Más que un recuerdo - Roz Denny Fox - E-Book
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Más que un recuerdo E-Book

Roz Denny Fox

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Beschreibung

Un día, la prometida de Garret Logan, fallecida tiempo atrás, entró de pronto en su pub. Habían transcurrido siete años desde que Colleen murió en un accidente de coche, pero Garret no había sido capaz de librarse de su recuerdo. Y ahora ella había vuelto con un nuevo nombre, alegando no acordarse de él.Jo Carroll había viajado hasta Tennessee buscando respuestas. Desde el accidente que le borró la memoria había llevado una vida sobreprotegida, pero ahora tenía que afrontar que todo lo que conocía tal vez fuera una mentira. Conforme iba emergiendo la verdad, sus sentimientos por Garret se fueron haciendo más intensos. Pero, antes de comprometerse, necesitaba saber si él amaba a la mujer que fue… o a la mujer en la que se había convertido.

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Seitenzahl: 266

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Rosaline Fox

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mas que un recuerdo, n.º 145 - octubre 2018

Título original: More Than a Memory

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-096-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Jo Carroll terminó de cerrar la última caja y la dejó al lado de la puerta. Sólo quedaba la habitación de su madre: la había dejado para el final. Todavía no podía creer que hubiera pasado todo un mes desde que enterraron a Sharon Drake al lado del padre de Jo, Joseph, en el cementerio cercano al apartamento. La muerte de Sharon había sido tan inesperada como el accidente que acabó con la vida de Joe Drake, siete años atrás.

Una mañana Sharon se despertó quejándose de un fuerte dolor de cabeza. En un santiamén cayó desmayada al suelo… y murió antes de que llegara la ambulancia. El diagnóstico de los médicos fue aneurisma cerebral, y a Jo no le quedó otra que consolarse con el pensamiento de que su madre no había sufrido nada.

Y ahora Jo estaba sola. No era ninguna chiquilla. Con veinticinco años podía perfectamente cuidar de sí misma. Desde la muerte de su padre en el mismo accidente al que ella había tenido la suerte de sobrevivir, su vida había girado en torno a su carrera como concertista de violín.

Vacilando en el umbral del dormitorio de su madre, se frotó nerviosa las palmas de las manos en los vaqueros. Sharon siempre había sido una mujer muy introvertida, y dominante también. Jo había postergado todo lo posible aquella tarea. Había hecho muchos cálculos y sabía que la mudanza era necesaria. Con su salario mensual como violinista principal de la Filarmónica de Boston, y lo poco que ganaba haciendo turnos en una cafetería, nunca conseguiría pagar la renta de aquel apartamento de dos habitaciones en la avenida Commonwealth.

Su madre siempre había insistido en que necesitaban vivir allí donde pudieran codearse con gente importante que pudieran ayudar a Jo en su carrera como violinista. Pero, en aquel momento, Jo todavía no entendía cómo su madre había conseguido llegar a fin de mes durante todos aquellos años.

Decidida a acabar de una vez, abrió una caja vacía y empezó a guardar las pertenencias de su madre. Hizo a un lado un broche en forma de camafeo; el resto pensaba donarlo a un albergue de mujeres. Viendo el poco valor de todo ello, ahora entendía los sacrificios que había hecho su madre para que ella continuara estudiando y cualificándose.

Sintió una punzada de culpa mientras doblaba un vestido de gasa azul, la última prenda que quedaba en el armario. Sólo faltaba echar un último vistazo para asegurarse de que no había dejado nada, antes de llamar a la empresa de mudanzas…

«¡Espera!», exclamó para sus adentros. ¿Qué era lo que había en el estante superior? Fuera lo que fuese, estaba como encajado debajo de un cubrecama de invierno. Tuvo que estirarse hasta alcanzar la caja de madera de cedro, que no era muy pesada. El nombre de su padre estaba grabado en la tapa. Empezaron a temblarle las manos: Jo no tenía ningún recuerdo de él.

Se sentó sobre las rodillas y la abrió. Dentro encontró libros y papeles. Anuarios de instituto, recortes de noticias, diplomas de premios con reborde dorado… Se sintió momentáneamente decepcionada. Había esperado un testamento, o una póliza de seguros. Pero aquello era muy extraño. Los anuarios eran de un instituto de Tennessee, en White Oak Valley. Jo no conocía a nadie en Tennessee.

Se le hizo un nudo en el estómago mientras examinaba un par de diplomas y galardones: el nombre que aparecía era el de Colleen Drake. Todos eran primeros y segundos premios del festival musical de Smoky Mountain.

Para cuando terminó de revisar las dos docenas de amarillentos recortes de periódico, le costaba respirar. En uno de ellos aparecía la fotografía de una niña increíblemente parecida a las imágenes que Jo conservaba de su infancia: de nuevo la tal Colleen Drake. Una superdotada del violín con el mismo apellido que Joseph… De repente soltó los recortes y una fina cadena de oro asomó entre ellos. Tenía algo en su extremo, un colgante en forma de hoja de roble. La hoja tenía grabadas dos palabras en el envés: Amor eterno, y debajo dos letras enlazadas que podían ser una «G» y una «C»…

Cerró los dedos en torno al colgante. Todo lo que había encontrado en aquella caja era sencillamente asombroso. De hecho, resultaba incluso inquietante, pensó mientras se acariciaba la cicatriz de la línea del pelo con gesto inquietante. El latido de dolor aumentó cuando abrió uno de los anuarios, el de segundo curso, y hojeó las fotografías de la clase. Era su sonrisa la que vio en la cara de una desconocida llamada Colleen Drake. Un escalofrío le recorrió la espalda. Su primer impulso fue volver a guardarlo todo en la caja y hacer como si no hubiera visto nada.

Pero la curiosidad la impulsó a abrir el segundo anuario, el de primer curso. Aquella foto de Colleen Drake se le parecía tremendamente. Casi habría podido ser ella… sólo que Jo no solía recogerse la melena hacia atrás, como la chica de la imagen. Y el apellido Drake era el mismo, el de su padre, por lo menos hasta que tuvo que cambiárselo por razones profesionales.

La pregunta era inevitable. ¿Quién era Colleen Drake? Empezó a ver pequeñas luces detrás de los párpados cerrados, aviso de una inminente migraña. Se recuperó por pura fuerza de voluntad. Una prima, sí… quizá fuera una prima suya.

En el tercer anuario había un espacio en blanco donde debería haber figurado una foto retrato, como en los anteriores. Sin embargo, el nombre Colleen Drake estaba escrito a máquina al lado de la lista de actividades en las que había intervenido, como la orquesta y el coro del centro. ¿Qué le habría pasado a la foto de aquella chica?

Incapaz de pensar con claridad por culpa de la migraña, se agarró la cabeza con ambas manos. La melena le cayó sobre los ojos, velando todas aquellas elocuentes evidencias.

Al cabo de un buen rato, se tranquilizó lo suficiente para revisar lo que ya sabía. No era mucho. Las graves heridas que había sufrido en el accidente que acabó con la vida de su padre le borraron la memoria. Cuando se despertó en el hospital después de la operación, le aterrorizó descubrir que no se acordaba de nada. Todo cambió cuando su madre apareció a su lado y empezó a explicarle pormenorizadamente su pasado. Algunos detalles afloraron. Según Sharon, Jo había tenido una infancia privilegiada, estudiando en colegios privados y recibiendo clases particulares con grandes maestros de violín. Su madre le había repetido tantas veces aquellas historias que al final Jo había llegado a recordar haberlas vivido, o al menos eso le había parecido. Todo el mundo en el hospital se había quedado asombrado de que hubiera podido conservar la capacidad de tocar el violín. Tras consultar a numerosos médicos, todos les habían asegurado que a veces esas cosas sucedían después de un trauma cerebral. Quizá con el tiempo llegara a recuperar la memoria… o quizá no.

¿Pero por qué le habría mentido su madre? ¿Por qué no le había hablado de aquella prima o de quienquiera que fuese? Después de todo, si habían guardado todos aquellos anuarios y recuerdos… Sintió una punzada de terror. ¿Quién le quedaba que pudiera confirmar los hechos de su propia historia que su madre le había relatado? ¿Con quién podía cotejarlos?

Incorporándose, buscó su móvil y marcó el número de Jerrold Cleary con dedos temblorosos. Antiguo director de la Filarmónica de Boston, Jerrold había sido su tutor y un gran amigo de su madre. Jo sospechaba que ambos habían tenido una aventura años atrás, pero no tenía prueba alguna de ello, excepto lo de…

—¿Jerrold? Soy Jo —interrumpiendo sus reflexiones, se puso a parlotear como una loca—. Creía que había vaciado del todo el armario de mi madre cuando encontré una caja de madera de cedro con el nombre de mi padre… Te parecerá una estupidez, pero… ¿mamá te mencionó alguna vez que yo tuviera un familiar? ¿Una prima quizá… que se llamara Colleen?

La seguridad que le dio Jerrold de que nunca lo había hecho supuso en cierta forma un alivio. Su madre y él se habían encerrado muchas veces en la cocina a hablar y compartir confidencias mientras Jo practicaba de seis a ocho horas cada día.

—No que yo sepa, Jo —contestó Jerrold—. ¿Te encuentras bien? Te noto un poco rara.

—Lo sé, siento haberte molestado. Seguiré buscando…

Se disponía a colgar cuando Jerrold se lo impidió.

—Pareces muy alterada. Voy ahora mismo para allá.

—No es necesario, de verdad. Estoy segura de que tiene que haber una explicación lógica para todo esto. Debe de ser alguna prima lejana de la familia de papá… —dijo, intentando convencerse a sí misma. La otra posibilidad resultaba sencillamente demasiado horrorosa de concebir.

—No hace falta que vengas, Jerrold. Iba a llamar al camión de la mudanza. Ya lo tengo todo embalado —«excepto la caja de cedro», añadió para sus adentros.

Le extrañó que Jerrold colgara tan rápido. No llamó al camión, sino que volvió al dormitorio de su madre y se sentó para seguir revisando los recortes de prensa.

Abismada en su lectura, se le aceleró el pulso cuando oyó abrirse la puerta del apartamento y a Jerrold Cleary llamarla por su nombre. Lo encontró en el salón ya vacío de muebles. Como siempre, vestía de manera impecable; jamás había visto un pelo de su cabello gris fuera de su sitio. Pero ese día parecía especialmente alterado.

—No sé lo que has encontrado, Jo, pero será mejor que lo tires a la basura y te olvides de ello.

—¿Mejor para quién?

Jo nunca le contestaba de aquella manera, lo cual la sorprendió a ella tanto como a él. Jerrold hizo un gesto de indiferencia.

—Mejor para tu carrera. Tu carrera lo es todo. Sabes que tu madre consagró toda su vida a asegurar tu éxito. Pensaba darte la gran noticia más tarde, pero creo que lo que necesitas ahora mismo es un pequeño empujón… —sacó un papel del bolsillo interior de la chaqueta y se lo entregó—. He terminado con los preparativos de tu gira por Europa para este verano. Y he negociado tres solos. Las piezas que el director quiere que ejecutes están en el dorso del programa. Ya las has tocado todas, pero necesitarás practicarlas hasta que queden perfectas.

—No me estás escuchando. ¿Y si tengo algún familiar por alguna parte?

Jerrold señaló el programa, que ella aún no había mirado.

—Ésta es tu gran oportunidad, Jo. Es una lástima que tu madre no esté aquí para verte tocar la Rapsodiaespañola de Ravel en un escenario de España. Que dieras un solo en Europa era el sueño de toda su vida. Lo sabes perfectamente.

Pero a Jo le costaba entender lo que le estaba diciendo Jerrold. Y el ambicioso itinerario que tenía en la mano le resultaba tan incomprensible como si estuviera escrito en chino.

—Jerrold, no puedo… hacer… esta gira.

—Eso es absurdo. Conozco a los violinistas —lo dijo con su habitual tono pomposo—. Todos os asustáis en el último momento. Pero tú, Jo Carroll, eres la virtuosa mejor dotada naturalmente que he tenido la suerte de enseñar. Con un poco de dedicación, estoy seguro de que algún día serás tan famosa como Itzhak Perlman o Vladimir Spivakov. Y tan rica… —añadió, ajustándose el nudo de la corbata—. Tú, querida mía, alcanzarás una fama mundial. Y mi única recompensa será la de ser testigo de tu éxito.

—Jerrold, no me estás entendiendo —le entregó uno de los diplomas que había encontrado—. Mira esto. No sé si yo soy Jo Carroll realmente… o si soy esta tal Colleen Drake. Es demasiada casualidad que se me parezca tanto y que tuviera el mismo talento para el violín. ¿Y si yo fuese ella?

Jerrold rasgó tranquilamente el certificado y lo dejó caer al suelo.

—Jo, tú ya sabes que eres una Drake. ¿Tanto importa ese primer apellido? Después de tu accidente, Sharon y yo decidimos utilizar su apellido de soltera, Carroll, como nombre artístico tuyo. Y tú sabes que Sharon Carroll habría saltado a la fama si no se hubiera quedado embarazada de ti, viéndose obligada a interrumpir su carrera como cantante.

—Mamá siempre estaba cantando —pasándose un mano por su pelo despeinado, Jo se puso a caminar por el salón—. Papá hacía guitarras acústicas. Y fídulas —se detuvo de repente, consternada—. Acabo de decir una cosa que no sé de dónde la he sacado, de repente me ha venido a la cabeza. ¿Fabricaba realmente mi padre guitarras? Juraría que mamá sólo me habló de sus violines. Oh, pero puede que me esté equivocando… Mi madre vendió el banco de trabajo de papá y sus herramientas por eBay después de que yo saliera del hospital —apoyó la frente en el frío cristal de la ventana.

—Deja de torturarte, Jo —le espetó Jerrold—. La culpa la tiene esta mudanza. No sé por qué te has empeñado en hacerla ahora cuando deberías estar practicando para la gira de este verano.

—¿Cómo puedes seguir hablándome de esa gira cuando mi vida se está cayendo a pedazos? —hizo una bola con el programa y la tiró al suelo—. No pienso ir a Europa. Hablo en serio, Jerrold. Voy a seguir investigando a partir de lo que he encontrado. Ya tuve bastante con perder mi infancia como para encima tener que sufrir toda esta confusión… —se apartó el cabello de los ojos. La mano le temblaba violentamente.

—¡No me lleves la contraria, pequeña desagradecida! —gritó de pronto Jerrold, todo colorado de furia.

Al principio Jo pareció encogerse ante su estallido. Pero luego se recuperó y abrió la puerta de la calle.

—No soy ninguna niña, Jerrold, así que no me trates como tal. Sé que todo esto es una sorpresa para ti, pero algo no va bien y quiero descubrir qué es.

—Por supuesto —repuso, haciendo un visible esfuerzo por dominarse. Todo rastro de furia abandonó su rostro bronceado mientras forzaba una sonrisa.

—Mi madre te dio una llave del apartamento. ¿Me la podrías devolver, por favor?

—¿La llave? Oh, muy bien —se la entregó, pero sólo después de recoger el programa del suelo y alisarlo con los dedos—. Ya nos veremos cuando te hayas establecido en tu nuevo estudio. La ventaja de esta mudanza es que estarás más cerca del Jordan Hall. Cuando llegue el momento, después de tu éxito en Europa, podrás hacer una audición con la Sinfónica de Boston. Estoy a punto de conseguirte tres horas por semana de clase con un antiguo maestro de la Filarmónica de Viena. Le gusta tu trabajo. Sé que contemplarás todo esto como una muestra de las numerosas y grandes oportunidades que puedo ofrecerte.

Se marchó a toda prisa, y Jo escuchó sus pasos en las escaleras antes de que pudiera recuperarse lo suficiente para gritarle:

—¡No pienso cambiar de idea, Jerrold!

Aquel hombre tenía que entender que no podía concentrarse en la música cuando tenía tantas preguntas bullendo en su cabeza y ninguna respuesta satisfactoria.

Si realmente tenían familia en Tennessee… ¿por qué no le había dicho nada su madre? Sus esfuerzos por recordar eran inútiles. Su madre había procurado llenar las lagunas de su memoria cuando salió del coma. Dos neurólogos y una psiquiatra habían coincidido en que no padecía amnesia retrógrada, sino un trastorno disociativo provocado por un intenso deseo de borrar algo que no podía soportar. Aun así no sólo el accidente, sino todos los sucesos anteriores habían quedado borrados de su memoria. Lo que seguía sin tener sentido era que su madre le hubiera hablado de la muerte de su padre y no de su prima… si acaso había tenido alguna. Y todavía era menos probable que Jo hubiera gozado de una infancia privilegiada en Boston… y al mismo tiempo hubiera tenido una hermana en alguna remota población de Tennessee. Un lugar llamado White Oak Valley. Aquello sencillamente no tenía ningún sentido.

La lógica le decía que algo no encajaba en absoluto. Pero… ¿y si empezaba a indagar y descubría una verdad tan horrible que después se arrepentía de haber descubierto?

Tenía pastillas para aquellas migrañas, pero hacía tiempo que no las había necesitado. Se tomó una y se tumbó. Cuando el dolor empezó a remitir, pensó en la cantidad de veces en que se había sentido terriblemente desorientada después del accidente… como le sucedía en aquel mismo momento. El único remedio consistía en sumergirse en la música. Había guardado ya todos sus violines, pero de todas maneras abrió la caja. Y muy pronto resonaron en el piso vacío los tristes acordes de la Oberturatrágica de Brahms.

Jo tocó y tocó hasta que se le quedó rígido el cuello y los dedos de la mano izquierda. Para cuando finalmente bajó el arco, sabía que aquella incertidumbre podía acabar destrozándola. Tanto si con ello destruía su carrera como si no, tenía que conseguir respuestas.

 

 

Menos de una semana después, viajando a bordo del viejo coche de su madre, Jo se detuvo cuando estaba a menos de cincuenta kilómetros de White Oak Valley, en Tennessee. Su primera intención había sido vender el coche, pero en aquel momento se alegraba de no haberlo hecho. Aparcó en el arcén de la carretera, en lo alto de una montaña cubierta de niebla.

La osadía que había mostrado hasta entonces empezaba a fallarle. Había pasado por Sevierville y Gatlinburg, poblaciones que su agente de turismo le había señalado en el mapa. La mujer le había dicho que finales de mayo todavía era una fecha demasiado temprana para las masas de turistas que invadían la zona para pescar y hacer vela.

Apoyada en el quitamiedos de la carretera, Jo bajó la mirada al valle y pudo distinguir el hilo plateado de un río, probablemente el mismo que había atravesado una hora antes. La vista del ancho valle estaba parcialmente cubierta por una neblina color gris lavanda que la había dejado impresionada. Aquel paisaje le resultaba levemente familiar, como si lo hubiera visto antes… quizá en alguna película, o en una revista.

Estremeciéndose, se frotó los hombros. Hacía frío en aquellas montañas. Frustrada por no recordar todavía nada, volvió al coche, se puso la chaqueta y continuó hacia White Oak Valley.

Preciosos árboles en flor flanqueaban la calle principal que parecía dividir en dos la diminuta población. White Oak Valley se alzaba lejos de la transitada ruta turística de la región, y por lo tanto no podía alardear de las cadenas de restaurantes y moteles que Jo había visto en Gatlinburg. La fama del pueblo se limitaba a la ermita que había hecho famosa una serie de televisión, Los Duques de Hazzard. Jo nunca la había visto; su madre solía decir que ver la televisión era perder el tiempo.

Después de recorrer White Oak Valley de punta a punta, experimentó una punzada de decepción. En vano había esperado que algo disparara el resorte de su recuerdo.

Su estómago se quejó. Hacía dos horas que debería haber comido según su horario normal, y decidió probar suerte en la cafetería que estaba al otro lado del parque: Mildred’s, según podía leerse en el viejo letrero de la puerta. Las ofertas estaban pintadas en los cristales: bocadillos, sopa, pollo asado, guisados… y desayunos a cualquier hora. Aparcó delante de una anticuada tienda y cruzó la calle hacia la cafetería. Nada más abrir la puerta de rejilla, asaltó su nariz un delicioso aroma a comida casera. La larga barra estilo años cincuenta, con su antiguo grifo de soda y sus taburetes cromados de cuero rojo, separaban la zona de la cocina del comedor de asientos de vinilo, todos vacíos. Tres ventiladores blancos colgaban del techo.

Escogiendo una mesa cercana a la puerta, Jo recogió una carta de menú. En una vieja gramola resonaba una estridente melodía country. Revisó la lista de canciones, pero no había oído ninguna. Era normal: su repertorio musical se limitaba a Beethoven, Schumann, Tchaikovsky y demás clásicos.

Una camarera apareció ante ella. A juzgar por la manera en que estaban a punto de reventar los botones de su uniforme azul, estaba claramente embarazada.

—¿Qué te traigo? —le preguntó, mascando chicle.

—Una sopa de maíz y un té —pidió Jo, pensando que eso la ayudaría a entrar en calor—. De cualquier hierba que tengas.

La camarera se volvió para gritar en dirección a la cocina:

—Mildred, ¿te queda algo del té del que preparó Esther? Una cliente quiere té de hierbas.

Una esquelética mujer mayor, cuya edad resultaba aún más evidente por su pelo corto teñido de un negro azabache, salió de la cocina. Dio una última chupada a su cigarrillo antes de aplastar la colilla en un cenicero colocado junto a la caja registradora.

—Se nos han agotado todos los tés menos el sureño, pero… ¡caramba! —exclamó la mujer mientras se quedaba mirando a Jo con la boca abierta—. Que me aspen si no… Todo el mundo te creía muerta, señorita…

Un escalofrío recorrió la espalda de Jo. La carta de menú resbaló entre sus dedos.

—¿Me conoce usted?

Al principio la mujer soltó una carcajada de incredulidad. Pero cuando Jo se dispuso a levantarse de la mesa, la mujer, la tal Mildred, se retiró detrás de la barra.

—Yo no creo en fantasmas —siseó. Resultaba evidente que no tenía intención de decir más.

—Por favor —imploró Jo—, yo no sé quién cree usted que soy. Hace poco descubrí unos anuarios del instituto de este pueblo y he venido aquí para… No sé, para conseguir… información, supongo.

—Si lo que me estás preguntando es si tú eres realmente Colleen Drake y no estás muerta, entonces eres tú la que tiene que dar explicaciones. Y no a mí precisamente, sino al pobre Garret Logan.

—¿Lo-Logan? —balbuceó. Sacudió la cabeza, en un esfuerzo por aclarar sus pensamientos—. Yo… mi madre nunca me mencionó a nadie que se llamara así.

La mujer esbozó una sonrisa irónica y se puso a limpiar la barra con una bayeta.

—No me extraña, con esos aires de duquesa que se daba… Pensaba que las dos erais demasiado señoras para cualquier hombre que hubiera nacido en este pueblo… Que Dios me perdone por ser tan directa, pero tanto este pueblo como los Logan estarán mucho mejor si te volvieras ahora mismo por donde has venido, a donde sea que hayas estado escondida hasta ahora…

Bajó la mirada a los pantalones de lino de Jo, con su bolso y sus sandalias a juego, y encendió otro cigarrillo del paquete que llevaba en un bolsillo del delantal. Lo encendió y soltó una bocana de humo hacia el techo.

Jo empezó a toser con el humo. La cabeza empezó a latirle, y de repente se sintió incapaz de respirar. Aquella mujer no podía haber conocido a su madre, si pensaba que Sharon Drake había tenido aquellos supuestos aires de grandeza… Todo lo que había hecho Sharon había sido promocionar la carrera de su hija.

Pero era inútil discutir. En lugar de ello, abandonó sin más la cafetería. Hacer enemigos no la llevaría a ninguna parte. Estaba claro que la tal Mildred pensaba que ella le debía a un tal Garret Logan, fuera quien fuera, una explicación o algo parecido.

Quizá si lograba encontrarlo, él podría aclararle aquel misterio y ella volverse a Gatlinburg antes de que oscureciera, para cenar en algún restaurante decente. Pero una vez ante el coche, vaciló. Debería preguntarle a Mildred dónde podría encontrar a Garret Logan.

Afortunadamente, un chico de unos doce o trece años pasó por delante de ella en una bicicleta. Le lanzó una amable sonrisa antes de girar hacia el parque.

—¡Hey! —lo llamó—. Chico, por favor… Estoy buscando a un hombre llamado Logan. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?

El chico se dio la vuelta.

—Sean acaba de ir al banco.

—Garret. Estoy buscando a Garret.

—Supongo que estará en el pub —y se dispuso a seguir su camino.

—Gracias, pero… ¿dónde está el pub? —lo máximo que consiguió del adolescente fue que le señalara con el pulgar el otro extremo de la calle. Recordaba haber visto una taberna casi al principio del pueblo.

Habría podido ir a pie, pero decidió conducir para disponer así de un tiempo para recuperarse. Aparcó al lado de un edificio de madera. Un letrero de neón con una gigantesca jarra de cerveza lo identificaba como el Logan’s Pub.

De inmediato una imagen distinta asaltó su mente, haciéndola pestañear. El neón no decía Logan’s Pub, sino Garret’s y otro nombre más. El segundo nombre bailaba ante sus ojos, como si no pudiera enfocarlo bien con la mirada. La imagen se disipó en un instante, pero duró lo suficiente para sobresaltarla. Le sudaban las manos cuando abrió la pesada puerta de madera de roble.

Una placa clavada a la altura de los ojos anunciaba música bluegrass los viernes y sábados por la noche. Afortunadamente aquel letrero no bailó ni se transformó en su imaginación. Aun así, el estómago le dio un vuelco mientras entraba en el bar y esperaba unos segundos a que la vista se le acostumbrara al interior en penumbra.

De repente le flaquearon las rodillas, abrumada por una sensación de nostalgia que no supo explicar. Una reluciente barra de bar reflejaba los escudos luminosos de varias marcas de bebidas. Arrugó la nariz al reconocer el amargo olor de la cerveza. Por lo que sabía, aquélla era la primera vez que entraba en aquella taberna o en cualquier otra.

Lanzó una rápida mirada al camarero de pelo oscuro que estaba de espaldas a la puerta, llenando un vaso con un líquido color ambarino. Había dos hombres sentados al final de la barra, conversando. Uno tenía delante un bocadillo y un vaso de cerveza. El otro un bocadillo, sin bebida alguna. Jo se volvió entonces hacia el escenario vacío que se levantaba al final del local.

Un fuerte golpe le hizo volver de nuevo la mirada hacia la barra. El camarero había dejado caer el vaso. Decenas de pedacitos de vidrio corrían por el suelo en un río de cerveza.

 

 

Garret Logan había oído abrirse y cerrarse la puerta. Era temprano para la habitual ola de clientes que invadía el local a la salida del trabajo. Terminó de servir la segunda cerveza antes de volverse para ver quién había entrado. Cuando lo hizo, el vaso se le escapó de las manos. Parpadeó varias veces, esperando borrar de esa manera la imagen demasiado real de la mujer a la que había creído muerta durante los siete últimos años. Había dado por hecho que Colleen Drake yacía enterrada en algún cementerio de la Costa Este, al lado de su padre, Joe. Y, con ella, el secreto que habían guardado entre los dos.

Incapaz de apartar la vista de aquella aparición, susurró un tembloroso «¿Colleen? Dios mío, acércate. Déjame mirarte». Su cerebro le recordó que debía servir la cerveza al segundo cliente. Al menos necesitaba limpiar aquel estropicio. Pero las suelas de sus botas parecían haberse soldado al suelo mientras seguía embebiéndose de la belleza de Colleen.

Ella también lo miraba fijamente, frunciendo el ceño.

—Eres la segunda persona de este pueblo que me llama Colleen. ¿Quién eres? ¿Me conoces de algo?

No. No podía estar hablando en serio. Garret habría reconocido a Colleen en cualquier parte, a pesar de los inevitables cambios producidos en su apariencia, como la melena ahora alisada cuyos rizos solían enredarse en sus dedos. La mujer elegante que lo estaba mirando tenía cierto grado de sofisticación inexistente en Colleen. Pero tenía que ser ella.

Maldijo para sus adentros: la mitad de su vida había estado enlazada con la suya. La había amado con todo su corazón. Y durante siete años había llorado su muerte. Sólo en el último había podido plantearse la posibilidad de una vida sin ella. No importaba que su gran familia y un ejército de amigos lo hubieran ayudado a sobrevivir prácticamente cada día. El dolor de Garret por la pérdida de Colleen había sido demasiado grande. Habían planeado casarse tan pronto como él volvió de Irlanda.

Sumido en una neblina de asombro, la vio acercarse. Con la misma voz sensual que Garret nunca había olvidado, murmuró:

—¿Te has cortado con el vaso? ¿Necesitas ayuda?

El tono de formalidad de aquellas preguntas sacó a Garret de su parálisis. Y la parálisis se vio sustituida por una furia irracional.

—¿Dónde te habías metido? ¿Por qué vuelves ahora? ¿Qué es lo que quieres de mí?

Decenas de preguntas bullían en la cabeza de Jo, pero de lo que dijo a continuación, ella fue la primera sorprendida:

—Si no te importa, tomaré una zarzaparrilla —sinceramente no tenía ni idea de lo que acababa de pedir: simplemente sabía que era una bebida ligera, sin alcohol. Pero nunca había probado la zarzaparrilla. ¿O sí?

—¿Por qué no salimos fuera a hablar? —le pidió Garret, con los dientes apretados.

—¿Por qué?

—Porque tenemos una vieja cuenta que arreglar.

—¿Qué vieja cuenta?

—Como si no lo supieras… Dame un minuto. Voy a llamar a Brian para que me sustituya —bruscamente le dio la espalda, llenó el vaso de cerveza y se lo sirvió al cliente, que junto con su compañero no había perdido detalle de la escena.

Justo cuando empujaba la puerta giratoria del fondo para avisar a su hermano, la oyó preguntar, alzando la voz:

—¿Quién eres tú? ¿Y quién es Brian?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Garret entró con tanta precipitación que casi empujó a su hermano, que se disponía a salir cargado con dos bandejas de vasos limpios.

—¿Estás tonto? —Brian se hizo rápidamente a un lado, justo a tiempo—. ¿A qué tanta prisa?

—Ha vuelto. Está ahí mismo —señaló con el pulgar la puerta giratoria, que seguía moviéndose.

—¿Quién? ¿Te encuentras bien?

—Colleen. Colleen Drake ha vuelto. Ha entrado tranquilamente en el bar y me ha pedido una zarzaparrilla, como solía hacer antes. ¿Te acuerdas de que mamá solía hacer zarzaparrilla para ella? Su madre se oponía a que la tomara. Sharon solía decir que el exceso de azúcar la ponía nerviosa y afectaba a su capacidad de tocar el violín…

—Tranquilízate. Estás parloteando, hermanito. Respira hondo. Colleen lleva muerta siete años —Brian dejó las dos pesadas bandejas sobre el mostrador de la cocina, al lado del horno.

Garret estuvo a punto de gritar a su hermano, pero al final se contuvo, bajando la voz: