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En la tensa atmósfera creada por una guerra que parece inevitable, la expedición de la intrépida baronesa Ada De Caldera desapareció sin dejar rastros. Sospechada de participar en un sabotaje en su contra, su fiel criada Lussa queda envuelta en una trama de intrigas de la que debe escapar. Mientras las sombras de las conjuras se ciernen sobre todo, un implacable asesino va tras los pasos de Lussa. Las cosas, sin embargo, no son lo que parecen, y una presencia misteriosa observa desde las sombras.
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Seitenzahl: 601
Veröffentlichungsjahr: 2024
MARTÍN R. DI GIORNO
Di Giorno, Martín R.Matermachina / Martín R. Di Giorno. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5140-5
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINAwww.autoresdeargentina.cominfo@autoresdeargentina.com
Diseño de portada: Martín R. Di Giorno
I. Quis lupus, quis agnus?
I.
II.
III.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
IX.
X.
II. Naufragus Memoriam
XI.
XII.
XIII.
XIV.
XV.
XVI.
XVII.
XVIII
XIX.
XX.
XXI.
XXII.
XXIII.
XXIV.
III. Timor futuri
XXV.
XXVI.
XXVII.
XXVIII.
XXIX.
Post finem
Una dedicatoria repetida: a todos los autores de grandes historias de aventuras; nuevamente a Paola, por su renovada paciencia -tan infinita como siempre-, haciendo acertadas observaciones y sugerencias;y a Mariana, los adverbios no vuelven a faltar.
Lidia María Ahmad, in memoriam
“Siervos, bufones, a senadores graves y arrugados de sus puestos lanzad; tomad las riendas del estado vosotros.”
Timón de Atenas, acto IV, escena I
William Shakespeare
La tarde iba alejándose en el horizonte marino que comenzaba a tornarse gris oscuro; la noche llegaba para acompañar a la luna, que se insinuaba en el cielo invernal desde hacía horas. El Titania, el navío de línea de tres puentes, se desplazaba por las aguas con todas sus velas desplegadas, aprovechando el viento que soplaba favorablemente desde el mediodía. Lussa se envolvió con una frazada mientras miraba lánguidamente por la ventanilla de su camarote. Por momentos su cuerpo temblaba de frío, pero era más por la fatiga y la falta de sueño que por la temperatura de la estancia. Estaba ojerosa y tenía los párpados hinchados por las lágrimas: su amada señora, la joven baronesa Ada De Caldera, había desaparecido en el mar sin dejar rastros; el Nefelibata, su globo dirigible jamás llegó a destino. Frotó sus manos frías y paseó la mirada por los baúles que estaban en el camarote. Desde el momento en que emprendieron el regreso a Vaporia, Lussa dobló prolijamente una y otra vez los vestidos de su señora, impregnados todavía por su perfume. Acomodaba minuciosamente todos los objetos que había acumulado la baronesa durante el largo viaje hacia la remota isla Exterior, desde donde partiría con su dirigible.
Pero el Nefelibata y su pequeña tripulación desaparecieron sin alcanzar la meta: la isla Rosavientos.
La joven criada se culpaba una y otra vez por no haber acompañado a su señora, a quien servía desde que tenía doce años. Lussa tenía terror a las alturas y no compartía la ambición de la baronesa en convertirse en una famosa aeronauta. La angustia volvía a ella como un remolino, recordándole amargamente la despedida fría que habían tenido el día de la partida. Ada se había enojado con ella por su comportamiento inadecuado en el banquete dado por los desagradables reyes de la isla Exterior. Estaba irritada más de lo habitual con ella por haber tomado unas –cuantas- copas de más. Lussa mesó un bucle rubio que se descolgaba de su hombro, quizás se sentiría menos acongojada si hubiera recibido algunos fustazos de su querida señora; algo que en la realidad jamás había ocurrido. Apoyó la cabeza contra el marco de la ventana y su mirada vagó por oscurecida línea del horizonte. Los nubarrones grises se habían apoderado del firmamento anunciando más frío y quizás una nevada.
—Lo siento tanto, Ada— mustió mientras que una lágrima furtiva rodaba por su mejilla. Apretó la manta tratando de calentar su delgado cuerpo; estaba acurrucada en la cabecera de la litera, hojeando por milésima vez la pequeña libreta de anotaciones y dibujos que había olvidado su señora.
Unos golpes en la puerta del camarote la sacaron de su angustiosa ensoñación; sin pensarlo, guardó la libreta dentro del corpiño.
—¡Lussa de Galeniz! —llamó una voz con tono marcial. Lussa se sobresaltó, no estaba acostumbrada a que la llamara por su nombre completo.
—¿Qué ocurre? —la puerta se abrió sin que la joven diera su consentimiento, el robusto y nada amable sargento de la guardia de abordo entró— Ah, siempre tan delicado, sargento Remus. Yo sigo siendo...
—Le informo que queda confinada a este camarote hasta que lleguemos a Domus pasado mañana—cortó secamente el militar, Lussa abrió sus ojos acuosos exageradamente.
—¿Qué? —el rostro severo del sargento apenas cambió su gesto, su grueso bigote gris ocultaba unos labios finos.
—Queda bajo arresto hasta que se sea entregada a las autoridades del puerto —la muchacha se puso de pie, todo su cuerpo estaba temblando.
—Pero, no es posible, ¿por qué?, yo...
—Hasta tanto no termine la investigación de la desaparición de la baronesa De Caldera, usted está entre los sospechosos de sabotaje —la joven abrió la boca como un pez.
—¿QUÉ? —una oleada de calor se escurrió por su espalda—¿Sospechosa de sabotaje? —entraron dos soldados al camarote para llevarse las pertenencias de la baronesa ante la mirada sorprendida de la criada —No... no puede ser, no puede ser... ¡tengo... tienen que hablar con el canciller Rambaldus!—el sargento sonrió sarcásticamente
—El señor canciller ordenó que usted fuera arrestada junto a los otros sospechosos. Agradezca que le permite permanecer en este camarote y no la envía al calabozo con los demás—los soldados pusieron candados a los baúles de la baronesa y los sacaron del camarote silenciosamente; el sargento apenas se apartó de la entrada. Los nervios habían hecho entrar a la joven en calor; respiró hondo para resistir las ganas de gritar.
—No... no pueden acusarme de traicionar a mi señora—masculló frunciendo el ceño—. Justamente a mí, que soy... ¡que era la persona en quien más confiaba!
El sargento se cruzó de brazos, la sonrisa sarcástica seguía instalada en su rostro de facciones avinagradas.
—Una buena cantidad de monedas de oro pueden cambiarlo todo, señorita —el militar entrecerró los párpados —, más aun en los tiempos que corren —la incredulidad de Lussa se transformó en furia.
—¡Mi propia madre fue la nodriza de mi señora, la baronesa me consideraba hermana de leche!
—Bien —dijo el sargento con indiferencia —, tal vez todo eso se tenga en cuenta durante el interrogatorio. Hasta entonces permanecerá en este camarote.
—¡Conozco a su Excelencia el Primer Ministro desde hace años! —Lussa sostuvo la manta sobre sus hombros mientras el sonriente sargento cerraba la puerta de la cabina con llave —¡Exigiré hablar con él!
— También puede hablar con el rey si quiere —respondió el sargento desde el otro lado de la portilla.
—¡No soy una traidora, maldición! —Lussa aporreó la puerta mientras escuchaba unas risotadas burlonas del otro lado —¡Exijo hablar con el capitán Berengarius!
—¡Cierra la boca zorra, o irás directo al calabozo!
La apesadumbrada joven se dejó caer sobre la litera, temblando de rabia; su corazón latía aceleradamente y tenía la espalda transpirada. No había comido en todo el día, su estómago estaba retorcido como un trapo. Miró sus manos trémulas agitando la cabeza de lado a lado.
—No puedo creer que me acusen de traicionarte... ¡No! Ese viejo cerdo de Rambaldus... —hundió la cabeza entre sus manos y comenzó a sollozar, embargada por la desesperación —. No tienen ninguna prueba en mi contra, ¡esto es ridículo! —los malos presentimientos que había tenido durante gran parte del viaje parecían volverse realidad, pero tomando una dirección mucho más retorcida.
De forma automática se puso de pie y arregló las mantas de la otra litera, la que ocupaba Ada. Los soldados habían desordenado la cama para llevarse todo lo que pertenecía a la infortunada baronesa. Se secó las mejillas sin dejar de hipar por el llanto. Pasó la mano por su corpiño, sin querer, había conservado la libreta de la baronesa, al igual que el estilete que llevaba oculto atado al muslo con la cinta de sus medias. Y que sabía usar muy bien.
Lussa despertó de un sueño intranquilo, donde había figurado el desafortunado destino de su señora, algo que no había desaparecido de su mente desde el momento en que se confirmó que el Nefelibata nunca había llegado a su destino. El camarote estaba oscuro, pero la luz lunar entraba por la claraboya, irradiando de plata todos los contornos de la estancia. No podía dejar de repasar mentalmente los hechos: sabía que la barquilla del dirigible era capaz de flotar como un bote, la baronesa –una muchacha insoportablemente parlanchina– había hablado durante días seguidos sobre todas las características técnicas del Nefelibata. Inclusive había muchas anotaciones y cálculos en la libreta que conservaba oculta. Por otro lado, el padre de Lussa había pertenecido a la marina vaporiana, al igual que dos de sus hermanos mayores, razón por la que ella conocía de temas navales. Racionándolas debidamente, las provisiones a bordo del Nefelibata podían durar varias semanas a la deriva. Al menos, así lo había estimado la baronesa.
—Sabotaje... —la palabra se escurrió entre sus labios apretados. La baronesa De Caldera nunca se interesaba por los asuntos políticos, menos aun si podían interferir en sus numerosos caprichos. Como el de ser una famosa aeronauta, completando por primera vez un vuelo entre las islas Exterior y Rosavientos —. Sabotaje... —a Ada no le preocupaban los insistentes rumores de una posible nueva guerra entre Vaporia y sus vecinos –y eternos enemigos– de Carbonia. Ambos reinos habían sostenido un sangriento conflicto más de veinte años atrás, varios miembros de la familia de Lussa habían muerto o quedado inválidos. Al contrario de su señora, ella sí estaba al tanto de las intrigas y cotilleos que circulaban en Domus, la capital de Vaporia, respecto a una nueva guerra. Y que habían estado presentes durante todo el viaje de ida.
Sabía que había muchos simpatizantes de un posible conflicto a bordo de ese buque. Su espíritu curioso –más bien chismoso– no resistía la tentación de sumarse al cotilleo en todos los ámbitos que frecuentaba, con su señora y sin ella. Su madre, chismosa en grado superlativo, solía decir que los amos siempre apreciaban a la servidumbre bien informada. Recordaba como si hubiera sido el día anterior cuando su madre la postuló como criada para la joven baronesa De Caldera, esa niña rebelde y malcriada, un año menor que ella.
Habían pasado más de diez años.
Se habían hecho muy amigas, Lussa la conocía más que nadie, inclusive más que su tutora, su temible tía, la condesa Mika De Caldera.
Un requerimiento más mundano hizo que abandonara sus cavilaciones. Hubiera deseado echar un buen trago de ese licor espirituoso que había probado en la isla Exterior –y con el que se había embriagado al apostar con un camarero. El jardín de popa debía estar congelado y no le hacía mucha gracia acercar sus posaderas a la tabla helada del retrete. Afortunadamente, pensó Lussa, el camarote contaba con esa comodidad, sería mucho peor si la hubieran encerrado en los calabozos de la bodega. Un viento gélido se arremolinó dentro del cuarto del retrete cuando abrió la puerta.
—Por las tetas de la Diosa, se me va a congelar el culo —gruñó mientras se arremangaba falda y enaguas, y bajaba sus calzones hasta la rodilla. Miró el oscuro agujero de la letrina, por donde se insinuaba la negrura del mar. La piel de sus piernas se puso de gallina, haciéndola temblar de pies a cabeza—. Rayos... —cuando se acomodó en el estrecho cuarto, contorsiones mediante, le pareció escuchar unas voces apagadas procedentes del castillo de popa. Instintivamente, dejó de orinar para prestar atención. El jardín tenía un ventanuco muy pequeño, no podía asomarse para ver quiénes estaban hablando, pero era evidente que se trataba de oficiales, los marineros no tenían acceso a ese sector del barco y los guardias estaban en la toldilla. Podía distinguir dos voces pero no las reconocía, posiblemente tendrían el rostro cubierto con sus abrigos.
—Son mis ganancias lo único que me importa, las banderas me tienen sin cuidado… —una risotada enmudecida interrumpió la frase.
—Ya hablas como el tonto de Asmus.
—Ojalá los peces se estén haciendo un festín con ese imbécil... y con la enana. Creo que no mordieron el azuelo, ¡y eso afecta a mis ganancias, maldición! —Lussa se puso tensa, sabía que estaban hablando –despectivamente– de la baronesa—. Espero que ese tonto no haya dejado cabos sueltos, nuestra parte la hicimos bien... —el otro se rio con sarcasmo.
—El plan entero falló, no importa lo que hayamos hecho nosotros. Ya ves, la guerra aún no comenzó.
—Más les vale que nos paguen nuestra parte, el resto no me interesa. El silencio cuesta muchas monedas de oro —repuso la otra voz secamente.
—Cuida tu lengua, amigo, no sabes quiénes están detrás de esto. Además... —un acceso de tos cubrió las palabras del oficial.
Lussa sintió las mejillas calientes, su vejiga iba a traicionarla de un momento a otro. Los hombres parecieron alejarse un poco del jardín, ella fue incapaz de entender lo que decían. Una ráfaga de viento helado ingresó por el agujero del retrete haciéndole temblar las piernas.
—Oh, rayos —apretó los dientes.
Las voces de los conspiradores parecieron volver al sitio donde estaban.
—No tengo idea de qué harán con ellos, no son más que una excusa —la otra voz soltó una risa burlona.
—¿Y la criada?
—No creo que sepa nada.
—Estuvo metiendo la nariz en todo, tiene la lengua muy suelta y... —nuevamente la risa del otro oficial tapó el resto de la frase.
—Claro, unos hierros al rojo hacen que confiese cualquier cosa.
Una oleada de pánico invadió a Lussa, que fue incapaz de aguantar más tiempo. Se cubrió la boca con las manos, rogando porque el ruido no la delatara. Sus ojos se llenaron de lágrimas de angustia mientras seguía escuchando las risotadas de esos oficiales que se alejaban. Permaneció un largo rato inmóvil, con las manos crispadas sobre la boca, ahogando los sollozos. Cuando logró controlarse, restregó sus párpados empapados y volvió al camarote temblando como una hoja.
Ya no le quedaba ninguna duda de que la desaparición del Nefelibata no había sido un accidente. No tenía idea de cuántos oficiales podían estar implicados, pero era evidente que ahora corría un enorme peligro. Sacó la libreta de la baronesa de su escondite, la había descubierto cuando regresó al camarote del Titania, luego de que su señora partiera rumbo a la isla Rosavientos. Ada estaba tan enojada con ella que la había olvidado.
—Malditos traidores... —balbuceó la joven aferrando la pequeña libreta y saboreando unas lágrimas que se escurrieron por sus labios apretados.
Tenía que escapar de alguna forma. Primero pensó en saltar por la claraboya, pero la costa todavía estaba demasiado lejos, el agua debería estar muy fría y la oscuridad era mucha como para nadar a ciegas. Sus dedos tantearon el estilete a través de la tela de la falda.
De alguna forma se las ingeniaría para huir de esos traidores.
—Lo siento mucho, Lussa —dijo el joven soldado mientras ataba las manos de la muchacha, parecía sincero —, no voy a ajustar mucho la soga. Prométeme que no harás ninguna tontería—Lussa no había dormido en toda la noche, estaba con los nervios a flor de punta. Temblaba de frío y de miedo.
—No haré nada, Flavius, lo prometo —respondió con voz ronca, evitando la mirada del muchacho.
La mañana era fría, una neblina grisácea flotaba sobre las aguas calmas. El grupo de prisioneros aguardaba con resignado silencio en la cubierta mojada, escoltado por varios guardias armados; iban a trasladarlos a un bote que estaba amarrado a un costado del barco. Lussa aspiró el aire gélido que agitaba las velas del Titania. Los marineros estaban ocupados con sus tareas, pasaban junto a los prisioneros sin prestarles atención. La joven observó por la borda cómo la bruma iba desenmascarando al llamado “Mercado Flotante” de Domus. Se trataba de un heterogéneo conjunto de numerosos barcos viejos amarrados entre sí formado una especie de isla artificial en una de las entradas del puerto de la capital vaporiana. Lussa lo conocía bastante bien, siendo niña había recorrido sus laberínticos recovecos, mucho antes de convertirse en criada de la baronesa De Caldera. Los viejos barcos se habían transformado en tiendas de toda clase y aspecto, con sus rasgadas velas y botalones convertidos en toldos. Decenas de farolas amarillentas le daban el aspecto de un caótico poblado en miniatura.
Sacudió la cabeza para quitarse un mechón de cabello que revoloteaba sobre su fina nariz. Miró al conjunto de condenados con el que la habían puesto. Conocía a todos: eran tres simples marineros de segunda y un carpintero, estaba segura que los habían elegido al azar. Los hombres, barbudos y desalineados, parecían aceptar su incierto destino con resignación.
—¿Ustedes también están acusados de... ? —alguien la empujó bruscamente.
—Mantén la boca cerrada, zorra —el desagradable sargento Remus había aparecido detrás de ella —¡Andando!
—No es forma de tratar a una dama —gruñó Lussa avanzando con los detenidos —. Un oficial y un caballero no se comportarían así, pero claro, usted no es ni una cosa ni la otra —se escucharon unas risas. El sargento volvió a empujarla, haciendo que chocara con uno de los marineros.
—Ya veremos si mantienes esos humos cuando te interroguen, pequeña zorra —clavó sus ojos oscuros en los de Lussa —. Estoy seguro de que cantarás como un canario.
La joven inspiró profundamente, clavándose las uñas en las palmas de las manos.
—Ya veremos—masculló. Giró de manera brusca, propinándole un puntapié en la entrepierna. El obeso militar se dobló hacia adelante y se derrumbó pesadamente sobre la cubierta.
Los prisioneros se apartaron de la borda, empujados por un guardia que subía por la escalerilla. Ese breve momento de confusión despertó a los hombres de su letargo, comenzaron a luchar contra los sorprendidos soldados, que no tenían sus armas listas. En medio de la trifulca, Lussa saltó por la borda. Escuchó un griterío general detrás de ella antes de chocar contra las aguas heladas, fue como un latigazo sobre sus piernas, que quedaron un poco entumecidas. Afortunadamente para ella, Flavius no había apretado las ataduras, por lo que le fue fácil soltar sus manos. Sacudió con violencia los pies para sacarse los zapatos y comenzar a nadar hacia el Mercado Flotante; era una buena nadadora, había aprendido siendo muy pequeña. El agua estaba muy fría, la falda y el abrigo le dificultaban los movimientos. Sentía como si centenares de agujas se clavaran en su piel. La distancia hacia la abigarrada estructura flotante era mayor de lo que había estimado antes de saltar. Pero ya no podía echarse atrás.
De pronto, una bala golpeó el agua cerca de su hombro.
—¡No disparen, idiotas, hay que atraparla viva! —Lussa tomó todo el aire que pudo y se sumergió en las oscuras aguas, alcanzó a ver de refilón que el bote con los guardias venía detrás.
Contorsionándose dentro del agua, se deshizo del abrigo y la falda. Liberada del lastre, asomó brevemente la cabeza para tomar aire y volvió a sumergirse, viendo que sus perseguidores habían quedado un poco rezagados. Imprimió toda la energía que pudo a sus cansados brazos y piernas para aumentar la ventaja. Cada vez que salía a respirar, podía escuchar los gritos del sargento Remus, que estaba ensañado en atraparla.
Nadó con todas las fuerzas que tenía, poniendo su mente en blanco, con el ruido amortiguado de sus brazadas y su corazón, que latía en sus oídos. Finalmente, su mano tocó una soga sumergida, asomó la cabeza y vio una rampa de madera que se hundía en el agua. Sujetándose al cabo, se impulsó hasta las tablas desparejas y resbalosas que se internaban en el Mercado Flotante. Con un gran esfuerzo salió de las aguas heladas y trastabilló sobre la rampa; su tobillo izquierdo le dolía mucho cuando pisaba, era probable que se lastimase cuando saltó por la borda. Todo su cuerpo temblaba de frío y agotamiento, pero la adrenalina la mantenía en pie: los soldados no habían abandonado la persecución. Jadeando y a los saltos sobre una pierna, Lussa se internó en los intrincados pasillos del mercado, la actividad de los puestos y de los comerciantes que iban de un lado a otro era bastante febril. Nadie parecía prestar atención a la muchacha semidesnuda y empapada que corría torpemente entre la gente apiñada en los estrechos senderos del mercado.
—¡Detengan a esa mujer! —Lussa maldijo entre dientes y empujó a un grupo de vendedores ambulantes que se interponían en su camino, los soldados de Remus venían tras ella con sus armas en mano. El alboroto y la actividad del mercado eran la cobertura perfecta para Lussa, que se escabullía de los guardias —¡Diez monedas de plata para el que la atrape!
Lanzando juramentos y codazos, se abrió paso, cambiando bruscamente de rumbo para despistar a Remus y sus tropas, el laberinto de corredores estrechos, gente y animales eran un obstáculo para todos los que corrían con frenesí.
—¡Quince monedas! —aulló el sargento, apartando bruscamente a quienes obstaculizaban la persecución. Uno de los soldados abrió fuego sin hacer puntería en nada, el disparo produjo una estampida de gente y cabras que estaban fuera de sus improvisados corrales —¡No disparen, maldición!
La exhausta joven se refugió en una tienda que estaba en una intersección, los soldados y el sargento siguieron de largo lanzando imprecaciones. Inspirando todo el aire que podía, Lussa se ocultó detrás de lonas que parecían los restos de unas velas. Se restregó los ojos, apartando el pelo pegado a su frente transpirada; estaba al límite de sus fuerzas.
—Ocúltate aquí, muchacha— dijo una mujer rolliza que le hizo recordar a su madre; señalaba una puerta oscura a un costado de la tienda —. No te encontrarán ahí — sin dudarlo mucho, Lussa fue hasta donde decía la mujer. Cuando llegó hasta el vano, sintió que unas manos la empujaban dentro, encerrándola —¡La tengo! —gritó la mujer—¡Quiero veinte monedas! —lívida de furia, Lussa golpeó la puerta, la ira le había prestado nuevos bríos. Vio que en su improvisada celda había un par de barriles de aceite y otros de pez, probablemente para calafatear las viejas embarcaciones del mercado. Presa de la furia, estrelló uno de los barriles contra la puerta, produciendo un estallido del viscoso líquido que salpicó todo.
—¡Déjame salir, desgraciada! —gritó empuñando su estilete. De pronto, escuchó un griterío que venía del otro lado, el aceite derramado había llegado hasta alguna antorcha o brasero, iniciando un incendio. Sin vacilar, arrojó todo lo que encontró a su mano contra la precaria puerta, hasta que decidió cargar ella misma contra las castigadas tablas. La desesperación le prestó energía para sacar el tosco obstáculo de sus goznes. Una vez libre, Lussa se encontró con un caos de llamas que se expandían velozmente por las mugrientas lonas del puesto y los alrededores. Los mercaderes corrían en todas direcciones, buscando agua o algún elemento para sofocar el fuego que amenazaba con propagarse. Tosiendo por el humo, lanzó unos cuantos tajos a la mujer que trataba de capturarla de nuevo y se escabulló por un pasillo atestado de gente.
El hombre enmascarado paseó la mirada por las paredes amarillas del pequeño salón. Pensó que todo estaba igual que la última vez que se había sentado frente a esa mesa cubierta con un paño verde. Habían transcurrido varios años. El tapete de fieltro estaba intacto, si era siempre el mismo, nunca mostraba signos de desgaste.
Otro enmascarado vestido de negro ingresó en la estancia sin quitarse su elegante tricornio emplumado. Las telas de sus finos atavíos produjeron un silbido cuando se sentó.
—Bonita máscara—felicitó el recién llegado—. Está a la última moda para las Grandes Festividades—el otro hombre, de cuyo rostro solamente se veían los ojos y los labios, se limitó a una sonrisa de comisuras. La máscara plateada que lo ocultaba tenía una expresión neutra.
—Supongo que no me ha hecho venir a esta ciudad corrupta y llena de intrigas para participar de los festejos—el recién llegado, cuyo antifaz dorado reflejaba las velas del cuarto, dejó escapar una risa suave, con aparente satisfacción.
—El retiro te ha vuelto hosco, querido amigo Umbra—extendió las manos enguantadas sobre la mesa, como si demostrara que no ocultaba nada.
—Teníamos un acuerdo, Silentium, no volvería a llamarme…
—A menos que la situación fuera apremiante—completó la frase con tono amable pero cortante. Umbra también puso las manos sobre el tapete.
—No ha sido puntual—cambió de tema, observando los adornos en el antifaz que estaba frente a él.
—Es cierto. Las cosas en Domus están complicadas, hay espías por todas partes y el clima se enrarece cada vez más—alzó una mano—. Este sitio sigue siendo tan seguro como siempre.
—Me extraña su impuntualidad—insistió Umbra, la sonrisa de Silentium se ensanchó. Sacó de su chaqueta una bolsa de terciopelo negro y se la acercó.
—Ya que hablamos de tiempo…
Dentro de la escarcela había un reloj de oro, que tenía grabado el perfil de un león con las fauces abiertas, junto a la leyenda tempus fugit. La luz de los candiles bailoteó sobre la superficie dorada, arrancando destellos. De pronto, Umbra se sintió inquieto, se quitó los guantes para manipular mejor el objeto, como lo habría hecho un ciego que duda de una moneda falsa.
—¿De dónde salió esto?—continuó examinando el reloj, sintiendo un deseo repentino de arrojarlo por la ventana. La sonrisa seguía instalada en el rostro de Silentium.
—¿Es auténtico?—preguntó Silentium sin alterar el tono de su voz. Umbra volvió a estudiar el reloj con mayor detenimiento, prestando atención a cada detalle, sopesándolo.
—Tiré este reloj al mar hace más de veinte años—respondió alzando la mirada, se encontró con los ojos inquisidores de Silentium—. La Hermandad no existe más, usted ya sabe eso. Sin dudas es falso—el tic tac del reloj comenzaba a irritarlo, ese mecanismo diminuto traía ecos del pasado.
—¿Este pertenecía a Filipus De Manta, verdad?—Umbra miró el cuadrante, era evidente que Silentium conocía la respuesta de antemano.
—Sin dudas es falso—concluyó Umbra—. Cuando maté a Filipus lo arrojé al mar—dejó el reloj sobre la mesa, la carcasa brillaba como si la hubieran forjado días atrás—. No hay dudas de que es falso… ¿de dónde salió?
Silentium se limitó a alzar una mano, conservando su sonrisa amable. En el oficio de las sombras, hay preguntas que no se responden.
—Domus está atiborrada de rumores—comentó al instante, con un todo un poco apesadumbrado—. Esta clase de cosas producen más agitación, querido amigo.
—La Hermandad del Colmillo Dorado no existe desde hace dos décadas—remarcó Umbra.
—El Colmillo Dorado tuvo muchos simpatizantes en las altas esferas, personajes que hoy añoran los días dorados de la hegemonía vaporiana. Si es una falsificación, es obra de alguien que conoce muy bien los códigos secretos que tenía la Hermandad.
—El Colmillo Dorado ya no existe—casi gruñó Umbra, estrechando los párpados.
—Eliminaste a sus miembros—Silentium alzó la barbilla, empujando el reloj de vuelta hacia Umbra—, a tus antiguos camaradas—la acotación incomodó aún más a Umbra—. En un momento de revuelo como este no es bueno que aparezcan fantasmas.
—¿Vuelven de la tumba para vengarse?—Umbra disimuló bastante poco su tono irónico, la sonrisa condescendiente de Silentium permaneció intacta.
—¿Temes pelear contra espectros, querido amigo?—respondió con aire jocoso, tocando el reloj con la punta de los dedos—. Quizás eliminado a la serpiente cuando ya había puesto sus huevos—el tic tac resonó en los oídos de Umbra—. La policía secreta está muy activa, como en los viejos tiempos del “Buitre”. Pero pareciera que sus objetivos no son más que imprentas clandestinas y agitadores de poca monta…
—Como si estuvieran mirando para otro lado…—Silentium se encogió de hombros, haciendo un mohín con los labios.
—Mientras los verdaderos conspiradores están a sus anchas. Imagino que estarás al tanto de la desaparición de la sobrina del Primer Ministro…
—Si eso era parte de una conjura, me parece un plan absurdo—subrayó su comentario con una risa solapada, pero Silentium permaneció serio.
—Un plan absurdo llevado a cabo por improvisados que dejaron muchos cabos sueltos…—miró fijamente a Umbra
—¿Cómo lo que ocurrió ayer en el Mercado Flotante?—los rasgos de Silentium se aflojaron, componiendo una sonrisa de satisfacción.
—Bien informado como siempre, mi buen amigo. Nadie esperaba que la criada de la baronesa se escapara, dejando en ridículo a la guardia. No es raro que la joven Lussa de Galeniz aparezca como sospechosa… señalada, seguramente, por los verdaderos responsables—se rio entre dientes—. Todos saben que los sirvientes siempre tienen buena información y…
—Y suelen ser los culpables ideales para cualquier cosa—añadió Umbra con sarcasmo.
Una criada de mediana edad y rasgos quinaparianos ingresó en la sala trayendo una bandeja con un servicio de té. Iba con la cabeza gacha, evitando cualquier contacto visual con Umbra. Distribuyó las tazas y los platos con cuidado; susurró algo al oído de Silentium. Este asintió y la mujer se marchó.
—¿Conoces a la Maestra Cloe al-Jabr?—Umbra miró las tazas humeantes, entre los platillos de porcelana relucía el ominoso reloj de oro.
—Su nombre es conocido dentro de La Orden. No son muchos los quinaparianos que alcanzaron su rango, menos aún siendo mujer. Hasta donde sé, está recluida en el monasterio de la isla Tridente, desde hace varios años…
—Tu información está desactualizada, estimado Umbra. La Orden la restituyó a su cargo y regresó a Domus la semana pasada.
—¿Qué tiene que ver ella con todo este asunto?
—Ayer estaba merodeando en el Mercado Flotante, después de los incidentes, ya me lo han confirmado—bebió un sorbo de té—. Por lo que me dijeron, la quinapariana demostró que mantiene su espada en forma… —Umbra probó el té; la mirada de Silentium se había tornado filosa, tal vez aguardaba alguna reacción particular por parte suya—. La Maestra al-Jabr era la confesora de la fallecida condesa Mika De Caldera, según las malas lenguas, era algo más…
—¿Mucha coincidencia?—Umbra no estaba interesado en esa clase de cotilleos.
—Demasiada.
—Cloe al-Jabr es joven como para haber conocido a la Hermandad. La Orden borró todo registro de su existencia, sus miembros simplemente se evaporaron. La jerarquía no quería una mancha semejante en la impoluta y racional historia de La Orden—a Umbra se le estaba haciendo cada vez más difícil seguir el vínculo entre todos los elementos que estaba exponiendo su interlocutor. Sospechaba que había más cosas que no había dicho, y probablemente no diría.
—Aun así…—Silentium depositó la taza casi sin hacer ruido—. Es probable que el barco en el que venía la quinapariana haya pasado por la isla Yark, los dominios de la vieja marquesa De Ariza, supongo que la recuerdas…
—Tea De Ariza—murmuró Umbra casi para sí, el relato de Silentium seguía incorporando personajes, tornando la trama cada vez más nebulosa.
—Su exclusivo salón literario e intelectual se mudó a Yark hace unos años. Se dice que desde entonces es la fachada de una sociedad secreta…
—Siempre atrajo a gente aficionada a las intrigas… personajes importantes—Umbra pensaba en voz alta, tratando de no perderse en el laberinto de posibles conspiraciones. Lo que sí tenía en claro era que su misión sería matar a alguien.
—No se sabe mucho de las actividades de esa sociedad. Sin embargo, no parece llamar la atención de la policía secreta. Eso tampoco creo que sea una coincidencia.
—Yark está muy lejos de la capital; pueden mantenerse alejados de la vigilancia, pero esa misma distancia limita su accionar…
—Sí, es cierto…
—Vayamos al grano—Umbra ya no tenía interés en seguir escuchando algo que se había vuelto un divague. El tic tac del reloj parecía aumentar de volumen de a ratos, recordando su presencia. Silentium no modificó su actitud pausada, bebía de su taza con parsimonia, ignorando las prisas de Umbra—. Las historias de intrigas no me interesan. Siempre hubo conspiradores en la corte, y si Vaporia quiere iniciar la guerra, encontrará cualquier excusa. Absurda o no.
—Es cierto, querido amigo—concedió Silentium finalizando su bebida, la taza tintineó contra el plato. Sus ojos se encontraron con los de Umbra—. Es lamentable, pero cierto.
—¿A quién debo eliminar?—los labios de Silentium se tensaron hasta transformarse en una línea recta. Alargó la mano y tocó el reloj, a modo de respuesta—¿A quien se hace pasar por Filipus De Manta?
—A quien se haga pasar por miembro de la Hermandad o esté intentando resucitarla. Contarás, como siempre, con los medios necesarios y la paga será muy buena.
—Mi precio será muy elevado y no se discutirá—Silentium asintió—. Y no volverá a llamarme jamás. Esas son mis condiciones.
—De acuerdo—Silentium guardó el reloj en la escarcela y se lo entregó—. Una cosa más, querido amigo… —esperó un instante antes de continuar—. Te pediré que atrapes a Lussa de Galeniz. Si lo crees conveniente, viva, si no, elimínala.
Umbra jamás preguntaba los motivos de los encargos que recibía. Tampoco había ocurrido nunca que tuviera la opción de no matar a su víctima, menos todavía, librada a su juicio.
—¿En qué debo basarme para no eliminarla?
Una risa suave agitó los hombros de Silentium.
—Confío en tu juicio, querido amigo.
Un ruido de pasos despertó a Lussa. Sus sentidos estaban más alerta que nunca en su vida, cada sonido sospechoso la devolvía a la conciencia una y otra vez. Apenas había dormido. Vio una silueta ataviada de negro, con la cabeza encapuchada, sosteniendo un candil.
—¡Lussa, sal de tu escondite, sé que estás aquí! —la figura avanzó en la penumbra, girando la lámpara para alumbrar las oscuras ruinas —No tengas miedo —Lussa reconoció la voz.
—¿Cloe? —sin quererlo, había delatado su presencia. Cloe se quitó la capucha, dejando a la vista una tupida cabellera negra cruzada por un llamativo mechón blanco —¿Qué haces aquí?
—Ven aquí, no hay peligro — la voz de la joven mujer de piel oscura y rostro anguloso sonó amigable —. Vamos, sal —la asombrada Lussa surgió de las sombras, tambaleando —. Oh, por el Ser Supremo, ¡mira cómo estás, pareces…, oh! — Cloe apoyó el candil y Lussa se arrojó sobre ella, abrazándola con desesperación —. Sabía que te encontraría aquí, cálmate.
Abrigó a Lussa con una gruesa capa que traía consigo, tratando de reconfortarla.
—Aquí nos escondimos varias veces con Ada, escapando de la tía Mika, ¿recuerdas? —los labios de Lussa temblaban, sus ojos celestes volvieron a inundarse de lágrimas —¡Ellos la mataron, Cloe, la mataron! —sacudió los brazos de Cloe, sollozando desconsoladamente —Y yo… ¡yo no la acompañé porque le tengo terror a las alturas, y ella se fue enojada conmigo por lo que pasó en la Isla Exterior! —las palabras salían en tropel de su boca, acompañadas de gotas de saliva y lágrimas —¡La última imagen que tengo de Ada es su rostro enfurruñado porque yo… yo… y ellos sabotearon al Nefelibata y ahora me buscan a mi porque tengo… tengo…! —se apartó de Cloe y puso su mano sobre el maltrecho corpiño de lo que quedaba de su vestido. La mujer de piel oscura entrecerró sus intensos ojos negros, sus rasgos típicamente quinaparianos se endurecieron.
—¡Deja de llorar, Lussa, que no entiendo lo que dices! —la tomó por los hombros, mirándola fijamente. Era difícil sustraerse de esas pupilas llameantes. Lussa hizo un gran esfuerzo para recomponerse; ambas se sentaron sobre unas sillas desvencijadas que estaban en un costado. La quinapariana sacó una hogaza de pan que traía en su morral, junto con un trozo de queso y se lo ofreció a la hambrienta muchacha. También le acercó una pequeña botella de porcelana —. Bebe un poco después de comer, te ayudará a entrar en calor —antes de que Cloe terminara la frase, Lussa había tomado un largo trago de zarak, el fuerte licor quinapariano —. Despacio… —sintió un fuego en el estómago pero la sensación fue agradable. Engulló atolondradamente varios trozos de pan y queso, secándose las lagrimas—¿Quiénes dices que sabotearon al dirigible de Ada? —Lussa se limpió los labios con el dorso de la mano, comer de esa forma le había producido hipo.
—No sé quiénes son, pero escuché a unos oficiales hablando de que el plan había fracasado, mencionaron al oficial navegante de la expedición, parece que él era el cabecilla —el licor la había hecho entrar en calor y había relajado un poco sus nervios. Contuvo la respiración unos momentos para evitar el hipo, pero éste continuó interrumpiendo sus palabras.
Durante una media hora, Lussa intentó resumir todo lo que había ocurrido desde que ella y la baronesa salieron de Domus rumbo a la lejana isla Rosavientos. Mientras comía lo que quedaba del pan, bebía algunos sorbos de zarak y trataba de evitar el hipo, sintió que su cuerpo se aflojaba lentamente. La quinapariana la miraba con el ceño fruncido, atenta a los numerosos detalles del relato. Lussa no se privó de sazonar su narración con innumerables chismorreos que había acumulado durante el largo viaje. Observó a la mujer de piel oscura con los ojos un poco nublados, en su cuello llevaba una cinta púrpura, indicando su elevado rango dentro de La Orden de La Rectitud.
—Pensé que estabas recluida en la isla Tridente, y que habías dejado tu cargo en La Orden —señaló, arrastrando un poco las palabras —¿Qué haces en Domus? —Cloe se pasó la mano por su esbelto cuello, tal vez un poco sorprendida por la repentina observación de Lussa.
—Mi penitencia terminó hace tres meses, la Gran Rectora insistió en rehabilitarme en mi puesto de guía… Vine a la capital cuando me enteré lo que había ocurrido con Ada.
—Qué coincidencia —Lussa sintió que le pesaban los párpados. De pronto había caído en la cuenta de que nunca había llamado a Cloe por su nombre de pila cuando ésta era la guía de la temible tía Mika, de la que era muy amiga. Y, según las malas lenguas –entre las que se incluían la de su madre y la suya– eran algo más que amigas. Jamás había tenido un trato tan familiar con la severa quinapariana. Un aire de desconfianza agitó su espíritu; intentó ponerse de pie —. Ah, mi cabeza —susurró con un acceso de hipo, todo le daba vueltas.
—¿Te encuentras bien?
—Esa… ese zarak tenía algo… —retrocedió torpemente unos pasos, tanteando su pierna para sacar el estilete —… ese zarak — puso los ojos en blanco y se desplomó sobre el suelo.
Lussa estiró los brazos sobre la manta que la abrigaba. Chasqueó sus labios pastosos mientras se desperezaba. Tenía un espantoso dolor de cabeza y el estómago un poco revuelto. Tanteando en la oscuridad buscó la bacinilla bajo el lecho. Al no encontrarla, se incorporó lentamente sobre un codo. Estaba en una pequeña habitación, con una ventana diminuta situada en un punto demasiado alto de las paredes desnudas y grises. Frente a la cama había un hogar donde ardían las brasas de unos leños. Un poco desorientada, salió de la cama; vio que tenía puesto un sencillo camisón y unas medias limpias. Instintivamente, buscó el estilete en su pierna derecha. Como era de suponer, no estaba. Tampoco estaba la libreta de la baronesa. Cerró los puños y se encaminó hacia la puerta.
—Maldita perra quinapariana —tiró varias veces del picaporte para luego aporrear la puerta. No sabía dónde estaba, pero ese sitio no era una celda.
Ofuscada, se sentó en la cama, mirando la luz azulada que entraba por la ventana. Se sintió una tonta al haber confiado en una persona a la que hacía cinco años que no veía, y por quien no tenía un gran aprecio. Fue la necesidad de ver un rostro familiar la que la hizo bajar las defensas. Conocía a la Maestra Cloe al-Jabr desde el momento en que ella entró al servicio de la baronesa De Caldera. Cloe influyó bastante para que la aceptaran como criada personal de Ada. La relación con la quinapariana, sin embargo, se enfrió debido a que ésta era guía y confesora de la tutora de Ada: la aborrecible condesa Mika De Caldera. Lussa la detestaba y la condesa no perdía oportunidad de propinarle azotes por cada cosa que consideraba una falta. Y Cloe rara vez hacía algo por evitarlo. Por suerte, su querida señora siempre intentaba interceder en su favor, aun a riesgo de recibir un castigo ella también. Al poco tiempo de fallecer la condesa en un naufragio, Cloe renunció al alto cargo que tenía en La Orden y se recluyó en el monasterio de la isla Tridente, frente a las cosas de su tierra natal, para cumplir una autoimpuesta penitencia. Eso alentó más aun los rumores acerca de la relación que tenía con la tutora de Ada. La quinapariana era una mujer joven, pero su carácter rígido y parco, sumado al mechón blanco que adornaba su cabellera negra, la hacía verse mucho mayor. Muchas veces Lussa había bromeado con la baronesa respecto al temperamento amargado de Cloe, a quien imaginaban desayunando vinagre.
Repentinamente, la puerta se abrió despacio y apareció Cloe. Lussa se levantó de un salto, apuntando a la quinapariana con un dedo furioso.
—¡Eres una desgraciada! —Cloe no se alteró, permaneció impertérrita a unos pasos de ella.
—Es momento de que te des un baño —dijo con voz monocorde. La enfurecida Lussa se abalanzó sobre ella, pero ésta le atrapó un brazo y se lo retorció haciéndola arrodillarse —. Ya me oíste. Tu peste se huele a metros a la redonda.
—Suéltame —gruñó Lussa desde el piso, los ojos de Cloe se fijaron en los suyos, como si transmitieran una orden muda—. Por favor…
—Eso está mejor, Lussa. Acompáñame. Te darás un baño y luego hablaremos.
—Lo siento, tendrás que acostumbrarte a ese hábito, no hay muchas prendas aquí. Al menos, no pasarás frío —Lussa estiró las mangas de sus burdas vestiduras. Nunca se hubiera imaginado que disfrazaría como un miembro de La Orden.
—¿Dónde estamos?
—En las afueras de Domus, en un monasterio de La Orden. Uno pequeño, de monjes penitentes. No podremos quedarnos mucho tiempo en este sitio; aquí nade hace preguntas, pero mi presencia llamará demasiado la atención.
Estaban en una cocina, con muebles de madera sencillos, todo destilaba el aire de austeridad propio de La Orden. Sobre el fogón permanecían algunas ollas y cacharros tiznados de hollín. El fuego no era fuerte pero proporcionaba calor suficiente para abrigar la estancia. La luz de la mañana brillaba por unos amplios ventanales desde donde se veía una frondosa arboleda que se estaba cubriendo de nieve. Lussa frotó la toalla que envolvía su cabeza, para secar sus cabellos. Por un momento había temido que la adusta quinapariana la hiciera bañarse con agua fría, pero para su sorpresa, no fue así. Conocía de sobra la manía de Cloe con la higiene personal, algo que su señora también había adoptado fervientemente.
—¿Por qué me drogaste?
—Estaba segura de que no confiarías en mí.
—¿Y crees que ahora lo hago? —Lussa miró la taza de té humeante que tenía delante. Cloe suspiró y se sentó frente a ella, dejó el estilete y la libreta de la baronesa sobre la mesa, poniendo sus manos sobre los objetos. Lanzó una mirada teñida de recelo.
—Supongo que no. Lamento haberte engañado, pero tenía que asegurarme de que iba traerte conmigo—sus finos dedos acariciaron la libreta—. Te están buscando desde ayer, y no parece que se vayan a dar por vencidos—torció los labios y buscó los ojos de Lussa, que la miraba oblicuamente —. Créeme, estoy muy apenada por lo que le ocurrió a Ada. Es…
—No creo que te importe en absoluto, Cloe —sobre la mesa había varios trozos de pan y mantequilla, pero sólo un plato. Lussa sonrió sarcásticamente —. Supongo que la comida está drogada también… —Cloe revoleó los ojos.
—No puedo comer, estoy ayunando —Lussa alzó una ceja, con un gesto ambiguo —. No voy a perder el tiempo explicándote cosas que no entiendes o no te importan. Podemos tolerarnos mutuamente—empujó el estilete hacia Lussa, el gesto parecía incluir un mensaje implícito—. Desde ayer te diriges a mí con una familiaridad que no autoricé y que estoy consintiendo dada la situación—Lussa recogió el arma y la ató rápidamente a su pierna derecha. No comprendía las intenciones de la quinapariana, pero de momento no parecía correr peligro. Cloe abrió la libreta, las hojas estaban arrugadas por el agua —¿Crees que buscaban esto? —Lussa asintió, tomando uno sorbo del oscuro té, amargo pero reconfortante. La expresión de Cloe era sombría, pasaba las páginas crujientes sin distender el entrecejo —. Estuve leyendo esta libreta mientras dormías, no pude encontrar nada relevante. Ada anotó muchos cálculos, trayectorias y cosas por el estilo, pero no veo qué utilidad podría tener para los saboteadores—meneó la cabeza — ¿Qué recuerdas de antes de la partida del Nefelibata?
Lussa comió un trozo de pan untado con mantequilla y se encontró con los ojos inquisidores de la quinapariana, que aguardaba una respuesta.
—Pues —dijo con la boca llena—, ya te he contado, el banquete de los reyes de la isla Exterior. Esos miserables se estaban burlando de mi señora y de toda nuestra comitiva.
Lussa aprovechó un momento de distracción de la baronesa para levantarse de la mesa. Al apartar la silla, casi tropieza con uno de los pequeños perros que deambulaban por todo el salón, llenándolo de charcos de orina y excrementos desparramados por doquier; el hedor se mezclaba con denso perfume que salía de los incensarios que colgaban del techo. La baronesa De Caldera estaba muy ocupada explicándole algo al desagradable rey Kelau, mientras que la reina volvía a quedarse dormida, roncando de manera grosera. Lussa se escabulló por una puerta que aparentemente conducía a la cocina del palacio. Los camareros la miraron un poco sorprendidos cuando ingresó al recinto lleno de ollas humeantes y fogones, donde se cocinaban platos de carne, similares a los que había servido a la delegación vaporiana.
Un camarero, bastante apuesto pero tan desalineado como toda la servidumbre de ese palacio, se acercó a Lussa con una sonrisa amable y le dijo en una correcta Lingua Franca que no se podía entrar en la cocina.
—¿Por qué no? Quiero ver cómo cocinan esas cosas que nos sirvieron… y de paso, saber qué beben en esta isla —el hombre se rio, junto a un grupo de cocineros que estaban cerca.
—Tenemos una bebida muy fuerte, que no es apta para jovencitas —algo picada por la advertencia, Lussa no pudo con su genio y rompió la promesa que le había hecho a su señora.
—Eso lo veremos cuando la pruebe.
—Apuesto dos monedas de plata a que no aguantas una copa entera—dijo el camarero y los cocineros soltaron una risotada. Algunos pusieron unas monedas de plata sobre la mesa, Lussa estiró los labios.
—¿Nadie va a apostar por mí?—otro camarero de aspecto debilucho depositó cuatro monedas y miró a sus compañeros.
—Cuatro monedas por la señorita vaporiana—el primer camarero puso una copa bastante grande y la llenó hasta el tope de un licor ambarino. Lussa corrió la cola de su vestido para sentarse sobre la encimera. Alzó la copa y se la tomó sin respirar, luego volvió a ponerla donde estaba casi sin inmutarse; el sabor de la bebida era fuerte, así como también su intensidad, que le quemó la garganta y el estómago. Todos la miraron asombrados mientras Lussa y el camarero debilucho se repartían las monedas. Riendo sarcásticamente, tomó el recipiente vacío y lo agitó delante del camarero que la había desafiado.
—Todavía tengo un poco de sed, caballero —hubo un murmullo entre los cocineros, y se escuchó el ruido de más monedas que se amontonaban sobre la mesa. Bastante divertido por la situación, el camarero volvió a llenar la copa de Lussa, derramando algo del licor —. A vuestra salud —y nuevamente se empinó el contenido sin respirar. Cuando golpeó la copa sobre la mesa hubo una salva de aplausos por parte del personal de la cocina, que había abandonado sus tareas para ver a esa indolente muchacha vaporiana que bebía licor como si fuera agua. Ella volvió a alzar la copa, con los ojos chispeantes enfocados en el sorprendido camarero —. No escucho las monedas sobre la mesa, señores —era probable que la mayoría no hablara Lingua Franca, por lo que no entendieron sus palabras. El camarero que todavía sostenía la botella de licor los miró haciendo un gesto con la cabeza, pronto tintineó una buena cantidad de dinero, al tiempo en que la copa de Lussa volvía a llenarse.
—¿La baronesa De Caldera también bebe así?—balbuceó el camarero debilucho, Lussa chasqueó los labios.
—¡Oh, no, no! Mi señora—se cubrió parcialmente la boca—; que en realidad es condesa pero no usa el título, no sé por qué; no tolera el alcohol. En cambio yo... —fanfarroneó, un poco embriagada—¿Qué es el plato que nos estuvieron sirviendo? —el joven reprimió una sonrisa y alisó su grasiento mandil, dijo el nombre de la comida en la lengua local, Lussa arqueó las cejas, con los labios torcidos hacia la derecha—¿Y en Lingua Franca es...? —el camarero parecía un poco avergonzado, miró al otro que tenía la botella, como si pidiera autorización para hablar.
—Pues son, eh... testículos de buey marinados en una salsa de especias, mostaza y miel.
—¿Cojones de buey? —chilló Lussa llevándose una mano a la boca y estallando en carcajadas. Todo su cuerpo se estremeció por la risa, que se contagió a los presentes. Sin quitarse la mano de los labios alargó el otro brazo hacia el camarero de la botella, esperando que llenara su copa una vez más—A mi señora no le gustará saber lo que estuvo comiendo—luego de beber sin respirar, aprovechó para recoger sus ganancias y se marchó haciendo una cómica reverencia.
Cloe estaba ceñuda, con los brazos cruzados sobre el pecho, su expresión expresaba la reprobación sin que necesidad de que hablara; conocía la legendaria capacidad de Lussa para beber. Acarició su afilada barbilla.
—¿Y qué pasó luego?
—Pues —Lussa hizo un mohín con los labios—, no recuerdo bien, estaba un poco ebria —una sonrisa inocente cruzó por su rostro—. Creo que... —Cloe alzó una mano.
—No hace falta que me cuentes más detalles “pintorescos”. Ya fue suficiente ayer cuando mencionaste los calzones rotos del capitán del Titania—meneó la cabeza —. No quiero averiguar cómo fue que los viste...
—¡Cuando los estaba lavando su paje, o qué te piensas...! —la quinapariana se puso seria, Lussa estaba por agregar alguna grosería pero se detuvo en seco.
—¿Sabes por qué quería hacer Ada ese viaje a la isla Rosavientos?—Lussa sorbió otro trago de té, la pregunta le resultó extraña y, por algún motivo, molesta.
—Después de la muerte de la condesa, mi señora cambió mucho —aseguró, poniéndose seria —. Comenzó con su afición por los globos aerostáticos, luego los dirigibles, correr a caballo enloquecidamente. Me decía que quería conquistar los cielos, tal como decía esa frase que repetía la condesa —su voz comenzó a quebrarse —. Estaba muy triste, se había vuelto... —no sabía exactamente qué quería decir, no encontraba las palabras para hacerse entender, porque en el fondo, suponía que la mujer sentada frente a ella era incapaz de empatizar. El semblante de Cloe no reflejaba ninguna emoción —. La extraño tanto... —Lussa no pudo contener las lágrimas que se descolgaron de sus largas pestañas, un acceso de furia tiñó su tristeza — ¡Prefiero que duden de mi honra a que crean que la traicioné! —tenía la cabeza gacha y hablaba entre dientes —. Esos malditos me acusaron de traidora... ¡si supieran la cantidad de veces que quisieron sobornarme para que revelara secretos de mi señora!
Cloe juntó las manos, formando un triángulo delante de sus finos labios.
—Lussa —dijo al cabo de un largo y reflexivo silencio —, volveré a la ciudad para pedir una audiencia con el Gran Duque Leopoldus.
—¡Iré contigo!
—No. Te quedarás aquí y quiero tu palabra de honor de que no intentarás escapar. Sería una tontería si lo haces, además, sabes perfectamente que haber huido del barco confirmó las sospechas que recaían sobre ti—Lussa abrió los ojos, enrojecida de rabia.
—¡Por las tetas de la Diosa, iban a torturarme! —Cloe la fulminó con sus ojos negros.
—¡Cómo te atreves a blasfemar en mi presencia!—le dio un puñetazo a la mesa y se puso de pie, señalándola admonitoriamente —¡Vigila tu lengua cuando hables...! —Lussa se había encogido en su silla, sorprendida por el arranque de furia de la nativa de Quinapar. Cloe pareció refrenar su momento de furor— Quizás no te hayas dado cuenta de la situación en la que estás, pero sabes perfectamente que no cuentas con ningún aliado en la Casa De Caldera. Puede que haya un complot, tal como dijiste ayer...
—¡Y lo hubo, ellos la mataron!
—Pero no sabes quiénes son “ellos”, en cambio “ellos” sí saben quién eres tú. Eras la criada de la baronesa De Caldera, ahora eres una sospechosa de su desaparición —estuvo por contestar pero el índice de Cloe la hizo callar—. No te estoy acusando. Podría haberte entregado ayer a las autoridades y no lo hice, eso me vuelve tu cómplice. Durante mi viaje hasta Domus escuché demasiados rumores, los suficientes como para llegar a la conclusión de que están ocurriendo cosas sospechosas. Por eso creo que la conjura de la que hablaste ayer es posible. Prométeme que no escaparás, no deseo encerrarte nuevamente, Lussa. Te conozco desde hace bastante tiempo, sé que eres una buena persona y que querías mucho a Ada, no tengo dudas de tu lealtad... —Lussa sintió que una emoción intensa inflamaba su espíritu, coincidiendo con los rayos del sol que repentinamente refulgían sobre las copas nevadas. Se puso de pie de un salto y abrazó a la quinapariana, dejando caer la toalla de su cabeza.
—¡Gracias, Cloe! —Cloe pareció sorprendida, se limitó a palmearle la espalda— Prometo quedarme aquí hasta que regreses—la quinapariana la apartó lentamente, hizo una sonrisa de comisuras.
—Nadie tiene por qué poner tu honra en duda.
La calle no era tan estrecha como la hacía parecer la enorme aglomeración humana que se desplazaba en ambas direcciones, encajonada por los edificios grisáceos. Guardias a caballo circulaban en medio de la multitud de gente, tropezando con carruajes que venían en dirección contraria, o palanquines que llevaban a algún individuo importante. Todo se veía mezclado bajo una maraña de toldos de colores apagados; bastaba un rápido vistazo para percibir la variopinta agrupación de oficios que se daban cita en esa atestada vía. El bullicio era enorme, y la figura vestida de negro que intentaba avanzar entre el gentío, sabía que en unos días más, el caos se multiplicaría: faltaban muy poco para que diera comienzo la semana de la Gran Festividad. El hombre ataviado de negro llevaba una máscara del mismo color, bajo un tricornio elegantemente adornado con plumas. No era infrecuente que nobles y figuras importantes fueran el rostro cubierto para evitar que los reconocieran; era una precaución más contra pares y espías que contra el pueblo llano, que rara vez conocía la cara de la gente encumbrada. Una fina capa de nieve se había depositado sobre el sombrero y el abrigo de piel negra del hombre. Sin impacientarse por la lentitud de la marcha, observaba la intensa actividad que se desarrollaba a su alrededor, sosteniendo su bastón de paseo bajo el abrigo. Tomó una callejuela llena de canastos, cajas y desperdicios, para luego girar en una intersección que lo llevaba bajo una larga galería. De tanto en tanto, miraba sobre su ancho hombro, una nubecilla de vapor se escapaba debajo de la máscara; su abrigo negro revoloteaba a su paso como las alas de un cuervo gigante. Aprovechando que había mucha menos gente, dio unas largas zancadas hasta el final de la galería, donde la vidriera de una tienda esparcía un tono anaranjado. Limpió sus botas de las inmundicias que tapizaban los desparejos adoquines de la calle y entró en el local. Pese al luminoso escaparate, el interior de la tienda estaba poco iluminado, sumiendo todo en una atmósfera de abulia amarillenta. Varias mesas redondas se amontonaban delante de un mostrador curvado y cada superficie plana de ese local la ocupaban decenas de relojes. Los había de todas las formas y tamaños, inundando la tienda con un “tic tac” desacompasado, que al cabo de un rato se volvía irritante. Aparentemente, eso no afectaba al propietario, que estaba detrás del mostrador. Un individuo entrado en años y en carnes, con maquillaje exagerado, bajo una espesa peluca rosada. Parecía dormitar, con la cabeza gacha y los brazos delante de su elegante chaleco gris de tela de brocado dorado, protegido por un delantal; apenas alzó la vista para ver al recién llegado, sus ojos aparecían algo distorsionados detrás de las pequeñas gafas que llevaba incrustadas sobre la nariz.
El hombre de negro avanzó hasta el mostrador y sin decir palabra depositó un fino reloj de bolsillo, hecho de oro y exquisitamente tallado, unido a una cadena del mismo metal. Como si el brillo del reloj lo sacara de su letargo, el relojero lo tomó contemplándolo con una leve sonrisa en sus labios carnosos. La tapa del reloj tenía labrado el perfil de un león con la boca abierta, con la inscripción Tempus Fugit. Sus ojos se ensancharon al mirar al enmascarado.
—Carpe diem, tempus fugit —dijo con su voz algo aflautada.
—Memento mori —respondió el hombre de negro con voz grave.
—Vaya, por el Ser Supremo, parece que es cierto—comentó, regresándole el reloj a su dueño. Luego miró hacia uno de los rincones más oscuros de la tienda —¡Bati, pequeña rata!, ¿dónde estás? —dio un golpe sobre el mostrador de mármol, haciendo tintinear las campanillas de algunos relojes. Una jovencita de cabellos negros y sonrisa tímida apareció sigilosamente de detrás de un cortinado—Cierra la tienda y ve al mercado, no regreses hasta el mediodía. Debo atender al distinguido caballero. Antes de irte prepara dos tazas de chocolate con licor, ¡muévete! —la muchacha asintió con un cabeceo. El relojero le indicó al enmascarado que lo siguiera detrás de otro cortinado. Se internaron por un pasillo oscuro donde había varias puertas cerradas, el aire olía a una mezcla de humedad con sustancias químicas indefinidas.
Entraron en un taller repleto de relojes y máquinas diversas. El enmascarado observó una larga mesa de trabajo atestada de herramientas y piezas de muchas formas y tamaños. El relojero se sentó del otro lado del banco, donde había un reloj desarmado; tomó unos utensilios y se colocó otras gafas redondas con bastante aumento. El taller se mantenía bastante bien calefaccionado con un brasero ubicado en el otro extremo de la mesa. El hombre de negro se quitó el abrigo y el tricornio salpicados de nieve, sentándose frente al relojero. Mantuvo la máscara sobre su rostro. El ruido de los mecanismos era menos molesto que en la tienda.
—El frío de hoy cala los huesos, este invierno será duro ¿verdad?—comentó el relojero mientras sostenía unos engranajes diminutos con una pinza. El enmascarado sacó una escarcela de terciopelo negro y la apoyó sobre la mesa, produciendo un tintineo. De ella sacó dos monedas grandes de oro y las puso junto al reloj desarmado. Una sonrisa amarillenta se dibujó en el rostro mofletudo del relojero—. Claro, su Eminencia, usted no vino a hablar del clima, ¿verdad? —tomó una de las monedas, estudiándola con sus gafas de aumento, que exageraban el tamaño de sus ojos mucho más que las otras—. Vaya, esta moneda parece recién acuñada, sin rastros de envilecimiento—el enmascarado se limitó a acariciar la empuñadura de marfil de su bastón—Bati apareció sigilosamente trayendo una bandeja con dos tazas humeantes y unas confituras, luego se marchó casi sin hacer ruido—. Ah, bien... —el relojero revoleó los ojos, la luz que entraba por la ventana a sus espaldas irradiaba un halo sobre su peluca rosada—, el plan de secuestrar a la sobrina del Primer Ministro era muy burdo, y encima la muchachita desapareció en medio del mar —suspiró histriónicamente, cerrando los párpados —. El Ser Supremo se apiade de la pequeña golfa... El plan además de fracasar, dejó varios cabos sueltos... algunos ya fueron eliminados.
—Otros, no —agregó el enmascarado, dejando en claro que estaba al corriente de los hechos. El relojero se encogió de hombros, mientras tomaba unos sorbos de chocolate, sosteniendo la taza con un meñique arqueado cómicamente.
—Supongo que su Eminencia se refiere a la criada de la baronesa. Podemos decir que escapó de un grupo de improvisados—suspiró frunciendo el entrecejo—, o la dejaron escapar. Se puede pensar cualquier cosa de quienes hayan pergeñado un plan tan tonto. Imaginar que el Gran Duque declararía la guerra a Carbonia por la desaparición de su sobrina.
—Si la hubieran secuestrado, la historia podría haber sido distinta.
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