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César Vallejo es uno de los grandes nombres de la poesía latinoamericana de todos los tiempos. El mito alrededor de su figura ha hecho que en ocasiones se haya desdibujado la potencia de su obra literaria. La siguiente antología propone una lectura de la poesía y la prosa de Vallejo, aquellos textos que nos permiten conocer al escritor en primera persona. Me moriré en París es un repaso a lo mejor de la producción del poeta, ilustrado por Sara Morante a partir de una selección de Víctor Fernández.
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Seitenzahl: 79
Veröffentlichungsjahr: 2019
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César Vallejo
ME MORIRÉ EN PARÍS
Ilustraciones de Sara Morante
La carta, pese a lo muy desesperada que era la situación en aquel momento, no llegó a su destinatario. En el último momento, Juan Larrea decidió no enviarla a Vicente Huidobro, tal vez por pudor o porque pensó equivocadamente que ya no había nada que hacer. Escrita desde París el 3 de abril de 1938, en ella Larrea advertía de la delicada situación en la que se encontraba un amigo común: «No sé si sabrás que Vallejo se encuentra en gravísimo estado con una fiebre que pasa de cuarenta grados y medio y dura hace ya más de un mes. Se halla hospitalizado en una clínica sin que ninguno de los análisis a que se le ha sometido permita atribuir a enfermedad alguna determinada la causa de su dolencia. Todo se puede temer en el día de hoy aunque por mi parte no pierda las esperanzas. Figúrate en qué estado se encontrará Georgette [Vallejo]».[1]
Un peruano perdido en París. Ese era César Vallejo, solo y abandonado por todos aquellos que, en abril de 1938, habían prometido ayudarlo. El día 15 todavía sacó las fuerzas necesarias para escribirle una carta a su amigo Luis José de Orbegoso suplicando un simple gesto de apoyo. «Un terrible surmenage me tiene postrado en cama desde hace un mes, y los médicos no saben aún cuanto tiempo seguiré así. Necesito una larga curación, y encontrándome sin recursos para continuarla, he pensado en usted, don Luis José, en el gran amigo de siempre, para pedirle su ayuda en mi favor. En nombre de nuestra vieja e inalterable amistad, me permito esperar que el querido amigo de tantos años me tenderá la mano, como una nueva prueba de ese noble y generoso espíritu que le ha animado siempre y que todos conocemos».[2]
A las pocas horas, César Vallejo murió en la capital francesa, como él dijo en un poema, «con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo». Desaparecía un hombre que se había apagado «dignamente», como dijo su amigo Juan Larrea. Dejaba tras de sí una de las obras poéticas más apasionadas del siglo pasado, además de una vida de compromiso, de identificación con los más desfavorecidos, con aquellos que, como él, lo habían tenido difícil para sobrevivir tanto desde un punto de vista personal como intelectual.
«Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo». Ese día fue un 16 de marzo de 1892. César Abraham Vallejo Mendoza era el menor de los doce hijos de una familia de Santiago de Chuco (Perú) en la que se mezclaban la sangre indígena con la española. La historia de César Vallejo es la de un escritor que trató de sobrevivir pese a las adversidades, jugando una partida con la vida que pagó cara, muy cara.
El poeta había llegado a la capital francesa el 13 de julio de 1923, aunque París sería su residencia hasta febrero de 1930, tras pasar una temporada en España y la Unión Soviética. La ciudad supone un gran impacto en César, un sueño largamente acariciado y con el que espera poder tocar de una vez por todas lo más alto. Al día siguiente escribió una carta cargada de optimismo a su hermano Víctor Clemente:
París! París! ¡Oh qué grandeza! He realizado el anhelo más grande que todo hombre culto siente al mirar sobre este globo de tierra. ¡Oh qué maravilla de las maravillas!
Llegué ayer 13, a las 7 de la mañana, en el expreso de La Rochelle. Mi salud buena. He visto aún poco. La Torre de Eiffel, Cuartel de los Inválidos, el Sena, el Arco del Triunfo, los Campos Elíseos, el Palacio y el Lago de Versalles. Esto no es nada. París no tiene principios ni fin. Es para no acabar.
Hoy, 14, es la fiesta nacional de Francia. En este momento acabo de llegar del palacio de la Legación del Perú, donde he sido agasajado con un almuerzo, por invitación del Ministro Plenipotenciario doctor Mariano H. Cornejo. Qué almuerzo más lujoso! Criados de correcto frac lo han servido. Cornejo brindó por la alegría de tener aquí al poeta Vallejo. Éstas son sus palabras textuales. He saboreado el champán auténtico de Francia. Ya han de ver ustedes periódicos, ahí donde se da cuenta de todo esto.[3]
La fascinación por la ciudad empieza a traslucirse en las primeras crónicas enviadas por el corresponsal y poeta. A los pocos días de su llegada puso en el papel sus impresiones para El Norte, el diario en el que colaboraba con cierta regularidad. Eso es lo que encontramos en el artículo titulado «En Montmartre». En él podemos leer que no pasa desapercibido, encontrando apoyo en un desconocido que no duda en invitarlo a visitar Montmartre. Vallejo se presenta como «un obrero de Perú» que llega al barrio parisino «en momentos que una vulgar feria regresiva agita ahí sus guiñoles y cascabeles, diabólicamente. Una pequeña asoma a un tablado de luces, abrazada al cuello de un monstruoso mamífero de pie hendido, de cuyo lomo emergen para arriba dos absurdas extremidades, las que según como camina el animal, oscilan extrañamente en el aire, dibujando unas señas de pesadillas, ante las muchedumbres, transportadas de goce, como niños».[4]
César Vallejo era otro latinoamericano en París, como Miguel Ángel Asturias que coincidió con él en La Coupole, en Montparnasse. Muchos años después, Asturias rememoraría al poeta en aquel café, a ese hombre al que llamaban cholo Vallejo. «Era un poeta peruano que ofrecía la curiosidad de tener siempre heladas las manos. Era hombre sumamente callado, pero muy cordial. Cuando se tomaba sus primeras copas cambiaba. Aquel hombre silencioso empezaba a cantar, a contarnos cosas de su país y, de repente, salía a la calle cantando y se nos desaparecía».[5]
Su huella se empezó a hacer notar por los bulevares, por las calles de Montmartre y Montparnasse, las mismas por las que era fácil coincidir con Picasso, Breton, Miró o Éluard. Vallejo está en el ojo del huracán de la renovación / revolución que está teniendo lugar en el mundo del arte. Es el fruto de la semilla que había plantado poco antes Arthur Rimbaud. El poeta sigue esos pasos y se encuentra con el hombre moderno, un espejo en el que le gusta verse reflejado porque se siente identificado con los nuevos tiempos, los de las máquinas y la velocidad.
Mas la disciplina de la velocidad existe, heredada o aprendida. Ella consiste en la posesión de una facultad de perspicacia máxima para la recepción, o mejor dicho, para traducir en conciencia, los fenómenos de la naturaleza y de reino subconsciente, en el menor tiempo posible; emocionarse a la mayor brevedad y darse cuenta instantáneamente del sentido verdadero y universal de los hechos y de las cosas. Hay hombres que se asombran de la actividad de otros. Hay escritores europeos —por ejemplo— que en el transcurso de un solo día han leído un bello libro, han saboreado una gran audición musical, han peleado y se han reconciliado tres veces con sus mujeres, han pasado una hora conversando con un hostilano, han escrito dos capítulos de un libro, se han cambiado cuatro veces de traje para diversos actos, han tenido una larga mirada sobre Dios y sobre el misterio…[6]
Vallejo incluso visitó las galerías en las que Picasso estaba marcando su territorio como principal voz del arte moderno. Gracias al escultor Joseph Decrefft, el poeta tuvo la oportunidad de conocer al pintor, por aquel entonces ya convertido en un burgués rico que se había casado con una bailarina rusa. «Cuando le vi, llevaba hongo y su cara, un poco cínica y otro poco apretada en pascalianas fricciones de domador de circo, pulcramente rasurada, me hizo doler el corazón. ¿Por qué? ¿Por su estriado gesto de saltimbanqui trágico? ¿Por sus pómulos de héroe, que han tenido que ver de costado el sueño de sus vastas retinas? Al descubrirse, apareció el ala de cabello, como pegada a la frente. Se alejó de nosotros la pareja, el pintor y la bailarina, sonriendo, haciendo cortesía, medianas ambas tallas, acaso pequeñas, ella de azul y adarme al ristre y él muy de prisa, con su andar de negociante en leña, que olvidó su cartera en el telégrafo».[7]
El poeta buscará también su voz en la política. En 1928 abandonará por un tiempo París para conocer en primera persona Rusia, adhiriéndose sin dudarlo al marxismo. Cree que allí encontrará la solución a sus problemas. Unos pocos meses antes de emprender el viaje, cansado de la imagen de pobre peruano al que hay que socorrer, escribió una carta a Pablo Abril de Vivero donde le expone que «la verdad es que yo no debo merecer el más mínimo socorro, en concepto de los peruanos. El más desgraciado y oscuro de los vagabundos peruanos consigue pasaje y pasaje en dinero. Las recomendaciones se cruzan en el aire y llueven en pasajes, pensiones, asignaciones, premios, regalos, etcétera. Solo este pobre indígena se queda al margen del festín. Es formidable. Y se diría que hasta el azahar ayuda a mi desgracia: un yerro curialicio en el misterio, me privan hasta ahora de una cosa tan modesta e insignificante que los otros obtienen al vuelo. Si nos atuviéramos a la tesis marxista […], la lucha de clases en el Perú debe andar, a estas alturas, muy grávida de recompensa para los que, como yo, viven siempre debajo de la mesa del banquete burgués».[8] De toda esa experiencia surgirán un puñado de artículos y el libro Rusia en 1931. Reflexiones al pie del Kremlin.
