Memoria del paladar - Carmen Santafé - E-Book

Memoria del paladar E-Book

Carmen Santafé

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Beschreibung

Macarena, una acreditada periodista de investigación en Barcelona, huye amenazada cuando se ve envuelta en un escándalo a Ciudad de México buscando una nueva vida. Tras la ruptura de su matrimonio, descubre nuevos horizontes y decide escribir una novela policíaca. Obligada a enfrentar sus miedos, la protagonista se verá envuelta en una historia en la que se entrelazan el misterio, los lugares y los objetos, que desembocará en un final inesperado y revelador. Memoria del paladar es una ficción dentro de otra ficción, una historia de dos ciudades en dos continentes y dos planos temporales. En estas páginas, la autora guía al lector en un recorrido por la música, Puccini, el éxito, el fracaso y las relaciones inesperadas que surgen entre las personas, y que son el material de las buenas novelas. «Debo confesarte algo… pronto partiré hacia mi último destino y necesito liberar mis cadenas… sin culpa… los asesinatos… las decisiones… No me juzgues, tú no estabas allí».

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Memoria del paladar

Carmen Santafé

Primera edición en esta colección: enero de 2022

© Carmen Santafé, 2022

© de la presente edición: Tierra Editorial, 2022

Tierra Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18927-03-4

Diseño de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

México. Distrito Federal, 2015Introducción: Lorenza | RealidadMéxico. Día tres, enero de 2015México. Dos meses despuésMéxico. Distrito Federal. 24 de junio de 2015La novela de Macarena | FicciónMéxico. ReaccionesBarcelona. El jugueteMéxico. SorpresasBarcelona. La caja de PandoraMéxico. ObjetivosBarcelona. El supermercadoMéxico. RevelacionesBarcelona. Las caídasMéxico. ProyectosBarcelona. El logoMéxico. ReconstruccionesBarcelona. CarvalhoMéxico. PasadoBarcelona. MicrófonosMéxico. LinajesBarcelona. CasinoMéxico. GestacionesBarcelona. Los trenesMéxico. ProteccionesBarcelona. El bingoMéxico. TraicionesBarcelona. El llaveroMéxico. AceptacionesBarcelona. FloresMéxico. RegalosBarcelona. La casaMéxico. RecuerdosBarcelona. La cenaMéxico. RelacionesBarcelona. El CasalMéxico. DiferenciasBarcelona. CafésMéxico. DecisionesBarcelona. HospitalesMéxico. NostalgiaBarcelona. CanteranosMéxico. SueñosBarcelona. «Hoteles»México. ApoyosBarcelona. MueblesDesenlace: Macarena | Vuelta a la realidadMéxico. Marzo de 2015Barcelona. Abril de 2015México. Horas despuésBarcelona. Día siguienteBarcelona. Tres días despuésBarcelona. Cinco días despuésBarcelona. Seis días despuésBarcelona. Cinco meses despuésAgradecimientosNota

A Joan, mi memoria.

A mis hijos, mi amor.

A mis padres, mi admiración.

…Su paladar pertenecía al país de la infancia como casi todos los paladares…

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Imitar con pérdida no tiene sentido.

JOSEP PLA, Lo que hemos comido

MéxicoDistrito Federal, 2015

«DEBO CONFESARTE ALGO… pronto partiré hacia mi último destino y necesito liberar mis cadenas… sin culpa… los asesinatos… las decisiones… No me juzgues, tú no estabas allí».

Esas palabras retumban en su cerebro. Lorenza ha fallecido, los crímenes indemnes sin posibilidad de redención. La durísima penitencia impuesta por la vida ha sido su mayor castigo. No la delatará abiertamente, ¿de qué serviría? ¿Cómo satisfacer entonces su necesidad de justicia?

Introducción: LorenzaRealidad

MéxicoDía tres, enero de 2015

CUARENTA Y OCHO HORAS DESPUÉS del funeral de Lorenza, Jordi Gutiérrez se ha visto arrastrado, como en otras ocasiones, por la frenética actividad de Macarena.

Regresaron a su trabajo en la agencia de noticias de inmediato, sin tiempo para sentimentalismos, y alargaron sus jornadas con el objetivo de asegurar hasta el último detalle de la promoción del libro, tal y como estaba programado. Por nada del mundo Macarena iba a suspender ese acto: «Lorenza no lo hubiera permitido».

El manual de cocina, Memoria del paladar, llevaba en las librerías poco más de un mes. La muerte de su autora ensombrecía su presentación en sociedad, a pesar de que los preparativos —invitaciones enviadas, catering contratado, Casa Lamm reservada para ese día— pretendían despejar el camino a esa nublada y póstuma puesta de largo. ¡Imposible cambiar de planes!

La vertiginosa aceleración de la enfermedad —un tumor intestinal— determinó el fatal desenlace que los vencidos ochenta y siete años de Lorenza no pudieron resistir. Macarena se había convertido en un apéndice de su intelecto para dar forma a ese excéntrico proyecto que ocupó y dio sentido a la vida de ambas. Memoria del paladar era la culminación de una primera parte, quizá la menos importante, pero sin ella, la otra no hubiera surgido.

—¿La página 42…? ¿De qué hablas, Jordi?

—Si dejaras de mover cajas y te estuvieras quieta…

—¿Quieta? ¿Qué dices…? Faltan cuatro horas para que lleguen los invitados y mira cómo está esto…

—Sé qué hora es, cálmate, ¿quieres? Falta la página 42 del libro…

—¿Cómo que falta la página 42? ¿Quién tenía que revisar eso? ¿Has llamado a la editorial? ¿Qué te han dicho?…

—Si no me hicieras mil preguntas, quizás alguna tendría respuesta. Y no, no acepto esa mirada asesina porque yo no soy el responsable. Lo he visto por casualidad y ya no hay tiempo.

—No hay tiempo, no hay tiempo… ¿Qué hacemos ahora?

No podemos suspender el acto… No podemos…

—Bosi, tranquilízate —le dice Jordi con cariño a la que había sido su jefa, que se ha tirado al suelo, se ha dejado caer. Él sabe que esa derrota no tiene su origen en la página 42, es la gota que colma el vaso.

Macarena, con ojos perdidos llenos de cansancio y con una lágrima resbalando por su mejilla, pregunta:

—¿Qué más puede pasar?

—¿Un terremoto? —cuestiona Jordi, al sentarse en el suelo contra la pared, a su lado, en un intento de rebajar la tensión.

—¿Cómo puedes ser tan cínico? No me hace ni pizca de gracia, ¿sabes dónde estamos? Esto es Casa Lamm… En un rato esta sala va a estar llena… ¿Tienes un pañuelo?

—Toma, límpiate… No es tan grave, un error, sí, un jodido error, ya buscaremos cómo puede corregirse.

—¿Por qué tantos impedimentos? ¿Por qué no puede salir según lo previsto?

—¿Lo previsto por quién? ¿Por ti? Eso es imposible, ya lo sabes… Estás agotada y te exiges más de lo que puedes dar. No eres un robot, tienes emociones y, en este momento, pueden más que tus ganas de que todo funcione…

—¡Que todo funcione! Bonita frase y qué irreal. ¿Por qué tenemos que pagar un precio tan alto para que las cosas fluyan con normalidad?

—Bosi, vale ya. No te tortures más y busca tu sentido práctico, donde quiera que esté. Tenemos que salir de esta y a partir de mañana nos plantearemos qué hacer. Una piedra en el zapato, solo es eso, una piedra que molesta, que incomoda…, la sacamos y ya está. Coloca las cosas en su sitio, no es más que un descuido de alguien, una distracción… que sí, que da al traste con esa perfecta ceremonia que tú querías que fuera… El público citado ni se va a enterar de que esa maldita página no está… Lo significativo es el acto en sí mismo, el recuerdo de Lorenza, sus recetas de cocina, el auditorio que se va a congregar y los libros que vamos a vender…

—Vender, vender… ¿Cómo puedes pensar en vender en un día como este?

—Querida, tonterías las justas. ¿Para qué tanto esfuerzo? ¿Y si el libro no interesa? ¿Acaso es necesario que te recuerde lo que vivimos en Barcelona?

—De ninguna manera. Contigo es una batalla perdida… Podrías sacar a pasear tu lado humano de vez en cuando, que lo tienes. No soporto tanta frialdad. La falta de esa condenada página me ha desbordado, es como si Lorenza no pudiera estar libre de maldición. Venga, se acabó…, hay que seguir y lograr que la presentación sea gloriosa.

—Claro, jefa, cómo no. ¿Llamo a la editorial o que sea Ana Paula quien resuelva lo de la página 42?

—Pues mira, sí. Es una buena idea. Sin la carga emocional será más eficaz, yo estoy que muerdo… No creo que vaya a tardar, me traerá una copia del borrador corregido de mi novela y eso me tiene histérica. Estoy ansiosa por leer sus comentarios. Sabes que queda mucho camino por recorrer, faltan varios capítulos por redactar…, vamos despacio y progresa de manera adecuada. Como ella dice, ¡ni modo!, tendré que esperar a esta noche para revisarlos. Ten, la lista de asistentes para comprobar las sillas y, mmmm…, mi discurso de presentación, ¿me lo acercas? Encima de aquellos libros.

—Voy —dice Jordi. Se dirige al lugar donde están esas hojas, dobla la lista de asistentes y la coloca bajo el cuello, coge con una mano una botella de agua y con la otra, las páginas.

—Gracias, inspector Gadget —le agradece su amiga risueña, al reconocer ese gesto tan suyo que le da la capacidad de desdoblarse y alargar sus brazos—. ¡Cuidado con las gafas!, se te van a caer y como se rompan…

—¡Quieres dejar de preocuparte por todo! Relaaax. Venga, Bosi, nos queda poco tiempo y esto tiene que salir.

MéxicoDos meses después

FINALIZAR EL PROYECTO de su novela ha desatado en Macarena una vorágine disparatada. Aquellos a quienes ha conseguido involucrar en ese baile, Jordi incluido, aprenden los pasos y tienen que salir a la pista, sin margen de error, con exiguo espacio para la planificación y mucha improvisación. Las distintas coreografías se preparan rápido y se ensayan poco. Ana Paula, su profesora de escritura y amiga, subsana, pule y mejora el texto que ella se esfuerza en completar.

Un cierre de edición, comparado con esa danza, se convierte en un aperitivo ligero para Macarena. La extensión, la falta de inmediatez, la estructura, el entramado y sus ramificaciones la sumergen en aguas turbulentas que, aunque conocidas de manera tangencial por su trabajo como periodista de investigación, la obligan a nadar sin salvavidas y a contracorriente.

La decisión de zambullirse en el campo jurídico a través de esas páginas que escribe «ha resultado descabellada», piensa Jordi. Para él, apartarse del rutinario mundo de la prensa supone lanzarse desde un trampolín de treinta metros y concentrar las emociones que un loco, dispuesto a dar ese salto, debe de sentir. Al no ser materia conocida para ninguno de los dos, decidió prestarle su ayuda, arañar horas a su escasa disponibilidad para buscar asesores legales porque necesitaba pagar esa deuda emocional y devolverle el favor a su amiga.

Barcelona, donde Macarena había sido su jefa en la sección de economía y negocios cuando él empezaba recién acabada la carrera —de ahí el cariñoso apelativo de Bosi—, quedaba ya muy lejos en el mapa y en el tiempo; después de tantos años, los roles se habían invertido. Jordi ostentaba el cargo de director de coordinación de contenidos y Macarena, como responsable de internacional, formaba parte de su equipo, de manera encubierta, en la agencia de noticias en la que trabajaban. El anonimato, en el que se escudaba para no firmar sus artículos amparados por la pantalla de la agencia, resultó ser muy conveniente.

Los plazos, siempre los plazos, que Macarena necesitaba en su vida para acometer cualquier empresa que tuviera que afrontar, delimitaban sus quehaceres diarios. Se había marcado seis meses para finalizar su novela, pasar un verano sereno y, llegado septiembre, mudarse a su tierra. Las aguas estaban tranquilas y las amenazas profesionales desaparecidas. Ese proyecto, surgido a partir de las conversaciones con Lorenza, se transformó en un ejercicio de introspección. El deceso de la chef mexicana había precipitado ese imparable torrente, ¿lo lograría?

En México, por circunstancias muy diferentes, ambos se habían reencontrado e integrado en el nuevo cosmos que tuvieron que forjarse al abandonar España. Él buscó nuevas oportunidades al haber salido limpio con el apoyo de Macarena, antes de que todo estallara y pudiera salpicarle; ella huyó del peligro que la acechaba.

Jordi, implicado hasta la médula en la colaboración con Macarena, no ignoraba el precio de revivir un pasado lleno de cicatrices. Laura, su mujer, se lo recordaba cada dos por tres y se lo recriminaba. Su matrimonio había estado a punto de romperse y no admitía la devoción que su marido sentía por la que había sido su jefa. El enfermizo patrón se repetía, otra vez: comía mucho y mal, se machacaba en el gimnasio, vivía encadenado al ordenador y al teléfono… como en aquellas noches en Barcelona.

México. Distrito Federal24 de junio de 2015

MIÉRCOLES DEL RECIÉN ESTRENADO verano en el calendario. Podría ser un miércoles cualquiera, pero no lo es.

Jordi acude con Laura y Ana Paula al domicilio de Macarena, y en la puerta coinciden con una multitud compungida. Mientras se apilan los paraguas en el vestíbulo, las miradas y gestos de incredulidad, asombro y rabia sustituyen a las palabras. La convocatoria, formalizada por el exmarido, ha dado lugar a una procesión interminable de personas que se agolpan en la vivienda. Nadie quiere perderse este evento.

El amplio vestíbulo interior de forma rectangular conduce a una escalera que lleva a la sala. Al fondo, un gran ventanal acompaña los peldaños hasta el piso inferior que los recibe como si fuera la primera vez que pisaran ese recinto. Todo está igual y, sin embargo, ya nada es igual. A la izquierda, en la pared carmesí, su colección de paraguas —suspendidos sobre una barra metálica horizontal— de todos los colores, tamaños y épocas. A la derecha de la puerta, sobre un pedestal, descansa ajustada la sombrilla abierta de encaje blanco y da la bienvenida a los visitantes. El mariachi llega en ese instante y se produce una extraña aglomeración. Los tres, como si les hubieran clavado los pies en el suelo, permanecen inmóviles y observan asombrados cada detalle de la pieza invadida por esa amalgama de personas y objetos. Los instrumentos musicales, unidos al trasiego inusual de esa tarde, convierten el paso en estrecho y obligatorio. Se acercan al barandal y una caja enorme, portada sin demasiada cautela por su dueño, con forma de guitarra, está a punto de derribarlos.

Llueve en la Ciudad de México y no se puede salir al pequeño jardín por razones obvias: está inundado. Hasta las nubes se han puesto de acuerdo para llorar esta tarde. Podría tratarse de una gran fiesta, pero no lo es.

En mitad de los escalones, en fila desordenada, se detienen y reclinados contra la pared contemplan el panorama… «¡Todavía no me creo por qué estamos aquí!», le dice Ana Paula a Jordi. Un maremágnum de todo tipo, condición y edad, copas en la mano y en una algarabía confusa mantiene una charla incesante. El color baña la estancia abarrotada en contraste con la tarde gris. El extravagante conjunto se les antoja kafkiano. Podrían pensar en el escenario de una película, pero no lo es.

Macarena murió hace dos meses en Barcelona. Esta cita en su casa de las Lomas, para honrar su memoria y despedirla, se desarrolla de acuerdo a su voluntad: con una copa de vino y la degustación de varios de los manjares que solía compartir con sus amigos. Amante de la buena mesa, detestaba cocinar. Unos camareros, de impecable uniforme, pasean entre los invitados y ofrecen esas exquisiteces: tortilla de patatas, jamón ibérico, queso manchego y, en unos vasitos, el caldo de ese plato tan catalán como es la escudella… Alguien ha decidido otorgarles el privilegio de asistir a esta macabra celebración. Sin dulces, postres ni florituras, como ella.

Su fallecimiento fue una sorpresa para todos (vaya tontería, como si pudiera la muerte anunciarse con fecha y hora). El negro, tan típico de las reuniones de luto, brilla por su ausencia por expreso deseo de la española, quien quería una fiesta, no un funeral. El bullicio ahoga la música de un disco de rancheras mientras el mariachi se prepara y entona: «México lindo y querido, si muero lejos de ti…», frase premonitoria a modo de testamento.

Es la primera vez que se encuentran entre esos muros sin su presencia. El espacio alquilado, en el que Macarena pasó sus últimos días, no es grande. Desde que se separó de su esposo, buscó un lugar adecuado a sus necesidades, cómodo y sencillo. Nunca, hasta entonces, había vivido sola.

A pesar del cansancio, Jordi guarda la compostura. Regresó ayer de Barcelona para asistir a esa despedida ineludible. El cuarto viaje en dos meses con el objetivo de despejar las incógnitas y cerrar esa etapa de vértigo profesional vivida junto a Macarena en España y, cuando todo termine, escribir su crónica sin interrogantes, la que su amiga hubiera querido escribir. Satisfecho por el resultado de las últimas investigaciones podrá encajar las piezas de ese monstruoso rompecabezas del que todavía quedan flecos sueltos. No puede desperdiciar la ocasión del reencuentro con Ernesto, el exmarido de Macarena. Ana Paula, en cambio, derrocha emoción y sentimientos, con lágrima floja, malestar e incomodidad.

No faltan en la sala las rosas rojas, casi siempre presentes en su vida, que evidencian la delicadeza y elegancia que la acompañaron en sus días y muestran orgullosas sus espinas, reflejo de las dificultades a superar. Humedad condensada vino a raudales, olor a rosas y comida, y gente, y, a pesar de ello, huele a muerte.

Sus tres aliados quieren estar allí, deben cumplir su mandato y necesitan hablar con los parientes de Macarena. Con todo, aspiran a salir cuanto antes de ese perímetro asfixiante.

—Hola, gracias por venir —dice Rocío, al devolverle el beso—. No tengo el gusto…

—Hola, Rocío, soy Ana Paula Nebot, la miss del taller de escritura al que asistía tu hermana, he visto muchas fotos familiares. Te acompaño en el sentimiento. Sí conoces a Jordi Gutiérrez y a su mujer Laura, ¿no?

—Claro. Jordi, su buen amigo Jordi y uno de mis mayores apoyos en esta época tan dura. Laura, a ti no te recordaba. Maca os quería mucho. ¿Taller de escritura? No tenía ni idea —responde asombrada—. Sabía que compaginaba su trabajo en la agencia con un reto, algo más personal…, pero no soltaba prenda. Sí, me había hablado de ti, Ana Paula, y para serte sincera, yo lo relacionaba con el manual de cocina.

—Pues ya ves, Rocío. Los dos colaboramos con Maca en el proyecto del que te hablé… Le prometimos cerrar la boca. Todo ha sido tan rápido… —expresa un Jordi incómodo, sin parar de juguetear con las llaves en su bolsillo.

—¡Otra vez la dichosa confidencialidad de mi hermana! —se queja Rocío.

—Nos vimos hace mucho en una cena, en Barcelona. Jordi completaba el cuerpo de redactores del equipo de Macarena —dice Laura—. No creo que te acuerdes…

—No, la verdad —niega Rocío—. Aquí tu marido era su jefe y ella se conformaba con llevar una vida discreta, en segundo plano… Fue una suerte que estuvierais en México cuando llegó deprisa y corriendo, la acogisteis. No tengo palabras…

Una conocida de Macarena se acerca a dar el pésame a Rocío, e interrumpe la charla de ese corrillo. Relación superficial a pesar de mostrarse muy afligida. «¡Qué incomprensible el comportamiento humano!». Esa tendencia a somatizar las experiencias ajenas para hacerlas propias en una tentativa de comprender lo que debe ser. «¡Qué muestra de exageración!», piensa Jordi, impermeable a los sentimentalismos.

Cumplida la liturgia de la cortesía y expresado el duelo, Jordi y Ana Paula observan a Rocío, y sienten una profunda amargura al ver sus ojos enrojecidos. Les ha cogido las manos y no las suelta… La distancia en el tiempo despliega sus efectos paliativos y borra el estupor inmediato —el mazazo lo recibieron en abril, al enterarse de la súbita muerte de su amiga—, aunque sigan sin aceptarlo. No pueden permanecer impasibles tras ese contacto físico. Hasta el insensible de Jordi se conmueve.

—Muchas gracias…, es… como si Maca estuviera aquí y en cualquier momento fuera a hacer su aparición estelar… Todo esto es tan ella; sus cosas, su entorno y tanto cariño me tienen desbordada —gimotea la hermana, sin dejar de apoyarse en los brazos de Ana Paula.

¡No puede negar el parentesco! Advierte la maestra mientras contempla a esa mujer, tres años menor que su hermana, con su corta melena castaña teñida de mechas y su vestido azul, más delgada, de aspecto angelical, rota por el dolor. Si bien la distancia geográfica las separaba —Rocío residía en el catalán barrio de l’Eixample, en Barcelona—, eran cercanas. Macarena no cesaba de hablar de la benjamina de la familia y de sus sobrinos.

—Oye, linda, me convendría verte… Bueno, verlos a Ernesto y a ti. Hay algo de Maca que les quiero contar —dice Ana Paula.

—No me asustes, por favor. Demasiadas emociones en tan poco tiempo… Espera, mi cuñado está por allí —dice Rocío. Eleva la mano y gesticula con la palma alzada para que él se acerque. Laura aprovecha el momento para apartarse, necesita ir al baño.

«¡Vaya papelón!», reflexiona Jordi. «Desde luego, Bosi, sabes que estoy aquí por ti, te lo debo… Batallar con esto me está resultando más difícil de lo que hubiera podido imaginar. Donde quiera que estés puedes burlarte de mí si con este pensamiento consigo sorprenderte». Han localizado a Ernesto, y Jordi no le quita ojo. En apariencia, domina la situación gracias a su porte aristocrático y elegante, su savoir faire y su diplomacia. ¿Por qué debería ser extraño? El eminente doctor Ernesto Ros no ha hecho otra cosa en su vida. La medicina, sepultada en favor de las relaciones públicas y la gestión, no ha barrido el tratamiento de doctor. Tampoco para Ana Paula es pan comido, confía en que la asistencia de Rocío mitigue un poco la soberbia del facultativo.

El viudo, del que Macarena estaba separada, llega junto a ellos, los repasa frío y ciego como si fueran marcianos. Se dirige a su hermana política:

—Dime, Rocío.

—Ernesto, mira, aquí tenemos al fiel escudero de Maca, Jordi Gutiérrez, y Ana Paula Nebot, su profesora en el curso de escritura. ¿Sabías algo?

—Jordi —dice, seco—. ¿Qué tal, Ana Paula? Sí, me enteré cuando empezó hace meses —contesta, al estrecharles la mano. Un cierto nerviosismo se refleja en su mirada esquiva. Enciende un cigarro.

—Gusto en saludarte, Ernesto. Quisiera ofrecerte mis condolencias…

—Gracias —responde áspero—. ¿Cuándo podré leer la novela de Maca? ¿La tienes tú, no?

—Ernesto, lo platicamos más adelante…

—¿Cómo? ¿Tú estabas al corriente del proyecto de mi hermana? —pregunta Rocío perpleja—. ¡No me lo puedo creer!

La maestra observa al viudo que, sin parar de fumar y con la mano temblorosa, se muestra incómodo y huidizo. «¿Cómo no iba a estarlo en una situación así? Por mucha apariencia de fiesta, es un velorio, las exequias de Macarena», medita. Incluso se compadece de él, siente un punto de lástima a pesar de que el hombre no le cae bien. «¿Qué tendrá con Jordi? Su rostro se ha tensado solo con verlo».

—Ernesto, Ana Paula quiere hablar con nosotros —informa Rocío.

—Ah, sí. ¿De qué se trata?

—Preferiría verles con más calmita… No creo que este sea el momento… —expresa la profesora titubeante. El mariachi inicia su repertorio, los acordes de Cielito lindo penetran en la sala y todo el mundo empieza a cantar, como Macarena hubiera hecho. Acompañan las voces y suspenden las conversaciones. ¡Cómo le gustaba esa canción!

—Llámame al hospital y quedamos —decreta el doctor, a la vez que le entrega una tarjeta que saca de su bolsillo y da por terminada la conversación.

Jordi consigue acorralar dos minutos a Ernesto en lo que parece una discusión para los demás: miradas rígidas, cuerpos tensos, murmullo repleto de resentimiento. «¿De qué hablarán?», piensa Ana Paula, al corriente de la animadversión entre ambos sin saber el motivo. Un invisible gong conduce a los presentes a tararear al unísono: «Canta y no llores…», alzan las copas y ofrecen al cielo ese brindis necrológico por Macarena.

Laura se acerca, hace un gesto con un dedo en su reloj, lo que determina su intención de salir. Indica a su marido y a la instructora que ya ha firmado el libro de duelo en el estudio de Maca, y se dirige hacia el vestíbulo.

La puerta del estudio está abierta y dos personas, de pie, concentradas sobre el escritorio de madera anotan algo en esas luctuosas páginas. Mientras esperan fuera, un gato callejero baja la escalera y provoca que Ana Paula salga disparada hacia el sillón giratorio de Macarena. Al tratar de sentarse, las ruedas se desplazan, se enreda con el bolso y cae al suelo. Jordi, caballeroso, acude en su auxilio. La pareja que escribía se sobresalta por el estruendo que acaban de armar los nuevos visitantes. La maestra intenta enderezarse y recuperar la dignidad con una disculpa. Su insuperable fobia a los felinos le causa comportamientos irracionales.

Jordi cierra la puerta y se inclina ante el libro con su bolígrafo.

Ana Paula se acomoda en esa silla marrón de piel y se asegura de que las patas no se muevan. Un escalofrío le recorre el cuerpo con la sensación de usurpar el espacio de la española. «¡Cuántas horas has pasado aquí sentada! ¡Pinche vieja, cómo te extraño!». Su olor está impregnado en los muebles, libros y papeles ordenados con meticulosidad. El cuadro de Vives Fierro, colgado a la espalda del sillón, muestra las imponentes columnas de la entrada principal del Palacio de Bellas Artes mexicano. Su computadora, en el centro del escritorio, está apagada. Un gran ramo de alcatraces blancos, en el jarrón cristalino que Ana Paula le regaló, un ejemplar de Memoria del paladar, una imagen actual de Macarena, delante, sonriente, con su melena corta al estilo de Angela Merkel, y el libro de condolencias ocupan el extremo derecho. Ni rastro de ceniceros. Le llega su turno, debe dejarle un mensaje a su amiga. Respira hondo, coge la pluma que está encima del texto y escribe:

«¡Ya no sufras, lo haré!».

Con la mano de Jordi posada sobre su hombro, Ana Paula contempla inerte esa hoja de papel en la que acaba de garabatear su frase como si esperara una respuesta, aturdida y confusa. Macarena los hubiera querido allí, a pesar de la barrera de desapego infranqueable con Ernesto, su exmarido. En ese momento, solo son dos personas vinculadas por la amistad y la memoria de alguien a quien quisieron, respetaron y admiraron. Pocas palabras son necesarias cuando la intimidad es cómplice de tantas horas vividas.

El canturreo de «Adiós, para siempre adiós», se les clava en el corazón.

* * *

La maestra espera un par de días para llamar a Ernesto, el viudo. Confundida por la premura de la cita para esa misma tarde —le indica que Rocío tiene programado su vuelo de regreso a Barcelona en menos de una semana—, agradece, sin embargo, tratar cuanto antes el asunto pendiente. Va a ir sola. Jordi —compañero de fatigas y paño de lágrimas recurrente de Macarena— prefiere mantenerse al margen de esa conversación con el exmarido de su amiga tras ser testigo de sus desplantes.

Con un gran sobre manila entre los brazos, Ana Paula llega a la sala del que fue el hogar de Macarena. Rocío la recibe al pie de la escalera y Ernesto, sentado en el sofá que ocupa su lugar habitual tras la aglomeración del velatorio, se incorpora a su entrada. Su indumentaria es más relajada: la hermana en jeans y una camiseta, él sin corbata. Le sirven un café y mientras revuelve el azúcar con la cucharilla, da vueltas a su cabeza dispuesta a encontrar el modo más adecuado para describir su encargo, dirige la vista al sobre —pegado a su falda sobre sus rodillas—, como si algo le impidiera mirarlos de frente, al tiempo que ellos la observan expectantes. El doctor rompe el hielo y la interpela:

—Bueno, Ana Paula, tú dirás.

—Pues… Tengo aquí la novela de Maca, su proyecto más íntimo —explica mientras levanta el sobre con las dos manos y lo sujeta con fuerza como si no quisiera desprenderse de él—. Está casi acabada y su intención era publicarla.

Ernesto se incorpora y le tiende el brazo para que se la dé. Rocío le hace un gesto con la palma de la mano para que se siente y deje hablar a la profesora.

—Hombre, ¡por fin!… Tanto secretismo… —cuestiona el doctor despótico—. Me preocupan las tonterías que pueda haber en esas páginas.

—Calma, Ernesto, no seas impaciente y no interrumpas a Ana Paula. Mi hermana no cesa de sorprenderme. Incluso ahora, que ya no está entre nosotros, me deja pasmada su desmesurado interés por las recetas… Primero, el manual de cocina, Memoria del paladar, y después otro libro…

—No, no te equivoques, Rocío. Su novela no tiene que ver con el mundo de la gastronomía.

—¡Es increíble! Yo me enteré en el funeral y no salgo de mi asombro. ¿Cómo trabajabais, Ana Paula? —quiere saber Rocío, anonadada—. Entiendo que lo hacíais juntas y por eso la tienes tú. ¿Redactaba o solo te daba sus notas?

—A ver…, cómo les explico… Cuando Maca conoció a la chef mexicana, algo se despertó en ella y se lanzó a escribir. Impulsada por esas charlas regulares, decidió contar fragmentos en otra historia concebida en un universo distinto al suyo.

—¿Por eso el curso de escritura? —pregunta la hermana.

—Sí, así comenzó… Buscaba respuestas, reencontrarse consigo misma, y las ideaba en esos relatos nocturnos. Luego nuestra relación fue más allá del taller, la amistad se fortificó y me convertí en su mentora.

—¿Qué significa «su mentora»? —cuestiona el doctor.

—Pues quiere decir que ella escribía, seleccionaba, imaginaba, decidía el esqueleto de la obra y yo revisaba, corregía, sugería… De veras, fue un trabajo en equipo. Macarena me contrató para eso.

—¿Habla de nosotros? ¿Alguna mención a la salida forzada de España? —pregunta Ernesto. Brusco, con un cigarro tras otro entre sus dedos, intranquilo, impaciente…, intenta apoderarse del sobre que Ana Paula no suelta.

—¿De ustedes? No. Maca era muy reservada y no me explicó el motivo de su llegada a México. En el libro, construyó dos historias ubicadas en España y en México, alejadas de su realidad cotidiana.

—¿Y dices que mi hermana te contrató? Suena muy raro, ¿no? —cuestiona Rocío, desconcertada por la actitud de Ernesto que olvida las formas y se comporta de manera grotesca.

—No, no lo es. Le sobraban las ideas y me embaucó con su proyecto. Me facilitó sus notas de revisión, justo una semana antes de ir a visitar a sus padres a Barcelona.

—Entonces, ¿te pagaba? —interroga Rocío.

—Sí, por supuesto. Me abonaba una cantidad mensual y acordamos que si se llegaba a publicar, camino para el que está enfocada la obra, mi nombre aparecería como colaboradora junto al suyo.

—Supongo que hasta habríais firmado un contrato formal, ¿me equivoco? —inquiere Ernesto—. Eso me demuestra que, sea lo que sea que tengas ahí, debe de ser algo serio. ¿Me lo das de una puñetera vez?

—Serénese, doctor —exclama Ana Paula. Le entrega el sobre a Rocío para su custodia—. Y sí, supone bien…, a mí no me hacía falta, ella subrayó que si surgía alguna desavenencia, mejor evitar problemas.

—De sobras lo sé. ¡Hostia! Su necesidad de atarlo todo, prever lo imprevisible, así de cojonuda era Macarena.

—Ernesto, creo que te estás pasando. Tranquilízate, luego hablamos tú y yo. Me tienes que explicar algunas cosas, ¿no?… Perdón, Ana Paula, por las impertinencias, son muchos nervios… —justifica Rocío, avergonzada.

—Que no te dé pena, Rocío. El doctor está rebasado por la situación. El coraje no es conmigo. Aquí lo importante es darle curso a lo que quería y lo que Maca quería está en este sobre. Les pido por favor que nos centremos en eso.

—Yo he estado en su estudio y no me ha parecido ver nada con aspecto de ser una novela. Sus artículos, apuntes, cuadernos, el libro de cocina Memoria del paladar. De verdad que estoy perpleja…, debe de estar almacenada en su ordenador. ¿Cómo la archivaría? Maca era la reina de las contraseñas. ¡Lo tenemos claro! —dice Rocío, sobrepasada.

—Eso ya no lo sé… Prueben con «Turandot». De alguna manera, tuvo mucho que ver. Si les parece, les dejo la copia. La leen y cuando hayan tomado una decisión, me la comunican. Insisto, si me lo permiten, en las muchas ilusiones que había puesto en este borrador, los últimos dos años han sido intensos.

—¡Me cago en la leche! ¿Cómo que dos años? Yo pensaba en algo más reciente. Rocío, dame ese sobre.

—Tranquilo, Ernesto. El sobre es mío y con esa actitud no vamos a ningún sitio. Haré una copia hoy mismo para ti, no te apures. ¿Lo gestionarías tú, en persona? —pregunta.

Ana Paula asiente, suspira y recoge su bolso. Rocío, en un intento de calmar los ánimos, le pregunta:

—¿Y el título? ¿Cómo se llama la novela?

—Habíamos hablado de varios, de hecho hay una lista con cuatro posibles, no habíamos llegado a ese punto. Léanla primero, yo les hago llegar los escogidos y me dicen cuál han seleccionado. A Maca le hubiera encantado que lo decidieras tú… —remarca la profesora, con toda la intención de excluir al marido.

—¿Tienes alguno preferido? —quiere saber la hermana.

—Sí, claro que sí, pero no les voy a contar para no condicionarlos —responde al incorporarse—. Espero, entonces, noticias suyas… Comprendo que es muy reciente y que va a ser doloroso…, me gustaría dejar claro que no voy a aceptar modificaciones, ni explicaciones que Macarena no dio. Yo interpretaba sus notas y sus escritos para darles forma y centrar la historia.

Ana Paula aprovecha la circunstancia de que Rocío la acompaña hasta la puerta de salida, en el nivel superior, para indicarle que Macarena estaba trabajando en los capítulos finales de la novela, así se lo había anunciado antes de partir. La maestra le confiesa que Ernesto no ha cesado de importunarla con la novela y que ella ni le ha dado pistas ni le ha contado que está incompleta, faltan esas últimas páginas. Rocío le explica que, desde que murió su hermana, custodia su ordenador portátil sin haberlo puesto en marcha una sola vez. No le había dado importancia al hecho de que su cuñado se lo pidiera en dos ocasiones. Se compromete a hacer un rastreo y acuerdan, por el momento, no decírselo.

«¿Dónde los guardaste?», se pregunta la profesora.

* * *

Un mes después se produce la llamada de Rocío desde tierras catalanas a Ana Paula. Le adelanta la decisión que ha tomado con Ernesto de terminar la novela y publicarla, tal como Macarena había previsto y en los términos contractuales estipulados. Le indica que le remitirán a su domicilio los paneles que había elaborado y una caja con el material que ella ha seleccionado, incapaces de discernir sobre la utilidad o no para ese trabajo. La vivienda de Macarena ya está desmontada. «Hay muchas libretas de notas», le dice la hermana. No ha encontrado o no ha sabido encontrar los capítulos finales. Lo ha coordinado con Jordi, con quien mantiene contacto frecuente. Por último, le informa que ha elegido el título, va a esperar a leer el final para comunicárselo. Ernesto, condescendiente y benévolo, le concede ese privilegio. La relación con él es casi nula, salvo por la insistencia en recuperar el ordenador de Maca. Rocío le traslada a Ana Paula los comentarios de Ernesto sobre la novela. Le ha dicho que no ha disfrutado de la lectura, al contrario, la ha calificado de bazofia, sin concebir por qué se va a publicar, «es un sinsentido ahora que ya no está». Rocío le cuenta que no le ha dado opción, pero que, muy a su pesar, quiere permanecer informado y ver las páginas que faltan, sea quien sea quien lo escriba.

Transcurridos unos días desde la recepción de los enseres, la profesora está dispuesta a ocuparse en esa delicada y exigente labor. Extrae el borrador de Macarena, un pendrive con el archivo, su diario y varios cuadernos. Debe combatir la zozobra y meterse de lleno en esos apuntes. Ernesto, por teléfono, insiste en enterarse del final, la atosiga y la presiona para que la termine cuanto antes. Por fortuna, piensa Ana Paula, ignora que su exmujer sí acabó la novela, aunque nadie sepa cómo, porque no hay manera de encontrar los anunciados últimos capítulos. Tiene que olvidarse de él.

La historia, el cómo y el porqué, la conoce: le dedicaron muchas horas. Los encuentros con Lorenza despertaron en Macarena la inquietud de contar parte de su vida y se convirtieron en fuente de inspiración para emprender esa odisea fabulada. Sin el libro de cocina de por medio, no la habría abordado; fue el pretexto al que se agarró para separarse de su realidad. De esas conversaciones surgió el deseo irrefrenable de escribir al mirarse en el espejo de la juventud de Lorenza y desnudar la suya propia. Noches enteras dedicadas a hurgar en el pasado a través de la ficción, que conformaron lo que Ana Paula tiene entre sus manos.

Se decide por revisar las acotaciones —las acotaciones de la española— que había hecho manuscritas en el borrador. Se impone imparcialidad: «Es su novela y debe ser Macarena la dueña del relato, no yo».

Graba el archivo en su computadora, realiza tres copias y las coloca en subcarpetas distintas, para utilizarlas en caso de que la tarea lo demande. Abre la que ha etiquetado como «Borrador1», la elección de la letra llama su atención. Una lágrima resbala por su rostro sin que pueda impedirlo. «¡Pinche Maca! ¿Por qué no estás conmigo?». Macarena había cambiado la fuente de cada relato de modo intencional, sin que los argumentos en contra apoyados en la consistencia de los escritos sirvieran de mucho. Terca como nadie, continuó en su línea sin ablandarse: «La forma, sea lo que sea que uno haga, es poderosa, y a mí me gusta más así».

Macarena se había tomado su tiempo antes de materializar sus notas, darles sentido y coherencia. Al coger uno de los cuadernos, a Ana Paula le parece oír su voz: «Quién sabe para qué me va a servir esto». La construcción de su particular «catedral» —denominación que empleaba para referirse a su obra—: «No puede iniciarse por el tejado. Los cimientos deben ser muy sólidos para que la estructura no se caiga».

Leía de todo, buscaba modelos, estilos, personajes… Infinitas noches en vela hasta que se sintió con la confianza suficiente para cristalizar su reto, en ese particular y nuevo universo en el que se había introducido. Se sentía insegura y, por otro lado, no quería imitar a nadie.

Al contactarla, Macarena estaba inmersa en el bosquejo del libro práctico de recetas mexicanas tradicionales, para el que no precisaba ningún tipo de ayuda. Deseaba iniciar su propia aventura en la órbita de las letras.

La sacudida de los diálogos con Lorenza, el estímulo de descubrirse a sí misma y reinventarse la llevaron a salirse del camino trazado y la dirigieron al punto en el que se encontraba cuando murió. Ana Paula la creía capaz de hacerlo sola, sin embargo, a Macarena no le apetecía transitar por senderos inexplorados sin la mano de alguien en quien sujetarse. Los dos paneles de corcho, apoyados en la pared que tiene enfrente, reflejan los numerosos interrogantes que ese viaje interior sacaba a la luz; la noche —compañera de sus desvelos desde la adolescencia— y la soledad le proporcionaban el ambiente idóneo para esas reflexiones. Nombres verdaderos, nombres inventados, situaciones y recuerdos seleccionados para dotar de verosimilitud a este libro.

Macarena, compelida por las circunstancias, había hecho suya la frase de Quevedo: «Nunca mejora su estado quien muda solo de lugar y no de vida y costumbres», y a ello dedicaba su empeño. Reemplazó su Barcelona natal por un México que la albergó sin explicaciones, desarrollaba su labor periodística en una agencia de noticias del sector privado y había dejado atrás su trayectoria en el sector público. Se había olvidado de la responsabilidad y el aislamiento de la dirección para formar parte de un equipo. Se había separado de su marido, vivía sola, comía picante, escuchaba rancheras (sin olvidarse de la ópera) y tendía puentes a nuevas actividades y relaciones acordes a las inquietudes vitales de su momento en el país de acogida.

El cursor en la pantalla de la computadora parpadea, Ana Paula se enfrenta a la primera página de tan especial encomienda:

La novela de MacarenaFicción

PERSONAJES DE FICCIÓN

CENTRALES

Catalina Sil, abogada

Emilio Dors, marido de Catalina

Juan y Andrea, hijos de Catalina

Oriol Pascual, abogado asistente de Catalina

MÉXICO:

Lupita Vargas, amiga de Catalina

Teresa Castro, amiga de Catalina

Lorenza Arias, chef mexicana

Simonetta Puccini, amiga de Lorenza

Elvira Montes, amiga de Catalina

Ana Paula Nebot, maestra y mentora de Catalina

BARCELONA:

Ramón Serra de Meyer, abogado rival de Catalina

Arturo Martín, colaborador de Ramón Serra de Meyer

Alberto Rota, inspector de policía

Manuel Ventura, detective privado

Pilar Terol, amiga de Catalina

Nuria Gabás, empresaria

LESIONADAS:

Rosa Vázquez (64 años)

Ester Durán (71 años)

María Dolores Andreu (56 años)

MéxicoReacciones

TODO OCURRE UN MIÉRCOLES DE ENERO.

La española está desorientada. El cuarto invierno en el país azteca y, de pronto, parece vivir en una insatisfacción constante. Necesita encontrar la energía para salir adelante, el velero que la dirija al inédito puerto al que anhela llegar y soltar amarras. El naufragio de su matrimonio y el vuelo de sus hijos no la encaminan a encontrar una dirección, al contrario, la sumergen en ese proceso de pérdida en el que se deja abrazar. Liberada del peso familiar que la asfixiaba —aunque jamás lo haya reconocido—, lejos de sentirse aliviada se siente aplastada. Mantiene su colaboración mensual en la revista jurídica por su aprecio a Oriol Pascual, su pasante y colega en Barcelona, y porque necesita el dinero que le reportan los rigurosos artículos que escribe.

Los cursos de literatura, a los que Catalina asiste desde hace tres años, inician el recorrido con la primera aproximación a la Eneida de Virgilio, dentro del ciclo previsto de estudio de los clásicos. La mansión de Lupita Vargas será el lugar de ese encuentro semanal. Sus seis compañeros de clase son todos mexicanos.

Si bien esas clases periódicas constituyen uno de sus escasos alicientes, tiene que esforzarse para pisar la calle y vestirse de manera apropiada. La menopausia la azota con su revolución hormonal, síntomas depresivos que ella rechaza y esconde. Aprovecha la salida y se detiene en el supermercado próximo a comprar magdalenas para el desayuno.

Esa tarde, el primer impacto lo recibe de Lupita —ochenta y tres años—, que posee una vitalidad fuera de lo común y está sola en el salón de enormes ventanales, sentada en un moderno sillón rojo. En su regazo descansa una carpeta de anillas y un montón de retales de telas y fotografías a su alrededor, emplazados con esmero entre una mesilla blanca y un taburete. La decoración ecléctica convive en armonía con piezas y objetos de todas las épocas. Viuda desde hace dos décadas, la impronta de su marido sigue presente en el ambiente. Hace frío, la noche ha caído y no hay calefacción como en la mayoría de los hogares mexicanos: «Para tres días al año, no vale la pena».

La recibe con su cálida sonrisa que enseguida la reconforta, muy puesta, como suele decir. Viste unos pantalones color verde oliva, una camiseta de manga larga del mismo tono y una fina y larga rebeca beige que el invierno clemente propicia. Su melena castaña, recortada por debajo de las orejas, no deja entrever ni una sola cana. Sobre la frente despejada sobresalen unas cejas poco pobladas y muy bien delineadas gracias al maquillaje. Un foulard tostado, semejante a la arena de una playa, completa el atuendo.

—¡Ya es la hora! —exclama Lupita—. No es posible, se me fue la tarde —se levanta y aparta la carpeta de anillas que coloca encima de la mesilla. Le da un beso a Catalina y añade: —Espérame tantito, Cata, que me pinto los labios.

Se ausenta un segundo y regresa con un precioso color cereza en su boca que la ilumina. Irradia luz.

En ese instante, Catalina decide que tiene que comprar un pintalabios cherry: «¡Ya es hora de iluminar!».

—¿Qué haces con tanto enredo? —pregunta la española.

—Estoy con la idea de confeccionar unas colchas para las camas de mis nietos, no vayas a pensar en cualquier cubrecama, no. Quiero mezclar telas, tejido y fotografías, a modo de historia y cada una diferente, por supuesto. Para que conozcan la vida de su abuela contada por mí misma, sin ninguna otra pretensión. Tengo infinidad de anécdotas y si no lo hago, se van a perder.

A Catalina le impresiona lo que hace Lupita, el afecto que destila, el placer de su labor, el goce del camino, la meta a la que aspira. Según le comenta, selecciona instantáneas de su infancia y de su juventud para insertarlas en esos cuentos que pretende crear para los niños. ¡Y tiene seis!

«¿Dónde se puede subir a ese tren?», se pregunta en silencio. Ese rato a solas, mientras su amiga se arregla, le provoca envidia y una sensación de malestar que la sobrecoge. Se desprecia por no ingeniar nuevas actividades y disfrutarlas. La capacidad de organización, de imaginación, de creación de ilusiones, de recuerdo de nombres y fechas, de situaciones y momentos vividos de la maravillosa mujer que tiene delante le dan una patada virtual a su cerebro: «¡Reacciona de una vez!», le grita su inteligencia.

Es treinta y tres años menor que la mexicana y se muestra incapaz de recordar datos de una década anterior. «¡Será posible!». «¿Tanto has cambiado, Cata, que no te inventas nada?». «¡Eres patética!», se castiga una vez más.

* * *

Teresa, pelo corto rojizo, tiene un flequillo demasiado largo que retira con frecuencia de sus ojos. A sus sesenta y tres abriles y con un empuje desbordante «vengo llegando de Pachuca» —donde tiene una finca—, cargada con lechugas y aguacates que produce. Prejubilada de sus enseñanzas universitarias en Historia del Arte, han compartido otros cursos y congeniaron desde el principio. Catalina fija su atención en las manos repletas de anillos con los que se adorna y que exhibe de forma continua al procurar despejar de su frente ese mechón de pelo rebelde; la afición por acumular y exhibir sortijas en sus dedos engendró el sobrenombre de «Sauronita» en su época docente, en referencia a J. R. R. Tolkien y su popular saga. Ella, en cambio, solo conserva su alianza.

Se sientan en la sala a esperar al resto de los participantes mientras beben una deliciosa agua de melón que la anfitriona les ofrece.

—¿Cómo te fue por Barcelona? —pregunta Tere.

—Muy bien, gracias. Navidades diferentes, estuve con mis padres como una princesa y con Pili nos dedicamos a resucitar rutinas.

—Oye, ¿Pili es tu compañera de universidad, no? ¿La que vino a visitarte?

El sonido de unos pasos anuncia la cercanía de alguien:

¡Elvira! La conoció al llegar a México, a través de la escuela de sus respectivas hijas: las niñas se convirtieron en casi hermanas y las mamás también. Es tan alta como Catalina, un metro setenta centímetros, y comparten año de nacimiento. Podría pasar por europea sin problema: pelo largo azabache, rizado, esbelta y de ojos oscuros, con la piel muy clara. Viste pantalón y camiseta negros que la estilizan y un cinturón color gris plata a juego con su chaqueta que rompe la monotonía y le da color. A pesar de la lluvia y el frescor de la noche, sus oscuras sandalias de tacón de diez centímetros permiten ver sus uñas rojas. Fuma un cigarrillo mostrando una manicura tipo francesa bien perfilada. No entiende cómo puede manejarse sin que sus dedos colisionen de forma permanente con todo lo que toca. Su amistad se fue al traste cuando hace un año se encaprichó del marido de Catalina. Este se dejó seducir en plena crisis de los cincuenta.

Las tres se han levantado, Lupita se adelanta para cerrarle el paso. «¿Qué haces tú aquí?», la increpa. Teresa, cual escudo protector, se parapeta delante de una Catalina confusa y muda. Elvira, arrogante, ignora a la dueña de la finca y a la señora de los anillos.

—¡Cata, qué gusto verte! —saluda, con una sonrisa forzada—. Necesito un rato a solas —le susurra al oído—. Tengo que contarte un bonche de cosas… Mi viaje a Nueva York con tus hijos, ¿no te dijeron? Fuimos al Lincoln Center y nos tocó una Turandot divina…

«¿A qué juegas?», cavila la española. «Yo no puedo, ni quiero saber de ti. Estás chiflada». No responde… Lupita lo hace:

—Sal de mi casa, no eres bienvenida aquí. Esto tiene un límite…

—Ya me marcho, tranquilas, chicas… Corro a mi departamento porque tengo reunión familiar, Cata, me urge, por favor —añade Elvira, mientras apaga el cigarrillo en una planta—. Solo pasé a saludarlas, algún día que pueda, las alcanzo. ¿No les importa, no?

Lupita toma las riendas, firme y enérgica, la coge del brazo y la acompaña a la puerta. Catalina se vuelve a sentar y solo alcanza a oír:

—Elvira, no has sido invitada y no te queremos ver por acá.

«¡Estupendo!», piensa Catalina con sarcasmo, «Lo que me faltaba, un numerito de la pareja de mi marido». Ha sido incapaz de reaccionar y, por si fuera poco, ha conseguido asestarle un puñetazo a su frágil autoestima. Se ha quedado con una sensación de inferioridad tremenda al verla tan segura y arreglada, ella no se ha acicalado para una fiesta. Su aspecto es pulcro, ha echado mano de uno de sus tejanos oscuros, de una camisa azul marino y una gruesa chaqueta de lana del mismo tono que le dan un aire juvenil —en contraste con su piel clara—, sin cinturón. Los tacones, presentes en su armario, rara vez salen a bailar y ha optado por unas botas planas de piel negra. No ha abandonado sus perlas, presentes en sus orejas con un discreto tú y yo. Alrededor de su cuello, el collar que le regaló Pili con motivo de la inauguración de su bufete en Barcelona, de perlas de río, largo y de tres tonos: blanco nacarado, gris ceniza y marengo azulado, la adornan con discreción y elegancia.

Tere la mira con ternura, sentada a su lado le coge la mano. Su recta melena rubia por encima de los hombros, recogida en un descuidado moño, descubre su tenso rostro y la hace parecer indefensa. Intenta decir algo, Catalina agradecida, con sus ojos color miel todavía vidriosos, la detiene con un gesto. El choque que ha supuesto tener a Elvira delante, sin escapatoria, como si le hubiera clavado un puñal en esa herida todavía abierta, aumenta su derrotismo y desconcierto. Coge un cigarro, lo enciende, da dos caladas y lo apaga. Con rabia acentuada por no haber podido articular una sola palabra frente a su rival, ni tan siquiera gritar para demostrar su cólera y apartarla de su camino. Se sienta, se levanta, como si no tuviera sangre en las venas y no le importara que su marido la hubiera reemplazado por la morenaza.

Lupita, con aparente normalidad, regresa a la sala con un libro entre las manos y trata de interesar a Catalina, como si lo que acabara de ocurrir no hubiera pasado. Está alterada y se le nota. Los días de curso, la puerta se abre a quien diga: «Vengo a clase», sin más explicaciones. No esperaban intrusos y Elvira se ha colado en busca de su victoria. Un solo comentario:

—Cata, esto no vuelve a pasar. Si tengo que poner a alguien a cuidar la entrada, lo ponemos… Quédate tranquila… Olvídate de esa loca y respira, ya pasó… Mira —le dice—, tenía muchas ganas de enseñarte este libro de Lorenza.

—¿Quién es Lorenza? —pregunta Catalina, en un intento de recomponerse. No va a dejar que la perturbada de Elvira le arruine la tarde ni tampoco a sus compañeras de curso.

Por lo que refieren sus amigas —en la charla que se apresuran a entablar con la intención de disimular el incidente de Elvira—, fue una afamada cocinera en los sesenta. A sus ochenta y cinco años vive en algún lugar cerca de Querétaro, con las empleadas de hogar que tenía a su servicio. La ceguera, la invalidez en sus piernas y las pérdidas ocasionales de memoria —por el avance implacable de la esclerosis— la tienen muy limitada.

A la española, ensimismada en su sillón, se le cae el velo de los ojos: de repente, la conciencia de la vejez le llega sin avisar. Llama a su puerta: «¿Cómo estaré yo a su edad, si llego?».

Ante esa situación, no puede evitar comparar a Lupita con Lorenza. Se la figura como una ancianita, una muñequita de porcelana, quebradiza y débil, sentada en su silla de ruedas, dependiente de todos y para todo. El contraste con el vigor de la señora de la casa, que rompe todos los moldes y esquemas, la convulsiona. ¡Qué vidas tan distintas!

«¿De qué voy a vivir?».

Esas preguntas sin respuesta que Catalina se formula de manera precipitada, le producen palpitaciones. Tiembla, se ahoga. Lupita se levanta para mitigar el caótico estado de su amiga y regresa con un tequila.

—Te lo bebes y te lo bebes ahorita. Te va a caer rebién.

—Mira, Cata —reclama Teresa y le pone el libro sobre sus rodillas—, todas las fotografías son de platos suyos. Fue muy innovadora y en su restaurante había lista de espera.

—¡Qué maravilla! —exclama asombrada. Hojea el gran libro de tapas duras, editado con delicadeza. Contiene sugerentes y apetitosas imágenes de platillos típicos mexicanos.

—Sí, sí, muy padre —suelta Lupita, sonriente—, me apena que se pierdan porque son platos muy entretenidos y las mujeres trabajadoras de hoy no tienen tiempo para tanta lata.

—De veras —añade Tere—, son deliciosos… Lupita lleva razón, esos guisos ya no suelen cocerse por lo tardado de la elaboración.

Con el fin de entretenerla, la anfitriona prosigue en reclamar su interés.

—¿Ya probaste el mole? Lorenza lo adobaba como nadie.

—Pues sí, fue uno de los primeros que comí al llegar a México, y me encantó. Andar entre cucharas no se me da mal, pero no me atrevería a prepararlo. Me gustó y no era muy picante.

—Lorenza se quedó con el pendiente de acomodar recetas más sencillas y reunirlas en otro libro… Igual de sabrosas, no creas —informa Tere.

—¡Ni modo! —lamenta Lupita—. En su estado, ya es muy difícil…

«Lo único que le falta al libro es el olor, el poder olfatear el aroma que desprenden esos pucheros, casi se puede oír el “chupchup” del hervor en las ollas en esas páginas», piensa Catalina y, de pronto, apunta a sus contertulias:

—¡Estos platos tienen música! Y eso que no estamos en la cocina donde se guisan. En España, muchas reuniones empiezan y terminan allí…

—¡Qué abusada eres! —vitorea Lupita—. A ella le maravillaría ese comentario. ¿Sabes?, de alguna manera Lorenza estuvo muy influenciada por melodías y canciones de todo tipo.

Lupita y Teresa hablan de la cocinera con cariño. Refieren, con un tono misericordioso, que no puede valerse por sí misma y se apaga despacio. Apenas tiene estímulos y no es ni sombra de lo que fue.

Los únicos ratos de ocio los dedica a la música. El oído, poco afectado, se ha convertido en su principal aliado para pasar las lentas horas en las que está despierta. En una oscuridad permanente, se contenta con escuchar ópera una y otra vez.

Catalina reflexiona sobre las coincidencias de la vida. Siente fascinación por la ópera, en especial por la italiana Turandot. En su pensamiento, irrumpen las notas del «Nessun dorma», aria magistral de esa obra, mientras no para de darle vueltas a la vejez y, sin pensarlo, pregunta:

—Lupita, ¿cómo se siente uno cuando se hace mayor?

—Órale, ya llegaste ahí… Te diría que en el momento que no tienes ganas ni ánimo de hacer nada —contesta la octogenaria—. Cuando pierdes el interés por saber y hacer. Por desdicha, conozco a algunas personas así, que se despiden de la vida. Algunas mayores y otras, no tanto. No tiene que ver con la edad.

—¿Lorenza no tiene familia? —quiere saber Catalina.

—Al tener los primeros síntomas de ceguera, vivía en una gran edificación en el Distrito Federal —explica Tere—. La vendió y con el dinero obtenido, se internó en un asiloresidencia para que la cuidaran. No se casó ni tuvo hijos, sin que los galanes faltaran. El dinero se extinguió y no pudo vivir allí.

—Bueno, eso es lo que nosotras sabemos. Hay muchas cosas que ignoramos y no nos atrevemos a preguntar. ¡Tiene un carácter…! —añade Lupita—. Además, en los últimos tiempos «se le va el avión»; en días buenos su memoria está intacta, no te vayas a creer que es todo el rato…

Catalina está presente en la sala, pero su juicio se ausenta de esa realidad y discurre sin descanso. Una pregunta de Lupita la saca de su ensimismamiento:

—Oye, Cata, te quiero proponer algo. Tú hablas italiano,

¿no?

—Sí, sí, lo hablo. Con el catalán y el francés es fácil. ¿Por qué?

—Porque quizá tú pudieras asistir a Lorenza con su tiradero, estaría bueno que charlaran… Creo que la animaría a seguir adelante, está muy decaída. Soñaba con dedicar sus horas a poner en orden un montón de documentos y objetos… Es imprescindible que la persona que se encargue sepa italiano, sea organizada y tenga paciencia. ¡Necesita ayuda!

La conversación se interrumpe por la llegada de Giorgio, el maestro italiano afincado en México desde hace tres décadas. Sin más preámbulos, inicia la clase con el libro cerrado. Se quita el reloj de pulsera que coloca encima de la mesa y les habla de Virgilio. Catalina hace esfuerzos por estar allí, no se concentra y no para de divagar. Una frase del profesor la trae de vuelta a la tierra:

El poeta quiere mostrar a su héroe, Eneas, piadoso, compasivo y misericordioso.

¡Compasión! ¿Podrá ella ser indulgente con su marido? ¿Cómo ha podido llevar a sus hijos a la ópera con Elvira? ¿Cuál es su intención? Su anclaje se tambalea. Su mundo, ya desequilibrado, bascula.

… Eneas es el héroe que se sacrifica, que se ofrece, que abandona el amor para seguir su misión: fundar Roma.

«¿Misión?». Catalina necesita tener su propia misión. Está aturdida y le apremia hallar el objetivo. Virgilio no está a su lado para guiarla, su mención entra en su cerebro y la impulsa a actuar.

«¡Lorenza necesita ayuda!».

Lupita no da puntadas sin hilo. Su sutileza al escoger el vocabulario adecuado, su esmerada estrategia provoca en Catalina un comportamiento vehemente. No reprime su impaciente deseo de encontrarse con la anciana, tanto, que no es dueña de sí misma. Quiere verla para dejar de imaginar lo que ignora y escucharla para saber de qué se trata. Teme que quede poco tiempo.

—¿Crees que aceptaría mi visita? —pregunta de manera irreflexiva.

—Sí, claro, ¡por supuesto! —responde Tere—. ¿Te late ir al pueblo? Va a estar feliz.

—¿Qué tal el lunes? Suele ser un día tranquilo de compromisos sociales. ¿Podemos ir y venir el mismo día?

—Sale, pues.

BarcelonaEl juguete

QUINCE AÑOS ANTES, febrero de 2000 en Barcelona. Catalina sale de su bufete y la lluvia continúa. El frío y la humedad se le calan en el cuerpo. Menos mal que, a última hora, renunció a ponerse sus zapatos nuevos; con lo coqueta que es, hubiera sufrido un disgusto monumental.

La tensión se acumula desde hace meses. El caso de fraude que investiga dificulta su vida de modo ingente y hace que todo lo sobredimensione. Incluso al dejar a sus hijos en la escuela a las ocho, como cada día, ha tomado conciencia de que el asunto se le escapa de las manos. Está ya muy cerca de resolverlo y su fortaleza se consume. Los niños, como si lo presintieran, no han hecho ni un solo comentario en el trayecto de quince minutos que les separa de su domicilio en Sarriá del colegio.

En la hora escasa que ha estado en la oficina, antes de ir a los juzgados, no le ha ido mejor. Sus compañeros y colaboradores han permanecido en silencio. Solo ha atendido una llamada que ha durado menos de un minuto:

—Cata, no lo hagas. No presentes tu informe. Me hundes.

—Lo siento, Ramón. Es mi deber.