Medea - Eurípides - E-Book

Medea E-Book

Euripides

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Eurípides (c. 480-406 a.C) vivió en la época del mayor esplendor político y económico de Atenas, asistió a la construcción del Partenón y los más hermosos monumentos de la Acrópolis, y compartió con sincero patriotismo el orgullo de los Ideales democráticos. De su vida tenemos datos poco fiables. Se nos han conservado dieciocho tragedias, casi todas ellas pertenecientes a la plena madurez del autor. Medea, que se representó en el año 431 a. C., es seguramente su obra maestra. Jasón, esposo de Medea y padre de sus hijos, se dispone a repudiarla y a casarse con la hija de Creonte, rey de Corinto. Medea, dominada por la cólera, planea desquitarse sin pensar en las consecuencias. Para ello simula haber sido convencida por Jasón y envía a sus hijos con ricos regalos para la novia al palacio de Creonte; pero esos regalos contienen un conjuro mortal. Medea se muestra así como una mujer apasionada, despechada y enfurecida por el rechazo, y trama un crimen para consumar su venganza. "Muchos han visto en Eurípides no solo al trágico más moderno, humano y realista, sino al más trágico de los trágicos". Carlos García Gual

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Volumen original: Biblioteca Clásica Gredos, 4.

© del prólogo: Carlos García Gual.

© de la traducción: Alberto Medina González.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2020.

Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en esta colección: marzo de 2020.

RBA · GREDOS

REF.: GEBO606

ISBN: 978-84-249-4089-8

ELTALLERDELLLIBRE · REALIZACIÓNDELAVERSIÓNDIGITAL

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Todos los derechos reservados.

PRÓLOGO por CARLOSGARCÍAGUAL

Una antigua anécdota griega contaba que Eurípides nació el mismo día de la victoria sobre los persas en Salamina. En la lucha de los atenienses contra los ejércitos invasores del bárbaro Jerjes, Esquilo se distinguió como heroico combatiente, mientras que el joven Sófocles actuó en las danzas y los cantos corales con que se celebró el triunfo. Este dato nos sirve para señalar la distancia generacional entre los tres grandes autores trágicos: Esquilo había nacido hacia el 525a.C., Sófocles hacia el 496, y Eurípides en ese año 480. (La inscripción del Mármol de Paros nos da como año de nacimiento otra fecha próxima: la del 484; y recuerda que en ese mismo año Esquilo representó sus primeras tragedias.)

Sea una u otra la fecha, nos interesa prestar atención a la distancia de edad entre los tres autores: Esquilo pertenece todavía a una etapa arcaica, ha vivido la instauración de la democracia en Atenas y ha combatido gloriosamente contra los persas, como recordará su epitafio; Sófocles es un coetáneo de Pericles (nacido hacia el 490) y de los primeros sofistas. Eurípides, nacido hacia el 480, no ha vivido personalmente el gran conflicto ni la solemne victoria de los griegos sobre los persas, y se ha educado en el ambiente ilustrado y en el esplendor de Atenas en la etapa periclea, y, ya en su madurez, presenciará la crisis cívica en la Guerra del Peloponeso (429-404). Eurípides resulta, por otro lado, unos diez años mayor que Sócrates y que Tucídides, nacidos hacia el 470. Pertenece, por tanto, a la misma generación que el sofista Protágoras (nacido en Abdera, hacia el 482) y que el historiador Heródoto (nacido en Halicarnaso, en 482), es decir, a la que se ha llamado «la gran generación», la que tuvo la conciencia más clara de los avances de la democracia y la ilustración ateniense. Como veremos, Eurípides parece, sin embargo, más cercano a Sócrates y Tucídides que a Protágoras y Heródoto, por sus críticas al pensamiento tradicional, su desencanto de la política y su mirada un tanto amarga sobre el imperialismo de Atenas.

Vivió en la época del mayor esplendor político y económico de Atenas, asistió a la construcción del Partenón y los más hermosos monumentos de la Acrópolis, y compartió con sincero patriotismo el orgullo de los ideales democráticos. Pero, a diferencia de Sófocles, que fue estratego y tesorero, nunca ocupó cargos de relevancia en la ciudad, y se mantuvo apartado de la política y el bullicio callejero. De su vida tenemos pocos datos fiables. Algunos autores de comedias, como Aristófanes, aludieron en burlas al oficio de su madre, como una verdulera de la plaza, pero esos chismorreos son cómicas calumnias. Su familia era de clase acomodada. Su padre, Mnesarco, era originario del demo ático de File, y tenía tierras en Salamina. Eurípides se casó dos veces. (De ahí los autores cómicos sacaron otros motivos de burla, suponiendo que de sus problemas conyugales venían sus ideas sobre las mujeres y sus peligros.) Tuvo tres hijos: Mnesárquides, Mnesíloco, y Eurípides el Joven.

Al parecer frecuentaba los círculos intelectuales de Atenas, y allí escuchó algunas lecciones de Anaxágoras y Protágoras, entre otros sofistas y filósofos. Una anécdota relata que fue precisamente en su casa donde el escéptico Protágoras leyó su Tratado sobrelos dioses, un texto escandaloso para los creyentes más ingenuos. Se decía también que poseía una biblioteca propia, una de las primeras privadas de la ciudad, y que meditaba y componía sus tragedias en una cueva de Salamina, solitario frente al mar. Esta imagen del poeta solitario, con sus libros propios (por entonces rollos de papiro), frente a un paisaje marino y agreste, es sugestivamente romántica. F. Nietzsche subrayó la afinidad espiritual entre él y Sócrates, como racionalistas y críticos del saber mítico, aunque muy poco sabemos de su relación personal. (Con todo, no caben dudas de que Sócrates resulta más optimista que Eurípides en su creencia del poder de la razón frente a las pasiones.)

Presentó sus primeras obras trágicas en el año 455, cuando Esquilo acababa de morir. Conocemos el nombre de una de esas primeras piezas: Las Pelíades. (Por ese título sabemos que se trataba de las hijas de Pelias, que, engañadas por la maga Medea, dieron sin quererlo muerte a su propio padre.) En esa primera ocasión, Eurípides obtuvo el tercer premio del certamen, es decir, el último.

Por espacio de cincuenta años, Eurípides escribió para la escena dionisíaca. Compitió frecuentemente con Sófocles, y con otros dramaturgos cuyas obras se nos han perdido. Compuso cerca de cien tragedias, cosechando en su puesta en escena numerosas desilusiones y unos pocos éxitos. Ya viejo, aceptó la invitación del rey de Macedonia, Arquelao, para acudir a su corte en Pella. (Al igual que otros tiranos, gustaba de albergar en su corte a artistas de prestigio. Allí fueron también el músico Timoteo y el dramaturgo Agatón, por los mismos años.) Y fue allí, en la nórdica y semibárbara Macedonia, donde Eurípides murió, en 406, unos meses antes de que concluyera, con la batalla de Egospótamos, la larga Guerra del Peloponeso. Así se ahorró la triste noticia de la derrota de Atenas.

Al conocer su muerte, Sófocles, el fecundo y anciano Sófocles, hizo desfilar a sus actores en el teatro ático de Dioniso vestidos de luto y sin coronas festivas, para rendir homenaje a su gran rival. Como Esquilo —que murió en Sicilia—, también Eurípides había perecido lejos de su ciudad, como si con esto quisiera marcar su distanciamiento final de ella. Pronto sus compatriotas le echaron de menos y levantaron en su honor un cenotafio junto a los Largos Muros. Y también sobre su muerte circuló una versión pintoresca, acaso forjada por algún espíritu devoto y malintencionado. Se contó que, allí, en la boscosa Macedonia, unos perros salvajes y enfurecidos, de la jauría de Arquelao, lo habían atacado y destrozado. Así se le fabricó, con una anécdota tópica, una muerte digna de su carácter irreligio-so y crítico, una muerte digna de un blasfemo o un sacrílego, un final ejemplar tan sangriento como el de Penteo o el de Acteón.

Tras la desaparición de Eurípides, y la muy cercana (en 404) de Sófocles, ya nonagenario, la escena trágica de Atenas se quedó falta de grandes autores. Los volubles e inquietos atenienses lo echaron pronto de menos, y el mejor testimonio de su nostalgia es la comedia de Aristófanes Las ranas. En ella se relata el sorprendente viaje del dios del teatro, Dioniso, al Hades infernal con la intención de rescatar a un autor trágico del mundo de los muertos. El dios mismo se confiesa gran admirador de Eurípides, y cruza la laguna Estigia, entre el croar del coro de las ranas, y penetra en el mundo tenebroso de los muertos para traérselo consigo a Atenas. Allí tiene lugar la disputa o agón entre Esquilo y Eurípides sobre cuál de los dos ha sido más valioso al pueblo de Atenas como educador. (Y éste será el criterio decisivo para dirimir la cuestión, un criterio que revela bien la importancia del autor trágico en la educación de la polis.) La balanza se inclina a favor de Esquilo, que fue, con sus dramas bélicos y su insistencia en la justicia divina, el educador del pueblo en tiempos heroicos, y será, al fin, a éste a quien se traiga consigo Dioniso. El dramaturgo más moderno y más crítico y más psicológico, queda así vencido. Pero, incluso así, la comedia constituye un curioso homenaje a la memoria de Eurípides por parte de Aristófanes, quien tan a menudo se burló y parodió sus obras más espectaculares.

Por otro lado, no deja de ser un rasgo interesante contrastar la popularidad y el atractivo que tuvo tras su muerte, y a lo largo de los siglos posteriores, frente a los escasos triunfos que obtuvo en vida. Desde su primera representación, en 455, hasta la última, que fue póstuma, en 404, el trágico concursó en las fiestas dionisíacas en veintitrés ocasiones, y sólo cinco veces, si incluimos esa última representación póstuma, obtuvo el primer premio. (Sófocles lo había obtenido más de veinte veces.) En el 404 fue su hijo Eurípides el Joven quien se encargó de poner en escena sus últimos dramas (Bacantes, Ifigenia en Áulide, Alcmeón en Corinto). En cada día de teatro se representan tres tragedias y un drama satírico, así que el total de sus obras se elevó al menos a noventa y dos, como constata algún catálogo antiguo.

En vida, como decíamos, los atenienses le regatearon sus aplausos, pero, apenas desaparecido, se convirtió en el trágico predilecto, y fue para muchos el más profundo intérprete de la existencia, un poeta que unía la fuerza de la expresión a la visión más lúcida de una humanidad doliente en la que los espectadores reconocían sus propias angustias e inquietudes. Esa predilección de los griegos por Eurípides, desde comienzos del siglo IV y en todo el período helenístico en general, se refleja en la multitud de citas, alusiones, reposiciones e imitaciones constantes de sus obras. Y ha influido en el hecho de que conservemos más tragedias de él que de ningún otro autor dramático antiguo. Esta simpatía del público helenístico se debe, probablemente, al hecho de que Eurípides se anticipó a las maneras de sentir y pensar de la época posclásica, y fue un precursor de la nueva concepción del mundo y del individuo, angustiado y doliente, cuando los valores colectivos de la polis y del saber mítico entraron en una crisis decisiva. Su patetismo y su sentido de la acción trágica, por otro lado, justifican que Aristóteles lo calificara, en su Poética, como «el más trágico de los trágicos».

Hemos conservado dieciocho tragedias de Eurípides (frente a las siete de Esquilo y las siete de Sófocles que tenemos). Este mayor número se debe a que se ha sumado a una selección de finalidad escolar, realizada en época del emperador Adriano (mediados del siglo II), que comprendía diez dramas, una serie de ocho más conservados en dos códices medievales (que denominamos con las siglas L y P). Éstas eran un resto de una edición completa de las tragedias de Eurípides, ordenadas con criterio alfabético. Los dos códices, pues, conservan piezas cuyo título empezaba por las letras griegas E,H e I. (Se les añadió, al final, las Bacantes, que también figura en la elección de las diez tragedias, pero el texto final, en esta última pieza de la selección, está bastante dañado por un azar de la transmisión de los manuscritos.)

De las dieciocho piezas una, el Reso, es de autoría muy discutible, y muy discutida. Tal vez fuera obra de algún otro trágico contemporáneo de Eurípides, y, por casualidad, quedó luego agregada a la lista de las suyas. De todas ellas una sólo, El Cíclope, es un drama satírico. Así que tenemos, por un lado, las diez tragedias de la selección: El Cíclope, Hécuba, Orestes, Las Fenicias, Hipólito,Medea, Alcestis, Andrómaca, Las Troyanas, y Reso. Y de los dos códices vienen Helena, Electra, Heracles, Los Heraclidas, Las Suplicantes (en griego Hikétides), Ifigenia en Áulide,Ifigenia entre los Tauros, y, ya fuera del orden alfabético, Bacantes.

Conocemos, además, una serie numerosa de fragmentos de Eurípides, que viene de citas hechas por diversos autores y, sobre todo, de fragmentos encontrados en restos papiráceos en Egipto. Citas y breves textos en papiro atestiguan el dato ya reseñado de que Eurípides fue el autor dramático más leído en la época helenístico-romana. De entre las piezas fragmentariamente conocidas por papiros merecen destacarse las de Alejandro, Antíope, Las Cretenses, Erecteo, Faetonte, Hipsípila y Télefo.

Es interesante observar el orden cronológico de las piezas conservadas, porque nos ayuda a comprender la evolución del teatro de Eurípides, evolución que refleja no sólo un desarrollo estilístico, sino también su propia evolución espiritual, como pensador y como escritor muy receptivo en su circunstancia histórica. No es difícil, en conjunto, establecer ese orden. Debemos comenzar por la Alcestis, que se puso en escena en 438. (Al respecto de ésta, sabemos que figuró como cuarta pieza del día, es decir, después de otras tres tragedias, en el lugar habitual del drama satírico.) Vienen luego Medea, del 431, Hipólito, del 428, Los Heraclidas, probablemente del 426, Andrómaca y Hécuba, cercanas al 425. Es más díficil precisar las fechas exactas de Las Suplicantes, Heracles e Ion, pero deben de situarse en torno al 420. Las Troyanas es seguramente del 415. Electra e Ifigeniaentre los Tauros vienen a ser de entre 414 y 412. Helena es del 412. Las últimas tragedias de la serie son Las Fenicias, de entre 412 y 409, Orestes, del 408, y, finalmente, Bacantes e Ifigenia en Áulide, que fueron representadas en el 405, llevadas a escena por su hijo Eurípides el Joven.

Los estudiosos que admiten Reso como obra de Eurípides le asignan una fecha más bien temprana, lo que ayudaría tal vez a explicar sus diferencias frente a las otras piezas, que, como hemos señalado, pertenecen a una época bastante avanzada de su vida. Recordemos que su primera representación fue en 455, y, por lo tanto, muy poco sabemos de sus primeros veinte años, ya que la Alcestis es del 438, y Medea, que viene luego, del 431. Todas las demás obras conservadas están compuestas en los años de la Guerra del Peloponeso. (Es decir, en plena madurez del trágico, ya con más de cincuenta años.)

Por otro lado, El Cíclope, que, siendo un drama satírico, se diferencia en su construcción de las obras auténticamente trágicas, puede seguramente admitirse como una pieza temprana. Sus notas cómicas nos dan una idea de las características peculiares del drama satírico en el período clásico. Éste es el único ejemplo que tenemos conservado por entero de ese breve género. (Un género de carácter cómico, cuyos rasgos distintivos eran que, situado después de tres tragedias, concluía con su tono cómico la serie de obras representadas en un mismo día, y que tenía un coro de sátiros.) Pero podemos completar nuestra idea comparando El Cíclope con otros dos dramas satíricos que conocemos parcialmente por importantes fragmentos, que son Los rastreadores de Sófocles y Losque arrastran las redes (o Dictiulcos) de Esquilo. En la comparación vemos que Eurípides no descollaba por su vis cómica. El Cíclope escenifica el famoso episodio de la Odisea del encuentro entre Polifemo y Ulises, con el motivo central de la borrachera del feroz ogro, al que el astuto héroe vence con ayuda del vino. Junto a Polifemo aparecen aquí los sátiros, semisalvajes, grotescos, bulliciosos. La recreación del episodio es más interesante por su singularidad que por su fuerza dramática o su comicidad.

Se suele subrayar en las tragedias de Eurípides la influencia de la sofística o, mejor dicho, de la ilustración ateniense. Hay, en efecto, en sus dramas numerosas reflexiones y críticas sobre los mitos y creencias tradicionales, en un intento de analizar, con ayuda de la razón, las situaciones trágicas. Los personajes se enfrentan en discusiones de principios, acuden a una retórica que nos recuerda las disputas de la asamblea, se rebelan contra la tradición y exigen una explicación justa y una actuación racional. Esa perspectiva racionalista es muy propia de su teatro, en contraste con el de Esquilo o el de Sófocles. El empeño en someter a examen los motivos de la acción y el análisis de las pasiones, la crítica de los viejos mitos y de las creencias tradicionales va unida a una cierta desconfianza en la justicia divina, y a una demanda de moralidad superior exigida a los dioses. La mayor hondura en la psicología de los personajes nos presenta sobre la escena unos héroes complejos, más escépticos, más vacilantes, y más próximos al hombre corriente, justamente por esas angustias ante la acción y el destino. Una famosa frase antigua decía que «Sófocles presenta a sus personajes tal como deben ser, Eurípides tal como son en realidad». En sus parlamentos y polémicas sobre la escena percibimos los ecos del desasosiego espiritual y la crisis moral que inquietaba a Eurípides y a muchos de sus conciudadanos.