Metal - Samuel Segura - E-Book

Metal E-Book

Samuel Segura

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Beschreibung

Obra ganadora del Premio Novela Juvenil "Universo de Letras 2018". La novela se centra en la vida de una chica baterista que afronta la pérdida de su padre, una antigua leyenda del Metal pesado. A lo largo de la historia la chica conocerá el pasado de su padre y a sí misma, y descubrirá que ese pasado lleno de secretos tiene repercusiones en su presente.

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Fotografía: Erik Hubbard

Samuel Segura es egresado de la licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde 2016 estudia guión cinematográfico en el Centro de Capacitación Cinematográfica. Es además baterista y letrista de Asedio, banda de la que es integrante con tres discos grabados. En 2012 recibió el Premio Nacional de Novela Corta de Humor en su primera edición, organizado por el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, por El sufrimiento de un hombre calvo. Ese año recibió también el Premio Nacional Rostros de la Discriminación “Gilberto Rincón Gallardo”, en la categoría de crónica en medios impresos o internet, por Viaje al ritmo de un perreo.

LETRAS MEXICANAS

Metal

SAMUEL SEGURA

Metal

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

Primera edición, 2018 Primera edición en libro electrónico, 2018

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

D. R. © 2018, Universidad Nacional Autónoma de México Coordinación de Difusión Cultural Insurgentes Sur 3000, Centro Cultural Universitario Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, Ciudad de México Comentarios: [email protected] Tel. 56227089

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-6087-9 (ePub)ISBN 978-607-16-5969-9 (impreso)

Hecho en México - Made in Mexico

El jurado del Segundo Premio de Novela Juvenil Universo de Letras 2018, compuesto por Andrés Neuman, Fernanda Melchor y Laura Guerrero, por mayoría de votos, decidió conceder el premio a la novela presentada con el título Maldito sea tu nombre —modificado durante el proceso editorial—, firmada con el seudónimo Greta Morgan, por ser una novela poderosa que combina el heavy metal y la poesía para acompañar el devenir de la protagonista, distanciada de los estereotipos femeninos. El mundo que refleja es febril, intenso y con una mirada propositiva. El montaje cronológico es hábil y el manejo preciso de la elipsis despliega una gran agudeza narrativa.

Eusebio Ruvalcaba, in memoriam

Surgiste de las tinieblas

con fuego arrasador.

Has escrito la historia

de la humanidad.

Haces siempre lo que quieres sin tener piedad.

Dios eterno, todo lo haces a tu voluntad.

ÁNGELES DEL INFIERNO, “Maldito sea tu nombre”

Todo el mundo aquí dentro adora al Diablo. Es un bodegón ardiente lleno de punks y metaleros en el que ya estamos tocando. Un-dos-tres-cuá. Trato de seguir el ritmo que yo misma he iniciado, pero de inmediato me pierdo; ni con la velocidad de mis tupa tupas consigo emparejarme al resto. Hay tanta gente aquí que no escucho los amplificadores puestos a ras de piso; el sudor del cabello me abrasa los ojos y el humo de cigarro me sofoca. Voy tropiezo tras otro y son ellos quienes voltean a verme; con la vista incendiada trato de entender en qué parte van; golpeo los parches lo más fuerte que puedo pero el único sonido que me devuelven es un zumbido sordo, ahogado. Prrrraaamm prrrummm pttttsss.

Quienes están frente a nosotros no se percatan de mis errores y aplauden muy prendidos cuando terminamos la primera canción.

Es la misma gente que grita, matea y corea la letra de una canción que se compuso hace mucho tiempo.

Ahí está ella.

Sentada como estoy a la batería alcanzo a ver el momento en que el Diablo, aquel pelón tatuado por completo de los brazos, se le acerca, la agarra por los hombros y le dice algo al oído. Luego la abraza. Un-dos-tres-cuá. Para esta segunda rola se arma un slam tan grande que el piso retumba y, entre redobles y cambios de ritmo fallidos, veo cómo la suelta un momento para meterse de lleno a la bola de golpes; con sus potentes brazos rayados descuenta a varios, por lo que algunos prefieren quitarse. Después regresa con ella, la toma de nuevo por los hombros y la abraza.

A media canción me detengo.

Al resto de la banda no le queda de otra que hacer lo mismo.

Pero aquí no hay lugar para el silencio: de inmediato se escuchan los murmullos de la gente, algunos chiflidos. Me agacho para recoger la chela que puse a un lado mío, en el suelo. Le doy un trago muy largo; ya he perdido la cuenta de cuántas llevo.

Aquí abajo el aire es un poco más fresco.

Mis compañeros voltean a verme y uno de ellos sólo alcanza a preguntarme a dónde voy cuando me levanto del banco y me abro paso a codazos hacia donde están ella y ese hombre rapado.

Cuando estoy cara a cara frente a él saco el revólver que llevo en la chamarra negra de cuero. Le apunto lo más firme que puedo y antes de jalar el gatillo le grito:

—¡Ahora sí, pinche Diablo, nos vemos en el infierno!

Pocos días antes de morir, mi padre quemó todos sus discos de heavy metal.

Arrojó la colección que había construido toda su vida a un tambo de basura al que le roció gasolina y le prendió fuego.

El tambo duró un buen rato encendido hasta que no quedó rastro de ningún disco. Una gruesa capa negruzca se solidificó en su interior.

—Soñé con Satanás —comentó ese día, mientras desayunábamos—. Un hombre todo rapado, sin cejas, sin vello alguno. De una blancura total. Traía puesta una sotana negra que le arrastraba hasta el piso. Los ojos también negros, completamente. Y una voz que difícilmente olvidaré pero que soy incapaz de reproducir. Me dijo algo así como: “Por fin he vencido a tu Dios y tu alma ahora me pertenece”. A su alrededor todo era oscuro, pero de pronto el espacio se tornó de un rojo total, del que no pude ver ya nada.

Mi madre y yo guardamos silencio y miramos hacia nuestros respectivos platos con corn flakes.

—Todo es culpa de esa pinche música —continuó mi padre, con la boca llena, y señaló con el dedo índice, sin mirar, al mueble donde tenía todos sus discos.

Luego la miró a ella y le dijo:

—Hoy mismo me deshago de ellos.

Tan pronto acabó el desayuno se dirigió al cuarto de los triques, buscó aquel tambo de fierro en el que guardaba un montón de cosas y lo vació.

—¿De verdad lo vas a hacer? —le pregunté.

—Sí.

—Papá, sólo fue un sueño…

—Ya sabes lo que opino de los sueños: son la puerta de entrada al otro mundo —dijo, agotado. Mi padre era un hombre muy grande y gordo (medía casi uno noventa y pesaba casi ciento veinte kilos). Se agotaba con mucha rapidez—. ¿Vas a ayudarme?

—Ma, ¿no piensas decirle algo? —inquirí a mi madre, pero cabizbaja no me respondió.

Desde aquel día empezó a convertirse en una mujer en silencio.

Entretanto mi padre sacó la primera pila de discos, y sin rasgo alguno de remordimiento la arrojó al tambo.

Desde el comedor se escuchó el crujir, el choque de cajas contra el fondo.

Lo alcancé, pero las llamas hambrientas ya habían consumido sin tregua los discos compactos.

El humo rápidamente acaparó el espacio.

El fuego. Nunca he visto tanto fuego en mi vida.

En ese instante temí que mi padre arrasara con todo aquello que la música representaba para él. Corrí a mi habitación y le llamé por teléfono al Gigante. Así le decíamos a aquel joven que no alcanzaba el uno sesenta.

—Hola, querida.

—A mi papá se le botó más de lo normal.

—¿Y eso?

—Tengo miedo de que le vaya a pasar algo a Roberta.

—¿Por?

—Ayúdame a recogerla, por favor. Ahorita te explico.

En cuanto colgamos salí corriendo al patio: mi padre ya había puesto dos banquitos frente al tambo incendiado. El humo volaba hacia el cielo; su negritud parecía proceder de la supuesta maldad que todo ese material poseía.

—Siéntate, hija —dijo, y le dio dos palmadas a la superficie del banquito que estaba a su lado.

Permanecí de pie.

—Un día entenderás por qué hago lo que hago. Sé que ahora reniegas, pero cuando llegues a mi edad, ya te lo he dicho, el Señor iluminará tu camino.

Permanecí en silencio, apretando los puños. Escuchándolo. Por suerte el Gigante no tardó en llegar en su auto compacto usado color naranja que compró ahorrando lo que ganaba de chalán en un taller mecánico; con su pequeña mano tocó la puerta del zaguán. Fui a abrirle.

—¿Qué pasó?

El Gigante observó a mi padre y al tambo de reojo mientras nos encaminábamos hacia mi habitación. Discretamente me preguntó:

—¿Qué está quemando?

—Sus discos.

El Gigante mantuvo los ojos abiertos hasta que llegamos con Roberta, la batería Tama Artstar II blanca, como la que usó Lars Ulrich para grabar el disco negro de Metallica. El instrumento ocupaba casi todo el espacio de mi cuarto: tenía doble bombo, seis toms de aire, dos de piso y quién sabe cuántos platillos.

—Llévatela —le dije.

—¿Por qué los está quemando?

—Por favor.

Mi padre ni cuenta se dio cuando la desarmamos y la subimos al coche. No nos tomó mucho tiempo hacerlo, pero apenas y cupo. Cuando terminamos, el Gigante sacó sus lucky strikes y fumamos recargados en su automóvil, mirando al horizonte rojizo y desolado de nuestro barrio.

Hecatepec.

—¿También quemó sus acetatos?

—No, por suerte ésos están en casa de mi abuelita.

—Si quieres vamos por ellos.

—Dudo que quiera dármelos.

—Si quieres voy yo.

—No, a ti ni te conoce…

—Dile entonces a tu jefa.

—No, ella está ahorita del lado de mi papá —dije, y aplasté la colilla del cigarro con mis botas tipo militar.

A la distancia mi padre seguía observando el tambo, ensimismado, aunque hacía un rato que las llamas se habían consumido.

Tres hombres se encargaron de echarle tierra al hoyo que momentos antes habían cavado. Un cuarto les ayudó a sumergir el ataúd. Entre las pocas personas que asistieron al funeral de mi padre (además de mis tíos, mi abuela y mi madre) estuvo uno de los miembros fundadores de su extinta banda, una de las primeras agrupaciones que en estos lares tocaron death-thrash metal en español: Presidio.

—Todavía no lo puedo creer —dijo quien desde niña conocí como el tío Muerte, que en la banda fungió como guitarrista líder y letrista de algunas canciones. Ese día (como todos los días) portaba una chaqueta de cuero, jeans raídos y sucios, playera de Motörhead; mata y barba canosas y largas. (Siempre pensé que se parecía muchísimo a Eddie —la mascota de Iron Maiden, en específico al que sale en la portada del No Prayer for the Dying—, pero barbón.)

El tío Muerte fue de los primeros en llegar y de los últimos en irse. Tanto de la banda como del funeral.

—La mera verdad nunca pensé que fuera a morirse de esta manera —dijo, mientras miraba la tumba a la que arrojó una rosa blanca. De entre las arrugas que lo ensombrecían, sus ojos amarillentos se apagaron un momento y sus dos manos, sus largas y huesudas manos de guitarrista, se desplazaron en el aire, de arriba abajo, a lo ancho, del sepulcro de su ex amigo, cuyo único delito antes de quemar sus discos fue robarse una guitarra de una tienda de música.

En aquellos tiempos la crisis económica también estaba de la chingada, y tanto mi padre como el resto de los integrantes de Presidio no tenían mucho dinero. Apenas y habían podido comprar una batería y un amplificador para la guitarra del tío Muerte. Así que mi padre se metió a la tienda de música y le preguntó al encargado por una pieza para la batería que, sabía, tenía que ir a buscar a la bodega. La guitarra estaba en el mostrador. Inexperto, mi padre no consideró que la vitrina estaría perfectamente cerrada y que al forzarla activaría una alarma. Optó entonces por romper el cristal con un atril que estaba en exhibición y sacó el instrumento. Cuando quiso huir, el tendero ya estaba apuntándole con una ballesta. Lo retuvo así, con las manos arriba, hasta que llegó la policía.

Un abogado, pariente del tío Muerte, sacó a mi padre de prisión luego de tres meses.

—De ahí surgió el nombre de la banda —recordó en ese momento el tío Muerte, y luego sacó un delicados sin filtro, lo encendió y fumó. Fumó profusamente.

Mi madre nos observaba a la distancia, en silencio. Sola como estaba, apartó su mirada de nosotros y la sumergió en el hoyo al que los hombres le echaban tierra una y otra vez.

—Tu jefa es una mujer a toda madre —dijo el tío Muerte y también miró el agujero que los sepultureros ya habían terminado de cubrir, después colocaron una cruz sobre la improvisada lápida.

—¿Por qué se separaron? —le pregunté sin más al tío Muerte, quien sonrió ante mi pregunta y me dijo, mirándome de frente:

—¿Te acuerdas del Metaltepec?

—Más o menos.

—Fue por eso.

—Pero ¿qué pasó?

En ese momento llegaron mis amigos.

El Morsa, vocalista de horrible voz cuando no cantaba, sin chamba, mata larguísima y rizada; le decíamos así por su inexistente bigote. Era hermano menor del Cabra, metalero antiguo y artista visual. Me abrazó y me dijo que era un honor para él estar en el funeral de una leyenda del underground, como lo había sido mi padre. El Burócrata, guitarrista rítmico, becario en un bufet de contadores que usaba gafas, peinaba su cabellera corta hacia atrás y siempre vestía un suéter gris. Y el Gigante, bajista (el bajo le quedaba enorme) del que ya he hablado y que no tenía tanto chiste.

—Mira, tío, te presento a los miembros de mi banda.

En la prepa a la que íbamos, de la que recién habíamos salido, ellos eran los únicos interesados en armar un grupo con una chica en los tambores. Apenas llevábamos unos meses, pero ya hueseábamos en un bar los jueves, viernes y sábados por las noches, interpretábamos cóvers de rock en español. No teníamos nombre, bastaba con anunciar “rock en vivo” y la gente con eso tenía. El dinero que nos pagaban lo repartíamos entre los cuatro y prometimos que con eso compraríamos equipo para luego tocar material propio.

Pero era muy poco lo que sacábamos cada noche, así que, además de esa chamba, cada quien se dedicaba a otra cosa. Yo recién había entrado a trabajar en una librería de viejo, la única de Hecatepec, llamada El Exilio.

—¿Órale, y qué tanto le sabes a la bataca? —me preguntó el tío Muerte, a quien se le dibujó de repente una enorme sonrisa.

—Soy tan buena como él —le dije y señalé la lápida.

—¿Apoco sí? Yo hace mucho que no toco… ¿No necesitan de un guitarrista?

Nos quedamos viendo el uno al otro. Y es que sí, necesitábamos un guitarra solista.

—Será un placer tocar con usteeed —dijo el Morsa, de repente, con su horrible voz que alargaba la letra “e”.

—Pues no se diga más —continuó el tío Muerte y encendió otro delicados—, hay que darle desde mañana. ¿Dónde ensayan?

—En mi casa, señor —dijo el Burócrata, acomodándose las gafas.

—Mañana ahí nos vemos. ¿Tienen pisto?

El problema de ensayar en casa del Burócrata era que sus padres no nos permitían fumar o beber, y teníamos que practicar desde muy temprano. A él apenas le daban chance de que tocara con nosotros; lo hacían porque era un genio en la escuela y porque les prometió que conseguiría un trabajo decente al margen de cantar en una banda que propagaba un género que repudiaban.

Era imposible que aceptaran las condiciones del tío Muerte, quien, además, ya superaba los cincuenta años (nosotros promediábamos los dieciocho. Yo tenía diecisiete).

—Ahí nos vemos, tío —dije por fin y mentí—: tenemos un chingo de pisto.

—Ya vas. Porque para tocar es necesario mantenerse bien hidratado —aseguró—. Hablando de eso, denme chance, orita vengo, voy a echarme una firmita —y se encaminó hacia unas tumbas alejadas.

Permanecimos en silencio un momento más hasta que el Morsa dijo:

—A wuevo, por fin tocaremos con solos, weee.

—Tenemos que ensayar antes —dijo el Burócrata—. Sería una pena si este señor nos ve fuera de forma.

—No se preocupen. En batería no tengo broncas —dije mirando la lápida, y en ese momento me asaltaron los recuerdos. Evoqué cómo desde pequeñita mi padre me enseñó a tocar a Roberta. Tenía unos cinco años. Mi padre sentaba su gordo trasero en el banquito, me ponía unos audífonos gigantes para protegerme los oídos, e iniciaba las lecciones.

Siempre decía que los bateristas más gordos eran los más cabrones.

—Al no poder mover mucho el cuerpo, desarrollamos muy bien la habilidad en las manos y en los dedos —y se ponía a tocar un ritmo muy rápido para demostrármelo—. Todo esto lo aprendí en solitario. El metal es para tocarse con el alma, no para ejecutarlo con un pentagrama enfrente. A menos que sea un pentagrama infernal —y una sonrisa inmensa rellenaba su gorda cara.

En ese momento, al mirar su tumba, también recordé cómo solía cargarme para matear conmigo, simulaba que yo era una guitarra eléctrica, mientras escuchábamos a Napalm Death sacudíamos nuestras largas matas lacias.

Recordé la primera vez que fui a un concierto suyo.

Iba a abrirle a Kreator en la arena de lucha libre, el escenario principal en aquellos días para tocar metal en Hecatepec. Yo estaba muy chica y mi mamá me llevó. Recuerdo la fascinación que sentí por todos aquellos ataviados de negro que esperaban ansiosos por entrar a ese bodegón que parecía abandonado. Ni mi madre ni yo íbamos vestidas de acuerdo con las circunstancias (parecía que simplemente íbamos pasando por ahí; yo llevaba mi vestido favorito, uno de Winnie Pooh).

Entramos por el backstage (una vil cortina que separaba a las bandas del resto de las personas) y mi padre me llevó cargando de un lado a otro, presentándome a sus amigos, que apenas recuerdo. Luego, cuando estaba a punto de subirse al escenario, mi madre le dio un abrazo y un beso en la frente. Ella siempre hacía eso: lo tomaba entre sus brazos y le besaba la cabeza. Era como un ritual de buena suerte sin el que mi padre no podía ir a tocar y que hacían, si mi madre no asistía a sus tocadas, cuando él salía de la casa.

Aquella vez mi madre y yo nos sentamos en las gradas junto a todos esos matudos enfundados en cuero, playeras negras desgastadas y pantalones de mezclilla; hombres rudos que bebían cerveza y fumaban. Los miraba mucho más que al escenario donde ya otras bandas se disputaban la vida por un aplauso. Los vi todo ese rato bajo el poderoso encantamiento del headbanging hasta que mamá me dijo:

—Ya va tu papá.

Toda mi atención se centró en él y en el grupo que había formado con el tío Muerte. La gente les gritaba: “¡Presidio, Presidio!” y se armaba el slam casi en cada canción. Para una niña como la que yo era, aquello fue alucinante, arrollador. Esas imágenes aparecieron de pronto frente a mí, ante mi padre muerto, abriéndose con ellas un hueco inmenso que nunca pude volver a cerrar.

Pronto tuve que volver al Exilio. Más que nunca se me impuso la responsabilidad de ayudar a mamá. Y aunque mi padre dejó su testamento en orden (nos heredó su poco dinero y el departamento donde vivíamos), sabía que tarde o temprano tenía que encontrar algo mejor pagado que la librería de viejo, de la que me encantaba su tranquilidad.

El dueño del local era un señor que se sentía español, aunque no se sabía muy bien de dónde era; un viejo que siempre estaba leyendo el periódico, siempre de mal humor, siempre fumando, siempre repitiendo “la puta que te parió” o cualquier otro insulto de los muchos que decía, según él, como gallego.

Le decían justo así: el Español.

—Venga, tía, te cargas un semblante de putamadre —me dijo al verme llegar un par de días después del funeral. Para ausentarme le había dicho por teléfono que estaba muy enferma del estómago. No le mencioné lo de mi padre.

—Buenos días.