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Estaba rompiendo las reglas del juego al enamorarse de su propio esposo. Mallory McIver le había prometido a su marido un matrimonio sin ningún tipo de implicación emocional, una especie de negocio. Hasta que un día Torr le anunció que se marchaba a Escocia a restaurar el viejo castillo que había heredado, y esperaba que su esposa lo acompañara… Mallory se había casado con un ejecutivo sofisticado y urbanita, pero allí, en el campo, se convirtió en un hombre fuerte, habilidoso y muy atractivo que despertaba en ella sentimientos prohibidos.
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Seitenzahl: 220
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Jessica Hart
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Matrimonio de negocios, n.º 111 - agosto 2014
Título original: Newlyweds of Convenience
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Este título fue publicado originalmente en español en 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4600-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Sumário
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Publicidad
—ESTE año se ha batido el récord de ventas de tarjetas de San Valentín, y las floristas aseguran que las rosas rojas son la elección más popular para...
Mallory alcanzó rápidamente el mando a distancia y apuntó hacia el televisor para apagar el final de las noticias. No quería pensar en el día de San Valentín. Hacía un año, Steve la había sorprendido con un viaje a París; allí le había regalado un colgante con un diamante y le había hablado de matrimonio. Había sido el día más feliz de su vida.
Mallory se llevó la mano al cuello instintivamente para palpar el diminuto diamante de Steve, que a pesar de todo seguía llevando.
Charlie, tumbado a sus pies con la cabeza apoyada sobre las patas, se puso de pronto alerta y, al cabo de un momento, Mallory oyó el ruido de la llave en la cerradura.
Su marido había llegado a casa.
Retiró la mano repentinamente del colgante.
Charlie, que estaba de pie y meneaba la cola con entusiasmo, se adelantó hasta la puerta del salón, donde se puso a gemir y aullar suavemente. Habría empezado a arañar la puerta si ella no hubiera ido a abrirla. Mallory sabía que Charlie no se quedaría tranquilo hasta que no le diera a Torr la bienvenida a casa.
Era un animal con mucha personalidad, aunque tenía que reconocer que no era el perro más bonito del mundo. Desde que lo había sacado de la perrera hacía ya siete años y se lo había llevado a casa, la seguía a todas partes con adoración.
Tal vez no fuera tan extraño que Charlie hubiera sentido celos de Steve. El perro era el centro de su vida antes de que llegara Steve, y la tensa relación entre el animal y su exnovio había sido la única nube de tormenta en un cielo siempre azul.
Lo que más le costaba entender era el vínculo instantáneo que el perro había forjado con Torridon McIver. Aunque este pasaba muy poco tiempo tanto con el animal como con su dueña, Charlie siempre se alegraba mucho de verlo, a pesar de que solo recibiera a cambio un saludo si acaso brusco.
Cuando Mallory abrió la puerta, Torr estaba en el vestíbulo hojeando el correo que ella había dejado en la mesita. Torr era un hombre alto de pelo negro y facciones duras, poco expresivo. La luz del vestíbulo arrancaba destellos de las gotas de lluvia que salpicaban su pelo y los hombros de la gabardina, que aún no se había quitado.
Cuando no estaba forjándose la fama de ser uno de los hombres de negocios más listos y prósperos de la ciudad, Torr salía a practicar la escalada. Mallory pensaba que, cuando su marido regresaba de la montaña, lo hacía con la fuerza, la energía y la inflexibilidad de los riscos y peñas que escalaba. Y esa sensación no casaba con los trajes caros que llevaba a la oficina, ni con la preciosa casa de estilo georgiano que había adquirido como símbolo de su éxito. Ninguna de esas cosas armonizaba con el hombre que Mallory percibía escondido tras esa fachada.
Claro que ella tampoco armonizaba en absoluto.
—¡Abajo! —ordenó Torr a Charlie.
Cuando el perro se tumbó obedientemente, pero sin dejar de menear la cola, él se agachó y le pasó la mano por la cabeza.
Satisfecho, Charlie volvió a donde estaba Mallory y fue entonces cuando Torr se volvió y se fijó en ella. Hacían una extraña pareja, aquel perro de ojos brillantes y patas larguiruchas y la mujer morena y elegante. Los pantalones de seda y el top de ganchillo de color beis le daban un aspecto esbelto y estiloso.
—Buen perro —dijo ella afectuosamente.
Pero cuando se puso derecha y vio a Torr, la expresión amable de su rostro se desvaneció en un segundo.
—Hola —saludó ella.
—Hola.
La tensión habitual empezó a palparse de nuevo en el ambiente. Nadie diría al verlos que llevaban cinco meses casados y que ese era el día de San Valentín. Torr no escondía ningún ramo de rosas a la espalda, ni guardaba en el bolsillo de su americana ningún estuche; no la abrazaría, ni le diría que la amaba. Para empezar, ni siquiera sonreía.
Mallory se abrazó e hizo un esfuerzo para dejar de pensar en el día de San Valentín del año anterior, para no ver a Steve sonriéndole y abrazándola con deleite.
—Estaba viendo las noticias —dijo ella pasado un momento.
Torr se quitó la gabardina, la sacudió un poco y la colgó de un perchero.
—¿Tienes un momento?
—Por supuesto —Mallory respondió en el mismo tono forzado y formal que había utilizado él.
No hablaban a menudo y, cuando lo hacían, siempre era en ese tono y con esos modales.
Charlie siguió a Torr al salón y se tumbó en la alfombra delante de la chimenea, satisfecho de poder vigilar de cerca a sus dos personas favoritas. Incluso resultaba un poco embarazoso el placer evidente del animal cuando los veía cerca.
No solían estar juntos a menudo. Sin necesidad de hablarlo, habían dividido la casa en varios dominios. La habitación donde estaban pertenecía al dominio de Mallory, y allí se sentía más a gusto que en ninguna otra. Ese salón estaba decorado en amarillos suaves; las enormes ventanas georgianas, elegantemente vestidas con cortinas y volantes, y los muebles, tapizados con telas que ella había elegido, con esa habilidad innata que poseía para coordinar colores y formas, muebles y telas.
Cuando había diseñado el proyecto, Torr no era más que un cliente. Mallory jamás habría imaginado entonces que acabaría viviendo allí y, bien mirado, seguía sintiéndose como una intrusa. Desde su desastrosa noche de bodas, dormían en habitaciones separadas. Ella tenía un sitio donde vivir y todos los gastos pagados; Torr había terminado compartiendo su casa con una mujer que ni siquiera parecía gustarle demasiado.
—Siéntate —sugirió ella, como si hablara con un extraño.
Torr hizo caso omiso de la invitación y se quedó de pie junto a la chimenea.
Mallory no quiso pensar en su falta de cooperación y tomó asiento en una butaca, aunque enseguida deseó no haberlo hecho. Torr parecía cernerse sobre ella como una torre, dominaba el espacio con su severa presencia. Tenía los ojos del color del cielo de verano al atardecer, un azul penetrante que en lugar de otorgar a su mirada una expresión cálida, le daba un carácter frío y vigilante; como en ese momento en que los fijaba en ella. Mallory se llevó sin pensar la mano al colgante. Tras aquella máscara impenetrable, era imposible saber lo que estaba pensando.
¿Qué vería Torr cuando la miraba? Sin duda vería unos ojos oscuros de mirada intensa, una boca ancha y unos pómulos altos. ¿Vería tras su aspecto, elegante y cuidado, y sus modales afables el vacío que sentía, el entumecimiento que la dominaba desde que Steve la había abandonado, el frío que no parecía capaz de quitarse del cuerpo, por mucho que lo intentara?
Torr impedía que le llegara el calor de la lumbre que ardía en la chimenea y, a pesar de la calefacción, Mallory se frotó los antebrazos mientras se prolongaba el incómodo silencio.
—¿Qué tal te ha ido el día? —le preguntó ella.
—Bastante bien.
A Torr siempre le salía todo bien. Había empezado de cero y, en pocos años, había creado una empresa de construcción que valía un millón de libras; y de paso se había ganado la fama de duro. Al tiempo que su negocio crecía, también lo hacían los intereses de Torr. Tenía el don de rescatar empresas en quiebra y hacer de ellas negocios florecientes. Había muchas personas en Ellsborough que le debían sus empleos, aunque no todas lo conocieran en persona. En la ciudad, el nombre de Torridon McIver era sinónimo de éxito.
—¿Y tú qué has hecho hoy?
—He estado revisando mi currículum —respondió ella—. Estoy pensando en solicitar un empleo. Espero poder encontrar algo que tenga que ver con el diseño de interiores.
Eso significaba tragarse el orgullo e ir a algunas de las agencias que en su día la habían presionado para trabajar con ella, pero a Mallory no le importaba hacerlo. No pensaría en su negocio, que se había ido a la ruina como consecuencia de la estafa de Steve; ni pensaría en la fama de la que gozaba ella entonces, en el pequeño pero talentoso equipo de profesionales que había formado, ni en lo mucho que había disfrutado con su trabajo. Cuando el famoso Torr McIver había buscado a alguien para decorar el interior de su casa nueva en una de las mejores zonas de Ellsborough, había sido Mallory Hunter la que había hecho el trabajo.
Steve había comprado una botella de champán para celebrarlo... Prefería no acordarse tampoco de aquello. En esa época tenía todo cuanto ansiaba, pero le había durado muy poco.
Traicionada y en la ruina, Mallory se había retraído de tal modo que los modales formales y bruscos de Torr habían sido mucho más fáciles de soportar que la amabilidad y el cariño de sus amigos. Él le había ofrecido el matrimonio a cambio de saldar todas las deudas que le había dejado Steve y, en aquel momento, a Mallory le importaba todo tan poco que no había dudado en aceptar la propuesta, a pesar de las advertencias de sus amigos.
Habían hecho un trato y ya no podía echarse atrás.
Poco a poco, ella había empezado a retomar las riendas de su existencia y, después de hacer vida de ermitaña durante varios meses, había vuelto a ver a sus amigos. Hablar, reírse y fingir que estaba bien le costaba a veces un enorme esfuerzo, pero al menos le quedaba el consuelo de que lo estaba intentando.
El paso siguiente, Mallory estaba decidida, era buscarse un empleo; aunque a Torr no le había hecho mucha gracia la idea.
—No necesitas ningún empleo —le dijo con cara de pocos amigos—. Eres mi esposa.
No era su esposa en el sentido pleno de la palabra, y los dos lo sabían. Según lo pactado, Mallory se presentaba con él en los eventos relacionados con la empresa y hacía el paripé delante de sus socios; y cuando Torr tenía invitados en casa, ella era la anfitriona perfecta. Tenía la cocina bien repleta y la casa limpia, pero eso era lo único que hacía por él.
—No puedo quedarme aquí metida todo el tiempo. Necesito hacer algo.
—Ya tendrás mucho que hacer cuando nos marchemos —respondió Torr.
Ella lo miró sin entender.
—¿Marcharnos? ¿Adónde nos marchamos?
—A Escocia.
—¿Qué?
—A las Tierras Altas —especificó Torr—. Para ser exactos, a la costa oeste. Es una zona preciosa, te gustará.
Mallory no sabía de qué hablaba, pero dudaba mucho de que aquello fuera a gustarle. Ella era una chica de ciudad, le gustaban el color y las telas, las tiendas y los restaurantes, las galerías de arte y los cines. Las fotos que había visto de las Tierras Altas de Escocia mostraban siempre un paisaje salvaje e inhóspito que para ella no encerraba ningún atractivo.
Estaba bastante segura de que Torr lo sabía y, de hecho, vio en sus ojos una expresión burlona que le dio a entender lo mucho que se estaba divirtiendo a costa suya.
Esbozó una sonrisa forzada.
—No sabía que estuvieras preparando unas vacaciones.
—No son unas vacaciones —respondió Torr—. Nos mudamos allí. He venido a decírtelo.
La sonrisa cortés se heló en los labios de Mallory.
—¿Que nos mudamos?
—He heredado una propiedad en las Tierras Altas —Torr sacó una fotografía de un bolsillo interior de la americana y la puso en la mesa de cristal, junto a Mallory—. Esto es Kincaillie.
Mallory tomó la foto con cuidado y estudió la fotografía: un castillo medio en ruinas se alzaba en un promontorio, rodeado casi en su totalidad por las aguas grises de un mar encrespado. En el fondo, la montaña arañada por los matojos y el pedregal poseía un aire amenazante.
Mallory levantó la vista y lo miró a los ojos.
—¿Es una broma?
—¿Tengo cara de estar de broma?
Ella volvió a mirar la fotografía.
—Pero... si esto parece un castillo —estaba verdaderamente confundida.
—Lo es.
Para alivio de Mallory, Torr se apartó de la chimenea y se sentó en el sofá que estaba a la derecha de su butaca. Se recostó relajadamente en la esquina, lo más lejos de ella que le era posible.
—En esa foto solo se ve la parte medieval, pero por detrás hay un ala que se añadió posteriormente, así que es más cómodo de lo que parece.
—¿Has heredado un castillo? —preguntó Mallory con incredulidad.
—Toda la finca —respondió él, como si heredar un castillo medio en ruinas fuera lo más habitual del mundo—. Y también el título que la acompaña, por si te interesa. Resulta que soy el nuevo señor de Kincaillie —continuó él con una inflexión irónica en la voz— y, como tú eres mi esposa, a pesar de que las evidencias indiquen lo contrario, eso te convierte en la señora de Kincaillie.
«A pesar de las evidencias». Mallory se puso colorada y desvió la mirada.
—No sabía que fueras el heredero de ningún castillo —dijo ella con cierto pesar.
—Yo tampoco lo sabía —comentó Torr—. Bueno, Kincaillie siempre ha pertenecido a la familia, pero nunca pensé que acabaría siendo mío. Recuerdo que mi padre me llevó allí cuando tenía dieciséis años. Mi tío abuelo era el señor de Kincaillie, pero tenía dos hijos y la posibilidad de que yo heredara era remota. Uno de ellos murió en un accidente hace años, y el hermano pequeño ya había emigrado a Nueva Zelanda para entonces y no quería volver. La propiedad no es de libre disposición, eso significa que no se puede vender. Por esa razón lleva unos años abandonada. Parece ser que el único heredero de Kincaillie sufrió un infarto hace unos meses y sus abogados han tardado un tiempo en localizarme.
—¿Y te acabas de enterar hoy?
Torr negó con la cabeza.
—Lo sé desde hace un par de meses. En cuanto recibí la carta, me fui allí a pasar unos días; me junté con los abogados y le eché un vistazo de nuevo a Kincaillie.
—¿Hace un par de meses? —Charlie levantó la cabeza de las patas al oír la tensión en la voz de Mallory—. ¿Y por qué no me lo dijiste?
—Francamente, no pensé que te interesara —la expresión de Torr se volvió más severa—. Hasta ahora no has mostrado mucho interés por la vida en general, ¿no?
Mallory se puso colorada. Era cierto. Cuando se habían casado apenas se conocían y, en los cinco meses que habían trascurrido desde su boda, tampoco habían avanzado mucho.
—Si te hubieras interesado en preguntarme adónde iba cuando hice el viaje a Escocia, te lo habría contado.
—Supuse que era un viaje de negocios —se justificó ella, que no se sentía muy a gusto.
—Y yo pensé que a ti te daba igual todo.
Era cierto que todo le había dado igual, que nada le había preocupado desde que Steve la había traicionado y se había largado del país, dejándola sola para enfrentarse a un lío horrible.
—¿Y por qué me lo dices ahora? —quiso saber ella.
—Porque vas a tener que empezar a hacer las maletas.
—¿Para qué?
—Te lo he dicho: nos mudamos a Kincaillie.
Mallory respiró hondo.
—No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Por supuesto que lo digo en serio.
—Pero este sitio está en ruinas... —dijo ella al mirar de nuevo la fotografía.
—Necesita algunos arreglos —reconoció Torr—, pero eras tú la que quería estar ocupada, ¿no?
—¿Algunos arreglos? Solo hace falta fijarse en esta foto para saber que es un proyecto de restauración a gran escala. Llevará muchísimo tiempo.
—Tal vez —empezó a decir Torr—, pero no es posible quedarnos en Ellsborough. He vendido todos mis negocios y me han hecho una oferta muy buena por la casa que me han confirmado hoy mismo.
Mallory seguía intentando digerir la noticia de que había vendido sus empresas cuando asimiló el significado de la última frase.
—¿Qué casa?
El mal presentimiento desembocó en algo que hacía mucho que no había sentido: rabia.
Qué extraño volver a sentir rabia, pensó medio distraída. Se le hacía tan raro sentir algo después de tantos meses de desidia... La rabia la despertó de su letargo.
Torr la observaba detenidamente, con ironía.
—Ni siquiera tuve que poner un anuncio —dijo—. Surgieron tantos compradores que se habían interesado por la casa, en el caso de que alguna vez decidiera venderla, que inmediatamente empecé a recibir ofertas. Tengo que reconocer que el nombre de Mallory Hunter unido al diseño del interior de la vivienda solo ha conseguido que subiera el precio, como imagino que te alegrará saber.
Mallory se puso de pie, asustando a Charlie con el brusco movimiento. El perro se irguió y la estudió con cierto aire de preocupación perruna; nunca la había visto así, con la cara roja de rabia, cerrando y abriendo los puños.
Hacía tiempo que ella no se sentía como en ese momento: una rabia intensa que le subía por la garganta, una rabia que iba invadiéndola poco a poco, de manera que todo lo que había estado débil, arrugado y mustio de pronto parecía más flexible, más completo, y le pareció que volvía a ser la Mallory Hunter de antes, una mujer hecha y derecha de treinta y dos años, diseñadora de interiores de éxito, en lugar del cascarón roto y abollado que Steve había dejado atrás.
—¿Sin discutirlo siquiera conmigo? —le preguntó.
Torr observó con curiosidad e interés que la mirada de aquellos grandes ojos marrones, apagados desde hacía tanto tiempo, cobraba de pronto vida.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—¡Soy tu esposa!
—Solo cuando te conviene —fue su brusca respuesta—. Como cuando me necesitaste para saldar tus deudas, por ejemplo.
Mallory se sofocó ligeramente, pero no cedió.
—Hicimos un trato —le recordó—. Dijiste que necesitabas una esposa para hacer de anfitriona en tus fiestas, alguien que te ayudara con tus invitados pero que no te planteara exigencias a nivel emocional. Yo necesitaba vivir en un sitio donde pudiera tener a Charlie conmigo; y sí, quedamos en que te ocuparías de mis deudas. Pero ese fue el trato —añadió en tono fiero—. La casa era parte de ese trato, y ahora la vendes sin ni siquiera decírmelo.
—Voy a darte otra casa —dijo Torr con indiferencia—, una que a Charlie le va a gustar mucho más que esta.
Mallory se dio la vuelta y se abrazó para soportar la sensación de náusea que siguió al miedo. La rabia empezaba a diluirse y la dejó con aquel sentimiento de agobio e inquietud. Tenía que haber una salida a aquella locura, lo único que tenía que hacer era mantener la calma.
Respiró hondo y lo miró a los ojos.
—Oye, ¿no podríamos hablar tranquilamente de todo esto? Sé lo mucho que te debo, y que no me he mostrado demasiado comunicativa —Mallory hizo una pausa mientras se pasaba la lengua por los labios con gesto pesaroso—. Tienes razón, no he hecho mucho esfuerzo por que nuestro matrimonio funcionara hasta ahora, pero lo haré —prometió—. Me he dado cuenta de que tengo que encontrar el modo de olvidar a Steve para poder seguir adelante.
La expresión de Torr no era demasiado alentadora, pero Mallory se armó de valor y continuó.
—Tú y yo no hemos empezado bien —añadió con la intención de intentarlo de nuevo.
—Eso es decir poco —Torr soltó una risotada desprovista de humor.
En el silencio tenso que siguió, a Mallory le pareció como si volvieran a aquella horrible habitación de hotel, cuando ella se había dado cuenta, sin duda demasiado tarde, del tremendo error que había cometido.
—No lo hagas —le había dicho horrorizada su amiga Louise—. No puedes casarte con un hombre al que no amas. Serás infeliz.
Pero Mallory había insistido. Ya era infeliz y se decía que nada la afectaría. Torr sabía que no lo amaba; ella le había dado sus razones, y a él no le había importado. Le había dicho que ya había soportado suficientes emociones fingidas de su exesposa.
Habían quedado en que la suya fuera una relación puramente práctica. Ni fingirían, ni salpicarían sus diálogos con tonterías sobre el amor. En ese momento todo había tenido sentido, y casarse con Torr era la única opción que le quedaba.
Mallory había pensado que estaba preparada, pero cuando Torr se había acercado a ella la noche de bodas, no había podido evitar sentir cierta repulsión.
—Lo siento —había susurrado ella—. De verdad, no puedo. No puedo soportar que otra persona que no sea Steve me toque.
A Mallory no le extrañaba que Torr estuviera enfadado. Su frío desdén había sido un duro golpe para ella, y aún perduraba el recuerdo de lo que él le había dicho, aunque no fuera más de lo que ella pensaba que merecía.
—Puedes divorciarte de mí —le había ofrecido ella finalmente.
Sin embargo, Torr no estaba dispuesto a contemplar esa opción.
—¿Y reconocer que soy un fracaso ante todo Ellsborough? —había respondido él con rabia—. No lo creo, no. Haz lo que quieras cuando estés sola, Mallory. Si quieres malgastar el tiempo penando por ese canalla, por ese mentiroso, por ese ladrón de poca monta de Steve Brewer, hazlo; pero de cara a la galería, nuestro matrimonio será un éxito —había terminado de decir, casi escupiendo la última palabra.
De modo que, entre la total negativa de Torr a relacionarse de un modo que no implicara el éxito absoluto, y el recordatorio sin palabras de la cantidad de dinero que había pagado para saldar sus deudas, la parodia vacía que era su matrimonio había continuado. Mientras fingiera ser la perfecta esposa del hombre de negocios, Torr la dejaba en paz.
Mallory debería haber estado agradecida, pero en el fondo vivir así era triste y amargo para ella. Últimamente, había estado pensando si sería posible hacer algo para mejorar la relación entre ellos dos. Sin embargo, Torr no mostraba ningún interés en poner de su parte y, ante su continua frialdad y retraimiento con ella, la frágil confianza en sí misma había hecho aguas.
Tendría que volver a intentarlo.
—Me siento como un tren que ha descarrilado —trató de explicarle—. Desde que se marchó Steve, siento que no puedo avanzar. Solo he sido capaz de hacer las tareas diarias más sencillas, y siento que de algún modo ha llegado el momento de volver a vivir.
El gesto de Torr fue tan inexpresivo como de costumbre y Mallory sintió que la desesperación le atenazaba el estómago, al ver que él no iba a apoyarla de ningún modo.
—Por eso he empezado a buscar trabajo —continuó ella. Detestaba que le temblara la voz de ese modo—. Necesito trabajar de nuevo, empezar a ver a mis amigos otra vez. Podríamos darle una oportunidad a nuestro matrimonio si nos quedamos aquí —dijo en un tono que encerraba una promesa.
Torr, sin embargo, no parecía demasiado impresionado.
—No hay razón por la que no podamos hacer lo mismo en Escocia —dijo.
Mallory dejó atrás su orgullo. No podía soportar que la separara de todo lo que le resultaba conocido justo cuando más lo necesitaba y que la llevara a un inhóspito paraje escocés.
—Si quieres que te suplique, lo haré —dijo ella con desesperación—. Pero, por favor, no me obligues a marcharme. Este es mi hogar.
—Tendrás un nuevo hogar —fue la respuesta de Torr.
—¿Un edificio en ruinas? —Mallory se echó a reír a carcajadas—. ¡Ay, sí, ya me veo estableciéndome allí!
Torr se encogió de hombros.
—Uno puede formar un hogar, si lo desea, en cualquier sitio.
Mallory sentía mucho frío. Se puso delante de la chimenea y se abrazó, pero no fue capaz de entrar en calor. Cuando se le pasó un poco aquel histerismo momentáneo, levantó la cabeza y miró a su marido con los ojos muy abiertos.
—Esto lo haces para castigarme, ¿verdad?
Una expresión extraña asomó al rostro de Torr.
—¿Por qué iba a querer castigarte?
—Ya sabes por qué.
—¿Crees que he vendido todo y que me marcho a un castillo medio en ruinas solo porque mi mujer no puede soportar que la toque? —dijo en tono brusco—. No significas tanto para mí, Mallory.
Ella se estremeció con aquel tono de voz.
—Entonces ¿por qué quieres que nos mudemos? —le preguntó.
—Porque quiero hacerlo —afirmó Torr—. Kincaillie me pertenece.
Era la primera vez que Mallory le oía hablar con pasión, incluso con cierta ternura, y levantó la cabeza sin pensar.
—No te estoy obligando a hacer nada que no quieras —dijo él—. Si quieres quedarte aquí en Ellsborough, quédate; eso es cosa tuya. Pero la casa está vendida y me he comprometido a desalojarla antes de un mes, así que tendrás que buscarte otro sitio donde vivir.
Y doscientos cincuenta mil dólares. Torr no lo dijo, pero pareció como si esas palabras que no se habían dicho hubieran quedado pronunciadas en el silencio.
¿De dónde sacaría tanto dinero? A Mallory no se le ocurrió pensar que, como ya se habían pagado las deudas, podría abandonar a Torr. La única diferencia entre ese momento y cinco meses atrás era que en lugar de deberle dinero a los furiosos y numerosos acreedores, se lo debía a su marido.
Se retiró un mechón de pelo de la cara, muy cansada de todo. Era fácil echarle la culpa a Steve, pero también ella debía responsabilizarse. Había sido ella quien había convencido a Torr para que invirtiera en el proyecto de Steve de convertir algunos de los viejos almacenes del río en apartamentos.
Los diseños de Steve la habían emocionado desde el principio y, para ella, había sido el comienzo de una maravillosa unión profesional, en la que trabajarían juntos para restaurar y remodelar interesantes edificios. Lo habían planeado todo detalladamente: él se encargaría del edificio y ella de diseñar el interior, y juntos formarían el equipo perfecto. Sin dudar ni un instante, Mallory había rehipotecado su casa y su empresa, y se había comprometido en la sociedad empresarial que había formado con Steve. Él había sugerido que sería buena idea hacerlo todo legalmente.