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Él tenía que hablar ya… o callar para siempre. Eduardo Vega había tenido en otro tiempo el mundo en sus manos, y una esposa a juego con su posición, hasta que un accidente cruel le alteró la memoria y perdió muchas cosas. Ahora había llegado el momento de buscar a la esposa fugada y volver a unir por fin las piezas perdidas de su rompecabezas. Después de haber hecho lo posible por curar las heridas del primer matrimonio, Hannah Weston estaba a punto de desposarse con un hombre que le daba seguridad. Pero momentos antes de dar el sí se encontró de frente con un fantasma peligrosamente tentador del pasado.
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Seitenzahl: 179
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Maisey Yates
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Matrimonio en juego, n.º 2442 - enero 2016
Título original: A Game of Vows
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7651-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
HANNAH Weston lanzó un juramento cuando tropezó con el dobladillo de su vestido de novia por haberse despistado viendo números en la pantalla de su teléfono inteligente. Había dicho que ese día no trabajaría, pero había mentido.
El mercado de valores estaba cerrado ese día, pero ella tenía una pista y tenía que investigarla antes de pronunciar sus votos. Había clientes que dependían de ella. Y el novio jamás lo sabría.
Entró en la limusina con los ojos pegados todavía a la pantalla del teléfono, se recogió el vestido en una bola de satén y tiró de ella hacia dentro antes de cerrar de un portazo.
–¿Vas a la capilla?
Hannah se quedó paralizada y se le heló la sangre en las venas. La limusina se apartó de la acera para adentrarse en el tráfico de San Francisco. Aquella voz. Ella conocía aquella voz.
No podía alzar la vista, seguía con los ojos clavados en el teléfono. Apretó con los dedos la pesada tela del vestido de novia y respiró hondo. Al fin levantó la vista hasta los intensos ojos que la miraban por el espejo retrovisor.
También conocía aquellos ojos. Nadie tenía unos ojos como los de él. Parecían atravesarla, poseer la habilidad de leer sus secretos más íntimos. Parecían capaces de burlarse y flirtear con la misma mirada. Todavía veía aquellos ojos en sueños. Y a veces en sus pesadillas.
Eduardo Vega. Uno de los muchos esqueletos que ella guardaba en el armario. Solo que aquel no se quedaba encerrado.
–Y me voy a casar –dijo ella con voz tensa. No se dejaría intimidar. Si alguien tenía que intimidar, sería ella. En Nueva York tenía más agallas que ningún hombre de la Bolsa. Tenía a Wall Street en un puño. En aquellos momentos era una fuerza importante en el mundo de las finanzas y no tenía miedo.
–Me parece que no, Hannah. Hoy no. A menos que te apetezca que te detengan por bigamia.
Ella inspiró aire con fuerza.
–Yo no soy bígama.
–No estás soltera.
–Sí lo estoy. Los papeles se...
–Nunca se presentaron. Si no me crees, investiga el tema.
A ella le dio un vuelco el estómago.
–¿Qué hiciste, Eduardo? –el nombre le sabía extraño en la lengua, pero, por otra parte, nunca había sido familiar. Su exmarido era básicamente un extraño. Ella nunca lo había conocido de verdad.
Habían vivido juntos... más o menos. Ella había ocupado la habitación de invitados del ático de lujo de él durante seis meses. Solo compartían las comidas los fines de semana en que iban a la casa de los padres de él. No compartían la cama, no compartían nada aparte de un saludo cuando se encontraban en aquella casa enorme. Él solo le dirigía la palabra y la tocaba en público.
Él era inteligente y muy rico, con una mente estratégica y una absoluta falta de decoro. Ella nunca había conocido a un hombre como él. Ni antes ni después. Por supuesto, tampoco la habían chantajeado para casarse ni antes ni después.
–¿Yo? –Él la miró de nuevo a través del espejo y sonrió–. Nada.
Ella se echó a reír.
–Es curioso. No te creo. Yo firmé los papeles, lo recuerdo claramente.
–Y, si hubieras dejado una dirección para enviarte el correo, habrías sabido que nunca se finalizó el divorcio. Pero tú no haces las cosas así, ¿verdad? Dime, Hannah, ¿sigues huyendo?
–¿Qué has hecho? –preguntó ella, que se negaba a permitir que la última pulla de él diera en el blanco. No tenía por qué contestarle a Eduardo. No tenía que contestarle a nadie. Y, desde luego, no tenía que huir.
Sus ojos se encontraron en el espejo y sintió una aguda punzada de emoción que se burlaba de su pensamiento anterior. ¿Por qué ocurría aquello en aquel momento? Se iba a casar una hora más tarde. Con Zack Parsons, el mejor hombre que había conocido en su vida. Un hombre respetuoso y honorable. Distante. Capaz de darle un empujón en su carrera. Él era todo lo que ella quería, todo lo que necesitaba.
–Es un proceso complicado –dijo él. Su acento era tan encantador como siempre, aunque sus palabras le hicieran hervir la sangre a Hannah–. Algo falló en algún punto.
–Eres un bastardo. Un absoluto bastardo –ella cerró el buscador de webs de su teléfono y abrió el teclado de números para marcar uno.
–¿Qué haces, Hannah?
–Llamar a la policía. A la guardia nacional.
–¿A tu prometido?
A ella se le encogió el estómago.
–No, Zack no necesita saber...
–¿Quieres decir que no le has hablado a tu amante de tu esposo? Eso no es una buena base para un matrimonio.
Hannah no podía llamar a Zack. No podía permitir que Eduardo se acercara a la boda. Eso podía destruir todo lo que ella llevaba nueve años construyendo. Odiaba que él tuviera el poder de hacer eso. Odiaba admitir la verdad, que él había tenido poder sobre ella desde el momento en el que se habían conocido.
Apretó los dientes.
–El chantaje tampoco lo es.
–Fue un intercambio, mi tesoro. Y lo sabes. Chantaje suena sórdido.
–Lo fue. Lo sigue siendo.
–¿Y tu pasado es tan limpio que no puedes soportar ensuciarte las manos? Los dos sabemos que eso no es cierto.
Hannah tenía una grosería en la punta de la lengua. Pero espantar a Eduardo no solucionaría su problema. El problema de que necesitaba llegar al hotel y pronunciar sus votos.
–Te lo preguntaré una vez más antes de abrir la puerta, lanzarme al tráfico y destrozar este vestido en el proceso. ¿Qué es lo que quieres? ¿Cómo te lo doy? ¿Eso hará que te vayas?
Él negó con la cabeza.
–Me temo que no. Te voy a llevar a mi hotel. Y no pienso irme.
Ella apretó los labios.
–¿Tienes fijación con las mujeres con vestido de novia? Porque, cuando nos conocimos, me pusiste uno enseguida y ahora parece que te interesas de nuevo por mí... y llevo otro vestido de novia.
–No es el vestido.
–Dame una buena razón para no llamar a la policía y decirle que me has secuestrado.
–Hannah Mae Hackett.
Su verdadero nombre le sonaba en aquel momento muy poco familiar. Y más todavía en boca de él en lugar de pronunciado con un gangueo sureño. Hannah sintió un peso de plomo en el estómago al oírlo.
–No lo digas –replicó.
–¿No te gusta tu nombre? Me imagino que no. Por eso te lo cambiaste.
–Legalmente. Legalmente ya no tengo ese nombre. Ahora me llamo Hannah Weston.
–Y conseguiste ilegalmente becas y ser admitida en la universidad de Barcelona falsificando tu historial académico.
Ella apretó los dientes, el pulso le latía con fuerza. Estaba acabada y lo sabía.
–Esto me suena a una conversación que tuvimos hace cinco años. Por si lo has olvidado, yo ya me casé contigo para impedir que hicieras público eso.
–Es un asunto inacabado.
–Lo único que parece estar inacabado es nuestro divorcio.
–Oh, no, hay mucho más que eso –él acercó la limusina a la acera de enfrente de uno de los famosos hoteles boutique de San Francisco. Mármol, adornos dorados y mozos elegantemente vestidos mostraban el lujo del lugar. Era el tipo de cosas que habían atraído a Hannah desde joven. El tipo de cosas que había empezado a anhelar cuando se había dado cuenta de que tenía el poder de cambiar sus circunstancias.
Siempre que entraba en un hotel, en cuanto se cerraba la puerta y quedaba aislada del mundo, daba una vuelta sobre sí misma y caía sobre la cama, regodeándose en su blandura, en la limpieza, en el espacio y la soledad. Incluso en aquel momento, que tenía su propio ático con sábanas de miles de hilos, todavía lo hacía.
Pero aquel hotel no evocó esas sensaciones en ella. La presencia de Eduardo lo impedía.
El mozo tomó las llaves de la limusina y Eduardo se acercó a la puerta de Hannah y la abrió.
–Espera, ¿has robado esto? –preguntó ella, mirando el automóvil.
Cuando Eduardo se inclinó, Hannah reprimió el impulso de echarse hacia atrás.
–Se la he comprado al chófer. Le he dicho que se comprara una más nueva y más bonita.
–¿Y no le ha importado que lo hubieran contratado para recogerme?
–Cuando le he dado dinero suficiente para dos limusinas, no.
–¿Iba a dejar plantada a una novia el día de su boda?
Eduardo se encogió de hombros.
–El mundo está lleno de personas deshonestas y egoístas. Tú, querida, ya deberías saberlo.
Ella soltó un bufido, se subió el vestido hasta las rodillas y salió del coche sin tocar a Eduardo. Se enderezó y dejó que el vestido cayera en su sitio. Tiró del velo hacia atrás.
–No me digas que tú no eres uno de los egoístas, mi querido esposo.
Lo miró de arriba abajo. Él seguía siendo todo lo que había sido cinco años atrás. Alto, ancho de hombros, apuesto, una visión de belleza viril dentro de un traje bien cortado. Su piel bronceada se veía perfectamente realzada por su camisa blanca. El pelo moreno le llegaba hasta el cuello de la camisa.
Siempre había tenido el poder de alterar el orden de la vida de Hannah, de hacerle sentir que estaba peligrosamente cerca de perder el control que tanto se había esforzado por cultivar durante años.
Eso era lo que más odiaba de él. Su fuerte magnetismo. Que siempre tenía el poder de producirle temblores, cuando ninguna otra cosa podía lograr eso.
No era solo porque era guapo. Había muchos hombres guapos en el mundo y ella tenía demasiado control sobre sí misma para permitir que eso la afectara. Era el hecho de que exudaba una clase de poder que ella jamás podía esperar lograr. Y de que tenía poder sobre ella.
Pasó delante de él, ignorando el perfume de su colonia y de su piel, ignorando el modo en que se le encogía el estómago. Entró en el vestíbulo del hotel, muy consciente de que estaba dando un espectáculo y sin importarle lo más mínimo. Respiró profundamente. Necesitaba concentrarse. Necesitaba averiguar qué quería él para poder salir de allí lo antes posible.
–Señora Vega, señor Vega –una mujer que Hannah asumió sería la directora, salió de detrás del mostrador de recepción con una amplia sonrisa en la cara–. Es un gran placer tenerlos aquí. El señor Vega me dijo que traería a su esposa cuando viniera esta vez. ¡Qué romántico!
Hannah tuvo que reprimir un juramento.
Eduardo se acercó y le rodeó la cintura con el brazo. Ella respiró con fuerza. Por un momento, un solo momento de locura, quiso apoyarse en él. Acercarse a su fuerza masculina. Pero solo por un momento.
–Mucho –dijo él.
–¿Hay alcohol en la habitación? –preguntó ella, apartándose.
La directora, cuya placa la identificaba como María, frunció levemente el ceño.
–Hay champán esperándolos.
–Necesitaremos tres botellas.
El ceño de la directora se hizo más profundo.
–Está de broma –dijo Eduardo.
Hannah negó con la cabeza.
–He estado borracha desde que pronuncié mis votos. Tengo intención de pasar el resto del día así.
–Iremos arriba.
–Envíe champán –dijo Hannah cuando él intentaba apartarla del mostrador de un modo que seguramente pensaba que era amoroso.
La llevó hasta un ascensor dorado. Sonrió hasta que la puerta se cerró detrás de ellos.
–Eso no ha estado bien, Hannah –dijo.
Ella se puso una mano en la cadera y le dedicó la más insolente de sus sonrisas. No se sentía insolente ni con control de la situación, pero podía fingirlo como la que más.
–¿Te estás quedando conmigo? Yo creo que ha sido una interpretación magnífica.
Él le lanzó una mirada desabrida.
–Toda tu vida ha sido una interpretación. No esperes premios ahora.
La sonrisa de ella vaciló un momento.
–Oye, estoy nerviosa.
–No estás llorando. No hay rechinar de dientes por dejar a tu prometido en el altar.
Ella se mordió el interior de la mejilla.
–Tú no sabes nada de mi relación con Zack, así que no finjas saberlo. Yo lo quiero. No quiero dejarlo en el altar. Quiero que recuperes el sentido común y me des las llaves de la limusina para que pueda ir al hotel y casarme con él.
La imagen de Zack, vestido con esmoquin negro, de pie delante de todos sus amigos y colegas le daba náuseas. Nunca había sido su intención someterlo a una humillación así. La idea de que pudiera ocurrir le producía carne de gallina.
–Aunque te lleve allí, tu matrimonio no será legal. Ya te lo he explicado.
–Me han dado la licencia matrimonial –dijo ella. Su voz sonaba distante, con eco. Empezaban a temblarle las manos. ¿Por qué reaccionaba así? ¿Por qué era tan débil? ¿Estaba en estado de shock?
–Y nosotros nos casamos e intentamos divorciarnos. Pero algo se perdió.
–¿Cómo pudo perderse algo tan importante? –explotó ella–. No me creo ni por un segundo que tú olvidaras rellenar los papeles.
La sonrisa de él se volvió sombría.
–Cosas más raras han ocurrido, tesoro.
Ella notó por primera vez que él no era exactamente el mismo. Había pensado que sus ojos eran los mismos, pero en ese momento veía que no. Antes brillaban. Sus ojos marrones resplandecían con picardía. Le había hecho mucha gracia descubrir el secreto de ella, que no era quien afirmaba ser. Y le había hecho más gracia todavía casarse con una norteamericana para irritar a su padre, que le había ordenado tomar una esposa para conseguir el liderazgo de la empresa. Para que demostrara que era un hombre de familia. Y Eduardo se había casado con una estudiante universitaria sin dinero, contactos ni habilidad en la cocina.
Aquel brillo de antes ya no existía. Había sido sustituido por una especie de pozo negro que parecía succionar la luz de la habitación, absorber cualquier resplandor que pudiera haber y matarlo. Lo curioso era que esa negrura atraía a Hannah como nunca la había atraído el brillo de entonces.
–¿Como que te secuestren el día de tu boda? –preguntó.
–Coaccionen, quizá. Pero no me digas que no llevas un espray de pimienta en el bolso. Podrías haberme detenido. Podrías haber llamado a la policía. O haber llamado a Zack. No lo has hecho. Y sigues sin hacerlo. Podrías salir corriendo ahora y parar un taxi. Yo no te lo impediría y tú lo sabes.
–Pero tú lo sabes todo y yo...
–Y eso arruinaría tu reputación con tus clientes. Nadie quiere oír que su asesora financiera no terminó el instituto y cometió fraude para conseguir licenciarse en la universidad.
–Tienes razón, ese tipo de información puede volver muy incómodas las reuniones con los clientes –repuso ella con un vuelco en el estómago.
–Me lo imagino. Recuerda lo incómoda que fue nuestra reunión cuando eras mi becaria.
–Creo que la verdadera incomodidad se produjo cuando me hiciste chantaje para que me casara contigo.
–No dejas de usar esa palabra. ¿De verdad fue chantaje?
–Según el diccionario, sí.
Él se encogió de hombros.
–Si no hubiera tenido algo con lo que presionarte, no habría funcionado –comentó.
–Eres muy engreído –contestó ella, hirviendo de rabia. El reloj de la mesilla indicaba que faltaban cinco minutos para su boda y ella seguía allí, en una suite de lujo de un hotel, con otro hombre–. Pero a ti te lo han dado todo hecho, Eduardo. Trabajas porque tu padre te dio un despacho. Yo tuve que crearme mi destino y quizá... quizá el modo en que lo hice fue un poco sórdido.
–El gobierno de los Estados Unidos lo llama fraude. Pero «sórdido» me sirve.
–Tú no sabes lo que es eso –repuso ella.
–Tienes razón. Yo no sé nada de las adversidades de la vida –él frunció los labios con cinismo.
–Tu única adversidad fue que tu padre te pidió que renunciaras a tu vida de juergas y mujeres fáciles y buscaras esposa. ¿Y qué hiciste? Forzaste mi voluntad porque pensaste que una esposa gringa, especialmente si no era católica y no sabía cocinar, sería un modo divertido de cumplir las órdenes de tu padre sin cumplirlas. Y yo te seguí la corriente porque era mejor que perder mi empleo. Mejor que ser expulsada de la universidad. Para ti todo era un juego. Para mí, era mi vida.
–Hablas como si te hubiera hecho algún daño, Hannah, pero los dos sabemos que no es cierto. Tuviste un espacio propio, un ala entera del ático. Nunca te molesté ni me aproveché de ti. Mantuve nuestro acuerdo y te liberé del trato después de seis meses. Y tú te marchaste con todo el dinero que te había prometido. Me parece que olvidas el dinero que te di.
Ella apretó los dientes.
–Porque no lo gasté –no había podido hacerlo. Dejarlo a él, o, mejor dicho, a la familia y la ciudad que empezaba a sentir como suyas, había sido horrible. Y se había sentido, por primera vez, como la persona deshonrosa que era–. Si quieres tus diez mil dólares, están en una cuenta en el banco. Y, francamente, ahora ya no son gran cosa para mí.
–Oh, sí, ahora eres una triunfadora, ¿verdad?
Hannah no se sentía triunfadora en aquel momento.
–Sí, lo soy.
Eduardo se acercó a ella.
–Se te dan bien las finanzas, las inversiones...
–La planificación financiera, estrategias, elegir acciones... Todo eso se me da bien, sí.
–Eso es lo que quiero de ti.
–¿Qué? ¿Asesoría financiera?
–No exactamente. Mi padre murió hace dos años.
Hannah pensó en el hombre duro, formidable y maravilloso al que Eduardo había tenido la suerte de llamar padre. Miguel Vega había sido un hombre exigente, un supervisor, un líder. Amaba su negocio y amaba a sus hijos. Su hijo mayor, que no se tomaba la vida demasiado en serio, le importaba lo bastante como para acorralarlo y obligarle a casarse. Era una versión un poco severa del amor, pero era más de lo que Hannah había tenido con su padre.
Con el tiempo, aquel hombre, su esposa y la hermana de Eduardo habían llegado a significar algo para ella. Los había querido.
–Lo siento mucho –dijo, en voz más baja y con una extraña pena en el corazón. Aunque Miguel seguramente no la había echado de menos ni le había importado nada ella. Y ella se lo merecía. Le había mentido y, por lo que él sabía, había abandonado a su hijo.
–Yo también –dijo Eduardo–. Pero eso me deja al mando de Comunicaciones Vega.
–¿Y las cosas no van bien?
–No del todo –en la mandíbula de él se movió un músculo–. No, no del todo.
–¿Quieres que eche un vistazo a tus libros de contabilidad? Porque eso puedo hacerlo después de casarme con Zack.
Él negó con la cabeza.
–Eso no puede ocurrir, tesoro.
–Sí puede –contestó ella con desesperación.
Se imaginó el hotel, decorado con cinta rosa y tul blanco. Era su boda de ensueño, la boda que había soñado desde niña. No una boda en una catedral destinada al lucimiento de la familia del novio. Una boda que no había tenido nada que ver con ella.
La actual era una boda con un novio que no la amaba, pero que la apreciaba y valoraba. Un novio que no se tomaba a broma la idea de pronunciar los votos con ella. Al menos ese la quería a su lado.
–Lo siento, Hannah. Necesito que vuelvas a España conmigo –él miró por la ventana–. Ya es hora de llevar a mi esposa a casa. Lo siento, pero esto no es una negociación. O vienes conmigo ahora o me presento contigo en ese hotel y puedes explicarles a los invitados y al novio por qué no puedes casarte hoy con él. Explicarle que lo ibas a meter en un matrimonio ilegal.
–No ha sido adrede. Jamás le habría hecho eso si lo hubiera sabido.
–Cuando conozca todo tu pasado, puede que no te crea. O, si te cree, puede que ya no te quiera –él curvó los labios en una sonrisa carente de humor y ella tuvo la estremecedora impresión de que tenía delante a un extraño.
No se parecía nada al Eduardo que había conocido. Ya no tenía el aire despreocupado de antes. Había arrugas alrededor de sus ojos y de su boca. Una boca que parecía que había olvidado cómo sonreír.
Quizá la muerte de su padre le había afectado mucho. Pero a ella eso no le importaba. Tenía que mirar por sí misma. Nadie más lo haría. Nadie más lo había hecho nunca.
–Bastardo –escupió.
–Te estás volviendo repetitiva –repuso él con sequedad.
–¿Y qué? ¿Esperas que vuelva a España y sea tu esposa?
–No exactamente. Espero que vuelvas y sigas siendo mi esposa solo de nombre mientras me ayudas a arreglar los problemas que tengo con Comunicaciones Vega.
–¿Por qué?