueblo.

Ella se sentó, porque era más fácil que discutir. Los asientos eran tan lujosos como el coche, el más caro en el que había viajado en toda su vida.

Connie se echó hacia atrás y se puso el cinturón de seguridad tan deprisa como pudo, porque él aceleró al instante, arrancando un potente rugido al motor. Se sentía completamente fuera de lugar, y aún se sintió peor cuando se atrevió a mirar de soslayo para contemplar su perfil.

Era impactante, arrebatador.