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"Meditación madre" de Ana Montes ofrece una inmersión profunda en un universo donde lo cotidiano se entrelaza con el desborde emocional. A lo largo de once relatos vibrantes, se revela cómo el deseo se transforma en obsesión y la obsesión en un peligroso precipicio hacia el desastre. Con un estilo que desafía los límites entre lo doméstico y lo desolador, la autora explora la intensidad oculta en la vida diaria, mostrando que incluso los momentos más simples pueden albergar tensiones inesperadas. Nacida en Buenos Aires en 1992, Ana Montes es una talentosa artista visual y escritora. Se graduó en Comunicación Social por la Universidad de Buenos Aires y obtuvo un Máster en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Su carrera ha sido marcada por logros notables. Resultó finalista de la Bienal de Arte Joven en 2019 con su primera novela, "Poco frecuente", y en 2021, su excepcional habilidad creativa fue reconocida con la Beca de Creación del Fondo Nacional de las Artes, que le permitió completar "Meditación madre".
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Seitenzahl: 116
Veröffentlichungsjahr: 2024
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MEDITACIÓN MADRE
© 2022, Ana Montes
© Primera edición Concreto Editorial 2022
© Neón, abril 2024
Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia
@neonediciones
www.neonediciones.com
San Sebastián 2957, Las Condes, Santiago de Chile
ISBN Edición Impresa: 978-956-9984-30-3
ISBN Edición Digital: 978-956-9984-31-0
Edición: María Paz Rodríguez y Katherine Hoch
Diagramación: Josefina M. Gajardo
Arte de portada: Josefina M. Gajardo
Obra original portada: Due diligence II de José Cori
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Diagramación digital: ebooks [email protected]
Todo el mundo tiene una madre en algún sitio.
Lydia Davis
Éramos tontas, pero queríamos cosas.
Lorrie Moore
A mi mamá
ÍNDICE
AGUA SALADA
UN CUERPO MÁS GRANDE
JUSTO DESPUÉS
MARÍA LUZ
UNA CATÁSTROFE
LO QUE VIENE DE AFUERA
TRUCO DE MAGIA
TIERRA SALVAJE
LA FLAMENCA
NI ACÁ NI ALLÁ
MEDITACIÓN MADRE
AGUA SALADA
Conozco un remedio para todos los males: agua saladaen cualquiera de sus formas. Sudor, lágrimas o agua de mar.
Karen Blixen
Atravesamos la ruta en silencio. En la radio suena nuestra canción. Mamá sube el volumen porque no le dirijo la palabra desde que salimos. Pone la mano como un micrófono y me mira haciendo la mímica con los labios. If you’re lost you can look and you will find me, time after time.Me pongo los lentes de sol para no tener que mirarla y ahora canta en voz alta sola, bailando con los hombros. Me sigue mirando de reojo para ver si la veo. Quiero contagiarme pero no puedo, sigo enojada porque salimos demasiado temprano. Pienso en hablar para pedirle que paremos en Atalaya a comprar medialunas pero no quiero rendirme tan rápido y sigo firme sin decir nada hasta que llegamos. Cuando bajamos del auto, el aire de mar me golpea en la cara y las palabras me salen de adentro sin que pueda contenerlas: qué lindo, ma.
En Cariló fueron las primeras vacaciones de mamá y papá de novios. En Cariló di mis primeros pasos, grabados en video junto a las imágenes de mis primeros churros en la orilla. Desde entonces, todos los veranos los pasábamos acá. Después vinieron los años malos y dejamos de venir. A mamá le pareció que volver era una buena idea. Me dijo que era una forma de reconectar, de afianzar esta familia que ahora somos las dos. Pero no nos quedamos en las cabañas de siempre, mamá sintió que era demasiado nostálgico estar solas en ese lugar en el que pasábamos las quincenas los tres. Esta vez nos quedamos en un complejo nuevo, un apart hotel cinco estrellas sobre el mar. Mamá dijo que estaba un poco fuera de nuestras posibilidades económicas pero que nos merecíamos pasar unos días como reinas. Tenía razón. La habitación es de reinas: balcón con vista al mar a menos de cien metros de la ventana y camas de dos plazas gemelas. Ni bien abrimos la puerta, mamá se tira en el colchón con zapatos y todo. Le pido que no se acueste así vamos a ver el mar y me contesta que mejor vaya yo sola, así descansa un rato después de manejar tanto.
La imagen de mamá en la cama durante el día es la que más veo. Desde que se separó de papá se pasa los días acostada leyendo, hablando por teléfono o viendo tele con el gato a upa. Cuando me voy al colegio la despido en su cama y cuando vuelvo ahí sigue. A veces me invita a acostarme con ella para ver películas juntas. Aunque no es la primera vez que mamá está así. Me acuerdo de otras veces, cuando era más chica, en las que no se levantaba nunca. Igual sé que al final va a estar bien, siempre es así. Después de unos meses de dormir mucho, llorar por las noches y no comer casi nada, se activa milagrosamente y vuelve a ser la de antes.
Como mamá no quiere salir, bajo sola a la playa. El viento está muy fuerte, las olas chocan contra la orilla furiosas y la arena helada se me pega en las piernas. Mientras me rasco la rodilla con la ojota, veo cómo una sombrilla vuela a lo lejos. Camino escuchando música. Veo las olas y pienso que si hiciera más calor me metería. Mi abuela siempre decía que el agua de mar es mágica y que todo lo cura, que su sal tiene propiedades misteriosas y que no hay nada como un buen baño de mar para sacarse de encima el mal humor. Más allá, en el deck del hotel, veo a dos rubias. Juegan y se ríen. Pienso que se parecen mucho a mamá y a mí. Seguramente ellas también actúan las escenas de sus películas favoritas, se disfrazan y se maquillan. Aunque, pensándolo bien, a veces mamá y yo no nos divertimos tanto, como cuando se olvida de pasar a buscarme por danza y tienen que llamarla para recordárselo, cuando no compra nada para cocinar y tenemos que cenar durante días pan con mermelada o cuando llora en la cocina y me dice que ya no quiere vivir. Tampoco nos divertimos cuando me reta porque dejé un vaso sin lavar o cuando me despierta en la mitad de la noche para salir a la ruta. El viento se pone cada vez más fuerte, la arena voladora me golpea y sigue camino hasta el deck donde las rubias gritan y se protegen con las manos la cara. La más grande le hace upa a la chiquita y entran al hotel. Decido volver yo también. Cuando abro la puerta, mamá ya no está en la cama y me asusto.
Siempre tengo la sensación de que un día puede desaparecer de una forma trágica y me voy a quedar huérfana. O peor, me voy a tener que ir a vivir con mi papá a Uruguay. Papá se fue a vivir a Uruguay el año pasado, apenas se separaron con mamá. El día que me lo contó me llevó a comer sushi a Puerto Madero. Una cita los dos, de las primeras que tuvimos. Nos sentamos en un restaurante con vista al río y pedimos sushi libre, vino para él y Coca-Cola en copa para mí. Brindamos por la nueva etapa y papá dijo que se iba a trabajar enfrente, señalando el río. ¿Al diario La Nación?, dije yo, mirando el edificio con cartel luminoso que se veía ahí nomás. No, a Uruguay, respondió. Dijo que podría visitarlo cuando quisiera y que él también vendría mucho a verme. Que sería una aventura. Yo no dije nada, me tragué un niguiri sin masticar y me encerré en el baño. Al día siguiente cumplí diez años.
Salgo a buscar a mamá. Recorro los pasillos del hotel muy atenta. Voy al lobby y nada, voy al café y nada, voy a la sala de reuniones y nada. Me cruzo a las rubias y nos saludamos con las manos. Siento que la más grande me quiere hablar pero no tengo tiempo, entonces sigo de largo. Mientras la busco a mamá me calmo pensando en que ella es así, que seguro se fue a pasear al centro y se olvidó de avisarme. Una vez se fue de casa y yo me desesperé porque no me atendía el celular. Cuando volvió ya era de noche y yo me había imaginado toda mi vida sin ella. Me abrazó, me secó las lágrimas y me dijo que se había ido a comprar y de golpe se sintió triste, entonces se tomó un taxi al cine y se metió en la primera función que encontró. Para mamá la mejor forma de estar sola es estar acompañada. Sigo buscando sin éxito por los pasillos del hotel. Voy y vuelvo, voy y vuelvo. Hasta que, por fin, escucho su grito llamándome. Me dice que se fue a pasear por el bosque, se cruzó con una cabaña de té y se sentó a comer unos scones. Para cuando terminó con eso estaba tan lejos que le llevó un rato volver al hotel. De noche caemos redondas sin cenar. En la tele encontramos La dama y el vagabundo, la película que vemos juntas desde que soy chiquita cada vez que estamos tristes. Me duermo antes que mamá y sueño que una ola gigante, de la altura de un edificio, la envuelve y se la lleva para siempre. Me despierto en la mitad de la noche sobresaltada y me paso a su cama. En la tele pasan un dibujito animado que no conozco.
Nos despertamos con un sol radiante. Es un día hermoso y mamá quiere salir al mar cuanto antes. Yo quiero bañarme y prepararme tranquila pero ella está apurada, como si la playa se fuera a mover de lugar si ella no baja en este mismo instante. Le digo que vaya yendo al comedor. Al rato la encuentro y está terminando su desayuno de siempre: un café y un pomelo al medio. Yo no puedo creer cómo no aprovecha para comer tantas cosas ricas distintas a las de casa. El desayuno del hotel es espectacular. Tiene fuentes con comida caliente como de película yanqui: huevos revueltos, panqueques y panceta. Me sirvo un poco de todo eso, una tostada, una manzana y jugo de naranja. La rubia más grande se acerca y me invita a ir con ella a una clase de zumba en la playa. Le digo que sí con la cabeza porque todavía tengo huevos revueltos en la boca.
La rubia ya cumplió los trece, tiene dos años más que yo y dice que lo que se viene a esa edad es otra cosa, que ya voy a ver. Tiene el pelo por la cintura casi blanco, tan blanco que cuando bailamos, el sol se le refleja en los mechones. Cuando terminamos la clase nos metemos al mar y después nos tiramos en los toallones a charlar. Me pregunta por la escuela, por mi casa y mi familia. Yo le pregunto lo mismo y me cuenta de sus papás, de su hermanita y de su perro. Dice que su casa tiene seis habitaciones, cuatro baños y un patio y que los fines de semana tienen una casa en Pilar con pileta y jardín. Yo le digo que nuestra casa de fin de semana es en Uruguay y que papá vive ahí por trabajo. Que esta vez no pudo venir a las vacaciones porque tenía mucho que hacer, que con mamá lo extrañamos pero que lo visitamos todo el tiempo. A ella le pareció genial eso de vivir entre dos países. Cuando llega, la rubia chiquita le dice a la grande que la mamá las llama en la habitación y nos despedimos hasta más tarde. Creo que me creyó todo. Desde que vendimos la casa que teníamos los tres y nos mudamos al departamento. A mamá y a mí nos gusta ir a locales que venden grifería. Elegimos azulejos, inodoros, bachas de cocina, decimos que estamos remodelando nuestra casa a los vendedores. Pasamos horas probando canillas, comparando qué piso será más fuerte, cuál durará más. Mamá hace la mímica de hablar por teléfono y de contar las opciones. Después le decimos al vendedor que nos deje todo anotado, que muchas gracias por su atención, que volveremos para terminar de definir. Yo digo entusiasmada que me encanta el cemento alisado para mi baño en suite. Cuando mamá está de buen humor y enérgica, de vuelta a casa pasamos por un local de colchones y terminamos el día acostadas en camas gigantes de espuma de alta densidad y almohadas inteligentes. Para despistar a los vendedores que nos miran con cara rara por no comprar nada mamá siempre dice convencida: esta le va a encantar.
Después de la clase de zumba, vuelvo a la habitación y encuentro a mamá llorando. Le pregunto qué le pasa pero no entiendo nada de lo que contesta, así que me hago un bollito pegado a su cuerpo y la abrazo sin esperar que con eso pare de llorar. Apoyo el cachete en su almohada y me lleno de gusto a sal. Mamá es una canilla, una vez que arranca no se la puede frenar. Le ruego que baje conmigo a la playa, que el día está ideal para que tome sol en una reposera y lea sus libros pero no hay caso. Me dice que vaya a buscarla en un rato, que seguro después de dormir se va a sentir mejor. En la playa me aburro un montón.
Las rubias no están por ningún lado y mamá sigue recluida en el cuarto. Cuando baja el sol vuelvo a buscarla y la convenzo de cambiarse para salir a pasear por el centro. Me pone feliz verla despabilada, arreglándose. Caminamos por la calle principal charlando lo más bien hasta que algo pasa. Mamá se frena de golpe y se lleva las manos a la boca. Empieza a caminar a paso apurado, como si estuviéramos llegando tarde a algún lado. Me tironea del brazo para que la siga, camina tan rápido que tengo que correr para no caerme. Le pregunto por qué corremos así pero no me contesta, acelera más el paso. Miro atrás a ver si alguien nos sigue pero no hay más que una hilera de edificios y los árboles del bosque. Finalmente llegamos al centro y se frena. Respira aliviada y empieza a contarme algo que vio más temprano en las noticias. En Pinamar un edificio se cayó porque los constructores se robaron la plata para la arena de construcción y usaron arena de la costa. Esa arena estaba llena de sal que, con el tiempo, se metió en las estructuras del edificio que se agrietó hasta caerse como un mazo de cartas.