Mentiras por amor - Jennie Lucas - E-Book

Mentiras por amor E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Finalista Premios Rita. ¿Qué derecho tenía el millonario argentino Rafael Cruz a pedirle que se acostara con él? En su trabajo de ama de llaves, Louisa Grey se había encargado de la casa de manera impecable, había sabido satisfacer todos sus apetitos… excepto uno… Ella no había flirteado con él en ningún momento, pero la irresistible atracción que había entre ellos hizo que Rafael estuviera a punto de perder el control…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Jennie Lucas. Todos los derechos reservados. MENTIRAS POR AMOR, N.º 2049 - enero 2011 Título original: Sensible Housekeeper, Scandalously Pregnant Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9721-1 Editor responsable: Luis Pugni

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Mentiras por amor

Jennie Lucas

Capítulo 1

Del cielo gris plomizo caían gotitas de lluvia que mojaban el jardín de Estambul en el que Louisa Grey cortaba las últimas rosas del otoño. Le temblaban las manos. «Es imposible que esté embarazada», se dijo.

De repente, se echó hacia atrás y se quedó en cuclillas, se secó el sudor de la frente con la manga del jersey de lana que se había puesto, pues estaban a principios de noviembre. Se quedó mirando un momento las flores rojas y naranjas que crecían en la mansión otomana.

A continuación, dejó caer las manos sobre el regazo, parpadeó unas cuantas veces y se quedó mirando el cielo, que se había teñido de tonos rojizos para el atardecer.

Una sola noche.

Había trabajado para su jefe durante cinco años y en una sola noche todo se había estropeado. Al día siguiente, había abandonado París aduciendo que prefería trabajar en la casa que tenía medio abandonada en Estambul.

Desde entonces, había intentado olvidar la noche de pasión que habían compartido, pero ahora, un mes después, un pensamiento la atormentaba día y noche, una pregunta que no la dejaba ni a sol ni a sombra.

¿Estaría embarazada de su jefe?

–¿Señorita? –la llamó una voz femenina y joven–. El cocinero no se encuentra bien. ¿Puede irse a casa?

Louisa echó los hombros hacia atrás, se colocó las gafas de pasta negra y se giró hacia la doncella turca. No podía mostrarse débil ante sus subordinados.

–¿Y por qué no viene a decírmelo él?

–Porque teme que le diga que no… como tiene que estar todo perfecto para cuando llegue el señor Cruz…

–El señor Cruz no llegará hasta el mismo día de la fiesta –le recordó Louisa–. Dile al cocinero que se puede ir, pero que la próxima vez venga él a pedírmelo, que no mande a otra persona. Ah, y que, si no se repone para el día de la fiesta, contrataré a otro –añadió.

La joven asintió y se alejó.

Una vez a solas de nuevo, Louisa dejó caer los hombros, tomó aire y se puso en pie para recoger un par de flores que se le habían caído.

A continuación, repasó mentalmente todo lo que ya estaba hecho. Las arañas de cristal y los suelos de mármol relucían, había pedido la comida que más le gustaba a su jefe, los tenderos estaban advertidos y todo llegaría fresco todos los días de su estancia, directamente del mercado. Su dormitorio estaba listo, sólo quedaba ponerle unas flores frescas para aligerar el ambiente serio y masculino de aquella estancia a la que lo acompañaría la bailarina de turno que él eligiera.

Todo tenía que estar perfecto.

Todo.

Para que el señor Cruz no pudiera quejarse de nada.

Louisa cortó la última rosa.

En aquel momento, oyó que se abría la verja de hierro que daba al camino. Chirriaba un poco. Había que ponerle aceite. Tomó nota mentalmente. Suponía que sería el jardinero o, tal vez, el encargado de la bodega, que venía a dejar el champán que le había encargado.

Pero, al ver la silueta que avanzaba hacia la casa, inhaló y se tapó la boca con la mano.

–Señor Cruz –murmuró.

–Señorita Grey –contestó él.

Su voz grave y seductora reverberó por todo el jardín. Louisa tuvo que aferrarse a la cesta de mimbre que tenía en las manos para que no se le cayera al suelo. Llegaba tres días antes de lo previsto. Claro que, ¿cuándo había hecho Rafael Cruz lo que esperaban los demás?

Aquel argentino multimillonario, guapo y despiadado tenía la capacidad de encandilarte como un poeta, pero el corazón de hielo.

Se trataba de un hombre alto y moreno, de espalda ancha, cuerpo musculado que destacaba entre los demás por su fuerza, su belleza masculina, su riqueza y su estilo.

Sin embargo, aquel día tenía el pelo revuelto, llevaba el traje arrugado y la corbata aflojada y, para colmo, no se había afeitado.

Aquella guisa le daba un aire poco civilizado, medio brutal, pero estaba todavía más guapo de lo que lo recordaba. Seguía teniendo los mismos ojos grises y la misma piel aceitunada.

Hacía un mes, estaba entre sus brazos.

Hacía un mes, Rafael Cruz había sido dueño de su cuerpo y se había llevado su virginidad.

Louisa cortó aquel pensamiento por lo sano y tomó aire.

–Buenas tardes, señor Cruz –lo saludó con voz calmada–. Bienvenido a Estambul. Todo está a punto para su llegada.

–Por supuesto –contestó él sonriendo con malicia–. No esperaba menos de usted, señorita Grey.

Louisa lo miró y percibió que le ocurría algo, había algo en su rostro que así lo insinuaba. A pesar de que no le convenía, se encontró preocupándose por él y la compasión se apoderó de su corazón.

–¿Está usted bien, señor Cruz?

Rafael dio un respingo.

–Estoy perfectamente –contestó con frialdad.

Era evidente que no le había gustado su pregunta. Había sido una intrusión. Louisa se recriminó a sí misma por haberle hecho una pregunta personal. No era su estilo y no debería haberlo hecho. Si no lo hubiera aprendido durante el curso de diez meses que había recibido, lo habría hecho en los cinco años que había llevado la casa que Rafael Cruz tenía en París.

Como él jamás mostraba sus sentimientos, ella había decidido hacer lo mismo. Le había resultado fácil durante los dos primeros años. Luego, a pesar de que había intentado que no fuera así, se había empezado a interesar por él…

Ahora que lo tenía delante, lo único en lo que podía pensar era en la última vez que lo había visto, la noche en la que se había dado cuenta que estaba perdidamente enamorada del seductor de su jefe. Aquella noche, había vuelto antes de lo previsto a casa y la había sorprendido llorando en la cocina.

–¿Por qué lloras? –le había preguntado.

Louisa había intentado mentirle, decirle que se le había metido algo en el ojo, pero, cuando sus miradas se habían encontrado, no había podido disimular. De hecho, no había podido ni hablar ni moverse mientras Rafael se había acercado a ella y la había rodeado con sus brazos.

Entonces, Louisa se había dado cuenta de que aquello sólo podía terminar de una manera: rompiéndole el corazón.

Aun así, no había podido apartarlo. ¿Cómo lo iba a hacer cuando estaba enamorada de aquel hombre indomable y prohibido que jamás sería realmente suyo?

En aquel ático de los Campos Elíseos, con la Torre Eiffel iluminada como telón de fondo, había suspirado su nombre, la había tomado de las muñecas, la había apretado contra la pared y la había besado con tanta pasión que lo único que había podido hacer Louisa había sido devolverle el beso con la misma ansia.

Lo había deseado durante años, años de represión, pero, ¿cómo había podido dejarse llevar cuando sabía que aquello no le reportaría más que sufrimiento?

Y eso lo había pensado antes de empezar a sospechar que podía estar embarazada…

«¡No debo pensar en eso!», se dijo.

No podía estar embarazada, era imposible. Si lo estuviera, Rafael jamás se lo perdonaría, creería que le había mentido.

Louisa se mojó los labios.

–Me alegro… de que esté bien –le dijo.

Rafael la miró de arriba abajo y se fijó en su boca antes de girarse bruscamente y de colgarse al hombro la bolsa de viaje con la que había llegado.

–Subidme la cena a la habitación –ladró mientras se alejaba sin mirar atrás.

–Ahora mismo, señor –contestó Louisa mientras comenzaba a llover con más fuerza.

Las gotas le caían sobre el rostro y el cuerpo, le pegaban el pelo a la cara y le impedían ver a través de las gafas. Una vez a solas, pudo respirar con normalidad y se apresuró a cubrir las rosas con la chaqueta para que no se estropearan y a entrar en la casa.

Mientras entraba en el gran vestíbulo del siglo XIX, el cielo estaba completamente teñido de rojo. Se limpió los zapatos en el felpudo y se fijó en las pisadas que su jefe había dejado en el suelo. Habría que volverlo a limpiar. Siguió las huellas escaleras arriba y lo vio desaparecer en dirección a su suite.

Ahora que estaba allí, la casa parecía diferente.

Rafael Cruz lo electrizaba todo.

Incluso a ella.

Especialmente a ella.

Cuando el personal que había salido por el equipaje del señor subió también las escaleras, Louisa se quedó a solas y aprovechó para apoyarse contra la pared.

Bueno, ya se habían vuelto a ver.

Por lo visto, el señor Cruz se había olvidado por completo de la noche que habían compartido en París.

Ojalá Louisa pudiera hacer lo mismo.

Volvió a mirar hacia arriba, hacia la segunda planta, y se preguntó qué sería lo que lo atormentaba porque estaba claro que algo le sucedía. Louisa sabía que no tenía nada que ver con su breve aventura porque Rafael cambiaba de mujer como de camisa. Ninguna mujer podría jamás llegar a su corazón.

Entonces, si no había sido por una mujer, ¿por qué había llegado tres días antes de lo previsto y de muy mal humor?

Le hubiera gustado darle consuelo, servirle de apoyo, pero… ¡no! Ésa era una de sus armas de seducción. Las mujeres creían que necesitaba quien lo cuidara y él se aprovechaba de eso sin escrúpulos para llevárselas a la cama. Ellas lo veían como si fuera un Heathcliff de pasado atormentado y cada una de ellas creía que sólo ella podría salvar su alma.

Pero Louisa sabía la verdad.

Rafael Cruz no tenía alma.

Y, aun así, lo amaba.

¡Menuda idiota! ¡Pero si ella, precisamente ella, sabía que era un hombre frío, despiadado y distante!

La noche que habían pasado juntos le había hecho prometerle que era imposible que se quedara embarazada y ella se lo había prometido.

¿Y si ahora resultaba que no era cierto?

«No estoy embarazada. ¡Es imposible!», se repitió Louisa a sí misma por enésima vez.

Pero, aun así, le daba miedo hacerse la prueba definitiva, la que le diría si sí lo estaba o no. Louisa se dijo que simplemente tenía un retraso, un retraso muy largo, pero nada más que un retraso al fin y al cabo.

Tras dejar los zapatos mojados en la puerta, llevó los cestos de rosas a una habitación que había junto a la cocina. Allí, llenó de agua un precioso y carísimo jarrón y lo llenó de flores, limpió las tijeras de cortar y las guardó en su cajón. A continuación, subió a su habitación y se cambió de ropa, poniéndose un traje pantalón gris tan neutro y serio como el primero, se recogió el pelo en un severo moño y se limpió las gafas con una toalla.

Se miró en el espejo y se encontró sencilla, seria e invisible, justo lo que quería.

Nunca había querido que Rafael se fijara en ella.

Incluso había soñado para que no lo hiciera. Después de lo que le había pasado en su anterior trabajo, había decidido que pasar inadvertida, resultar invisible, era lo mejor, la única manera de protegerse.

Pero, aun así, se había fijado en ella. ¿Por qué se habría acostado con ella? ¿Por compasión? ¿Por conveniencia?

Louisa tomó aire profundamente y echó los hombros hacia atrás para llevar el florero a la cocina.

Al entrar, le subió el ánimo. En el mes que llevaba allí, la cocina y toda la mansión habían cambiado bastante. Había trabajado dieciocho horas al día para contratar servicio competente y coordinar la reforma que había hecho de aquella casa deslucida y vieja en una casa nueva y bien llevada.

Louisa acarició el brillante marco de madera de la puerta y sonrió al mirar hacia el precioso suelo de azulejos hidráulicos. Coordinar la reforma de aquella enorme casa para devolverle su gloria había sido un trabajo ingente, pero había merecido la pena.

Antes era una casa olvidada, pero ahora era una casa amada.

Louisa apretó los dientes decidida a no permitir que un momento de debilidad la apartara de aquel trabajo que tanto le gustaba. A Rafael le había apetecido acostarse con ella y punto. Ella lo amaba profundamente, pero ya se las ingeniaría para matar aquel amor.

Estaba decidida a hacer su trabajo, a mantener las distancias, a olvidar cómo le había entregado su virginidad.

Sí, conseguiría olvidar sus labios calientes que la habían besado con urgencia, olvidaría su cuerpo fuerte y musculoso apretándola contra la pared, olvidaría su pasión y el deseo que había visto en sus ojos cuando la había tomado en brazos y la había llevado a su dormitorio…

Louisa se quedó en blanco por un momento, se dio cuenta de que estaba de pie en mitad de la cocina y se preguntó qué demonios hacía allí. Ah, sí, se disponía a preparar la cena. El cocinero se sentía mal y se había ido a casa. A ver si, con un poco de suerte, sólo tenía una gastroenteritis como la que ella había tenido seis meses atrás en París. De ser así, estaría de vuelta en tres días, a tiempo para la fiesta de cumpleaños de Rafael.

Louisa era capaz de preparar platos sencillos, pero no era una cocinera profesional. Lo suyo eran, más bien, los bizcochos y las tartas y no la salsa chimichurri para la carne a la brasa o las cazuelas de mariscos, pero era una mujer de recursos y no tardó mucho en preparar un sándwich de jamón con pan que ella misma había hecho.

Tras colocar el plato en una bandeja, puso una servilleta de lino bien planchada al lado y los cubiertos de plata, dudó y terminó añadiendo también un capullo de rosa rojo en un florero minúsculo y se dijo que no eran detalles propios de una mujer enamorada sino de un ama de llaves eficiente.

No había cambiado nada.

Nada.

Louisa llamó a una de las doncellas.

–Llévele esto al señor Cruz, por favor –le pidió.

La chica, que había sido contratada recientemente, la miró nerviosa. Louisa se dio cuenta y la tranquilizó.

–No pasa nada –le dijo acariciándole el hombro–. El señor Cruz es un hombre… amable –mintió–. No te va a hacer nada…

Podría haberle partido un rayo por haber mentido así, pero, gracias a Dios, no fue así.

La doncella asintió y salió de la cocina con la bandeja. A los pocos segundos, volvió con el jamón y la mostaza colgando del delantal y el capullo de rosa enredado en el pelo.

–¿Qué te ha pasado? –le preguntó Louisa anonadada.

–¡Me ha tirado la bandeja! –contestó la chica al borde de las lágrimas–. ¡Dice que sólo quiere que le sirva usted, señorita! –añadió.

Louisa se indignó.

–¿Te ha tirado la bandeja? –repitió mirando el objeto en cuestión, que la chica traía en una mano junto con el plato roto.

No se lo podía creer. ¿Desde cuándo Rafael perdía así el control? ¿Le habría ido mal en algún negocio importante? ¿Habría perdido mucho dinero? Algo muy gordo le tenía que haber sucedido para tirarle una bandeja a otro ser humano a la cara…

Louisa se dijo que no debía intentar justificarlo. ¡Le hubiera pasado lo que le hubiese pasado, no había excusa posible para tratar así a un miembro del servicio!

–Dame la bandeja, Behiye, y vete a casa.

–Oh, no, señorita, por favor, no me eche…

–No te echo, te doy una semana de vacaciones pagadas –le explicó intentando ocultar su rabia–. Cortesía del señor Cruz, que se arrepiente de la brutalidad con la que te ha tratado.

–Gracias, señorita.

«Y si no se arrepiente, pronto se arrepentirá», pensó furiosa.

El enfado fue a más mientras tiraba a la basura el plato antiguo de loza blanca y azul. Después, limpió la bandeja de plata y volvió a rehacer la comida. Incluso añadió otro capullo de rosa en otro florerito. Tras tomar aire, subió las escaleras que conducían a la segunda planta y llamó a la puerta del dormitorio de Rafael.

–Adelante –contestó él con voz fría y distante.

Louisa abrió la puerta. Seguía enfadada. La habitación estaba en penumbra.

–Hola, señorita Grey –dijo Rafael en tono hostil–. Me alegro de ver que cumple mis órdenes.

Cuando sus pupilas se acostumbraron a la oscuridad, Louisa vio que estaba sentado en una butaca delante de la chimenea, que no estaba encendida. Dejó la bandeja sobre una mesa y cruzó la estancia para encender una lamparita. El halo amarillento iluminó la estancia, que era masculina, espartana y severa.

–Apaga eso –ladró Rafael mirándola.

Louisa estuvo a punto de dar un paso atrás, pero apretó los puños y se encaró con él.

–No piense que a mí me va a asustar como ha hecho con Behiye. ¿Cómo se atreve a atacar a una doncella, señor Cruz? ¿Por qué le ha tirado una bandeja? ¿Se ha vuelto loco?

Rafael la miró con frialdad y se puso en pie.

–Eso a ti no te importa. No es asunto tuyo.

Pero Louisa no se dejó amedrentar.

–Claro que me importa. Es asunto mío porque usted me paga para que lleve esta casa. ¿Cómo voy a hacerlo cuando usted se dedica a aterrorizar al personal de servicio?

–No le he tirado la bandeja –se defendió Rafael–. La he tirado al suelo, pero ella, la muy ilusa, ha intentado agarrarla y claro…

¡Cómo se notaba que aquel hombre nunca había limpiado el suelo!

–¡La ha asustado!

–Ha sido un accidente –insistió Rafael–. No he… tenido cuidado. Dale el día libre –añadió girándose y apretando las mandíbulas.

Louisa elevó el mentón.

–Ya lo he hecho. Bueno, en realidad, le he dado la semana entera de vacaciones pagadas.

Rafael hizo una pausa.

–Vaya, señorita Grey, usted siempre sabe lo que voy a hacer antes que yo mismo. Parece que conoce bien mis necesidades.

Louisa sintió que el corazón le daba un vuelco, pues, por como la estaba mirando, Rafael le estaba dando a entender que en aquellos momentos necesitaba algo urgentemente y quería que ella lo adivinara sin tener que decírselo.

Aquella mirada hizo que Louisa se sonrojara y, sin poder evitarlo, se encontró recordando sus besos. No, no era el momento para pensar en aquello. ¡No podía ser!

–En eso consiste mi trabajo, en saber qué va a necesitar –contestó cruzándose de brazos–. Para eso me paga.

Al hablar de dinero, había conseguido distanciarse de él.

–Sí, así es –contestó Rafael girándose.

Mientras lo hacía, a Louisa le dio tiempo de ver que estaba preocupado. Era la misma expresión con la que había llegado. No era exactamente angustia, pero sí vulnerabilidad, como si se sintiera solo y desvalido, lo que era completamente ridículo. El playboy más despiadado de Europa nunca se sentía solo.

–No debería haber mandado a la doncella –le dijo en voz baja–. Quería que me trajera usted la cena, no una doncella. Usted.

¿Quería estar a solas con ella?

Louisa sintió una inmensa alegría seguida de un terrible miedo. No podía dejarse seducir de nuevo. Consiguió ocultar todas aquellas emociones bajo una máscara de indiferencia. La formalidad era la única arma que tenía.

–Me temo que no le entendí bien, señor, y le pido disculpas por ello –le dijo–. Le he vuelto a traer la cena, así que lo dejo solo para que la disfrute.

–Un momento.

Louisa se quedó quieta. Rafael se acercó a ella. Lo tenía tan cerca que casi lo estaba tocando.

–No debería haberlo hecho –comentó Rafael.

–¿El qué? ¿Tirar la bandeja?

–Hacerte el amor en París.

Louisa sintió que el aire no le llegaba. El deseo que sentía por su jefe era una amenaza para todo, para su carrera, para su autoestima y para su alma.

–No recuerdo ningún incidente parecido, señor –contestó muy seria.

–¿Ah, no? –contestó Rafael acariciándole la mejilla y mirándola a los ojos–. Así que no te toqué, así que no te besé, así que no sentí tu cuerpo temblando.

–No, eso no sucedió –insistió Louisa mientras el corazón le latía aceleradamente–. Nunca sucedió.

–Entonces, ¿por qué no puedo parar de pensar en ello? –insistió Rafael acercándose un poco más.

Louisa sintió que le fallaban las rodillas. Estaba a punto de rendirse, de comportarse como todas las demás, de rendirse ante él, pero sabía que, si lo hacía, las cosas sólo podían terminar de una manera, lo había visto muchas veces.

Rafael Cruz no tenía piedad. Rompía corazones de mujer sin pensárselo dos veces.

Si Louisa se permitía desearlo, la mataría como si fuera veneno.

–No recuerdo nada de eso. Ni siquiera que me besara… –comentó negando con la cabeza con vehemencia.

–Ah, entonces, a lo mejor, esto te hace recordar algo más –contestó Rafael inclinándose sobre ella y besándola.

Louisa sintió que el calor de sus labios se extendía por todo su cuerpo, sintió sus brazos alrededor de su cuerpo, sintió el cuerpo de Rafael en contacto con el suyo.

Estaba perdida.

La lengua de Rafael se encontró con la suya y todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo, desde los pezones a los lóbulos de las orejas pasando por los dedos gordos de los pies, se electrizaron.

Rafael la estaba besando y, en contra de su voluntad, Louisa se rindió.

Capítulo 2