Me pájaro y te cuento - Adriana Maggio - E-Book

Me pájaro y te cuento E-Book

Adriana Maggio

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Beschreibung

Me pájaro y te cuento abre la puerta a relatos, cuentos y microficciones de María Magdalena Pascual y Adriana "Dirbi" Maggio. Ofrece una variedad de lecturas para emocionarse sin golpes bajos, dirigidas a lectores amantes del género fantástico, realista, la microficción aguda e ingeniosa, el relato poético, patafísico, extraño, con toque policial… atravesados por la ironía, lo onírico, el guiño cómplice, la inquietud, la ambigüedad y las rupturas propias de los últimos tiempos. Comprende textos de distintas épocas y posturas literarias, escritos con el estilo personal, minuciosamente cuidado, de cada una de las autoras.

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Me pájaro y te cuento

Adriana «Dirbi» Maggio María Magdalena Pascual

Cuando escribo una historia, abro una ventana por donde salgo para conocer el mundo que quedó en la casa donde está la ventana. Al volver nunca soy la misma, pero la causa me reconoce otra vez.

Adriana "Dirbi" Maggio

Los cuentos que vas a leer son fruto de haber sobrevolado la realidad que nos circunda y el propio mundo interior.

Querido lector: te invito a subirte a las alas de la grulla. ¿Volamos juntos?

María Magdalena Pascual

Maggio, Adriana

Me pájaro y te cuento / Adriana Maggio ; María Magdalena Pascual. 1a ed. - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-8999-14-2

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos y Microrrelatos. 3. Antología de Cuentos. I. Pascual, María Magdalena. II. Título.

CDD A863

Edición: Oscar Fortuna.

Correcciones: Silvina Espósito.

Foto de cubierta: Mariana Talaszkiewicz.

Diseño de cubierta: Raquel Chanampa.

© 2022, de sus respectivos textos: Adriana Maggio y María Magdalena Pascual.

© De esta edición:

2022 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

ISBN 978-987-8999-14-2

Conversión a formato digital: Libresque

Adriana «Dirbi» Maggio

Cuando escribo una historia, abro una ventana por donde salgo para conocer el mundo que quedó en la casa donde está la ventana. Al volver, nunca soy la misma, pero la casa me reconoce otra vez.

Cada uno de los cuentos, relatos y microficciones que aparecen en este libro son ventanitas que abro para terminar de comprender una vivencia, interpretar un gesto, elaborar un dolor, construir nuevos recuerdos que iluminen mis rincones sombríos.

Todo es autobiográfico, aunque no lo es. Todo habla de algo mío que me inquieta, sorprende o asusta, y que quiero entender o cambiar, o empezar a amar con todas las letras.

Adriana “Dirbi” Maggio

Agradecimientos: Mi gratitud a: Federico Von Baumbach, por su lectura atenta de nuestros textos, y sus valiosas sugerencias.

Mariana Talaszkiewicz, por haber ideado y diseñado la bella tapa de Me pájaro y te cuento.

Ocupación

Cuando la soledad mordía su piel furiosamente, le brotaba del vientre el grito desesperado de la cortesana de Colette:

—¡Chéri!

Porque Amelia había pasado casi toda su vida sola, pero no se resignaba: la soledad le dolía en la boca, en el pecho, en el sexo.

Ah, sus amores… Los amores de Amelia siempre habían sido tan frágiles, tan evanescentes… Nunca una verdadera correspondencia de los corazones. Cuando ella estaba enamorada, el otro era indiferente. Así había pasado cuando se enamoró por primera vez. Aunque nadie quería creérselo, se había enamorado de Carlos cuando el muchacho estaba de espaldas: ella había entrado al aula donde él daba una clase de Primeros Auxilios (ambos eran miembros de un escuadrón de boy scouts). Ella abrió la puerta, vio la nuca rapada y rubia del joven, su cuello delgado y su figura esmirriada cubierta por un uniforme que le quedaba tan grande… Sintió que todas las flechas de Cupido se le clavaban en el costado, y se sostuvo del picaporte para no caer. Cuando el chico se dio vuelta y la miró con esos ojos celestes transparentes como lagos, los flechazos de Eros la dejaron sin aliento. Pero él estaba enamorado de Rita, mucho más atractiva que Amelia, sabía bailar y podía conversar sin ponerse nerviosa, y tenía un pelo oscuro, sedoso y brillante, y Carlitos estaba enamorado de ella y solo la veía a Rita, aunque estuviera rodeada de mil chicas bonitas y cautivantes. Qué no hizo Amelia para seducirlo: aprendió a bailar como pudo, cambió su peinado, su ropa…, hasta practicó frente al espejo para aumentar un poco, con gestos tomados de las películas, la corta edad que tenía. Todo fue inútil. Sufrió por Carlos lo indecible: su vida se reducía a pensar en él en el colectivo, la cama, la mesa, las clases…, a llorar por él cuando perdía toda esperanza de que la mirara. Y sucedió lo que no debía suceder: Manuel se enamoró de Amelia, con la misma fuerza arrasadora con la que ella amaba al boy scout. Y eso, en lugar de distraerla de sus amores desgraciados, la llenaba de enojo, la impulsaba a detestarlo por el solo hecho de no ser quien ella amaba. Una verdadera tragedia griega.

Con el correr de los años, siempre los desencuentros, como en esas ocasiones en que parecía que sí, pero no estaba segura, y había dejado pasar el momento por miedo a equivocarse y hacer el ridículo… Podría haber intentado algo con el marinero que reapareció por carta después de doce años, cuando ya casi no se acordaba de él. Pero no pudo pasar de dos tímidas esquelas. Tenía treinta años y se sentía tan deslucida y ajada, que no tuvo el coraje de dejarse ver por él. Mauro insistió un breve tiempo, y luego desapareció en la extensión inabarcable del Brasil. También se le abrió una puerta cuando se enamoró perdidamente del jovencito que hacía el transporte escolar en el colegio de su cuadra. Lo había visto subir y bajar de la combi durante semanas, sin darse cuenta casi de su existencia, hasta que un día se dio vuelta y vio que la vereda se iluminaba con la presencia de ese chico delgado y risueño, que había cambiado de golpe el paisaje de la ciudad con su aparición. Cupido había vuelto a las andadas, sin avisar. El chico tenía los ojos verdes y luminosos, pero sus muchos años menos la acobardaron y, por más que lo intentó, no pudo hacer nada para enamorarlo: ella tenía treinta y cinco, y se sentía tan vieja para él, que hubiera sido absurdo intentar cualquier cosa. Con el correr del tiempo llegó a pensar que, si hubiera dado alguna señal, algo habría pasado. Nunca lo sabría. ¿A dónde van los amores no vividos? ¿Hay alguna isla en medio del azul del mar donde se recogen los besos y los suspiros vertidos por alguien a quien no se tuvo jamás? ¿No le damos alguna realidad a lo que imaginamos con toda el alma, como para que pase a formar parte del mundo, aunque sea en una dimensión misteriosa? ¿Qué es más real, lo que nos produce escalofríos cuando lo imaginamos o lo que nos deja indiferentes cuando lo vivimos?

La vida de Amelia transcurrió en amores ficticios, karmáticos malentendidos, un breve matrimonio para el olvido o seudorrelaciones flacas, sin lugar en los recuerdos… Hasta que lo conoció a Franz. Franz era el hombre más guapo que había visto en su vida: alto, de lacios cabellos claros, ojos verdes, de ese verde que ilumina cuando mira (como el del muchachito del transporte escolar). Y también era el más dulce, el más enamorado que pudiera pensarse. Claro que no la amaba a ella, sino a la protagonista de la película en que Franz era un oficial alemán de la Segunda Guerra Mundial, que con las tropas invasoras había ocupado el pueblo francés donde Brigitte vivía, y —afortunadamente, como ocurre en las películas— había sido destinado a vivir en la casa que la joven compartía con su madre.

Cuando Amelia vio el film por primera vez, quedó tan enamorada de Franz, que pensó que su corazón iba a romperse. No estaba celosa de Brigitte, sino que se pensaba siendo ella, la joven francesa de la que el teniente alemán se había enamorado con solo verla.

Durante meses pensó en la película, en los momentos de amor que se retaceaban en el film, y que ella iba enriqueciendo con su imaginación, para proporcionarles a los enamorados mayor acercamiento, diálogos que en la película no existían, y una intimidad tierna y prolongada que nunca se vio en la pantalla. Y que —incluso— se extendía en su fantasía, más allá de la guerra, cuando Franz podía regresar del campo de prisioneros, donde había padecido largamente el frío de Rusia y el hambre de la derrota, y volvía a buscarla para cumplir con el sueño de amor de los dos.

El tiempo seguía pasando, y el amor de Amelia se acrecentaba y se desesperaba por la imposibilidad de vivirlo junto al hombre que solo existía como personaje del film.

—¡Franz! —gritaba en voz baja, cuando la pasión la desbordaba.

Ella sabía que la vida nunca iba a proporcionarle un amor como el soñado con el teniente alemán, porque, además, tenía sesenta años, y ningún hombre joven se fijaría en ella. Pero su amor era tan fuerte y verdadero, que daba cuerpo a la historia imaginada: poco a poco, Franz iba ocupando lugar en su vida, con la potencia de la realidad; Amelia necesitaba encerrarse en el baño cuando su deseo de Franz era muy fuerte, y así cerrar los ojos y besar el aire, sin que las visitas lo advirtieran; se descubría suspirando en la calle, empujada por alguna escena apasionada que se le aparecía con el vigor de lo real: por las noches ocupaba un costado de la cama, para dejarle espacio a él, y jugar a que se abrazaban bajo las sábanas y se besaban con deleite…

Pensaba en Franz cada vez con una fuerza mayor. Creaba cada uno de sus gestos, imaginaba su cuerpo, esbelto, privilegiado. Y sus actitudes, que develaban sin duda alguna a un hombre que daría su vida por la mujer amada (tal como Amelia deseaba que la amaran). Fantaseaba el olor de su cuello, mezcla de joven piel masculina y ruda tela de uniforme. El gusto de su tabaco en los labios. La áspera ternura de sus manos obligadas a las armas (porque Franz, en realidad, no era un soldado, sino un artista, llevado a la barbarie de la guerra por la fuerza de las circunstancias). ¡Y su voz!: imperativa y vulnerable, derramándose en alemán por sus pechos, su cintura, entre besos, por su espalda…

—No entiendo lo que decís.

—Te hablo de amor.

Cómo le gustaba acostarse con él toda desnuda, abrazada a su firmeza y a la encendida respuesta de todos sus músculos… Un delicioso estremecimiento la recorría, y se abandonaba al ardor, enamorada como nunca.

—No entiendo lo que decís.

—Te hablo de amor, amor mío, te hablo de amor.

El primer signo la tomó desprevenida: la huella de una pisada en el living, como viniendo del jardín (Brigitte también tenía un hermoso jardín, donde Franz había intentado besarla por primera vez). Amelia se daba cuenta de que esa pisada no era de ella, no podía serlo, porque ese pie era mucho más grande, y no recordaba que hubiera ido el jardinero. Otro día fue una copa de vino a medio terminar, que nadie, salvo su hijo —ausente en ese momento— podría haber dejado, y que tenía el mismo aspecto de la que Franz y Brigitte tuvieron que dejar a medias, urgidos por la llegada de la dueña de casa, que odiaba al alemán. El sonido de aparentes gotas de agua en la ducha, la semana siguiente, le hizo saltar de alegría el corazón. Tantas veces lo había imaginado desnudo… «¡Franz!» Los momentos de amor bajo el agua habían sido de los más encantadores e intensos. Las manos y las bocas resbalando por los cuerpos mojados, los ojos que se cierran y se abren para ver la maravilla del cuerpo amado, los abrazos calientes y apretados, el placer de la culminación entre jadeos y palabras entrecortadas.

Cuando ese martes, al pasar rápidamente, le pareció ver la gorra del ejército alemán sobre la repisa del pasillo, no tuvo dudas: Franz estaba esperándola en su habitación, echado en la cama, sin la chaquetilla, con los tiradores sobre la camiseta blanca que usaba debajo del uniforme, dispuesto a abrazarla con el deseo acumulado en largos años de espera.

La puerta estaba cerrada. Amelia se acercó con el corazón dando saltos, gozando de antemano el placer del amor con su hombre.

Al lado de la puerta del cuarto había un espejo rectangular, que ampliaba el espacio del corredor. Del otro lado del espejo, Brigitte la miraba, tan joven, con sus cabellos castaños y los ojos dorados que Franz tanto amaba. Tan bella…, que Amelia respiró hondo, se alisó la falda y tendió la mano hacia el picaporte, resuelta a abrir la puerta de su habitación.

La base de la fortuna