Mates en la cama - Lara Schwieters - E-Book

Mates en la cama E-Book

Lara Schwieters

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Beschreibung

Sí, cuando vieron la sombra en el poste de luz, todos dijeron: "Es el rostro de Cristo". La esquina ya no volvió a ser la misma. La ciudad se revolucionó. Y ni hablar cuando se supo que Maradona había estado en una casona de Corrientes escuchando chamamé. Cuentan que en medio de la tertulia se tomó el atrevimiento de decirle no a un inoportuno llamado de Putín. Ídolos de hoy y de siempre, como Luis Miguel y su Tour Argentina 2023… ¿Cuántos dobles dicen que trajo? La vida siempre tiene que ser con música y con mate. A veces puede costar conseguir dónde prepararlo, sobre todo si es una ciudad atestada de turistas y es imposible encontrar hotel, como les pasó a esas dos amigas. Habrá que inventar una buena coartada. Schwieters propone la ficción como un camino de ida y de vuelta. Porque al "regresar" a la vida, después de la lectura, estos cuentos podrían funcionar como un puente que nos lleve de vuelta al mundo, pero más despiertos para ver lo divertida, increíble y fabulosa que es o puede ser la vida misma. Un día cualquiera puede ser un día extraordinario. El secreto está en la perspectiva y en dejarnos llevar.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Corrección: Valeria Kinderknechdt

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Schwieters, Lara María

Mates en la cama / Lara María Schwieters. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

142 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-835-6

1. Antología de Cuentos. 2. Cuentos. 3. Cuentos Policiales. 4. Cuentos fantásticos. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Schwieters, Lara María

© 2024. Tinta Libre Ediciones

A mis hijos Valentino, Zamba y Paraná, la banda sonora de mis tardes escribiendo.

A Marce, nuestro eterno fabricante de entusiasmo y ternura.

A mi mamá por inspirarme y mostrarme el camino, desde donde sea que esté.

A mi papá por acompañarme siempre y en todas.

A mis hermanas Aimará y Aimé, mis hermosas cómplices.

A Analía, mi hermana de las letras y de la vida en la mejor plaza del mundo.

Mates en la cama

Tan real y tan mágico como una planta de yerba que brota del cielo

El simulador de patios

Solamente muero los domingos y los lunes ya me siento bien.

Sui Generis, 1973, Confesiones de Invierno.

Con un rosario en la boca, asustada y apurada, pero sin olvidarme del equipo de mate, salí corriendo de casa para acudir al inusual llamado de Amalia.

—Ayudame con esto —me dijo apenas entré a su departamento y ese fue su saludo.

En la mesa de la cocina tenía una pila de fotos de helechos, pastos, hojas y yuyos, impresas en A3. Eran fotos del patio selvático de la casa de su abuela en Posadas.

—Las tengo que pegar con cuidado para armar la imagen en trescientos sesenta grados —me dijo. Se arrodilló para extender una larga tira de fotos pegadas. Empujó con un pie la valija por donde asomaban sus ropas y parte de su vida en Buenos Aires.

Sujetadas con un armazón de alambre en forma de círculo, las colgó del techo en medio de su habitación.

—Entrás por acá y te quedás adentro, rodeada de verde —me explicó—. Ahora ayudame con esto —me dijo y de nuevo tuve que soltar mi mate.

Arrastramos una bandeja de plástico hasta debajo de las fotos.

Le sacó la tapa. Y ahí empecé a reírme.

Era pasto. Pasto verde, recién regadito. Pasto verde brillante. Un perfecto pan de pasto de medio metro de lado.

Amalia, descalza como desde que me recibió, se paró arriba con cuidado y me miró resuelta, exhalando su tranquilidad en mi cara.

—Vos te reís, pero yo voy a patentar esto —me dijo sumándose a mi risa que ahora ya era carcajada.

—Entonces tengo que probarlo, a ver —le dije y entré al centro del espiral de fotos.

Ella salió del pasto, lo pisé.

—Cerrá los ojos —dijo Amalia.

Otra vez rompí en risotadas.

—No los abras. Ahora concentrate, ¡no te rías, pue! Y ahora aspirá —dijo.

Impostando la voz recitó: “Cierro los ojos, inspiro, estoy en casa… ¡Dale, repetilo!”.

Obedecí para terminar pronto con el acting: “Cierro los ojos, inspiro, estoy en casa”, recité intentando aguantar la risa.

Aspiré y sentí ese aroma único e inconfundible: olor a lluvia, olor a monte.

Abrí los ojos y, casi tocando mi nariz, ella sostenía un frasquito con tierra roja húmeda.

—Con este engaño —recitó con tono sobreactuado—, con este fiel placebo a los sentidos, fabrico una ilusión. Y mi mente y yo fingimos creer en el montaje y sumergirnos en la fiesta de aves del atardecer en el patio. Y logramos sonreír, aunque sea domingo a la tarde y estemos a mil kilómetros de casa —repitió.

—Todo esto me lo llevo a Baires ahora cuando vuelva —dijo—. Los domingos a la tarde voy a terminar alquilando esto. ¿Te imaginás?... Con un cartel que diga: “Simulador de patios, alquilo por minuto” —rio Amalia.

La hora de la sombra (pareidolia popular)

1

Ya era un clásico: llegar corriendo a la ventanilla de pagos con la boleta a solo horas del día de vencimiento. Esforzándose por reponer el ritmo de su respiración, Nina se acomodó los cabellos revueltos y se dejó llevar por el relato de una señora muy pequeñita que estaba delante suyo en la fila y charlaba en confianza con una mujer muy alegre.

—Sí, ¡tenés que ver lo lindo que quedó el barrio! Pintaron los juegos de la plaza y todo. Ahora para las fiestas de fin de año vamos a organizar la cena entre los vecinos como hacemos siempre —señaló orgullosa la mujer pequeñita.

La señora alegre, una amiga seguramente, asintió con la cabeza:

—Voy a ir a visitarte, ya te dije, en estos días nomás; salgo de misa y voy a tu casa así tomamos un mate y recorremos tu barrio —dijo sonriendo.

Aunque la fila del pago es en la vereda, a pocos pareciera interesarles lo que sucede “cuando la tarde se aroma”, en versos de Ramón Ayala “El Mensú” en el recitado de Posadeña linda. La hora mágica, el atardecer, el ocaso, ese que cualquiera habría admirado de haberse encontrado en situación de turista, pasaba desapercibido. La espera o, mejor dicho, la tediosa espera del consumidor que debe pagar la cuenta licuaba una vez más toda chance de aprovechar el tiempo para sintonizar con el entorno.

Nina hizo lo que todos: repasó la cifra de la factura, revisó tener el dinero suficiente y volvió a cerrar la mochila. Luego, contó cuántas personas estaban delante de ella en la fila —nueve— y calculó cuántos minutos demoró la chica que acababa de pagar —tres— y ya cruzaba la calle hacia la parada de colectivos.

Nueve por tres: veintisiete. ¿Media hora? ¿Esperar impaciente o dejar que la hora transcurriera simplemente hasta que le llegara el turno? ¿Y el libro? La novela que planeaba llevar para aprovechar la espera había quedado en la mesita del perchero del estudio. Salir corriendo tiene sus contras. Pero así, siempre. Mientras se resignaba a extrañar a su amiga del momento —Nurit Iscar, “Betibú”, que justo estaba entrando con Jaime Brena al country La Maravillosa para investigar el crimen del empresario—, repasó mentalmente su estrepitosa salida del estudio, que había derivado en el olvido del libro. El planteo de Faustina la había descolocado.

“Para mi masaje del viernes, querida, te quiero pedir algo muy importante. Yo me voy a quedar dormida como siempre, y por una vez quisiera hacer algo que deseo hace años. Vos decime cuánto te voy a deber, lo que quisiera es quedarme durmiendo hasta el día siguiente”, le había despachado la señora, una de las más antiguas clientas. Y fue por ese entendible pero disparatado planteo que Nina se olvidó el libro.

«Esto es un estudio de pilates, no un hotel, Faustina», le habría querido decir a la clienta. Y cerró ventanas y puertas, apagó aires acondicionados, el equipo de música y las luces. Tenía la cabeza puesta en ir a pagar la factura y en pensar palabras más suaves para evadir con elegancia la idea de Faustina que seguía sus movimientos aguardando una respuesta.

Como llegando de lejos, una voz muy delicada entró a sus oídos y la hizo retornar a la fila de pagos.

—¿Usted también lo ve? —le dijo la mujer pequeñita que se había acercado a Nina y le hablaba bien de frente.

—¿Cómo? No la escuché, disculpe, señora —dijo Nina con las mejillas rojas.

—¿Usted también ve el rostro de Jesús ahí? ¿Lo ve? —insistió la señora pequeñita señalando el poste de hormigón que se alzaba a pocos pasos de la fila.

A unos dos metros del piso las farolas recién encendidas proyectaban la sombra de una rama del frondoso plátano que tenía claramente la forma de un rostro con barba y cabello largo.

Podía haber sido un George Harrison en All things must pass o Batistuta en el Mundial 2002, pero las señoras vieron a Cristo. Y los otros de la fila, también. Por un momento la hilera se desarmó y todos se fueron acercando al poste buscando la mejor angulación para ver la cristiana figura.

Una joven de blusa floreada se persignó, apoyó su mano derecha en el hormigón que aún estaba caliente por el sol de la tarde, agachó la cabeza y comenzó a rezar. Un señor se quitó el sombrero de pana y caminó con esfuerzo hacia la columna alargando su mano como si quisiera tocar la sombra.

El amigo de la mujer de flores vio al fotógrafo que estaba en la vereda de enfrente. Con la cámara colgada al cuello, el reportero gráfico del matutino El Pionero —según indicaba su chaleco color caqui— hablaba con el policía de la entrada del Museo de Artes Plásticas. Los carteles anunciaban la inauguración de la muestra de Alejandra Rey “Óleos de mi vida”, pero el chico decidió que esos cuadros podían esperar su turno para los flashes. Cruzó la calle corriendo y le comentó sobre el milagro. El fotógrafo, a paso incrédulo, se acercó al poste.

Enseguida el gesto de sorna y su risa desacreditadora se transformaron en asombro que se fue acrecentando al terminar de girar y ver el poste completo desde diferentes ángulos. De inmediato empuñó la cámara y comenzó a disparar fotos con y sin flash.

Luego de varios primeros planos caminó hacia el cordón de la esquina y captó la imagen de todo el grupo que observaba, incluida la cobradora del kiosco que asomaba la cabeza desde la ventanilla.

—¡Gracias, Dios lo bendiga, amigo! —le dijo el chico y se acercó para darle un apretón de manos. El fotógrafo le sonrió. Inspiró satisfecho. El visor de su cámara le indicaba que las fotos le habían quedado muy buenas. Volvió a cruzar la calle y entró al museo.

—Señora, ¿ustedes ya pagaron? —preguntó Nina en voz baja a la señora pequeñita. Su amiga rezaba.

—No, querida, ¿querés pasar vos?, yo voy a acompañar a mi amiga. Está pidiendo por su hermana, está muy enferma —le dijo secándose los ojos con un pañuelito.

Delante de ellas, que eran las anteúltimas, no quedaba nadie. Nina intentó encontrarse con la mirada de los otros para ver si alguno reclamaba su turno, pero todos miraban al poste.

Solo un hombre, tal vez no creyente o tal vez muy apurado, que en la fila original estaba después de Nina, había aprovechado la distracción generalizada y ya estaba en la ventanilla pagando lo suyo, para alejarse luego sin mirar atrás.

La cobradora le extendió la mano a Nina, aguardando la boleta.

—¡Qué milagro, querida! Ya le pedí a mi hijo que fuera a la parroquia de acá a la vuelta a avisarle al padre… ¡Un milagro en mi vereda! —Se regocijó.

2

Las farolas de la ciudad se apagaron con las primeras luces del alba. Camino al estudio, Nina se vio en la tapa de El Pionero que esperaba a ser vendido en el exhibidor de alambres del canillita. La foto retrataba a todo color el improvisado templo en la esquina del kiosco.

Esa tarde, desde temprano, las personas que llevaban sus boletas para pagar se mimetizaron con los cientos de fieles y curiosos, vendedores de estampitas, rosarios, flores de plástico y gaseosas que coparon, desde la siesta, la vereda y también la calle. Buscaban un buen lugar para ver el milagro que se develaría al atardecer.

Simples pasos para sobrevivir a una ensalada

1

Todos cuentan la gran hazaña del legendario. El Gusano Maestro que sobrevivió tres semanas entre las plantas de la gran cascada vegetal que, con más de veinte especies de helechos en sus macetas, decora fastuosamente el célebre restaurante Cartagena, en Cartagena de Indias.

Había viajado de polizón en una planta de lechugas donde, perfectamente escondido en la parte gruesa de las nervaduras, soportó toda la fajina de cosecha y embalado del fresco vegetal que compactó su cuerpo durante media jornada de viaje. Promediando la mañana de aquel viernes en que comenzó a gestarse la leyenda, ingresó en el lote de cajones apilados por la puerta trasera del restaurante. Uno que, según dicen, era visitado por el escritor García Márquez, cuando pasaba sus días en su casa de esa mágica ciudad colombiana.

Tan bien se había camuflado en las lechugas elegidas por el chef que esa misma mañana pasó a ser parte de la ensalada Cesar de una comensal. El violento agitar de las hojas, la caída de los cubos de tostadas —son verdaderos cascotazos para nosotros—, y el vinagre en la piel lo obligaron a abandonar la inmovilidad para intentar escapar. Fue entonces cuando la joven lo descubrió. El filo del tenedor a punto estuvo de rasgar sus delgados tejidos. Lo cuento y un escalofrío recorre mi cuerpo.

El maestro ya veía venir la muerte, pero la verdad es que nadie sabe por qué ocurrió el milagro: la chica no lo aplastó dentro de una servilleta de papel ni pidió a gritos que le marcharan otra ensalada de reemplazo; como sí solían hacer otros comensales ante esas ocasionales apariciones.

Hasta hoy es un misterio. Pero cuentan que la mujer lo capturó cuidadosamente con el tenedor, lo colocó en la servilleta y discretamente, para evitar preguntas o incómodos comentarios de sus compañeros de almuerzo, lo trasladó al conjunto de plantas del centro del salón. Allí lo liberó sin gritos ni escándalo en una plantera marrón que portaba un gran helecho verde y morado.

Pasados los días, el maestro recorrió hoja por hoja cada una de las plantas, se tomó horas y horas para puntear cada centímetro, estirando su cuerpo y luego, acercando la parte trasera, estirando, acercando. No por nada nos llaman gusano medidor; como cuando se mide una superficie con pulgar índice, pulgar índice, y así.

Desde las hojas más altas e irguiéndose con destreza, en los días previos a convertirse en crisálida, el gusano maestro pudo ver pasar sucesivos platos de ensaladas con lechugas, y en algunos detectó la presencia de ejemplares que no pudieron salvarse del escandaloso reclamo, seguido de aplastamiento o tirado al cesto de basura o, peor, al desagüe de la cocina.

Crecí escuchando esa leyenda. Por generaciones en la chacra se nos ha contado la hazaña del Gusano Maestro. Por eso siempre quise ser como él; crecer, sobrevivir y llegar a cumplir nuestro designio: ser mariposas.

Eso me da fuerzas para soportar este viaje, compactado en estas lechugas que seguramente derivarán en una ensalada. Solo espero que la reacción de quien la prepare o coma sea tan amigable como la de la señorita de Cartagena.

2

La ensalada de Lorena comenzó con una planta de lechuga fresca, recién traída por el productor desde la chacra orgánica. Lorena separó las hojas para quitar los restos de tierra, arenilla y esos trebolitos que suelen colarse al cosecharla. Enjuagó cada hoja al derecho y al revés, bajo el agua de la canilla. Todo con un ritmo de retiro espiritual. Meditando cada movimiento, sintiendo la rugosidad de las hojas, como si pudiera percibir cada célula del verde tejido con la punta de los dedos.

En un instante su mano se detuvo en el aire. Un pedazo de lechuga se movió sin que ella lo moviera.

Y se movió porque no era una lechuga. Era un gusano. Verde y brillante, un gusanito de unos tres centímetros que se estiró, luego hizo montañita, se estiró de nuevo, se irguió buscando nuevo apoyo, bajó sus patitas delanteras, se volvió a encorvar y luego a estirar.

Lorena evitó tocarlo. Lo acomodó con hoja y todo sobre las lechugas de descarte en el recipiente dentro de la bacha cuyo próximo destino sería la compostera del jardín. Aunque tal vez al gusano le reservaría alguna planta de la huerta. Planeaba liberarlo como lo hizo veinte años atrás en aquel restaurante de Cartagena de Indias, cuando encontró el pequeño polizón en su ensalada Cesar y no pudo más que protegerlo y colocarlo en la plantera del salón. Imposible olvidar ese gusano como también le fue imposible olvidar las circunstancias en que llegó a su vida, en aquel inédito viaje, que llamaría: el viaje más raro de mi vida. Fue en las Olimpiadas Hispanoamericanas de Ortografía en diciembre de 2000, certamen que desconocía totalmente y del que tuvo noticias por primera vez apenas dos días antes del concurso provincial. Tras ganar esta instancia, debió viajar raudamente a Buenos Aires para competir en el certamen nacional, que se disputó en la sala Borges de la Biblioteca Nacional. Allí inesperadamente se consagró campeona argentina, título que a la semana siguiente la llevó a Cartagena.